Por Jacinto José Pérez Benítez

 

Las situaciones en las que puede exigirse responsabilidad a los administradores sociales

El ordenamiento configura los deberes fiduciarios generales de los administradores sociales a partir de la división entre el deber de diligencia y el deber de lealtad, establece sus consecuencias, y configura un sistema de acciones a través de las cuales puede exigirse su responsabilidad que, en el marco meramente societario se reducen a dos: a) la acción social de responsabilidad, introducida en la Ley de sociedades anónimas de 1951, con un sistema de legitimaciones que permitirá su ejercicio subsidiario a socios y terceros; y b) la “responsabilidad por deudas”, prevista en el art. 367 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC), que convierte al administrador en garante de la deuda social, en un contexto de incumplimiento determinado. La LSC, -como, en su momento, la legislación de anónimas y limitadas-, establece que, al margen de las acciones societarias, “quedan a salvo” las acciones que puedan ejercitar los acreedores o terceros, en exigencia de la llamada acción individual de responsabilidad, (art. 241), por daños directos en su patrimonio causado por los administradores sociales, en el marco general de la responsabilidad extracontractual, o en marcos sectoriales específicos. La explicación de la existencia de esta acción está en la necesidad de subrayar que el régimen de responsabilidad propiamente societario es compatible con cualquier otro régimen de responsabilidad previsto en el ordenamiento.

Junto a este régimen ordinario o “normal”, la ley configura un régimen específico de responsabilidad de los administradores en situaciones de insolvencia judicialmente declarada. En estos casos, -en principio al lado de estas acciones-, el legislador ha configurado una acción de responsabilidad de los administradores sociales con perfiles propios, y que tiene como presupuesto la existencia de una acción u omisión que genere o agrave la insolvencia, o bien la ejecución de determinadas conductas típicas, desarrolladas antes o durante la tramitación del concurso, (art. 456 Texto Refundido de la Ley Concursal, TRLC), entre las que se incluye el incumplimiento de un deber específico impuesto al empresario insolvente, de solicitar la declaración de concurso, en el plazo de dos meses desde que conoció o debió conocer su situación de insolvencia.

Todas estas formas de responsabilidad, y el marco general de acciones para su exigencia, son objeto de estudio desde hace años, y todavía presentan aspectos sometidos a discusión, quizás más allá de lo que debería resultar admisible, puesto que las discrepancias inciden en elementos clave, estructurales, de su régimen jurídico. Estas diferencias afectan a los dos aspectos de la cuestión: el marco sustantivo de la responsabilidad, -sobre todo tras su modificación sustancial por obra de la ley reformadora 31/2014, de 3 de diciembre-, y el régimen procesal para su exigencia.

La insolvencia, con independencia de cómo se defina por cada ordenamiento, es un estado patrimonial o financiero que no surge de manera instantánea, sino que se va gestando paulatinamente por causas exógenas o endógenas a la empresa. Además, se trata de un estado que, en determinadas circunstancias puede ser reversible, si se actúa prontamente y se toman las medidas adecuadas, tendentes a evitar los perjuicios que la desaparición de la empresa puede generar, en particular los perjuicios sistémicos que pueden ocasionarse en situaciones de crisis económica. Por esta razón, facilitar un marco normativo eficaz para la adopción de medidas de reestructuración constituye un objetivo prioritario del legislador.

Dentro de esta preocupación general, la cuestión que se plantea es si los ordenamientos deben establecer obligaciones específicas de los administradores sociales en los períodos previos a la insolvencia, con el objetivo de incentivar los comportamientos adecuados, bien para lograr la liquidación temporánea, bien para la eficaz aplicación de medidas de saneamiento o de reestructuración. Al punto son así las cosas, que modernamente se analiza la responsabilidad de los administradores sociales en relación con tres escenarios diferentes: lo que se denomina “situaciones de normalidad”, la situación de insolvencia, y un estado previo a ésta, de contornos difusos, (no sólo temporales), en el que se discute si la responsabilidad de los administradores debe presentar perfiles propios.

 

El régimen procesal de relaciones entre las acciones de responsabilidad de los administradores sociales.

Desde el punto de vista procesal, -en consideración al análisis del marco jurídico existente para actuar ante los tribunales la responsabilidad de los administradores sociales-, resulta esencial determinar el régimen de las relaciones entre las diferentes acciones. Se trata de responder a la pregunta de si, declarada la insolvencia, las acciones tendentes a exigir responsabilidad al administrador societario deben experimentar algún cambio, o incluso si pueden llegar a ejercitarse. Esta cuestión se ha ido perfilando al compás de las últimas reformas legales, en particular por la reforma de la Ley Concursal operada por la Ley 38/2011.

A partir de entonces, está claro que hasta la conclusión del concurso no podrán entablarse acciones de responsabilidad por deudas, (la del art. 367 LSC), y las ya iniciadas deberán suspenderse tan pronto constara la declaración judicial de la insolvencia, (arts. 50.2 y 51 bis LC, y 136.1. 2º y 139.1 TRLC). El vigente TRLC no ha clarificado la cuestión relativa a la posibilidad del ejercicio de la acción una vez aprobado el convenio, que la STS 590/2013, de 15 de octubre, resolvió en sentido negativo, no tanto por el hecho de que la aprobación del convenio haga cesar los efectos del concurso, sino por la preferencia de las normas concursales, conforme a las cuales, si durante la vigencia del convenio el deudor conoce la imposibilidad de cumplir con los pagos comprometidos o con las obligaciones contraídas con posterioridad a su aprobación, existe obligación de instar la liquidación concursal. Siguiendo tal lógica, si las obligaciones y la causa de disolución fueran anteriores a la declaración del concurso, la aprobación del convenio permitiría su ejercicio o la reanudación de las suspendidas, (cfr. art. 136.1.2º TRLC). El art. 4 de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, (ratificando lo dispuesto en el art. 9 del RDL 16/2020, en el contexto de la crisis generada por la pandemia), suspende el deber de solicitar la liquidación cuando el deudor conozca la imposibilidad de cumplir vigente el convenio, siempre que se presente propuesta para su modificación, en los términos previstos en su art.3, y ésta resulte admitida. El RDL 5/2021, de 12 de marzo ha prorrogado esta previsión hasta el 31 de diciembre de 2021, (disposición final séptima).

Por el contrario, las acciones de responsabilidad social y de responsabilidad individual de los administradores no experimentan cambios con la declaración judicial de la insolvencia, más allá de la previsión, respecto de la primera, de que el legitimado exclusivamente para su ejercicio es el administrador concursal, (art 132 TRLC), y de su acumulación al concurso pese a la continuación del trámite procesal, (art. 138 TRLC).

De esta manera, la ley da prioridad sobre la responsabilidad por deudas a la acción de responsabilidad concursal, ejercitable si se abre la sección de calificación, y que presenta requisitos y alcance muy diferentes; y esta diferencia hace, al menos en teoría, que resulte posible, -si el concurso, finalmente, fuera declarado fortuito, o si el administrador, como persona afectada, hubiera sido absuelto de la responsabilidad concursal-, el ejercicio de la responsabilidad por deudas si concurrieron antes del concurso los requisitos para su puesta en marcha. No nos vamos a ocupar en este comentario de las cuestiones procesales, que hemos tratado en otro lugar.

 

La responsabilidad de los administradores sociales: los deberes fiduciarios de diligencia y lealtad

El contrato que liga a la sociedad con el administrador responde al marco jurídico general del contrato de mandato. La titularidad del poder de gestión que ostentan los administradores sociales presenta una doble proyección, externa e interna: a) el poder de gestión faculta a los administradores sociales para la adopción y ejecución de las decisiones que exija el ordinario funcionamiento de la sociedad, sin necesidad de su previa adopción por la junta; y b) el poder de gestión implica también que los administradores sean los gestores del contrato social, pues resultaría inviable que los socios ejecutaran el contrato por sí mismos, precisamente porque sus decisiones deben adoptarse en un órgano no permanente como es la junta general. Por este motivo, los administradores son los encargados de tomar y ejecutar las decisiones que exija la relación entre los socios y la sociedad (pago de dividendos, modificaciones de capital, exigencia de dividendos pasivos, etc.), y para ello, necesariamente, deben estar dotados de un margen amplio de actuación, de poderes discrecionales, pues las decisiones se adoptarán en un entorno esencialmente cambiante.

Esta complejidad de funciones, -de potestades discrecionales que habilitan para la ejecución de actos y de contratos-, que desarrollan los administradores sociales, se estructura sobre la base de la contrapartida de la imposición de dos deberes básicos. De un lado, los administradores deben a la sociedad la prestación de sus servicios de una manera diligente, desarrollada con pericia y dedicación, como lo haría cualquier mandatario o arrendatario de servicios, con el objetivo de maximizar el valor de la compañía. Este deber general de diligencia, que se debe a la sociedad, implica, al menos, un deber de vigilancia y un deber de información previa a la adopción de decisiones, tal como expresamente reconoce el art. 225 LSC.

De otro lado, los administradores, como representantes orgánicos de la sociedad dotada de personalidad jurídica, deben anteponer el interés la sociedad a cualquier interés personal o de terceros. La relación entre los administradores y la sociedad tiene su fundamento en un vínculo de fidelidad. Los administradores deben lealtad a la sociedad, como la debe a su principal todo gestor de negocios ajenos, y en tal condición deben evitar toda situación de conflicto de interés entre el interés social y el suyo propio (arts. 227-230 LSC).

El primer deber, el deber de diligencia no debería plantear demasiados problemas, pues es un deber general impuesto con tal carácter por el ordenamiento en todos los ámbitos, tanto en el derecho contractual como en el derecho de daños. Pero la circunstancia de generarse, con un origen contractual, en el marco societario le hace presentar perfiles propios, en relación con la determinación del estándar de su cumplimiento. Y donde se ve que es diferente a otros deberes de cumplimiento contractual y al deber general de diligencia de no causar daño a otro, (art. 1902 CC), es fundamentalmente por la existencia de un ámbito de impunidad o de justificación, siempre que la conducta del administrador haya actuado de buena fe, con información suficiente, y con arreglo al procedimiento de decisión adecuado, (business judgement rule, art. 226 LSC; BJR, en adelante). Esta regla de exclusión de la antijuridicidad de la conducta no juega en el ámbito del deber de diligencia general que impone el art. 1902 sustantivo, ni juega tampoco en otras posiciones contractuales.

La naturaleza y la configuración del segundo deber, del deber de lealtad de los administradores sociales, ha resultado históricamente más discutido. Por de pronto, ha resultado dudoso quién es la otra parte de la relación jurídica, quién y cómo puede exigir el cumplimiento del deber, o frente a quién tiene el administrador que ser leal. Las peculiares características del vínculo entre el administrador y la persona jurídica que gestiona y a la que representa, introducen matices y peculiaridades en el régimen jurídico.

 

La irrelevante reforma del art. 226.1 LSC

En situaciones de “normalidad”, la lealtad de los administradores se debe a la sociedad, los administradores deben actuar “en el mejor interés de la sociedad”, como establece el art. 227.1 LSC.

El concepto de “interés social” presenta una fuerte carga doctrinal (para la teoría institucionalista, el interés social es el propio de la sociedad y trasciende al de sus socios; para la teoría contractualista es la suma de los intereses particulares de los socios). En general suele entenderse que el interés social coindice con el interés común de todos los socios; entendida la sociedad como contrato, el interés social es el que los socios hayan establecido, presuntivamente la maximización de la rentabilidad de la inversión o el valor de la empresa a largo plazo; pero no tiene por qué ser así, y los socios pueden modificarlo.

El interés social debe distinguirse del interés de la empresa, o de su función social. El interés social que interesa al Derecho de sociedades constituye una directiva de actuación de los órganos de la sociedad. El interés social lo definen los socios, con eficacia constitutiva, dentro del respeto a las normas, (leyes y estatutos sociales), y constituye la pauta para determinar si un acuerdo social es impugnable, (art. 204 LSC), y para determinar la conducta exigible al administrador leal, (art. 227.1 LSC). No puede haber un interés social ajeno al contrato de sociedad suscrito por los socios, porque de otra forma, -si existieran tantos intereses sociales como terceros afectados por la actuación de los administradores, o por un determinado acuerdo social-, no habría posibilidad de identificar un parámetro de actuación o de enjuiciamiento. Por tanto, ni trabajadores, ni clientes, ni mercado, ni acreedores, integran el interés social que ocupa al Derecho de sociedades, sin perjuicio de que todos estos intereses, si resultaren legítimos, sean objeto de protección por normas o por sectores específicos del ordenamiento. Tampoco resulta posible afirmar que el interés social sea la continuación de la empresa, su supervivencia, pues la empresa no es más que un mecanismo de actuación de los socios para perseguir su propio interés. Resultaría igualmente legítimo que los socios fijaran como objeto social, por ejemplo, maximizar los beneficios en un plazo de tiempo determinado, (caso de los hedge funds o de las private equities), o que adoptaran decisiones arriesgadas que, a costa de esta finalidad, puedan suponer el compromiso de su viabilidad futura. Los socios persiguen su propio interés. Por esta razón, resulta muy difícil, -antes que eso, contraproducente-, que un tercero enjuicie lo que es bueno o malo para el interés social sobre la base de que algo es “malo para la sociedad”; también por esta razón, no basta para que sea anulado con que un acuerdo social infrinja el interés social, sino que se exige que, a su vez, deba ser beneficioso para otro socio o para tercero. Lo que prohíbe el interés social es perseguir el propio beneficio, -el del administrador, el de otro socio, o el de un tercero-, a costa de la sociedad, (Paz-Ares, Cándido, La anomalía de la retribución externa de los administradores, InDret 1/2014, apartado 3.3.).

Así eran las cosas, (creemos que así deben seguir siendo), al menos hasta la publicación de la Ley 5/2021, de 12 de abril, que reforma la LSC, “en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas”, que con notoria imprecisión modifica el art. 225.1, dedicado a la regulación del deber de diligencia, cuando lo que se quiere introducir es una obligación definidora del deber de lealtad. La norma reformadora ha añadido que los administradores deberán “subordinar, en todo caso, su interés particular al interés de la empresa”. La EM se refiere al cambio legislativo como una “mejora normativa en materia de gobierno corporativo y de funcionamiento del mercado de capitales”, y lo explica del siguiente modo:

Otro potencial efecto adverso de las estrategias de inversión cortoplacistas es que influyen en que la sociedad cotizada se centre esencialmente en el rendimiento financiero en beneficio exclusivo de sus accionistas. Los demás objetivos no financieros de la sociedad cotizada y los intereses de otros grupos de interés, y muy especialmente de sus trabajadores, pasan así a un segundo plano de la estrategia corporativa. Por el contrario, las estrategias de inversión a largo plazo integran de forma natural otros objetivos no financieros, como el bienestar de los trabajadores y la protección del medio ambiente, garantizando la sostenibilidad de las empresas en el largo plazo. Y es que aquellas empresas viables en la sociedad y en el medio ambiente, son también más sostenibles económicamente en el medio y largo plazo. El mismo objetivo tiene la reciente Ley 11/2018, de 28 de diciembre, por la que se modifica el Código de Comercio, el Texto Refundido de la Ley de Sociedades de Capital y la Ley de Auditoría de Cuentas, en materia de información no financiera y diversidad. Este tipo de comportamientos cortoplacistas en las empresas cotizadas también pueden tener un efecto agregado muy perjudicial sobre el conjunto de la economía y de la sociedad. En efecto, según numerosos estudios, las políticas de inversión cortoplacistas no sólo afectan a la sostenibilidad y rentabilidad de las empresas individualmente consideradas, sino que también pueden generar riesgos relevantes para la estabilidad de los mercados de capitales y la economía. Este denominado «capitalismo trimestral» (en referencia a la presión por maximizar los resultados financieros en cada uno de los informes financieros trimestrales), tiene efectos sobre el crecimiento económico, el empleo y la productividad del capital. La crisis financiera de 2008 se produjo, entre otros factores, como el resultado de una visión cortoplacista de la economía. El modelo de crecimiento anterior a la crisis, al estar basado en la necesidad de generar beneficios en el corto plazo, generó un modelo de negocio arriesgado y excesivamente apalancado.”

La toma de decisiones de gestión y la dirección de una sociedad exigen la asunción de poderes discrecionales, que permiten al administrador decidir si conviene o no actuar y, si se actúa, cómo hacerlo en un contexto determinado. En ambos casos el administrador societario deberá primar el interés de la sociedad, sobreponiendo el interés de ésta al suyo propio. Decir que debe perseguir el interés de la empresa, con el propósito de que se tomen en cuenta otros intereses sobre los de los socios, no sólo es una incorrección técnica, sino que es una mala decisión de política legislativa, por muchas razones, entre otras porque diversificando las responsabilidades se dificulta el enjuiciamiento, y se difuminan los deberes.

Propiamente hablando, solo hay deber de lealtad si se está ante una decisión que implique la posibilidad de optar por diversas alternativas; donde no existe opción y se debe una prestación fija (por ejemplo, pagar una suma de dinero o entregar una cosa, o se debe un no hacer) no hay lugar para considerar unos u otros intereses: la prestación o se cumple o no se cumple. En este sentido, puede decirse que el deber de lealtad atañe al procedimiento de toma de decisiones, y no al resultado producido. La fuente del deber es el contrato de sociedad, -la autonomía de la voluntad negocial-, aunque otras posiciones fiduciarias en Derecho privado puedan tener su origen en la norma imperativa (como sucede con la tutela o con la patria potestad). En virtud del contrato social, cada socio transfiere al administrador una parte de su autonomía (no de manera bilateral, sino a través del carácter plurilateral del contrato), de la facultad de autodeterminarse, y en su conjunto, los socios transfieren a los administradores su capacidad de decidir y actuar.

Si así son las cosas, deberá convenirse en que el criterio de enjuiciamiento del parámetro de la lealtad debe ser necesariamente subjetivo. El administrador debe actuar según lo que él crea que demanda el interés social en cada caso, valorando entre todas las opciones, aquélla que resulta más conforme para perseguir el fin social. Por esta razón resulta muy difícil tipificar el deber de lealtad en los textos positivos. En hipótesis cabría operar con dos técnicas diferentes: o incluir una cláusula general definitoria del deber de lealtad, que necesariamente deberá ser genérica y, en cierto modo, evanescente (como una suerte de admonición moral), o descender al detalle de la tipificación de los comportamientos desleales que el administrador debe evitar, seleccionando entre los grupos de casos, las situaciones más comunes o más relevantes. La reforma de la LSC operada por la Ley 31/2014 ha seguido un sistema mixto en los arts. 227 a 232, de los que nos hemos ocupado en otro lugar.

Todos estos criterios saltan por los aires si el parámetro de enjuiciamiento de la lealtad es el interés de la empresa, lo que obliga a definir o a identificar qué concretos intereses la componen, o si hay un interés de la empresa autónomo, en su supervivencia, como parece sugerirse cuando se justifica el cambio normativo en poner coto a las estrategias corporativas que persiguen intereses cortoplacistas, en lugar de la “sostenibilidad”. Ello, unido al grosero error de técnica legislativa, de incluir el nuevo parámetro del interés de la empresa, dentro del marco del deber de diligencia, que responde como se vio más arriba a una naturaleza diferente, hace inútil la nueva previsión normativa.

 

El deber de lealtad en situaciones de insolvencia

En situaciones de insolvencia existen, y se prodigan, normas singulares que tutelan otros intereses distintos del interés social, que puedan verse afectados por la actuación de los administradores sociales. Con carácter general podría decirse que la presencia autónoma de un “interés del concurso” altera o eclipsa la obligación de perseguir el interés social. El concurso no interrumpe ni extingue la actividad empresarial del deudor, (art. 111 TRLC), pero el interés del concurso puede justificar que los administradores societarios se vean sustituidos por el administrador concursal, (como regla, si el concurso es necesario, y siempre si se llega a la fase de liquidación). Qué sea el “interés del concurso” resulta discutible; se trata de un concepto polimórfico, que se identifica inicialmente con el interés de los acreedores en la satisfacción de sus créditos, pero en el que cada vez tiene mayor presencia la finalidad conservativa, no sólo como medio para lograr el cobro ordenado de los créditos, sino también como fin en sí mismo.

Resulta problemático si durante la insolvencia el administrador social sigue manteniendo un deber de lealtad al interés social, o si éste, de algún modo, ha desaparecido por completo y tan sólo se deben orientar los administradores sociales por perseguir el interés del concurso. En todo caso, la existencia de obligaciones específicas que disciplinan la conformación de las masas, activa y pasiva, o la enajenación de bienes, así como la regulación detallada de la responsabilidad concursal si el concurso aboca a liquidación, deja en segundo plano un interesante debate doctrinal. A mi ver, el interés social todavía existe, en el sentido de buscar la maximización del valor del patrimonio residual, pues los socios todavía tienen incentivos en que puedan llevarse a cabo actuaciones por los administradores sociales que permitan superar la insolvencia, con la satisfacción de todo el pasivo. Como se expuso más arriba, la permanencia de una situación de conflicto entre ambos intereses justifica la existencia de normas de coordinación entre las acciones societarias y concursales.

La colisión entre el deber de los administradores sociales de perseguir el interés social, y el del administrador concursal en perseguir el del concurso, (con el carácter bifronte con que hoy éste se entiende: la satisfacción de los acreedores y la continuidad de la actividad), plantea problemas de interés. El origen de ambos deberes es claramente divergente, pues el de los administradores societarios es contractual, y el del administrador concursal es puramente legal, además de incidental o transitorio. Como se ha dicho, la ley se ocupa de coordinar parcialmente estos deberes, que pueden seguir presentando zonas de fricción. La vigencia de la BJR también resulta discutible, aunque la mejor doctrina, en línea con las soluciones del Derecho americano, se inclinan por mantener su vigor.

Existen normas específicas de coordinación en el procedimiento concursal para la tutela adecuada del interés social y del interés del concurso. En todos los casos, -en suspensión o en intervención de facultades patrimoniales del deudor-, el administrador concursal debe autorizar, como condicionante de su eficacia, los acuerdos de los socios que tengan trascendencia patrimonial o relevancia para el concurso, (art. 127.3 TRLC). Por su parte, el juez puede suprimir o reducir la remuneración de los administradores, (art. 130 TRLC). También existen normas que permiten rescindir los actos de los administradores en los dos años anteriores a la declaración del concurso, si aquéllos resultan perjudiciales para la masa activa, aunque no hubiera habido intención fraudulenta, (arts. 226 y ss. TRLC). Y también, como titulares de potestades discrecionales, los administradores concursales son titulares de deberes de diligencia y de lealtad, no con la sociedad, sino con el interés del concurso, (arts. 80 y 94 TRLC).

 

La situación de preinsolvencia y su influencia en la exigibilidad de los deberes de los administradores sociales

Pero donde no existe regulación legal expresa, y donde la división binaria a que venimos haciendo alusión, -entre deberes de los administradores sociales en situaciones de “normalidad” y de insolvencia-, se difumina, es en el escenario conocido como de preinsolvencia, o de proximidad, de riesgo, o de vecindad a la insolvencia.

En esta situación, de contornos difusos, se plantea si los deberes fiduciarios de los administradores, -de diligencia y de lealtad-, sufren modificaciones, y si las acciones para exigir responsabilidad conservan su vigencia. La discusión tiene sentido, pues en esta situación se producen una serie de transformaciones que pueden constituir incentivos para conductas oportunistas de los administradores, generadoras de riesgo, tanto para la sociedad, como para otros intereses de la empresa, particularmente para el interés de los acreedores sociales. Por ello se discute desde hace años si en estas situaciones de vecindad con la insolvencia opera un cambio de paradigma, y los administradores dejan de venir obligados a perseguir el interés social y deben de tomar primordialmente en cuenta aquellos otros intereses. También se discutirá cuál es la regla de la debida diligencia, y si opera en estos casos la BJR.

En situaciones de normalidad, los socios tienen interés en la maximización del valor de la compañía, pues a mayor valor, mayor será su participación en los beneficios, (en el patrimonio residual). Pero el escenario se altera en la situación de crisis financiera o empresarial: los socios, como titulares del valor residual, ven cómo éste amenaza con desaparecer, (los socios quedan out of the money, en la terminología al uso), y los activos apenas tienen capacidad para absorber las deudas. De ahí la oportunidad de acometer negocios arriesgados, que si salen bien aumentarán el beneficio, y si fracasan en nada afectan a la responsabilidad limitada del socio, que ya había perdido el importe de su aportación. En este contexto, existe el riesgo de que socios o administradores extraigan o saqueen el valor de la sociedad, en detrimento de los otros titulares de intereses, (stakeholders), singularmente los acreedores, de que se fomente la realización de estrategias cortoplacistas, que permitan a los socios obtener valor rápidamente para apropiarse de él de manera inmediata, o la ejecución de conductas excesivamente arriesgadas, como las que se produjeron en entidades bien conocidas en los últimos años. También existe riesgo de que los socios obstaculicen medidas de saneamiento, que si se aprueban pueden conducir a diluir su cuota de participación. La sociedad en la proximidad de la insolvencia no tiene interés en invertir en proyectos rentables, que en el mejor de los casos a quienes beneficiarán será a los acreedores. También se incentiva el incremento del endeudamiento, lo que genera una disminución del valor de las deudas, con perjuicio para los acreedores al aumentar el riesgo de impago.

Es evidente que estas situaciones, que responden a la naturaleza de típicos conflictos de agencia, pueden conjurarse, con mayor o menor eficacia, de distintas formas, singularmente con las herramientas del derecho de contratos. Así, por ejemplo, los acreedores mejor informados y con más poder de negociación podrán aumentar los tipos de interés en sus préstamos, introducir garantías y cláusulas penales para casos de incumplimiento, covenants, podrán renegociar la deuda, tomar posición en la gestión, etc. Por el contrario, los acreedores menos informados se encontrarán en evidente inferioridad y precisarán de otros mecanismos de tutela.

La cuestión está en analizar si el Derecho de sociedades puede o debe dar respuesta a estas situaciones. O dicho de otro modo, en determinar cómo deben influir los mecanismos societarios en la minoración de los costes de agencia y en la tutela de los intereses en conflicto cuando la sociedad se encuentra en estadio próximo a la insolvencia. El debate surgió hace algunos años al otro lado del Atlántico, y ha cobrado una inusitada importancia en los últimos tiempos por dos razones fundamentales: por la situación de crisis económica derivada de la pandemia, (en relación con las medidas legislativas adoptadas precisamente en este ámbito de la preinsolvencia), y por razón de la publicación y necesaria transposición de la Directiva 2019/1023, de 20 de junio de 2019, sobre marcos de reestructuración preventiva, cuyo art. 19 parece positivizar una regla en el sentido que se viene exponiendo.

La opinión más extendida ha identificado en estos casos una alteración de deberes, (duty swift), un cambio de paradigma en el interés que debe primar en la conducta de los administradores sociales, cuya infracción permitiría exigir su responsabilidad personal. Viene a decirse que, como quiera que en situaciones próximas a la insolvencia la sociedad ya no pertenece a los socios, (no hay valor residual, o éste es inferior al valor del pasivo), sino a los acreedores, el deber de lealtad de los administradores sociales ya no viene presidido por el parámetro del interés social, sino por el interés de los stakeholders, (acreedores y trabajadores, principalmente), lo que además viene justificado como técnica para reconducir las conductas oportunistas que se han descrito.

El problema resulta difícil por muchas razones. Por de pronto, como se dijo, el concepto de preinsolvencia es difuso, y hace referencia a una pluralidad de situaciones de contornos imprecisos, susceptibles, además, de una diversidad de denominaciones, (proximidad a la insolvencia, preinsolvencia, probabilidad de insolvencia, crisis empresarial, o insolvencia inminente), de manera que resulta muy difícil identificar en cada situación un marco jurídico preciso de deberes y de parámetros de comportamiento. Existen también notorias diferencias en el tratamiento legislativo de estas situaciones en los países del entorno. Comenzaremos la exposición con la descripción de los instrumentos ya establecidos por el Derecho positivo, para posteriormente abordar la cuestión relativa a la conveniencia de alterar el régimen de los deberes de los administradores en esta situación.

 

La obligación de disolución en desbalance y la responsabilidad por deudas.

La relación entre capital social y patrimonio neto constituye un indicador de la existencia de una situación de crisis empresarial. Por este motivo, el ordenamiento establece deberes específicos para los administradores sociales en situaciones de desequilibrio entre la cifra de capital y el patrimonio de la sociedad. Los arts. 320 a 327 LSC obligan a reducir el capital social en las sociedades anónimas cuando las pérdidas disminuyan el patrimonio neto por debajo de las dos terceras partes del capital social, y hubiera transcurrido un ejercicio sin que se hubiera recuperado el patrimonio neto, (art. 327 LSC). En este caso existe un deber de reducir capital y restablecer el equilibrio, pero la ley no anuda todavía a este deber una específica responsabilidad del administrador.

Cuando sí se imponen deberes legales específicos es cuando la relación entre capital y patrimonio neto se ve alterada de forma más grave, llegándose a una situación de desbalance, que en Derecho español se produce cuando el patrimonio neto contable es inferior a la mitad de la cifra de capital. En tal caso se activan una suerte de deberes y de posibilidades de actuación que, si no se cumplen, pueden desembocar en la exigencia de que el administrador se convierta en garante de las deudas contraídas por la sociedad, (art. 367 LSC). Estos deberes, como es conocido, hicieron entrada en nuestro Derecho con ocasión de la reforma de las leyes societarias para su adaptación a las directivas comunitarias en 1989. La finalidad de las normas se explicó como una voluntad de conjurar el fenómeno del cierre de hecho de las sociedades mercantiles, estimulando a los administradores a seguir un ordenado camino hacia la extinción, (disolución, liquidación, extinción y cancelación registral). Constatada esta la situación de desbalance se activan un conjunto de deberes de los administradores, que posteriores reformas legislativas se han ido encargando de precisar, y acaso de oscurecer. En síntesis, las cosas son como sigue.

Si concurre causa de disolución, surgen dos deberes de cumplimiento sucesivo para el administrador: a) un deber primario, de convocar en el plazo de dos meses la junta general para que la sociedad adopte el acuerdo de disolución o, si es insolvente, el concurso; y b) un deber secundario para el caso de que la junta no fuera convocada, no se celebrara (por falta de quórum, por ejemplo), o no adoptara el acuerdo de disolución, en cuyo caso el administrador debe promover en el plazo de dos meses, por el cauce previsto en la Ley de Jurisdicción Voluntaria, la disolución judicial de la sociedad. Estos dos deberes discurren en paralelo con dos facultades: a) la facultad de los socios, en el primer caso, de solicitar la convocatoria de la junta; y b) la facultad de cualquier interesado, en el segundo caso, de solicitar la disolución judicial.

Si se incumplen cualquiera de los dos plazos, surge la responsabilidad por las obligaciones sociales posteriores a la concurrencia de la causa de disolución. En el caso de un cumplimiento tardío de los deberes legales, -bien del deber primario o del secundario-, sigue subsistiendo la responsabilidad, pues los plazos legales, de caducidad, son fatales e inexorables en general interpretación, (SSTS 1219/2004, de 16 de diciembre y 195/2006, de 9 de marzo).

Esta forma de responsabilidad de los administradores sociales, denominada generalmente responsabilidad por deudas, desempeña una función preventiva de la insolvencia, por lo que constituye la primer trinchera o línea de contención que encontrarán los acreedores sociales para evitar caer en el laberinto concursal. El desbalance no genera obligación de solicitar el concurso, que la ley impone sólo cuando el deudor no pueda cumplir regularmente sus obligaciones exigibles, (“insolvencia actual”, art. 2.3 TRLC). Nótese que el déficit patrimonial no tiene por qué significar que la sociedad no pueda pagar regularmente sus deudas, pero es evidente que, si el déficit es cualificado, lo normal es que vaya acompañado de una situación de insolvencia, actual o muy próxima. La reforma operada en las leyes societarias por la originaria Ley Concursal, (Ley 22/2003, de 9 de julio), permitió que el administrador, concurriendo causa de disolución, pudiera eludir sus deberes societarios solicitando el concurso, lo que supone que, en caso de desbalance con insolvencia actual, prevalece el deber de solicitar el concurso, (con la consiguiente imposibilidad del ejercicio de las acciones de responsabilidad por deudas), mientras que en los casos de insolvencia próxima o inminente, prevalecen las obligaciones societarias, y la solicitud de concurso constituye simplemente una opción más para que aquéllas no resulten exigibles. También se deriva de la regulación societaria una alteración competencial, pues, al menos en el primer caso, (el de la insolvencia inminente), la competencia para solicitar la declaración de concurso no es, -en exclusiva-, de los administradores, como establece el art. 3.1 TRLC, sino de la junta general.

Pero el escenario se sigue complicando. Si existe desbalance, pero no existe insolvencia actual, el administrador deberá convocar junta para disolver, y si no se restaña la causa de disolución o el acuerdo no se adopta, deberá promover la disolución judicial; declarada la disolución, se abrirá la liquidación societaria, pero lo normal, en el caso de pérdidas cualificadas, será que la sociedad en liquidación no pueda atender puntualmente el pago a los acreedores o la cuota de los socios, por lo que, una vez realizadas las operaciones de liquidación, surgirá el deber de solicitar el concurso para los liquidadores, y la sociedad deberá ser liquidada y extinguida por el cauce concursal, (en muchos casos con una conclusión anticipada por la insuficiencia de masa para pagar los créditos extraconcursales), lo cual no deja de resultar una anomalía que el Anteproyecto de Código Mercantil pretendía atajar.

 

Comunicación de apertura de negociaciones con los acreedores

En situaciones de insolvencia actual, las obligaciones concursales desplazan a las societarias. En tal caso, los administradores deben solicitar el concurso en el plazo de dos meses, pero este plazo puede interrumpirse durante un período de tres meses, (o de dos, si el deudor es persona natural no empresario), mediante la comunicación al juzgado del inicio de negociaciones con los acreedores para lograr un acuerdo extrajudicial de pagos, para obtener adhesiones a una propuesta anticipada de convenio, o para concluir un acuerdo de refinanciación, (art. 583 TRLC); transcurrido dicho plazo infructuosamente, el deber de solicitar el concurso renace, y habrá de solicitarse “dentro del mes hábil siguiente”, (art. 595 TRLC). Y durante este plazo, si además de la insolvencia actual se ha incurrido en causa de disolución por pérdidas, sería lógico pensar que el deber de promover la disolución judicial también se interrumpe.

La literalidad de las normas debería llevar a entender que los deberes societarios persisten en su integridad, (lo que sucedería es que, en esta situación de suspensión por negociaciones, no existe la alternativa de cumplimiento de los deberes societarios de solicitar el concurso, porque este deber esta interrumpido). Sin embargo, esta conclusión me parece rechazable; más bien parece, -al menos desde una interpretación teleológica de las normas-, que durante la vigencia de los institutos preconcursales, la aplicación del artículo 363 y la responsabilidad por deudas, (tanto en los casos de insolvencia actual como en los casos de insolvencia inminente), debe quedar suspendida, pues la función de las normas, -la de proteger a los acreedores futuros-, ya se está cumpliendo con la puesta en marcha del mecanismo preconcursal, incluso de manera más eficaz, porque lo que estos institutos pretenden conjurar es la incapacidad de pago, no el déficit puramente patrimonial. A ello se añade la consideración de que la convocatoria obligatoria de una junta para decidir sobre la disolución o la eliminación del desbalance, resultaría perjudicial y distorsionadora para los fines de reestructuración que persiguen las normas preconcursales.

 

La insolvencia inminente

La ley establece que en los casos de insolvencia inminente la solicitud del concurso constituye una facultad del deudor. Según el art. 2.3 TRLC, se encuentra en estado de insolvencia inminente el deudor que prevea que no podrá cumplir regular y puntualmente sus obligaciones. Sólo el deudor puede pedir el concurso en tal situación. El concepto de insolvencia inminente se descompone en dos exigencias: la inminencia y la previsibilidad. Se exige un juicio de probabilidad, una prognosis que presente la insolvencia con un grado de certidumbre superior al de la mera posibilidad. La previsibilidad proviene de la inminencia, y ésta se liga a una doble referencia temporal: la imposibilidad debe permanecer en el tiempo, no puede ser meramente pasajera o transitoria; y de otro lado, la referencia o la prognosis debe ser el corto plazo, de falta de liquidez para atender vencimientos a corto. La duración del plazo caracteriza la dificultad del concepto, normalmente medido en meses, pues constituye un “hecho de concurso”, (un indicio legal de su existencia), el sobreseimiento generalizado de deudas tributarias, de Seguridad Social, o laborales, en los tres meses anteriores a la solicitud, (art. 2.4.5º TRLC). Por esta razón se ha interpretado que la insolvencia inminente se debe concretar en un plazo superior a tres meses, pero no más allá, por ejemplo, de otros tres, (ROJO). Lo que resulta descartable es identificar la inminencia con el medio o el largo plazo.

En los supuestos de insolvencia inminente la solicitud de concurso es una opción que exonera del cumplimiento del deber de disolución. Desde la perspectiva de los acreedores, si el deudor en insolvencia actual no solicita el concurso o no comunica negociaciones, los acreedores cuentan con la opción de, o bien instar el concurso necesario si concurre un hecho revelador de la insolvencia, (arts. 2.4 y 13 TRLC), -donde podrán eventualmente obtener la condena del administrador a cubrir el déficit-, o si, junto a la insolvencia concurre causa de disolución, ejercer contra los administradores la acción de responsabilidad por deudas.

Por tanto, con inicio en el desbalance y con final en la insolvencia actual, existe una zona gris, de situaciones financieras y patrimoniales diversas, que se agrupan bajo la genérica denominación de preinsolvencia, o de vecindad a la insolvencia, y que comprenden también la insolvencia inminente, que se define por la dificultad grave de cumplir en un breve plazo. La preinsolvencia es un estado, que aunque difuso en sus perfiles, resulta objetivable porque en él se incrementan los riesgos de actuaciones oportunistas, con potencialidad de lesionar intereses dignos de protección. Lo relevante no es tanto la exacta delimitación de un estado que no surge de forma súbita, sino que se va generando en el tiempo, y que rara vez es consecuencia de fenómenos por completo externos, sino el indagar cómo se modulan, -si es que lo hacen-, los deberes de los administradores, pues es claro que en este estado la sociedad no puede seguir operando con normalidad, sino que deberá buscar revertir esta situación o desaparecer ordenadamente del tráfico. Lo más interesante es determinar cuáles son las obligaciones específicas de los administradores sociales en este período de crisis: cómo se modulan y concretan los deberes de diligencia y de lealtad.

 

El deber de diligencia en la preinsolvencia y la vigencia de la BJR.

Como se viene exponiendo, los administradores soportan deberes fiduciarios frente a la sociedad, que se descomponen en un deber de diligencia y en un deber de lealtad. El administrador debe perseguir el interés social, y para ello debe poner los medios necesarios para actuar como un “ordenado empresario”, (en la terminología anglosajona: duty of care), y debe evitar situaciones de conflicto en las que se anteponga el interés propio al de los socios, (deber de lealtad, duty of loyalty).

El deber de diligencia implica, como se ha dicho, la actuación conforme a la regla de conducta de un ordenado empresario, o de un buen padre de familia, (art. 1104 CC). Se trata de una obligación de medios “en un contexto de incertidumbre”, (JUSTE), no de resultado, que debe ser enjuiciada sin sesgo retrospectivo, conforme a la naturaleza del cargo y a las concretas funciones encomendadas, lo que tiene sentido si la administración se organiza en un consejo, con distribución de cometidos y de responsabilidades. La diligencia exige, en primer lugar, cumplimiento normativo, (de leyes y estatutos sociales), con dedicación adecuada, con obligación de adoptar las medidas precisas para la dirección de la sociedad, (art. 225.2 LSC), y se complementa con un deber de recabar la información necesaria.

Todas estas obligaciones se pueden concretar o modular con mayor precisión dentro del marco de la preinsolvencia. Así lo hace la Guía Legislativa UNCITRAL sobre el régimen de la insolvencia, cuyas recomendaciones 255 y 256 resultan muy útiles para concretar el grado de diligencia:

“255. La ley relativa a la insolvencia debería especificar que, a partir del momento mencionado en la recomendación 257, las personas determinadas de acuerdo con la recomendación 258 quedarán obligadas a tener debidamente en cuenta los intereses de los acreedores y demás interesados y a adoptar medidas razonables para: a) evitar la insolvencia; y b) cuando la insolvencia sea inevitable, reducir al mínimo su alcance.

256. A los efectos de la recomendación 255, entre las medidas razonables podrán figurar las siguientes: a) evaluar la situación financiera de la empresa y asegurar que las cuentas se lleven debidamente y estén actualizadas; informarse de manera independiente acerca de la situación financiera en que se encuentra la empresa y su situación general; celebrar reuniones periódicas del consejo de administración para vigilar la situación; obtener asesoramiento profesional, incluido asesoramiento jurídico o relativo a la insolvencia; mantener conversaciones con los auditores; convocar una asamblea de accionistas; modificar las prácticas de gestión para tener en cuenta los intereses de los acreedores y otras partes interesadas; proteger los activos de la empresa para obtener el máximo valor y evitar la pérdida de activos fundamentales; estudiar la estructura y las funciones de la empresa para examinar la viabilidad y reducir los gastos; no permitir que la empresa se comprometa a los tipos de operaciones que podrían ser anuladas a no ser que ello se justifique debidamente desde el punto de vista empresarial; seguir comerciando en las circunstancias en que resulte apropiado hacerlo, para obtener el máximo valor del negocio en marcha; mantener negociaciones con los acreedores o iniciar otros procedimientos oficiosos, como negociaciones para una reestructuración de carácter voluntario ; b) Iniciar o pedir que se inicie un procedimiento oficial de reorganización o liquidación.”

El considerando 70 de la Directiva sobre marcos de reestructuración preventiva parcialmente estos criterios:

“Para seguir promoviendo la reestructuración preventiva, es importante garantizar que no se disuade a los administradores sociales de tomar decisiones empresariales razonables o asumir riesgos comerciales razonables, sobre todo cuando ello mejoraría las posibilidades de una reestructuración de empresas potencialmente viables. En caso de que la sociedad experimente dificultades financieras, los administradores sociales deben tomar medidas para minimizar las pérdidas y evitar la insolvencia, como las siguientes: buscar asesoramiento profesional, en particular en materia de reestructuración e insolvencia, por ejemplo utilizando las herramientas de alerta temprana cuando proceda; proteger el patrimonio de la sociedad a fin de incrementar al máximo su valor y evitar la pérdida de activos clave; examinar, a la luz de la estructura y las funciones de la empresa, su viabilidad y reducir gastos; evitar comprometer a la empresa en transacciones que puedan ser objeto de revocación, a menos que exista una justificación empresarial adecuada; seguir comerciando cuando sea adecuado hacerlo con el fin de maximizar el valor de la empresa en funcionamiento; mantener negociaciones con los acreedores e iniciar procedimientos de reestructuración preventiva.

En esta fase de la vecindad de la insolvencia debe seguir aplicándose la BJR. Los administradores no deberían carecer de márgenes de actuación para perseguir el interés común de los socios en cada contexto determinado. En períodos de crisis, la justificación de la existencia de la BJR permanece; los elementos a los que alude el art. 225, si concurren, deben constituir un puerto seguro para el administrador, (buena fe, ausencia de interés personal, información suficiente, procedimiento adecuado), cuando se trate de “decisiones de negocio” estratégicas. La norma exige la presencia de una decisión discrecional, que no tiene por qué ser “estratégica” en el sentido de ser de una importancia relevante, y abarca tanto las gestiones externas como internas. No hay BJR si el objeto de la decisión es dispensar del conflicto de interés a otro administrador. La buena fe es la subjetiva del administrador, que ha de actuar en interés de la sociedad, por lo que se excluye la decisión irracional o disparatada, desinformada, adoptada por un procedimiento de decisión extravagante, (lo que será relevante en sociedades con estructuras de administración más complejas).

En la insolvencia o en el desbalance, cuando ya exista obligación de declarar el concurso o de disolver, ya no hay discrecionalidad empresarial y sí incumplimiento normativo, (vid. la presunción del art. 236.1.2 LSC); pero antes, o al margen de esos estadios, cuando exista vecindad de la insolvencia, habrá que poner la regla en conexión con la concreción del deber de diligencia al que antes se ha aludido. En estos casos sigue existiendo un ámbito de discrecionalidad, (por ejemplo, en la insolvencia inminente puede solicitarse el concurso, o acometerse una refinanciación), lo que se justifica porque en estas situaciones los administradores no se ven privados de su facultad de gestión, (el art. 5.1 de la Directiva establece que los Estados miembros velarán porque el deudor que sea parte en los procedimientos de reestructuración preventiva “conserve totalmente, o al menos en parte, el control sobre sus activos y sobre la gestión diaria de la empresa”).

¿Podrían los administradores ser demandados si no hacen nada y llega la insolvencia, o si toman decisiones arriesgadas? Ninguna norma impone actuar de una manera conservativa, si lo actuado perseguía el interés social. La BJR opera en relación con los socios, no con los acreedores. Si se impone una actuación conservadora, aversa al riesgo, la insolvencia podría ser inevitable.

 

El deber de lealtad en la preinsolvencia: la inconveniencia de configurar un deber específico de lealtad hacia los acreedores

En situación de proximidad a la insolvencia no se operan cambios en la definición del deber de lealtad. La lealtad se debe al interés social, al interés común de los socios, no a intereses ajenos. De lo contrario, como sostiene Paz-Ares, resultaría sencillo acudir a otros intereses como causa de justificación de decisiones lesivas para la sociedad, con el resultado de la imposibilidad práctica de determinar un estándar de la actuación exigible y, por ende, de exigir responsabilidad al administrador desleal.

La tesis de la existencia de deberes de lealtad frente a otros stakeholders, especialmente los acreedores, proviene del Derecho norteamericano, con origen en la sentencia de los tribunales del Estado de Delaware, (sentencia Credit Lyonnais v. Pathe Communications), en una línea de interpretación que hoy se entiende superada por pronunciamientos posteriores. Incluso más recientemente, (North American Catholic E P v. Gheewalla, 2007; Nelson v. Emerson, 2008, Court of Chancery; Quadrant v. Vertin, 2015, Court of Chancery), los tribunales han considerado que los administradores no vulneraron su deber de lealtad por haber adoptado una estrategia de inversión arriesgada que, si llega a haber resultado exitosa, hubiera maximizado el valor de la sociedad, incluso en un contexto en el que los acreedores eran quienes soportaban íntegramente el riesgo del fracaso de la inversión. El TS de Delaware ha declarado que los acreedores no tienen derecho a interponer acciones directas por infracción del deber de lealtad contra los administradores sociales, -en legitimación que ostenta en exclusiva la sociedad-, pudiendo hacerlo sólo como legitimados subsidiarios o derivados, pues el deber de los administradores en sólo frente a la sociedad y sus socios, debiendo continuar su actuación en beneficio de la sociedad. Incluso llega a admitirse que los administradores puedan, amparados por la BJR, favorecer a ciertos acreedores, siempre que no sean insiders. De este modo puede decirse que el modelo norteamericano, (no sucede lo mismo en el Reino Unido, vid, art. 172.3 Companies Act, 2006), ha convergido con el modelo alemán.

Debe defenderse la misma solución en el Derecho Español. Los administradores no son responsables por su actuación en una sociedad insolvente, en la creencia de buena fe de que su actuación redundaba en beneficio para la sociedad, incluso si sus decisiones finalmente generaron pérdidas para los acreedores. El administrador debe actuar “de buena fe en el mejor interés de la sociedad”, en toda circunstancia, también en la proximidad de la insolvencia. Si la estrategia resulta ser finalmente exitosa, si se consigue salir de la situación de crisis y queda valor residual, no habrá incentivos para demandar a los administradores. Si el resultado de la gestión conduce a la insolvencia, porque las decisiones adoptadas resultaron ser erróneas, y quedan acreedores insatisfechos, los socios podrán ejercitar la acción social, (tanto si la conducta fue excesivamente arriesgada, como si fue temerosa o excesivamente conservadora, o puramente omisiva), y los acreedores ejercitarla de manera subsidiaria, con el objeto de restañar el patrimonio social. También podrán los acreedores, si la conducta del administrador les causó un daño directo, demandar en el ejercicio de la denominada “acción individual”, si los administradores se comportaron de forma ineficientemente arriesgada.

Por tanto, las obligaciones de los administradores sociales con la sociedad no cambian, pero sí cambia el nivel o el estándar de diligencia exigible, porque en la situación de crisis o de preinsolvencia los administradores están obligados a considerar otros intereses en presencia, deben ser más cuidadosos para evitar que su conducta cause daño a stakeholders. Pero éste no es un deber de diligencia fiduciario, (frente a la sociedad, protegible con la BJR), sino que se trata de un deber general frente a terceros, generado por las peculiares circunstancias del escenario de crisis empresarial.

Debe hacerse notar que en la acción individual de los acreedores por infracción por parte de los administradores de su deber de diligencia, no opera la BJR, que solo juega en el marco de relaciones entre la sociedad y el administrador. El conflicto de intereses entre acreedores y socios en la preinsolvencia no se resuelve imponiendo a los primeros deberes fiduciarios. Los deberes fiduciarios se imponen en el marco de los conflictos de agencia entre el gestor de un patrimonio y sus titulares. Los administradores y los acreedores son terceros entre sí, no tienen relaciones contractuales, (las relaciones jurídicas se entablan por la sociedad). Por estas razones, la solución al conflicto entre socios y acreedores en la preinsolvencia no está en el Derecho de sociedades, sino en: a) el Derecho concursal, si existe insolvencia actual, (obligación de solicitar el concurso, responsabilidad concursal, y acciones rescisorias); y b) en el ejercicio de la acción individual, que se basa en la infracción de un deber de diligencia que no tiene que ver, ni por su fuente ni por su contenido, con la diligencia fiduciaria.

 

Conclusión: no es necesario transponer al Derecho patrio el contenido del art. 19 de la Directiva sobre marcos de reestructuración preventiva.

El artículo 19 de la Directiva dispone:

Obligaciones de los administradores sociales en caso de insolvencia inminente

Los Estados miembros se cerciorarán de que, en caso de insolvencia inminente, los administradores sociales tomen debidamente en cuenta, como mínimo, lo siguiente: a) los intereses de los acreedores, tenedores de participaciones y otros interesados; b) la necesidad de tomar medidas para evitar la insolvencia, y c) la necesidad de evitar una conducta dolosa o gravemente negligente que ponga en peligro la viabilidad de la empresa.

El texto del precepto ha sido el resultado de un azaroso proceso negociador. La redacción del que fuera art. 18 de la Propuesta de la Comisión de 2016, desapareció en la versión de 2018 del Comité de REPER, y reapareció en el Proyecto de 2019 del Parlamento Europeo. La norma responde a la preocupación, a la que se ha aludido más arriba, de la necesidad de garantizar que el administrador societario, en un contexto de reestructuración empresarial, que sigue al frente de la empresa, específicos de no obstaculizar y colaborar con su función, y también en relación con los acreedores. La Directiva debía transponerse con carácter general antes del 17 de julio de 2021. El apartado 2 de su artículo 34 permite que los Estados miembros que experimenten especiales dificultades para su aplicación puedan solicitar una prórroga de un año. España ha hecho uso de esta facultad, a través de la oportuna comunicación a la Comisión Europea.

La transposición al Derecho español va a constituir un importante reto para el legislador. Por de pronto, debe hacerse notar que en la versión española, -a diferencia de otras versiones en las que se utilizan las expresiones: likelihood of insolvency, probabilité, probabilitá-, el marco jurídico donde se actúa se referencia al momento de la “insolvencia inminente”. Este concepto cuenta, como se dijo más arriba, con un contenido propio en la normativa concursal, y se identifica con el momento en el que el deudor se encuentra facultado para solicitar el concurso voluntario. Pero probablemente la finalidad de la norma se alcanza mejor si se utiliza una referencia temporal anterior, al modo que lo hizo el RDL 35/2020, de 22 de diciembre, cuyo artículo 6 alude, como conceptos diferentes, a los de “insolvencia inminente” y de “probabilidad de la insolvencia”.

El artículo 19 de la Directiva es coherente también con el propósito de armonización mínima que la inspira, de ahí la vaguedad de la proposición normativa: los administradores sociales “se cerciorarán… de que los administradores tomen debidamente en cuenta…” El precepto no establece una jerarquía entre los intereses que deben tomarse en cuenta, (los de los acreedores, los de los socios, y los de los “otros interesados”), y deja a los Estados una amplia libertad de transposición.

Así las cosas, la Directiva sitúa al legislador español ante el dilema de si conviene o no de introducir modificaciones en los deberes de los administradores en la insolvencia inminente. Este debate se ve incentivado por la normativa COVID, que ha suspendido el deber de solicitar el concurso y a relajado o suspendido la obligación de disolver por perdidas y la responsabilidad exigible, (apartados 11 y 12 RDL 8/2020, art. 13 Ley 3/2020). Durante estos plazos de suspensión, los administradores deberán adoptar decisiones diligentes sobre la conveniencia de mantener la actividad, disolver, reestructurar, etc., decisiones que serán objeto de enjuiciamiento posterior, bien en una eventual sección de calificación concursal, bien en el marco del ejercicio de acciones de responsabilidad, (arts. 238 y 241 LSC, acciones de responsabilidad societaria e “individual”). En estos casos, el parámetro de enjuiciamiento del deber de diligencia debe ser el de valorar la conducta exigible con arreglo a los criterios a los que se ha hecho referencia más arriba que definen las pautas de comportamiento a las que tiene que sujetarse el administrador diligente.

Por el contrario, el deber de lealtad no debería experimentar ningún cambio relevante. La incertidumbre absoluta sobre el dies a quo en el que se produciría el supuesto cambio de deber, introduce un criterio de inseguridad para todos los interesados, contrario a la exigencia de que los administradores tengan claro qué interés deben priorizar. Los administradores deben perseguir el interés social, e introducir en el parámetro de la lealtad una mención a la exigencia de priorizar intereses diferentes, o peor aún, equiparar la exigencia de tomar en cuenta, como guía de actuación, el interés de los acreedores junto al interés de los socios, (a los que la Directiva aparenta identificar con la equívoca expresión de “tenedores de participaciones”), tiende a incorporar la idea de que el interés relevante o prioritario debe ser el de maximizar el valor de la empresa a largo plazo y de forma sostenible, evitando riesgos excesivos. Esto supone difuminar el parámetro del enjuiciamiento y puede arrojar la impresión de que, en ante un eventual marco refinanciador, los administradores deben postergar el interés de los socios, priorizando intereses ajenos. Y, finalmente, si se difuminan los intereses que los administradores deben tomar en cuenta como parámetro de su conducta leal, se corre el riesgo de justificar prácticamente cualquier conducta, ante la evidencia de que, si ya resulta difícil interpretar cuál sea el interés común de los socios, identificar la presencia de un interés común de los acreedores es, sencillamente, imposible.

El Derecho español permite adaptar el deber de diligencia exigible a los administradores sociales en situaciones de vecindad con la insolvencia, de manera tal que se tomen en cuenta los intereses a los que apunta la Directiva; y en el plano procesal contamos con un elenco de acciones capaz de tutelar eficazmente todos los intereses en presencia: los de los socios, a través de la acción social, y los de los acreedores, a través de la acción individual, o de las acciones basadas en la responsabilidad extracontractual frente a terceros. En consecuencia, creemos que no resulta necesario modificar la regulación positiva de los deberes fiduciarios de los administradores sociales, ni tampoco el marco procesal de las acciones tendentes a exigir su responsabilidad, por la circunstancia de que los deberes o las acciones se exijan o se ejerciten en situaciones de proximidad a la insolvencia.


Foto: Pedro Fraile