Por Rodrigo Cuervo

 

Crónica de una revolución societaria

 

Cuando la sociedad anónima argentina se apoderó de las menudencias económicas más irrelevantes e, inclusive, logró sobrevivir alimentada de apenas un par de socios –y aún de uno solo- todas sus reglas mecanicistas se hicieron incomprensibles frente a las reglas del derecho civil y comercial. Por citar algunas, esta máquina de dos socios debía garantizar un capital (noción aplicable ahora a todos los tipos), pero nadie exigía un capital mínimo a los comerciantes individuales; su objeto debía ser preciso y determinado, pero el derecho civil no ponía restricción alguna al más amplio apoderamiento. Sus “órganos” –configurados por reglas supuestamente imperativas- no tenían sentido: el Director tenía una duración limitada a 3 ejercicios y debía “reunirse” (consigo mismo) sí o sí cada 3 meses; en cuanto a las Asambleas, supuestamente no podía pactarse que ambos socios resolvieran por unanimidad, se convocaban por edictos, debía comunicarse asistencia, y sus resoluciones que modificaban el estatuto y que no estaban inscriptas, no podían serle opuestas a esos dos socios por los terceros; el órgano de “control” era elegido por el mismo socio mayoritario que elegía al Director (y que quizás era él mismo). Los socios no eran verdaderos dueños de la empresa, sino acreedores sub-quirografarios de ella, por lo que los minoritarios podían ser oprimidos bajo la excusa del interés social, y con la tranquilidad de que si ello no les agradaba, sus actien podían transferirse libremente porque “la persona del socio no importaba”, aun cuando nada de ello existiera en el mundo real. La Matrix nos hizo creer que todas esas reglas eran necesarias y –más aún- que nosotros mismos las “elegíamos” pues, al fin y al cabo, si no fuese así, habríamos constituido una sociedad humana, una sociedad colectiva.

Con el tiempo, algunos humanos comenzaron a sentir que algo no andaba bien. Investigaron las profundidades de la Matrix y detectaron una inconsistencia en su código jurídico: los elementos binarios de las obligaciones y derechos reales que debían nutrir las sociedades, en realidad no estaban allí. Una sucesión de “elegidos” despertó dolorosamente de aquel sueño e intentaron una revolución: por desgracia, Kelsen, Ascarelli, Galgano, y muchos juristas argentinos, fallecieron en su intento.

En Argentina, para peor, la profunda incoherencia del derecho societario se hizo aún más evidente cuando los civilistas resucitaron al fideicomiso, una criatura jurídica paleolítica poco elegante (mitad contrato, mitad derechos reales) pero que permitía hacer prácticamente todo lo que prohibían las sociedades.

Sin embargo, el estacazo mortal aparecería del costado menos esperado: tal como sucedió en el film “La Guerra de los Mundos”, el comienzo del fin de las máquinas vino del propio ecosistema humano, de la misma realidad económica que la anónima quiso conquistar. Al no ser satisfechas por largo tiempo, diversas cepas de necesidades mercantiles microscópicas fueron penetrando cada fisura de la coraza de las máquinas, corroyendo progresivamente un diseño gigantográfico que las había subestimado.

Nuestro “Día de la Independencia” llegaría cuando, aprovechando esta situación de debilidad, dos abogados organizaron una expedición furtiva a la anónima, cerebro del sistema institucionalista: esta vez viajarían como una de ellas, en una vieja estructura accionaria que estaba arrumbada desde la época industrial en los galpones de Asociación de Emprendedores de Argentina, y que aún tenía capital, objeto y artilugios mecánicos de antaño; vaciaron esta nave y la llenaron de la vieja biología privada contractual, de libertad y humanidad. Crearon así la Sociedad por Acciones Simplificada, que si bien parecía una máquina más (apenas “simplificada”) ni siquiera era “accionaria” como la anónima, puesto que su régimen del capital y de sus acciones era en realidad semejante al de las cuotas de la Sociedad de Responsabilidad Limitada. Ingresaron con esta nave al blindado corporativo y, finalmente, el 12/4/17 la liberaron en su interior, logrando que el Congreso argentino sancionara la Ley 27.349 de Apoyo al Capital Emprendedor, aprobando allí dentro este nuevo “tipo” societario.

Pasaron apenas minutos para que el sistema societario se diera cuenta de que esa máquina era en realidad un arma biológica, y del daño que ya había comenzado a causar en su interior: tanto juristas como legos argentinos comenzaron a pensar, “¿por qué puedo hacer esto o aquello en la SAS y en la SA no?, ¿cómo es posible dos regímenes tan contradictorios, si –al fin y al cabo- regulan una misma realidad?”. Guillermo Ragazzi fue el primero que advirtió los efectos de esta bomba biológica y los bautizó célebremente como “Efecto SAS”. En mi opinión, este término no es otra cosa que la profunda incoherencia que la SAS ha causado dentro del sistema corporativo, un cortocircuito lógico capaz de destruir las máquinas y volver al derecho societario a un saludable estado biológico y humano pre-industrial, coherente al derecho privado. El efecto SAS es un Accidente Cerebro Vascular en el cerebro de las máquinas jurídicas, uno que ha generado una falla irreparable en la Matrix.

Sin embargo, como nos enseñó todo el cine futurista hollywoodense, los años venideros a las guerras contra las máquinas suelen presentar un escenario caótico y hostil, de topografía muy similar al que vivieron los comerciantes del feudo medieval. En el mundo post-industrial y pos-maquinista que nos espera, los pies polvorientos modernos (los emprendedores) necesitarán abandonar los derruidos muros de las grandes fábricas y emprender viajes riesgosos a zonas inhóspitas del nuevo mundo digital. Al igual que entonces, querrán viajar acompañados de “patas polvorientas” ágiles y flexibles, sociedades generales que han evolucionado e inclusive caminan bípedas, curiosamente imitando el desarrollo maquinista de la unipersonalidad.

Ahora bien, creo que la caída de las máquinas jurídicas será un proceso difícil y doloroso para todos los humanos que estamos recién despertando de la Matrix. El mundo real puede no parecerse en nada a aquel programa dogmático en el que nos mantuvieron cautivos: la evolución caótica y desprolija de las sociedades que se acoplan a las necesidades humanas quizás nos muestre sociedades sin objeto ni capital, sociedades constituidas con parte del capital no suscripto, aportes de trabajo a sociedades con responsabilidad limitada, sociedades con órganos con competencias diferentes, sin órganos o regidas por sistemas de toma de decisiones minoritarias; quien sabe, tal vez veamos sociedades voladoras que deambulen por el nuevo mundo sin socios.