Por Manuel Atienza

La sentencia del Tribunal Constitucional 142/2024 de noviembre sobre la Ley que reconoce personalidad jurídica al Mar Menor

 

La expansión de los derechos

Un aspecto muy relevante de la cultura contemporánea de los derechos es la tendencia a su expansión. Y en dos sentidos o dimensiones.

Por un lado, la nómina de los derechos es cada vez más extensa. Para darse cuenta de ello, no hace falta más que una somera comparación entre las declaraciones de derechos que figuran en las constituciones de más larga data (por ejemplo, en la de los Estados Unidos de América o en las que surgen con la Revolución francesa) y las aprobadas más recientemente en las últimas décadas, por ejemplo, en Latinoamérica; otro tanto puede decirse en relación con el Derecho internacional de los derechos humanos, una relativamente nueva rama jurídica que hoy integra una enorme masa documental que aumenta prácticamente a diario. Se trata, pues, de un hecho notorio y que pone de manifiesto el éxito de una idea: como es sabido -se ha convertido prácticamente en un tópico- vivimos, al menos en el mundo occidental y desde hace unas cuantas décadas, en la edad de los derechos: en nuestros días no sólo hay derechos civiles y políticos (de la “primera generación”), sino también sociales, económicos y culturales, derechos de la infancia, de las mujeres, de la vejez, derechos de las personas discapacitadas, derechos de los pueblos, de las comunidades indígenas, de las personas LGTBI, derechos medioambientales, derechos digitales, derechos vinculados con la bioética, con la neurociencia…

Por otro lado (y no deja de ser una consecuencia más de ese éxito), la expansión de los derechos afecta también al tipo de entidades a las que se reconoce como titulares de derechos: de manera que ahora se habla no sólo de derechos individuales (de los individuos humanos), sino también de derechos colectivos, de los animales, de las plantas o de la naturaleza. Esto último significa un cambio cultural de gran calado. En su origen (en la Modernidad), los derechos humanos estaban vinculados a una ética humanista que (en sus versiones religiosas o laicas) situaba al hombre, al homo sapiens, en un lugar de preeminencia axiológica en relación con el resto de lo existente. Y esa preeminencia podía basarse en criterios religiosos (en el orden creado por Dios, el hombre estaría por encima del resto de las criaturas) o bien, cabría decir, racionales (sólo el hombre está dotado de razón o, si se quiere, en el proceso de la evolución, el estadio más evolucionado es el que ocupan los seres humanos que, por ello, habría que considerar también como de mayor valor). Ahora bien, la atribución de derechos a entidades no humanas (o sea, que no son individuos -o conjuntos de individuos- humanos) parece poner en cuestión el humanismo así entendido, o sea, la idea de que el ser humano, aunque no sea lo único a lo que cabe atribuir valor, es lo más valioso en el universo de manera que, en último término,  lo que consideramos como bueno o valioso, sería aquello que contribuye al florecimiento humano o, por lo menos, que no lo pone en peligro o le fija límites. ¿Pero sigue integrando esa idea parte de lo que hoy -por lo menos en la cultura occidental- consideramos como de sentido común? ¿Sigue siendo un punto de partida válido o, mejor, indiscutible en el discurso práctico racional, de manera que aquel que lo pusiera en cuestión -explícita o implícitamente- incurriría en un absurdo, se vería obligado a rectificar su posición? La respuesta no me parece del todo clara, pero fundamentalmente porque aquí es bien posible que la noción de sentido común entendido como opinión dominante, de la mayoría, puede haberse separado del buen sentido común identificado con la frónesis, con el juicio prudente.

La Ley 19/2022

Para ilustrar lo que quiero decir, me voy a servir como ejemplo de una reciente ley española: la Ley 19/2022, de 30 de septiembre, para el reconocimiento de personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor y su cuenca. Que ella refleja una opinión socialmente muy extendida en nuestro país (aunque no sé si mayoritaria) parecería claro a partir de estos dos indicios: uno es que la ley llegó a las Cortes (lo que es inusual) merced a una iniciativa popular, con un respaldo de más de 600.000 firmantes; y el otro es que su aprobación por el parlamento contó con el apoyo de todos los grupos políticos, con la única excepción de un partido de extrema derecha, VOX, lo que quiere decir que ha sido probablemente la disposición legislativa que ha gozado de un mayor consenso en los últimos tiempos y que marca, cabe decir, una notoria excepción en un panorama político dominado, sin duda, por la aversión a buscar acuerdos, por la confrontación, y no sólo cuando se trata de cuestiones ideológicamente controvertidas.

Pues bien, lo curioso del asunto es que, en principio, parecería haber buenas razones para pensar que la ley en cuestión contenía disposiciones más bien extremas y de no fácil aceptación para los parlamentarios (uno diría que, en ese momento, la mayoría) que no suscribieran una ideología que, hasta hace poco, tenía un carácter claramente minoritario: la de los partidarios de reconocer derechos y personalidad jurídica a la naturaleza. Y así, en el Preámbulo de la ley se afirma que

ha llegado el momento de dar un salto cualitativo y adoptar un nuevo modelo jurídico-político, en línea con la vanguardia jurídica internacional y el movimiento global de reconocimiento de los derechos de la naturaleza.

Se defiende “una interpretación ecocéntrica [opuesta a antropocéntrica] de nuestro ordenamiento jurídico”, de acuerdo con la cual “se debe ampliar la categoría de sujeto de derecho a las entidades naturales, con base en las evidencias [sic] aportadas por las ciencias de la vida y del sistema tierra”. Y se concreta en qué consiste la “novedad jurídica” introducida, en los siguientes términos:

la laguna pasa de ser un mero objeto de protección, recuperación y desarrollo, a ser un sujeto inseparablemente biológico, ambiental, cultural y espiritual.

En el art. 2.1 se reconoce al Mar Menor y su cuenca “el derecho a existir como ecosistema y a evolucionar naturalmente”; y en el 2.2 se precisa el contenido de ese derecho:

El Mar Menor está regido por un orden natural o ley ecológica que hace posible que exista como ecosistema lagunar y como ecosistema terrestre en su cuenca. El derecho a existir significa el respeto a esta ley ecológica, para asegurar el equilibrio y la capacidad de regulación del ecosistema ante el desequilibrio provocado por las presiones antrópicas procedentes mayoritariamente de la cuenca vertiente.

       Si uno fuera partidario de una concepción del Derecho como la de Kelsen, creo que llegaría fácilmente a la conclusión de que los legisladores españoles (la casi totalidad) se han mostrado, con afirmaciones como las anteriores, partidarios de la venerable doctrina del Derecho natural, pero en una  versión en la que la ley natural no tendría su origen ni en la voluntad de Dios ni en la razón humana, sino, cabría decir aprovechando una famosa fórmula, en la misma “naturaleza de la cosa”, interpretada ahora como “la ley ecológica”.

Las citas que siguen están tomadas de Hans Kelsen, Teoría  pura del Derecho (trad. de Moisés Nilve), EUDEBA, Buenos Aires, 1971. Pero las mismas ideas pueden encontrarse en otras obras del autor; particularmente, en la segunda edición (la que tomo como referencia es una llamada “intermedia” entre la primera y la segunda) de la  Teoría pura del Derecho (trad. de Roberto Vernengo),  UNAM, México, 1979.

Esa inspiración iusnaturalista de la ley parece indudable:

Para esta doctrina [Kelsen se está refiriendo al Derecho natural], en efecto, las leyes naturales son reglas de derecho, reglas de un derecho natural. Su punto de partida es la idea de una naturaleza legisladora (…) Al pretender encontrar normas jurídicas en la naturaleza, la doctrina del derecho natural se funda sobre una interpretación religiosa o social-normativa de la naturaleza (…) No habría, pues, ninguna diferencia entre la naturaleza y la sociedad, falla derivada de no saber distinguir lo que es y lo que debe ser (p. 52).

Para aclarar el sentido de esas frases, conviene recordar que la teoría de Kelsen parte de una distinción fundamental entre la naturaleza y la cultura. La naturaleza la entiende como

un orden o sistema de elementos relacionados los unos con los otros por un principio particular: el de causalidad”; mientras que la sociedad sería “un orden que regula la conducta de los hombres (p. 16).

Ahora bien, la conducta humana puede verse como un fenómeno natural y estudiarse aplicando el principio de causalidad (tal y como hace una ciencia como la sociología); pero también puede verse, estudiarse, aplicando otro principio que Kelsen llama de imputación (es el caso de la ciencia del Derecho en sentido estricto), y entonces es cuando la sociedad se nos aparece como “un orden o un sistema diferente del de la naturaleza”. Una ley natural será, pues, la que establece una relación entre una causa y un efecto en el mundo natural (“si un pedazo de metal se calienta, entonces se dilata”) o en el mundo social (“las penas de larga duración -las que exceden, por ejemplo, de 10 o de 15 años de duración- destruyen la personalidad de quien las sufre”). Y eso es algo diferente de lo que ocurre con una regla de Derecho (“si se ha cometido un acto ilícito, debe ser aplicada una sanción”), en la que la relación no es de causalidad, sino de imputación, de deber ser: ahora, la relación existente entre los dos hechos, el ilícito y la sanción, resulta de una norma creada por los hombres.

Kelsen puso mucho énfasis (escribió varios trabajos al respecto) dedicados a mostrar que el hombre primitivo interpreta la naturaleza (las leyes naturales) en términos de imputación, en términos normativos, y que el surgimiento de la idea de causalidad supone toda una conquista del pensamiento racional, que él considera surge ya con los primeros filósofos de la Grecia antigua (exactamente, con Heráclito). Pero, en definitiva, para él, la confusión entre naturaleza y sociedad es un rasgo de animismo, de mentalidad primitiva. Citémosle nuevamente:

por animismo se entiende la convicción del hombre primitivo de que las cosas tienen un alma (…) la naturaleza no tiene para el hombre primitivo la misma significación que para la ciencia moderna (…) El hombre primitivo ignora el dualismo de la naturaleza y la sociedad, del orden causal y del orden normativo. Ha sido necesaria una larga evolución para que el hombre civilizado llegara a concebir estos dos métodos diferentes de relacionar los hechos entre sí y para que hiciera una distinción entre el hombre y los otros seres, entre las personas y las cosas” (p. 21-22).

Que la ley, al reconocer personalidad jurídica al Mar Menor, está en buena medida prescindiendo de esa distinción, entre las personas y las cosas, parece indudable, de manera que, para  un jurista imbuido de la concepción kelseniana del Derecho (o, sin ser exactamente kelseniano, que aceptara ese aspecto de su teoría: lo que ahora se suele llamar “tesis de las fuentes sociales del Derecho”), lo establecido por la ley española tendría que constituir, sin duda, un atentado contra su sentido común jurídico. Y, sin embargo, no es eso lo que ha ocurrido.

La sentencia del Tribunal Constitucional: perplejidad

Un número significativo de los parlamentarios que aprobaron esa norma contaban sin duda con formación jurídica (y con una formación probablemente más afín al kelsenianismo que a las doctrinas del Derecho natural). Y cuando el tribunal constitucional ha tenido que resolver el recurso de inconstitucionalidad (sentencia 142/2024 de 20 de noviembre) que se planteó contra esa ley (y en el que jugaba un papel determinante esa cuestión: el reconocimiento de personalidad jurídica y de derechos a una entidad natural), la mayoría de sus miembros consideraron que era conforme a la Constitución, tal y como ellos interpretaron, en particular, el art. 45 CE en el que se reconocen los derechos medioambientales; según su primer apartado: “Todos tienen derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo”.  Aunque no lo dijeran explícitamente, a partir de ahora (de acuerdo con la sentencia) habría que entender que lo que establece el artículo en cuestión es algo así como:

“Todos tienen derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo; y el propio medio ambiente (o un elemento de ese medio ambiente) tiene también derecho a la protección, a la conservación, al mantenimiento y, en su caso, restauración, a existir como ecosistema y a evolucionar naturalmente”.

Verdaderamente, la lectura de la sentencia suscita, a mi juicio, grandes perplejidades. Si hiciéramos un experimento mental consistente en ponernos en el lugar de un jurista de hace -pongamos- medio siglo y le pidiéramos que leyera la sentencia (suscrita por los 7 magistrados “progresistas”) y el voto disidente (de los 5 que componen la minoría “conservadora”), me parece más que probable que él pensara que el discurso progresista era el construido por los ahora conservadores, y al revés. Pues, efectivamente, son los magistrados disidentes los que se erigen en defensores de lo que antes llamaba una “ética humanista”; de una cosmovisión racionalista que rechaza (al menos, no están dispuestos -nos dicen- a aceptarla para el Derecho español) el “marco animista” de la que parece ser principal inspiración normativa de “la vanguardia jurídica internacional y el movimiento global de reconocimiento de los derechos de la naturaleza” a que se refiere la ley española: la única Constitución que establece ese derecho -escriben los disidentes- es la de la República del Ecuador, cuyo Preámbulo se redacta “celebrando a la naturaleza, la Pacha Mama de la que somos parte” e “invocando el nombre de Dios”; y, en fin, defensores de una concepción del Derecho cuyos presupuestos filosóficos estarían completamente en línea con el pensamiento de Kelsen o de cualquier jurista que acepte los valores de la Ilustración y del racionalismo:

La historia europea -escriben en el fundamento 1, letra f- es la historia de una evolución que, con el paso de los siglos, ha avanzado desde una concepción panteísta o animista de su comprensión del mundo, a una cultura racionalista y científica que ha permitido, sin perjuicio del respeto al hecho religioso, alcanzar unas altas cotas de desarrollo a todos los niveles. No debemos cuestionar ese avance”.

La sentencia del Tribunal Constitucionalidad: incomodidad y extrañeza

Pero quizás la expresión más adecuada para caracterizar la impresión que produce (o que a mí me ha producido) la sentencia no sea exactamente la de perplejidad, sino más bien la de incomodidad y extrañeza. Y ello, como consecuencia de la fundamentación un tanto errática que propone la mayoría. Así, cuesta entender que, en las consideraciones generales que trazan en el fundamento 3, se hable de “dos grandes lógicas en los sistemas de garantías” para proteger “los bienes de la naturaleza”: atribuir “derechos a la naturaleza, definiendo a esta como titular de los mismos”, y “reconocer personalidad jurídica a ecosistemas particulares”. Mejor dicho, se entiende que los magistrados lo hagan para poder añadir a continuación que la ley española se inscribe dentro de esta segunda lógica, de manera que la disposición supondría “un traslado de paradigma de protección desde el antropocentrismo más tradicional, a un ecocentrismo moderado”. Pero se trata, claro está, de un mero recurso retórico (consistente en contraponer  “tradicional” a “moderado”, para edulcorar así la opción por el ecocentrismo) que esconde (como se señala en el voto disidente: fundamento 1, letra c) una falsedad: el art. 1 reconoce (“se declara” es la expresión utilizada) personalidad jurídica al Mar Menor; y el art. 2 le atribuye derechos o, mejor dicho -en la lógica iusnaturalista a la que antes me refería-, no se le “atribuyen” al Mar Menor, sino que se le “reconocen”, pues esos derechos parecerían existir antes de la  intervención del legislador, en la propia naturaleza, como tradicionalmente han sostenido los autores iusnaturalistas. Y resulta también un tanto sorprendente que, a efectos de combatir la posible vulneración del art. 10.1 de la CE como consecuencia de la “aproximación ecocéntrica” de la ley, los autores de la sentencia consideren que lo que hace la ley es “reforzar” el principio de dignidad de la persona humana. Lo que, obviamente, supone alejarse de la concepción kantiana de la dignidad (en la que parecen basarse todas o casi todas las declaraciones de derechos existentes tanto en el plano nacional como en el internacional) y repudiar el famoso pasaje de la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres (citaré por la traducción de Manuel García Morente, en Espasa Calpe, Madrid, 1973) en el que se contraponen las personas -los seres racionales- a las cosas:

Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por ello se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas  porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto limita en ese sentido tal capricho (y es un objeto del respeto) (p. 83).

Aclaro que, en mi opinión, la contraposición de Kant es demasiado cruda, demasiado tajante, en el sentido de que, por ejemplo, los animales no son ni personas ni cosas, sino que integrarían una categoría intermedia; pero eso no quiere decir, claro está, que la distinción entre personas y cosas deje de tener aplicación, o sea, no puede llevar a negar que en el mundo existen personas y cosas, sujetos y objetos.

La deferencia al legislador

Ahora bien, el argumento utilizado en la sentencia en favor de la constitucionalidad de la ley y que tiene un mayor peso es el de la deferencia al legislador. O sea, los magistrados afirman no querer entrar a enjuiciar “el mayor o menor acierto del legislador” al introducir lo que denominan “un tipo de herramienta jurídica” (aunque en ocasiones sí que lo hagan, como acabamos de ver). Reconocen que esa herramienta seleccionada “es tan idónea (o tan inidónea) como podrían haberlo sido otras” (fundamento 5 letra a). Insisten varias veces en que el tribunal no puede decretar la inconstitucional de una ley simplemente por la existencia de “defectos de técnica legislativa” o por tachas referidas a la “oportunidad de las opciones adoptadas por el legislador” (fundamento 6). Y, en definitiva, declaran la constitucionalidad de la ley fundamentalmente porque, para romper la presunción de constitucionalidad de las disposiciones legales, se necesitaría que estas “evidentemente, y fuera de toda duda razonable, no encuentren acomodo en nuestra Constitución” (fundamento 5 letra a), lo que no ocurriría con la ley 19/2022.

Pero volvamos de nuevo a lo del sentido común. Yo no creo, por supuesto, que los magistrados “progresistas” del TC (y la casi unanimidad de los parlamentarios españoles)  tengan una concepción animista del mundo, hayan renunciado al humanismo ético, se sientan atraídos por las doctrinas iusnaturalistas, suscriban una filosofía irracionalista…Pero como son precisamente “progresistas” habrán pensado que no podían oponerse a una ley que contaba con tanto apoyo popular y que, por lo demás, se inscribe dentro de un movimiento que parece estar en alza y es apoyado por muchos de los que a sí mismos se consideran (y son considerados por los demás) “progresistas”.

Un buen ejemplo de esa tendencia lo suministra un libro reciente titulado, de manera bien elocuente, “Planta sapiens” y escrito por un catedrático de filosofía de la ciencia, Paco Calvo. En él no se trata ya de oponerse simplemente al paradigma “antropocéntrico”, sino al “zoocéntrico”, esto es, a una concepción del mundo en el que las plantas, el mundo vegetal, ocupa un lugar subalterno en “la gran cadena del ser”:

“la evolución no ha producido una cadena lineal de criaturas que va de la más simple a la más compleja; no ha producido una jerarquía en la cual la inteligencia florece en los eslabones superiores. Cada especie cobra forma a partir de las presiones de su entorno y su estilo de vida particular, en un enorme delta ramificado de formas de vida” (p. 50).

Y así, en el  capítulo introductorio señala el autor -o advierte de-  que las ideas del libro “no encajan con la percepción de las plantas que tiene la mayoría de la gente” y que el lector puede sentirse incómodo y obligado a preguntarse “qué pueden significar palabras como comportamiento o conciencia, ya no digamos inteligencia, en el caso de una planta” (p. 38). Una incomodidad que probablemente llega a su cenit con la lectura del capítulo titulado “Liberación vegetal” y que termina sugiriendo que a las plantas “también les podríamos conceder derechos, o por lo menos alguna consideración” (p. 266). Se trata, por cierto, de un libro interesante y con el que uno aprende cosas realmente curiosas a propósito del mundo vegetal. Pero lo que yo no veo es la necesidad de utilizar para ello un lenguaje que humaniza (o animaliza) a las plantas o, si se quiere, empeñado por nivelar todo lo que existe y es producto de la evolución.

El reconocimiento de personalidad jurídica

El argumento más usual que suelen esgrimir quienes defienden la existencia de derechos de la naturaleza y la justificación de dotarla de personalidad jurídica (que tiene cierta presencia en la sentencia y en la misma ley) viene a ser una combinación (en ocasiones, una simple amalgama) de los dos siguientes:

1) la personalidad jurídica es una ficción, una simple herramienta, que debe juzgarse únicamente en términos de su utilidad, o sea, de si es o no un medio adecuado para conseguir un fin valioso, la protección del medio ambiente;

2) reconocer personalidad jurídica y atribuir derechos a la naturaleza (o a algún fragmento de la naturaleza que se encuentre en peligro) es la mejor manera de obtener ese fin.

¿Pero son buenos argumentos? Yo creo que no.

La personalidad jurídica, como bien se sabe, es uno de los temas más conflictivos en la cultura jurídica. Sin entrar en mayores detalles, creo que puede decirse que, hoy, la tendencia más generalizada es la de considerar que se trata de una construcción, de un artificio, dirigido a satisfacer una serie de fines prácticos. Para seguir con Kelsen. Lo que él nos dice es que tanto las personas físicas como las jurídicas (corporaciones, asociaciones y fundaciones de interés público, y asociaciones de interés particular, en la terminología de nuestro código civil: art. 35) son conjuntos de normas, centros de imputación de deberes, responsabilidades y derechos subjetivos. La noción de persona es “una construcción artificial, un concepto antropomórfico creado por la ciencia jurídica” (p. 125). Y eso vale tanto para las personas físicas como para las personas jurídicas. La persona física no es el hombre, porque el hombre no es “una noción jurídica”, sino “una noción biológica, fisiológica y psicológica” (p. 125). Decir de un hombre que es una persona o que posee personalidad jurídica “significa simplemente que algunas de sus acciones u omisiones constituyen de una manera u otra el contenido de normas jurídicas” (p. 127). Y otro tanto ocurre en relación con las personas jurídicas: “la persona llamada moral o jurídica designa solamente la unidad de un conjunto de normas, a saber, un orden jurídico que regula la conducta de una pluralidad de individuos” (127). Y es importante tener en cuenta que, para Kelsen, lo único que regulan las normas jurídicas (lo único que hay de “real” en el concepto de persona) son conductas humanas, y puede tratarse de las conductas de un individuo (persona física) o de una pluralidad de individuos (persona jurídica). De manera que

“los deberes, responsabilidades y derechos subjetivos de una persona jurídica no son otra cosa que los deberes, responsabilidades y derechos subjetivos de ciertos individuos, pero impuestos o conferidos de manera colectiva… todos los actos de una persona jurídica son, en rigor de verdad, actos cumplidos por individuos, pero imputados a un sujeto ficticio que representa la unidad de un orden jurídico parcial o total” (pp 129 y 130).

Pues bien, ¿podría aplicarse esa noción de personalidad a la naturaleza (o a un fragmento de la naturaleza)? La respuesta, yo creo, es claramente que no, puesto que las normas jurídicas regulan conductas, y la naturaleza no es un agente que tenga la capacidad de actuar (salvo que se incurriera en el ya mencionado animismo).

A conclusiones parecidas se llegaría si uno partiera de una concepción como la de Alf Ross (Hacia  una ciencia realista del Derecho. Crítica del dualismo en el Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1961), radicalmente crítica en relación con las visiones tradicionales de la personalidad jurídica y de los derechos subjetivos. Para él, detrás de la noción de derecho subjetivo no hay ninguna substancia; se trata simplemente de una técnica cuyo significado tiene que ver únicamente con la posición que se ocupa en el contexto de una relación jurídica. Ross critica, así, la idea de que la base necesaria para poder hablar de derecho subjetivo sea contar con un sujeto humano. Nos propone que imaginemos (lo hace -merece la pena tenerlo en cuenta- en 1946) tres legados, instituidos en un testamento: uno en beneficio de un sirviente fiel, otro para la alimentación y cuidado de un perro y un tercero para el mantenimiento de un monumento. Nadie duda de que el sirviente es el sujeto de un cierto derecho, pero Ross entiende que “en cuanto al funcionamiento del Derecho no hay razón alguna para no conceder al animal y al propósito objetivo la misma calificación” (p. 216), pues pueden ocupar la misma posición en una relación jurídica. Con lo de “propósito objetivo” Ross se refiere al caso del mantenimiento del monumento, pero incluiría también la administración de un museo o “la preservación de un paisaje natural”. Aclara que “los propósitos se llaman objetivos porque no consisten en el cumplimiento directo de ciertos intereses humanos y falta un sujeto en el sentido ordinariamente atribuido al término” (p. 218), lo que quiere decir que, para él, la noción de derecho subjetivo (y de personalidad jurídica) implica siempre una referencia a intereses humanos, directa o indirectamente. De manera que, si se hablara del derecho al medio ambiente, sería en relación con el interés de los seres humanos, o sea, sería un derecho en interés de estos últimos, no de la naturaleza que, en cuanto tal, no tiene intereses.

A eso podría quizás objetarse que reconocer personalidad jurídica al Mar Menor no significa en realidad otra cosa que reconocérsela a los tres órganos que crea la ley y que conforman la “Tutoría del Mar Menor”: el Comité de Representantes, la Comisión de seguimiento y el Comité Científico (art. 3). Pero entonces, me parece a mí, lo que se estaría haciendo es utilizar un lenguaje no sólo oscuro, sino manifiestamente engañoso: pues nadie, creo yo, podría discutir que esos tres órganos son efectivamente personas jurídicas y que las normas referidas a ellos tienen como destinatarios seres humanos; pero lo que pretende la ley parece ser algo distinto: que la personalidad jurídica la posee el Mar Menor y su cuenca, no los órganos creados por la ley.

No tomo en consideración el hecho de que, si se reconociera a la naturaleza personalidad jurídica, se trataría de una persona sumamente peculiar, porque sólo tendría derechos, pero no deberes o responsabilidades (hacen una referencia a ello los magistrados disidentes, en el fundamento 1, letra c). A ello suele replicarse que también es el caso de los niños o de las generaciones futuras, que solo tienen derechos; lo que es cierto, pero no constituye ningún argumento para defender la personalidad jurídica de la naturaleza, porque los niños o los seres humanos de las futuras generaciones sí que tienen (o tendrán) deseos, sensaciones de placer y dolor, y de ellos tiene sentido decir que actúan (o actuarán) de cierta forma, que tienen intereses…sin incurrir por ello en ninguna forma de animismo (como ocurre cuando eso se predica de la naturaleza).

Una manera de salvar las anteriores objeciones (y paso ahora al segundo argumento) consistiría en afirmar que lo que aquí importa no es tanto la pureza conceptual de la construcción, cuanto su virtualidad para lograr un fin práctico y valioso: una mejor protección de la naturaleza y, en nuestro caso, del enclave del Mar Menor. Al comienzo del Preámbulo se puede leer que los motivos para promulgar la ley son dos:

Por un lado, la grave crisis que en materia socio-ambiental, ecológica y humanitaria viven el Mar Menor y los habitantes de sus municipios ribereños; por otro lado, la insuficiencia del actual sistema jurídico de protección.

Para los partidarios de la nueva ley, ese parecería ser el argumento que suelen considerar como de mayor peso: lo que les mueve no es sólo la defensa de esa “novedad jurídica”, sino más bien la protección eficaz del medio ambiente. Pero me parece que en sus argumentos suelen deslizarse dos errores. Uno consiste en sugerir (o en decir abiertamente) que, si no se acepta la visión de la naturaleza como una entidad con personalidad jurídica y derechos subjetivos, entonces se está renunciando a proteger el medio ambiente (o a hacerlo con la mayor eficacia posible); o sea, ellos, los defensores de esas tesis, serían los que se toman en serio (o más en serio) la defensa del medio ambiente. Algo que, en mi opinión, carece de fundamento. Y el segundo error es algo que se desprende de todo lo anterior y consiste en lo siguiente. El reconocimiento de personalidad jurídica y la atribución de derechos al Mar Menor no pueden contribuir a mejorar el medio ambiente porque, en sí mismos considerados, no tienen ningún efecto jurídico: las acciones previstas para esas mejoras que se pretenden son las que tendrán que ejecutar los tres órganos mencionados o cualquier persona física o jurídica que (según el art. 6) podrá “hacer valer los derechos y las prohibiciones de esta ley”, pero no el Mar Menor y su cuenca que, naturalmente, no puede realizar ninguna conducta. O, dicho de otra manera, para conseguir los efectos (reales, no simbólicos) que la ley quiere obtener no se necesitaría para nada introducir esas “novedades jurídicas”. Y esto, por cierto, es algo que puede encontrarse en el voto de la minoría, en donde se dice también que para incrementar la protección ambiental del Mar Menor existía una herramienta sencilla consistente en declararlo “parque nacional” (fundamento 4, letra f).

Si se me hiciera la pregunta de cuál habría sido mi posición si ocupara el lugar de un magistrado del TC, mi respuesta sería que, probablemente, por lo que habría optado en este caso sería por emitir una sentencia interpretativa. O sea, por interpretar que las referencias de la ley a la personalidad jurídica del Mar Menor y a sus derechos subjetivos no son más que expresiones de emotividad que muestran quizás la adhesión a una determinada ideología política, pero carentes de efectos jurídicos. Como decía, para llevar a cabo todas las medidas que propone la ley, el reconocimiento de personalidad jurídica y de derechos subjetivos no constituye ninguna condición necesaria. Si se suprimieran de la ley todas esas expresiones, no cambiaría nada desde el punto de vista jurídico. Pero un tribunal constitucional no puede poner límites a la forma lingüística de expresarse por la que haya optado el legislador. Se trata, pues, de un argumento que da mucho peso a la deferencia al legislador (como hace la mayoría), pero añade una razón más que, en mi opinión, evita las perplejidades o incomodidades a las que, como decía, conduce la sentencia.

Los efectos simbólicos de las normas jurídicas

Lo único que quedaría entonces es lo que a veces se denomina efectos simbólicos de las normas jurídicas: utilizar el lenguaje de los derechos podría llevar a que, en la conciencia de mucha gente, se incrementara el valor que debe atribuirse, en este caso, al medio ambiente, lo que contribuiría, a fin de cuentas, a facilitar el logro de ese objetivo valioso. Es, sin duda, algo que no se puede desconocer y similar, en cierto modo, al llamado efecto placebo, consistente -como se sabe- en que la ingesta de una sustancia inocua (con nula acción farmacológica) puede tener un impacto positivo en la salud del paciente. Pero, creo yo, de la misma manera que los médicos no recurren al placebo para curar enfermedades de cierta entidad, los legisladores no deberían tampoco promulgar legislación simbólica (en la que lo puramente simbólico juegue un papel destacado) para resolver problemas graves y difíciles, ni deberían, por tanto, contribuir a lo que, en el fondo, no es otra cosa que un mecanismo de engaño: atribuir efectos reales a lo que sólo los tiene simbólicos. Recuerdo haber leído hace meses una noticia en la que se informaba que, de acuerdo con una serie de mediciones que se habían realizado, los niveles de contaminación del Mar Menor habían descendido. Y, si la memoria no me falla, me parece que el periodista hacía también alguna conexión entre esa mejora y la promulgación de la ley. Pero, claro, aquí existe el riesgo de incurrir en la conocida falacia post hoc, ergo propter hoc: lo que ocurrió después no es necesariamente un efecto de algún hecho anterior, como la promulgación de la ley o, más exactamente, el hecho de que la ley hubiera reconocido la personalidad jurídica y ciertos derechos subjetivos al Mar Menor. Me parece que es importante ser muy cuidadoso a la hora de establecer lazos de causalidad entre dos fenómenos y evitar incurrir en lo que bien podría calificarse como ‘pensamiento mágico’: por ejemplo, pensar que, en una situación de grave sequía en la que una comunidad religiosa decide sacar a un Cristo en procesión para rogar que llueva y luego surge efectivamente la lluvia, las rogaciones habían sido la causa de que empezara a llover.

Coda sobre el sentido común

Y acabo con una referencia al sentido común. Exactamente, al papel crítico que puede jugar el sentido común frente a opiniones, doctrinas, tesis…que gozan de una amplia aceptación social, pero que bien pueden ser infundadas, carentes de justificación. La manera de proceder podría ser, más o menos, la siguiente.

  • El primer paso consistiría en estar atento a (identificar) lo que, en principio, parece chocar contra el sentido común; por ejemplo, personalizar a la naturaleza.
  • A continuación, se trataría de reflexionar sobre esas tesis, doctrinas, creencias… chocantes en dos direcciones distintas: tratando de mostrar cuáles son sus presupuestos y cuáles las consecuencias que se derivan de aceptarlas. Un paso que, me parece, no han dado (quizás porque no han querido darlo) ni los legisladores ni los magistrados que integran la mayoría del TC; si lo hubieran hecho, se habrían dado cuenta, creo yo, de que lo que defendían iba ligado a otras tesis para ellos inasumibles. Aquí, en este paso, juega un papel muy importante la argumentación por reducción al absurdo.
  • Finalmente, se llegaría a un juicio de aceptación o de rechazo utilizando uno de los principios más acreditados del sentido común: si en el balance, las ventajas son superiores a los inconvenientes, entonces debe aceptarse esa tesis, creencia, etc. e incorporarse quizás a nuestro repositorio de sentido común; si ocurre lo contrario, entonces debe rechazarse.

Ese ha sido el ejercicio que he intentado en las páginas anteriores. Y el resultado al que he llegado, como el lector se habrá ya dado cuenta de sobra, es que, en mi opinión, atribuir personalidad jurídica y derechos a la naturaleza, o a un fragmento de la naturaleza, va en contra del sentido común y, por ello, debe rechazarse.


* Esta entrada constituye un extracto de un libro del autor sobre Derecho y Sentido Común en fase de elaboración.

White Tower, NYC por Robert Frank – 1949 The Israel Museum, Jerusalem