Por Pedro del Olmo

 

With a Little Help From My Friends

 

 

En un caso recientemente decidido por el Tribunal Supremo, una tasadora -que había elaborado negligentemente un informe de tasación- y un banco, que sobre ese informe había concedido la hipoteca que sirvió para financiar la compra de unas naves industriales, son condenados a indemnizar los daños sufridos por el comprador de esas naves. Una primera aproximación desde las reglas generales de la responsabilidad por informaciones falsas podría llegar a justificar la condena de la tasadora, pero una aproximación que arranque del escenario legislativo concreto existente en materia de tasaciones hipotecarias creo que demuestra que esta Sentencia del Tribunal Supremo es, en materia de responsabilidad civil, un patinazo en toda regla.

 

El caso

Un banco pide un informe a un tasador (en realidad, a una sociedad de tasación, SIVASA) sobre el valor que tienen dos naves industriales con el fin de saber si es razonable financiar la operación de compra de esas naves que le plantea uno de sus clientes. El cliente del banco es un notario que invierte cerca de un millón de euros en la compra de esas dos naves. El notario adelanta unos 400.000 € y pide prestados al banco otros 600.000 (aprox.) mediante un préstamo que garantiza con hipoteca sobre las naves. Las naves están ubicadas en un polígono que está en construcción en el momento en que el mencionado notario y el promotor cierran una promesa bilateral de compraventa. En el polígono está prevista la construcción de 47 naves, pero finalmente sólo se construyen siete, dos de las cuales se entregan al notario comprador. La fecha de cierre de la promesa bilateral de compraventa es diciembre de 2006, justo antes de que estallara la crisis inmobiliaria que asoló la economía española a partir de aquellos años. Las naves se entregan y escrituran en 2009.

Este es el escenario del que parte la Sentencia del Tribunal Supremo (STS) de 16 de enero de 2020, ECLI: ES:TS:2020:28

El problema surge cuando se descubre que el informe preparado por el tasador es incorrecto porque no ha tenido en cuenta que la instalación eléctrica está sin construir y que, por tanto, las naves no van a ser útiles (imagino que por el momento, pero esto no se discute) para ser usadas conforme a su destino natural de albergar actividades industriales. En esa situación, el comprador plantea una estrategia procesal arriesgada que, sin embargo, resulta finalmente triunfadora ante el Tribunal Supremo (TS).

En efecto, el comprador (i) logra que se anule el contrato de compraventa por dolo del vendedor, quien conocía y ocultó maliciosamente el hecho de que había dos estaciones eléctricas de transformación sin construir y ello impedía que las naves tuvieran un suministro eléctrico apropiado -hasta aquí nada raro- pero (ii) logra también que se anule el préstamo, por haberlo contratado en la creencia errónea de que las naves valían lo que el tasador decía. A consecuencia de esa nulidad, el comprador le pide al vendedor la restitución del precio pagado y los daños que representan el pago de los impuestos que gravaron la transmisión (más una partida de intereses sobre esas cantidades). Pide también que, como la información proporcionada por el tasador era incorrecta y había sido negligentemente elaborada, el tasador y el banco -que lo había designado para que informara sobre la viabilidad del préstamo hipotecario- respondan solidariamente con el vendedor de esas cantidades, con el argumento de que su decisión de comprar y de pedir el préstamo hipotecario había sido causada por su confianza en el informe incorrecto del tasador.

Además de pedir la condena solidaria del banco y de la empresa tasadora a la restitución del precio y los impuestos pagados por la compra, el comprador pide también algunas partidas específicamente a cada uno de estos sujetos. A la tasadora, le pide la restitución del precio de la tasación (con sus intereses desde la interposición de la demanda). Al banco, le pide los gastos de tasación (para el caso de que el tasador no los restituya), la devolución de una comisión de apertura del préstamo, la devolución de lo pagado por impuestos y registro de la hipoteca y una partida de intereses ya pagados en virtud del préstamo que se anula. Todas estas partidas están en la lógica de la indemnización del interés negativo (o interés de confianza, que voy a emplear como sinónimos), que es la medida de la indemnización que habitualmente se entiende exigible en los casos de culpa in contrahendo por anulación del contrato(s).

En la sentencia del Juzgado de Primera Instancia (SJPI) se estima la demanda en todos los extremos, salvo en la (crucial) condena solidaria de la tasadora y el banco a la restitución de precio de la compraventa y los daños derivados de dicho contrato. La sentencia de la sección 4ª de la Audiencia Provincial (SAP) de Barcelona (SAP 728/2016, de 21 de diciembre, JUR\2017\115236) confirma esta decisión, pero añadiendo la obligación del demandante de restituir la cantidad recibida en virtud del préstamo que se anula, en virtud del art. 1303 CC. Por su lado, el TS casa parcial pero sustancialmente la sentencia e impone también a la tasadora y al banco la condena a la devolución del precio y los gastos del contrato de compraventa, tal como se había pedido en la demanda inicial. Esta condena se dicta, además, en régimen de solidaridad con el vendedor y promotor del polígono que como tal -quizá no haga falta decirlo- no compareció en ningún momento en el proceso y al que, según expresión popular, habría que echarle un galgo. De esta manera, el demandante logra en casación un auténtico triunfo en su arriesgada estrategia inicial: frente a la condena del vendedor (insolvente) al pago de unos 1.200.000 € y la condena de la tasadora y el banco al pago de unos 70.000 € que había logrado en el Juzgado y en la Audiencia, el Tribunal Supremo le reconoce un derecho a exigir también de la tasadora y el banco esa primera y más jugosa partida de más de un millón de euros.

Para poder seguir ordenadamente el discurso de esta entrada, creo que merece la pena destacar que tanto la AP como el TS dan por sentado que el informe de SIVASA había sido negligentemente elaborado. Baste por el momento señalar que el TS afirma rotundamente la concurrencia de culpa, por existir infracción de la normativa vigente reguladora de la actividad de los tasadores (en concreto, de la Orden ECO 805/2003 de 27 de marzo, art. 71.1.d). Se trataría de lo que la doctrina llama culpa tipificada.

 

La distinción entre el contrato de compraventa y el préstamo

A primera vista, el planteamiento ortodoxo de este pleito parece que debería distinguir entre los dos contratos que se han celebrado: la compraventa y el préstamo.

Respecto de la compraventa, lo ortodoxo sería pedir la nulidad de la compraventa por dolo, si ese es el camino que se prefiere, y pedir al vendedor doloso la restitución más una indemnización por los daños sufridos. Ahí, como mucho, debería detenerse la cosa. En realidad, como luego volveremos a recordar, la existencia de un primer informe de tasación -encargado por el comprador antes de comprar y que desvelaba la no disponibilidad de suministro eléctrico- hubiera permitido discutir, incluso, que el comprador hubiera sido realmente víctima de las (al parecer, existentes) maniobras dolosas del vendedor.

En cualquier caso, anulado el contrato por dolo, la cuestión de saber si se puede decir que el informe elaborado por SIVASA tuvo una influencia causal en el contrato de compraventa es realmente fundamental para poder decidir correctamente el asunto.

Por lo que respecta al préstamo, la cuestión es saber si realmente hay motivos para decir que el contrato está afectado por un vicio de la voluntad. El dolo del vendedor, en sí mismo y por regla general, no puede ser relevante para anular el préstamo. Si el prestatario es engañado por el vendedor, el prestamista que financia la operación no tiene que sufrirlo en la anulación del contrato de préstamo, como regla general. Cierto que los daños sufridos por el notario al concertar el préstamo seguramente sí se pueden pedir al vendedor como parte de la indemnización por el dolo (cfr. art 1107.II CC), pero ese dolo sigue sin ser decisivo para que el comprador pueda anular el préstamo.

Si pensamos ahora la situación desde el punto de vista del error, tampoco creo que tenga sentido que el prestamista vea cómo se anula el préstamo por el hecho de que el prestatario haya basado su decisión de contratar en un informe erróneo que dicho banco no ha elaborado. Si pensamos, como hace el TS de manera probablemente no muy transparente, que la decisión de pedir el préstamo fue causada por el informe de SIVASA y que ésta y el Banco actúan como un sujeto único (en la STS se insiste una y otra vez en que el Banco había designado a la tasadora y que ambos pertenecen al mismo grupo empresarial), podríamos encontrar alguna base para esa anulación del préstamo, diciendo que la información incorrecta proporcionada por el prestamista (o alguien de su esfera de control) fue decisiva para que se concertara el contrato de préstamo. Más abajo discutiré que se pueda decir que banco y tasadora puedan ser considerados como un único sujeto. Lo que destaco ahora es que la decisión de si se puede anular el préstamo por error girará también en torno a la pregunta acerca de la relevancia causal del informe de SIVASA y a la distribución (legal) entre las partes del riesgo de contar con información incorrecta.

 

La responsabilidad del tasador: responsabilidad por dictámenes e informaciones falsas, en general

Superponiéndose con la cuestión de la relevancia de los informes elaborados por terceros en el juego del dolo y del error, el problema central que plantea esta STS es un problema de responsabilidad por informaciones falsas. Es un problema difícil en nuestro sistema a causa de la especial configuración de nuestro Derecho de daños y en el que se plantean algunas de sus características estructurales: el papel de la culpa como requisito de la responsabilidad extracontractual, el papel de la antijuridicidad, el juego de la distinción entre causalidad fáctica y causalidad jurídica (imputación objetiva) y la influencia de todo ello en la visión de las relaciones entre la responsabilidad contractual y la extracontractual. Además de ser un problema difícil, es también un problema poco estudiado en nuestro sistema hasta fechas relativamente recientes.

A diferencia de lo que ocurre en Derecho español, el problema de la responsabilidad por daños causados por informaciones falsas o incorrectas, en general, y el problema de determinar el alcance de la responsabilidad de los tasadores por sus informes incorrectos negligentemente elaborados, en particular, son problemas clásicos en los sistemas de nuestro entorno y, desde hace ya algunos años, conocidos también en nuestra propia doctrina. La cuestión está especialmente bien estudiada en los sistemas de common law y en Alemania, probablemente a causa de la forma más estricta de entender la responsabilidad extracontractual existente en esos sistemas. En cambio, en Francia y en los sistemas que, como el nuestro, comparten su amplia concepción de la responsabilidad extracontractual, la cuestión se ha planteado tradicionalmente de forma desdibujada y sin destacar los datos que aconsejan tipificarla como un caso especial de responsabilidad.

La característica especial de la información como producto es que no se consume por su uso, por lo que puede pasar de mano en mano de manera indefinida. Es una idea que los economistas describen diciendo que la información es un bien público (no hay rivalidad en el consumo). Por ello, si resulta incorrecta, la información puede causar daño a un círculo de personas difícilmente limitable. Es lo que el célebre Juez Cardozo explicaba de manera muy expresiva, en un caso de responsabilidad de auditores, diciendo que es inadmisible imponer “una responsabilidad por cantidad indeterminada, frente a un número indeterminado de víctimas y durante un tiempo también indeterminado”.

Cuando existe un contrato entre quien presta la información y quien decide realizar una operación sobre la base de esa información, no hay mucho problema en afirmar la responsabilidad del primero frente al segundo si (i) se elabora negligentemente un informe y (ii) la otra parte, confiando razonablemente en esa información, toma la decisión de realizar un contrato que le resulta perjudicial. La responsabilidad que deriva entre las partes de ese contrato resulta perfectamente bien delimitada.

Imaginemos que un comprador pide una tasación del apartamento que planea comprar en una promoción y -sobre la base de esa información- acepta pagar por él 100.000 €; si finalmente resulta que el valor del apartamento es de 75.000 €, ese comprador podrá exigir responsabilidad al tasador por los daños sufridos (pagar un sobreprecio de 25.000 €), siempre que éste haya incurrido en negligencia. En el ejemplo, la tasación incorrecta fue elaborada para que el comprador comprara. Está perfectamente definido, pues, tanto la persona para la que se elaboró la información, como la operación en la que iba a ser empleada y su cuantía. No hay problema, entonces, para decidir quién puede demandar al tasador y de qué cuantía es la indemnización que se le puede exigir. Esto permite al tasador, entre otras cosas, asegurar su responsabilidad de manera más o menos sencilla.

Se empieza a ver el problema de la información como producto, si nos imaginamos que el cliente del tasador compra dos apartamentos en lugar de uno. ¿Puede pedir indemnización por el total de los daños sufridos? Aunque en un primer momento pudiera parece que sí, creo que es fácil aceptar que el tasador podría defenderse diciendo que él garantizaba la corrección de la información para la compra de un apartamento y no para comprar dos. Si le hubieran dicho que el precio de la operación no era 100.000 €, sino 200.000 €, el tasador hubiera cobrado más por su informe (aunque sólo fuera para pagar la póliza del seguro de responsabilidad) y, quizá, habría decidido aumentar su nivel de diligencia atendiendo a la mayor importancia de la responsabilidad que arriesgaba.

Imaginémonos ahora que el cliente comenta la operación con sus amigos, les enseña el informe de tasación, y tres de ellos se deciden a comprar sendos apartamentos idénticos en la misma promoción. ¿Podrían los amigos reclamar al tasador una indemnización de los daños sufridos por cada uno de ellos? Desde el punto de vista de la acción de responsabilidad (ahora) extracontractual, puede parecer que la reclamación debería prosperar, dado que el tasador ha sido negligente al elaborar el informe, los demandantes han confiado en él de manera razonable y esa confianza ha sido la causa de aceptar un precio de 100.000 € por unos apartamentos que, en realidad, valían 75.000 €, lo que demuestra que se ha producido un daño. Hay culpa, hay daño y hay causalidad, por lo que ha de haber responsabilidad que, como no existe contrato entre los amigos y el tasador, tendrá que ser extracontractual. Sin embargo, también creo evidente que algo no va bien en este razonamiento y que tiene que resultar chocante.

Si el tasador no responde ante su cliente por el daño sufrido al comprar el segundo apartamento, ¿no resulta chocante que tenga que responder extracontractualmente ante terceros de los que el tasador no ha cobrado un euro? Si la responsabilidad contractual existe como consecuencia y depende del contrato y del precio pagado por quien lo encarga, ¿tiene sentido que impongamos un deber general de diligencia al tasador respecto de todos los terceros que confían razonablemente en su informe?

Hay dos –quizá tres- maneras básicas de limitar la responsabilidad extracontractual del tasador frente a los tres amigos para evitar una responsabilidad por daños ilimitados frente a una pluralidad ilimitada de demandantes:

a) Se puede decir que el daño es muy remoto y que no está causalmente unido con la acción del tasador, porque la confianza de los amigos no fue razonable y existe culpa exclusiva de la(s) víctima(s). Sin embargo, este argumento no parece convincente, dado que resulta perfectamente razonable confiar en la corrección de un informe elaborado por un tasador profesional y justamente para la compra de un bien idéntico al que planeas comprar. En esta hipótesis, se puede apreciar la idea de que la información es un bien público, pero que la responsabilidad no lo es; es decir, que la información puede ir de mano en mano fácilmente (como la falsa moneda), pero que la responsabilidad del productor de la información no tiene necesariamente que acompañarla en cada una de esas transmisiones. Bien está que el tasador se tenga que resignar a que su cliente enseñe el informe a quien le plazca sin poder cobrar un plus por cada uno de los amigos que se aprovechan de su trabajo, pero de ahí a que el tasador tenga, encima, que responder ante los (gorrones/free riders) que aprovechan sin pagar el trabajo ajeno, hay un mundo. Otra idea relacionada con esto y felizmente formulada en el mundo anglosajón es la de que puede ser razonable confiar en la información proporcionada por otro, pero sabiendo que se hace a propio riesgo.

b) También se puede decir que el tasador no incurre en culpa frente a los amigos porque su deber de ser diligente arranca de un contrato en el que esos amigos no son parte o, lo que es casi lo mismo, decir que los amigos no están cubiertos por el fin de protección de la norma violada (el contrato, origen del deber de diligencia). Viendo el asunto desde este punto de vista de la causalidad, en su dimensión de causalidad fáctica y causalidad jurídica (imputación objetiva del daño), la idea sería atender al fin de protección de la norma violada, violación en la que consiste la negligencia del tasador. En este escenario puramente contractual que estamos considerando para delimitar las reglas generales sobre informaciones falsas, ese fin de protección será el que defina el contrato celebrado por las partes: en el ejemplo anterior, el contrato de tasación de un apartamento es el que define la protección que se otorga, al identificar al sujeto y la operación que delimitan a quién y frente a qué protege el informe.

Estas ideas son una buena puerta de entrada para ver cómo se plantea la cuestión en un sistema de origen francés, como el nuestro, frente a los planteamientos habituales en el common law y en Alemania

 

El common law

Que el tasador no incurre en culpa frente a los tres amigos es claro si la información se proporciona en virtud de un contrato del que no son parte los amigos. La relatividad del deber de diligencia derivado del contrato deriva del principio de la relatividad de los contratos. En el campo de la responsabilidad extracontractual, la idea de un deber de cuidado relativo, que no protege a todo el mundo, es utilizada por el common law (duty of care, como elemento del tort of negligence) y su introducción en nuestro sistema ha sido propuesta por un grupo de prestigiosos profesores, cuya posición comparto. Además, es una idea decisiva en el sistema de responsabilidad que proponen los Principles of European Tort Law (cfr. art XXX). En el common law, por tanto, los tres amigos de nuestro ejemplo no estarían amparados por un deber de cuidado de carácter extracontractual, deber que sólo se reconoce con generalidad en caso de dolo, para el tipo de daños que la información falsa ha causado a los tres amigos de nuestro ejemplo.

A diferencia de lo que ocurre en Francia, el common law también maneja con soltura la distinción entre la causalidad fáctica y la causalidad jurídica. Esa manera de razonar se solapa, de alguna forma, con la idea de la relatividad del deber de cuidado, hasta el punto de que se ha llegado a criticar la introducción de la noción de deber de cuidado diciendo que es una quinta rueda del coche, inútil y superflua. Sin embargo, otra visión –recordando que los coches, efectivamente, llevan una quinta rueda de repuesto- afirma que la idea de deber de cuidado es un buen instrumento para organizarse, en la medida en que es capaz de formular conclusiones sobre grandes grupos de casos que merecen o no protección por regla general. Esta misma estabilidad y claridad se lograría en Alemania a través de la limitación de la responsabilidad a los daños que arranquen de la lesión a bienes protegidos por derechos absolutos, como se recordará a continuación.

 

El Derecho alemán

En efecto, atender al tipo de daños sufridos es el mecanismo predominante en Alemania en esta materia. La idea de que el tasador no responde ante los tres amigos porque han sufrido un daño que la responsabilidad civil extracontractual no ampara, es una manera alemana de razonar. Los tres amigos han sufrido un daño puramente patrimonial (o daño puramente económico, en una traducción algo macarrónica del pure economic loss de los ingleses), es decir, un daño patrimonial que no deriva de la lesión de derechos absolutos de la víctima. Esos daños puramente patrimoniales son los que no derivan de la lesión de los bienes que el Código Civil alemán enumera diciendo “vida, cuerpo, salud, libertad y propiedad”. No hay problema en indemnizar los daños patrimoniales producidos por la agresión a uno de esos bienes absolutamente protegidos (erga omnes). Así, se indemniza sin problema el lucro cesante sufrido por un taxista que no puede trabajar porque su taxi ha sido embestido por el del demandado, puesto que es claro que se trata de un daño que no es puramente patrimonial. En esta lógica y volviendo a nuestro ejemplo, si los tres amigos quieren protección para sus intereses puramente patrimoniales, tienen que comprarla mediante un contrato con el tasador.

Todo lo más, la protección puede extenderse en Alemania -y alcanzar a los terceros- por considerar que el contrato en virtud del cual se ha proporcionado la información incorrecta es un contrato con efecto protector para tercero. Es una modalidad de contrato de la misma familia del más conocido contrato en favor de tercero, pero de eficacia menos intensa. En la figura del contrato a favor de tercero, éste puede exigir la prestación del deudor, quien está sometido frente a él a un deber de prestación. En la figura del contrato con efecto protector para tercero, el deudor no tiene que prestar, pero sí está bajo un deber de protección que ampara al tercero. No todos los contratos tienen ese efecto protector para tercero, más bien sucede lo contrario: los contratos sólo protegen (y obligan) a quienes los han celebrado. Excepcionalmente, los contratos protegen a algún o algunos terceros. El carácter excepcional de esa protección se entiende bien, entre otras cosas, si se tiene en cuenta que muy probablemente el tasador cobrará un sobreprecio por reconocer ese efecto protector, de igual manera que en nuestra primera hipótesis, el tasador cobraría más por tasar dos apartamentos que por tasar uno. Esta manera de razonar, recurriendo al efecto protector para tercero de los contratos, respeta la idea fundamental en Alemania de que la responsabilidad extracontractual no protege frente a los daños puramente patrimoniales. La idea esquiva el riesgo puesto de manifiesto en los EE.UU por el famoso dictum del Juez Cardozo citado y tiene en cuenta adecuadamente las características propias de la información como producto.

 

Los sistemas de origen francés

En ellos, la responsabilidad extracontractual no excluye a priori la protección frente a los daños puramente patrimoniales; por otro lado, el deber de diligencia se suele afirmar con carácter absoluto cuando se afirma la existencia de un deber general de no dañar a los demás (neminem laedere). Ello da lugar a la apariencia de que la protección extracontractual se extiende, sin más, a los casos de daños puramente patrimoniales causados por informaciones falsas. Esto queda bien reflejado en la formulación de Savatier cuando, planteándose el caso del incumplimiento de un contrato que también daña a un tercero, dice que el deudor habrá incumplido el contrato frente a su acreedor y, además, habrá incumplido su deber de no dañar a otro.

Como se ve, esta manera de plantear las cosas incurre abiertamente en la dificultad de proporcionar demasiada protección (y de forma gratuita) a los terceros que confían razonablemente en la corrección de la información. Es cierto que los jueces franceses y españoles controlan la extensión de la responsabilidad -en principio excesiva por haber admitido los daños puramente patrimoniales- mediante una apreciación restrictiva de la causalidad. Pero el sistema no está diseñado para señalar a los operadores el carácter excepcional de este tipo de responsabilidad (por informaciones falsas negligentemente elaboradas), con lo que la corrección del resultado se fía siempre al nivel de formación o a la sensibilidad del juez del caso concreto. La propuesta doctrinal de imponer responsabilidad por informaciones falsas sólo en caso de dolo y culpa grave creo que oscila, según se aprecie el requisito de la gravedad de la culpa, entre imponer únicamente responsabilidad por dolo eventual (con lo que se limita en exceso la responsabilidad) o seguir trabajando en un contexto de incertidumbre.

 

El caso, desde las reglas generales

En los párrafos anteriores hemos repasado las reglas generales sobre informaciones falsas elaboradas en virtud de contratos que las partes celebran voluntariamente, por creer que les conviene tener información fiable y garantizada sobre la que basar su decisión de contratar. La justificación del resultado de la STS 16/01/2016 sobre estas reglas generales requiere un esfuerzo por parte del operador para el que el TS no da muchas pistas. Podríamos imaginar el supuesto de un comprador que ve una buena oportunidad, que se acerca a un banco a ver si le financian la compra y en el que las dos partes están de acuerdo en que, cada uno para sus fines, necesitan contar con una información fiable y garantizada por un tasador. Es cierto que, si las dos partes estén interesadas en una tasación fiable y piden un único informe, se ahorrarán costes, pero también es cierto que por ese informe doble lo lógico es que la tasadora hubiera cobrado más que por un informe sencillo en beneficio de un solo sujeto y para una sola operación.

Desde ese punto de vista puramente contractual, la cuestión central de nuestro caso concreto sería determinar quién es parte en el contrato en cumplimiento del cual la tasadora elaboró la información incorrecta. Desde ese punto de vista, la responsabilidad de SIVASA derivaría del incumplimiento del arrendamiento de servicios en virtud del cual había proporcionado la información (el art. 1544 CC, relativo al arrendamiento de obras y servicios, es una de las bases de esta sentencia), pero lo cierto es que en la STS no está claramente planteado el escenario contractual sobre el que se decide. Habría que ver los términos del contrato entre el banco y su cliente, para ver si el primero contrataba la tasación en nombre del segundo o si contrataba él mismo la tasación.

Pero, en todo caso, lo cierto es que el cliente es quien ha pagado la tasación (FD 3º, in fine), con lo que parece que ha de ser protegido por la imposición de responsabilidad en caso de que el informe hubiera sido elaborado incorrectamente. Este resultado se alcanzaría por considerar al cliente parte en el contrato con la empresa tasadora (que el banco habría contratado en su nombre, como mandatario suyo, que es lo que parece que ha ocurrido en la STS que comentamos) o por considerarlo tercero protegido por ese contrato que el banco ha celebrado con el tasador en nombre propio. De hecho, el TS afirma clara, pero apodícticamente, que “El tasador debía actuar no sólo en interés del Banco sino también del comprador” (FD 4º). Como veremos en el siguiente epígrafe, sin embargo, esta afirmación del TS es legalmente incierta.

Desde un punto de vista contractual general, es verdad que -mientras el banco sólo participa en el préstamo- el cliente participa en el préstamo y en la compra subsiguiente. El tasador podría intentar el argumento de que su información sólo se había elaborado para la operación de préstamo y que, por informar responsablemente también acerca de la compraventa, habría exigido un sobreprecio. Sin embargo, a diferencia, de lo que ocurría en el ejemplo propuesto de quien finalmente compra dos apartamentos a pesar de haber pedido tasación sobre uno solo, se puede decir también que el tasador crea la apariencia de estar asumiendo responsabilidad por las dos operaciones –especialmente porque quien paga sus honorarios es el cliente involucrado en ambas- y debe responder, por ello, ante el banco y ante el cliente, si la tasación es incorrecta. La especial vinculación entre los dos contratos que glosa la STS (contratos vinculados, contratos coligados, en FD 5º) creo que sí puede ser un argumento para este fin. Así las cosas, si -en este escenario puramente voluntario que estoy planteando aquí- el tasador desea limitar su responsabilidad a los daños que puedan surgir de la concesión de un préstamo y no de los daños sufridos en la compraventa, creo que su única posibilidad de defensa sería haber incluido en el informe una cláusula de limitación de responsabilidad en tal sentido. Cláusula que, todo hay que decirlo, no podría estar en condiciones generales.

Con todo, y a diferencia de lo ocurrido en la STS 16/01/2020, el banco de nuestro caso no puede ser considerado responsable por la negligencia del tasador, ni siquiera en esta hipótesis de informe de tasación pedido de forma voluntaria que estoy planteando en este epígrafe. Desde este punto de vista general, el banco también habría sido víctima del incumplimiento contractual de la tasadora negligente, en la medida en que habría concedido un préstamo con una garantía menor a la prevista.

 

La responsabilidad del tasador, en la legislación hipotecaria

Justificar la responsabilidad en el caso concreto decidido en la STS 16/01/2020 es más difícil de lo que apuntan las ideas contenidas en el epígrafe anterior. Hasta aquí (y así lo hacía en la primera edición de esta entrada), he dado por supuesto que el informe se había elaborado en atención a los intereses de ambas partes y de forma puramente voluntaria. Es la misma impresión que creo que se puede desprender de la STS que comento. Sin embargo, las cosas cambian -creo que de manera radical- si se atiende al hecho de que el Banco probablemente tenía la obligación de tasar la finca que se le ofrece en hipoteca y que el tasador elabora su informe para cumplir esa obligación legal. Esta perspectiva, en la que el TS no entra, creo que es esencial para una correcta decisión en este caso.

¿Para qué se exige legalmente al Banco que la operación de concesión de hipoteca pase el filtro de un informe de un tipo especial de empresas de tasación? Los especialistas (Segismundo Álvarez, Hay Derecho 2016) explican que, inicialmente, la LH no exigía esa tasación, pero que eran las entidades bancarias las que la pedían siempre para determinar cuánto prestar, en qué condiciones y para valorar la firmeza de la garantía. Posteriormente, la Ley 2/1981 del Mercado Hipotecario (LMH) estableció la obligación de tasar y la obligación de que el importe de los préstamos que se van a titulizar no excediese del 60% del valor de tasación del inmueble (80%, si es vivienda habitual). En esa misma legislación, se establecían requisitos especiales para las sociedades de tasación autorizadas para emitir esos informes, tendentes a garantizar su imparcialidad. A partir de ese momento, la tasación pasa a proteger, pues, no sólo al acreedor que la pide, sino también a los terceros a los que están destinados esos títulos hipotecarios y que pueden confiar en la consistencia de la garantía del crédito en que van a estar interesados. Como se ve, la protección del deudor hipotecario está fuera de la escena, es decir, fuera del fin de protección de la norma que impone la obligación de tasar.

Los intereses del deudor hipotecario aparecen finalmente relacionados con las tasaciones, pero en un contexto distinto. Para explicarlo conviene dar un paso atrás y recordar que, en las escrituras de hipoteca, se incluye siempre un valor del bien hipotecado para ahorrar tiempo en los procesos de ejecución de la hipoteca: ese valor es el que, como valor pactado entre las partes, se utiliza como tipo de salida en la subasta. En la práctica, ese valor era atribuido muchas veces por el acreedor actuando unilateralmente y, en ocasiones, se establecía como valor la suma de la responsabilidad hipotecaria, con lo que no tenía relación con el valor real de la finca. Cuando llegaba el momento de la ejecución, las cosas se complicaban para el deudor, pues el propio acreedor o los subasteros que acudían a las subastas se podían apropiar del bien por muy poco dinero y el deudor se quedaba sin la finca y con una abultada deuda personal todavía pendiente.

En atención a esta situación, el RD 716/2009, en desarrollo de la LMH, exige que coincidan tipo de subasta y tasación oficial. Esa medida se adopta en la LMH, con lo que en las hipotecas no sujetas a la legislación del mercado hipotecario seguía, pues, sin haber vinculación necesaria entre valor de tasación y tipo de subasta. Esta situación cambia en la Ley 1/2013, en la que se establece esa vinculación, pero de manera confusa y limitada. Esa situación, tras sucesivas reformas y con la intervención también algo confusa de la Ley del Contrato de Crédito Inmobiliario de 2019 es la que se conserva en la actualidad.

En cualquier caso, como se desprende de lo dicho, lo que se trata con esos informes de tasación legalmente obligatorios no es establecer el valor del bien para preservar la integridad del patrimonio del deudor hipotecario que compra el bien –de hecho, también hay prestatarios que hipotecan un bien que ya les pertenecía con anterioridad y también para esas operaciones es obligatoria la tasación. De lo que se trata es de dar seguridad al acreedor hipotecario, que es el que quiere estar seguro del valor de la finca hipotecada, de dar seguridad a los terceros que compran títulos hipotecarios (se convierten, pues, en acreedores hipotecarios) y de dar seguridad al deudor de que sus intereses serán tenidos en cuenta a la hora de la ejecución hipotecaria.

Esta regulación atiende a que el comprador sabe normalmente lo que vale la cosa que quiere comprar. Él sabrá para qué la quiere y, sobre todo, el precio que le merece la pena pagar por ella. Si tiene dudas acerca de su valor, es cosa suya buscar información o consejo. Desde un punto de vista de política jurídica general, no creo que tenga sentido imponer la obligación de obtener una tasación antes de comprar, lo que encarecería el tráfico de manera innecesaria. Un comprador individual buscando piso para vivir puede formar su criterio mirando su bolsillo, mirando las zonas de la ciudad que le gustan y mirando una página web de ofertas inmobiliarias. Un comprador de una cartera inmobiliaria puede encargar un informe muy detallado a un equipo sofisticado de especialistas (un informe tipo due diligence) para conocer el alcance y riesgos de su inversión. En nuestro caso, curiosamente, el notario comprador había encargado un primer informe que valoraba las naves también en un millón de euros aproximadamente, pero que contenía la salvedad relativa a la inexistencia de las fuentes de suministro eléctrico. Más adelante volveremos sobre la relevancia de este primer informe.

Lo que no tiene mucho sentido es entender que el informe de tasación hecho para asegurar al prestamista que el préstamo está bien garantizado, lo que redunda en la seguridad razonable de los títulos hipotecarios -y facilita la existencia de un mercado- y que sirve también de garantía de objetividad en el tipo de subasta para la ejecución de la hipoteca, suponga también una garantía del valor de la cosa para quien la compra. Es cierto que resulta razonable suponer que la cosa valdrá lo que el informe de la tasadora dice, pero no es posible esperar que esa información se te garantice con esa finalidad sin haber pagado por ello, cuando legalmente la información ha sido elaborada para la protección de intereses distintos a los del comprador. Realmente no creo que tenga sentido imponer la obligación de comprar un seguro al comprador de un piso (porque lo que está claro es que la tasadora cobra un precio que está en función de lo que tenga que garantizar). Tampoco tiene sentido imponer legalmente a la tasadora unos fines a los que debe atender en sus informes y sorprenderla luego con la imposición de una responsabilidad que va más allá de esos fines.

 

El caso no fue correctamente decidido

Si nos preguntamos ahora si está justificado el fallo de esta STS de 16 de enero de 2020 que da pie para escribir estas líneas, me temo que la respuesta no puede ser positiva. Si se analizan los requisitos de la responsabilidad que se impone al tasador de nuestra STS, creo que se podrá apreciar que no hay problemas con una primera lectura del requisito de la culpa ni con la causalidad en sentido material, pero que sí hay problemas con la causalidad jurídica (imputación objetiva del daño).

  • Sobre la culpa, ya habíamos señalado que la STS y la SAP afirman rotundamente su concurrencia, por existir infracción de la normativa vigente reguladora de la actividad de los tasadores (en concreto, de la Orden ECO 805/2003 de 27 de marzo, art. 71.1.d). Todos de acuerdo, por ahora, en que esa infracción equivale a culpa, pero con la relevante salvedad de que los autores que más han estudiado estos temas señalan que la culpa tipificada exige también considerar si los daños sufridos por la víctima están en el ámbito de protección de la norma violada. Como más abajo volveremos sobre la idea del fin de protección de la norma violada en el ámbito de la causalidad jurídica, podemos dejar el asunto así por el momento.
  • Sobre la causalidad fáctica, se puede destacar que el informe de SIVASA se pide para celebrar el contrato de préstamo, pero cuando la compra ya estaba cerrada. De hecho, el notario de nuestro caso había celebrado en 2006 –casi tres años antes del préstamo- un contrato que las partes califican a veces de compraventa y otras veces de promesa bilateral de compra y venta. La información incorrecta proporcionada por SIVASA no ha podido influir en el contrato de 2006, puesto que se elabora en 2009. Lo que ocurre es que, en los términos de ese contrato de 2006 estaba prevista la posibilidad para el notario de desvincularse de la operación en caso de que el vendedor no entregara las naves, de forma que la información incorrecta sí pudo ser la causa fáctica de la decisión del notario de continuar adelante con la operación de compra. La idea es que, si el informe hubiera sido correcto, el notario no habría escriturado, sino que habría podido desistir del contrato y exigir la entrega duplicada de la cantidad que había dado en arras. Ni en la STS ni en la de la SAP se da mucha información sobre los términos en que estaban planteadas esas arras. Sí se dice que el notario intenta convencer al Tribunal de que la información incorrecta ha sido la causa de la pérdida de la obtención de las arras duplicadas, pero con escaso éxito. Además, el responsable de esa devolución duplicada hubiera sido el vendedor, que en el caso es insolvente. Si pensamos por un momento en la posibilidad de añadir la responsabilidad por las arras duplicadas a la condena solidaria que impone esta STS al banco y al tasador, podríamos recordar el título de otra antigua canción: “Eso sí que tiene guasa”.
  • El análisis de la causalidad jurídica (imputación objetiva) es el que creo que es clave en el caso concreto. Hemos visto que el informe de SIVASA sí pudo influir fácticamente en la decisión del notario de seguir adelante con la compra, es decir, que sí pudo ser condición necesaria de su decisión; pero, según lo explicado en el epígrafe anterior, no creo que se pueda imputar objetivamente el daño a la conducta de SIVASA porque el informe no se había elaborado para proteger al comprador de la finca. La situación, pues, sí se parece al ejemplo que pusimos más arriba sobre quien compra dos pisos sobre la base de un informe para comprar uno y sobre sus tres amigos que compran apartamentos similares confiando en la corrección del informe. En efecto, el notario bien puede decirse que confió en el informe de SIVASA (entidad respetable y sometida a los estrictos controles y régimen disciplinario de las sociedades de tasación), pero que lo hizo a su propio riesgo. SIVASA estaba informando en cumplimiento de una obligación legal de informar que no cubre la operación de compra. Como decía la defensa de Banco y tasadora, “la finalidad (del informe) no es la de identificar contingencias en el estado de las fincas sino tan solo asignarles un valor a efectos de constitución de un préstamo hipotecario” (FD 1º). También se puede decir, en sentido figurado y volviendo a recordar el ejemplo de los informes elaborados en virtud de contratos puramente voluntarios, que en el caso decidido en la STS 16/01/2020 la cláusula de exoneración de la responsabilidad del tasador respecto del contrato de compraventa no tiene por qué estar incluida en el contrato, porque ya está en la ley que impone la obligación de tasar para unos fines concretos.
  • El argumento anterior creo que basta para decir que la tasadora no debería haber sido condenada a indemnizar los daños sufridos por el demandante. Adicionalmente, se puede destacar también desde el punto de vista de la causalidad, que no se discute en el Supremo el papel de un primer informe que el comprador tenía en sus manos cuando decide seguir adelante con la operación. En la sentencia de la Audiencia (FD 1º) se puede ver que el tasador y el banco alegan repetidamente que existía un primer informe de tasación y que el valor que ambos informes daban a las naves era el mismo; pero lo cierto es que la SAP también destaca que el informe de la otra empresa de tasación sí había hecho una salvedad sobre el suministro eléctrico y que esa salvedad no estaba presente en el informe de SIVASA. La línea argumental termina ahí, pero creo que se puede decir que el notario tenía información contradictoria a su disposición y que, por ello, su argumento de que había confiado en el segundo informe no es admisible: falta el elemento de que la confianza fuese razonable. El notario eligió confiar sin comprobar, cuando tenía en su poder otro informe que le advertía del riesgo de que las naves que compraba carecían de suministro eléctrico, lo que es otro argumento para excluir también la causalidad. Es más, el argumento del notario en este punto creo que es contrario a la buena fe y que, por ello, su demanda también debió haber sido rechazada por este motivo. Desde este punto de vista, hasta su alegación de dolo (causante) por parte del vendedor pudo haber sido desatendida. Quizá se pueda dar por probado que el vendedor había realizado maniobras insidiosas para determinar el consentimiento del comprador, pero resulta inverosímil que esas maniobras llegaran a engañar a quien dispone de un primer informe señalando la inexistencia de las instalaciones eléctricas. Lo irrazonable de la confianza del comprador se puede expresar diciendo que “Si se admitiera la alegación por el demandante de que confió en una información errónea de una clase en la que ninguna persona razonable hubiese confiado, lo más probable es que en realidad no haya existido tal confianza y que aquél demandante sólo esté tratando de encontrar a alguien de quien obtener indemnización por los daños sufridos a causa de una decisión propia que resultó inadecuada. Si lo que ocurre es que, a pesar de lo irrazonable de su confianza, el demandante sigue siendo de buena fe, tampoco puede dársele satisfacción a costa del demandado, pues podemos decir que el demandante ha sido autor de su propia desgracia o que había asumido el riesgo” (así traté de explicarlo en P. del Olmo, ADC 2001, p. 348)

 

En resumen,

En la STS de 16/01/2020, un comprador dice haber sido engañado por un vendedor insolvente acerca de las cualidades de la cosa vendida y los daños de la actuación del segundo los pagan una empresa de tasación y el banco que ha financiado la compra. Así contado, la cosa suena rara, pero me temo que es justamente lo que ha pasado aquí.

La cosa podría no resultar tan rara, si se tiene en cuenta que la tasadora ha informado negligentemente y no ha sabido desvelar un dato (la inexistencia de una instalación eléctrica) que al parecer hacía la cosa (unas naves) inútil para su destino natural (uso industrial). Todo podría encajar, si el informe hubiese sido elaborado por la tasadora en virtud de una petición puramente voluntaria del banco y del comprador acerca del valor de la finca y si el interés del último en la compraventa hubiese sido claramente desvelado por el hecho de haber pagado él mismo la tasación. En este momento, sin embargo, seguiría siendo difícil justificar que el banco, que es una empresa distinta y que no se ha servido de la tasadora como auxiliar en el cumplimiento, tuviera que responder ante el comprador junto con el vendedor y la tasadora, solidariamente, como se acordó en la STS de 16/01/2020.

Pero finalmente volveremos a la misma sensación de extrañeza del primer párrafo, si tenemos en cuenta que, en realidad, el banco (en 2009) tiene la obligación de pedir una tasación para poder tener la posibilidad de titulizar el préstamo en el mercado hipotecario y que esa tasación es un requisito legal dirigido a promover la solidez de ese mercado hipotecario. El informe no está hecho, por tanto, para proteger al comprador, sino para tener la razonable confianza de que el préstamo ha sido concedido de manera realista. Por tanto, aunque quizá se pueda decir que el informe ha causado fácticamente que el comprador haya comprado una cosa inútil para su uso, no se puede decir que jurídicamente haya sido así: el comprador no está incluido en el fin de protección de la norma cuya infracción define la culpa del tasador.

Esta última explicación creo que resulta confirmada por el relato de los hechos de la STS que ha servido de pie para esta entrada que está ya terminando: en el caso, el comprador, para asegurarse del valor de las naves, había pedido por su cuenta una primera tasación que le informó del valor de las naves y le advirtió de que, efectivamente, carecían de la instalación eléctrica necesaria. Decidido a seguir adelante con la operación sobre la base de ese informe, el comprador solicita un préstamo hipotecario para el cual resulta obligatoria la tasación del inmueble. En esa segunda tasación, hecha por mandato legal para la protección del prestamista y del mercado hipotecario, es donde SIVASA omite esa salvedad de que la instalación eléctrica no estaba finalizada. Lo cierto es que, en cualquier caso, el préstamo no garantizaba la totalidad de la operación -que era aproximadamente de un millón de euros- sino sólo unos 600.000, por lo que probablemente la garantía sí era bastante para asegurar el reembolso de esa cantidad y, por tanto, la seguridad del acreedor y del mercado hipotecario estaban a salvo. Podría haber habido, pues, culpa de SIVASA al elaborar el informe, pero es muy improbable que el prestamista y los sujetos protegidos por la normativa sobre el mercado hipotecario llegaran a sufrir algún daño, si llegara el momento de ejecutar la hipoteca (el coste de reposición de la instalación eléctrica que falta se valora en unos 200.000 euros, según el FD 1º de la SAP). Por otro lado, el deudor hipotecario, en ese caso, hubiera resultado híper-protegido en la subasta por el tipo de salida aplicable (basado en un valor mayor que el real), frente a pujas a la baja.

Es verdad que el comprador no habría podido comprar, si el banco no hubiera concedido la financiación, y es verdad que quizá el banco no hubiera concedido la financiación, si la tasadora hubiera desvelado el dato de que las naves valían menos de lo que el comprador decía. Pero, en la medida en que este razonamiento no va más allá del análisis meramente fáctico de la causalidad entre la acción del banco y la tasadora, de un lado, y el daño sufrido por el demandante, de otro lado, no es un razonamiento decisivo. Desde este punto de vista, bien podría decirse que en esta STS la responsabilidad se impone a la tasadora y al banco porque los dos, no sólo uno de ellos, “pasaban por allí”.

Todavía dejo para otra ocasión el examen de la condición de consumidor del notario.


Foto: Alfonso Vila Francés