Por Antonio Jiménez-Blanco

Miguel Ángel del Arco (Villacarrillo, 1945) es un juez -ya, obviamente, jubilado- y también un editor. En la primera de esas facetas, se desempeñó sobre todo como titular del Juzgado de Instrucción número 6 de Granada, donde puso fin a su carrera. En su segundo oficio, resulta obligado hablar de Comares, que saca a la luz libros jurídicos y no jurídicos y que fue -dato concluyente para situar las cosas en lo más alto- donde Alejandro Nieto publicó sus últimos libros.

Pero por encima de todo eso, Del Arco es un escritor -o sea, previamente, un lector-, es decir, lo que los franceses llaman un homme de letres. Ha dado a la imprenta tres tomos de sus memorias: La Audiencia va de caza (2014), La jauría judicial (2017) y, ahora, el libro que motiva estas páginas. Cuenta con casi 400 páginas, divididas en 48 capítulos (o sea, de una media de en torno a 9 páginas), donde se sincera, al grado de despellejarse hasta la carne viva, la persona que hay -que hubo- detrás de la toga.

El libro vale la pena para todos los que, con una u otra especialidad y tal o cual intensidad en lo que hace a las tareas del foro, nos movemos en esos mundos de lo jurídico y lo literario. Como suele suceder, es la crónica de un desengaño -en lo institucional y también en lo personal-, aunque también el autorretrato de una persona muy consciente del enorme poder que ha tenido, porque sucede -y así se confiesa- que una norma admite casi siempre diversas interpretaciones (página 214) y a los jueces les asiste nada menos que “la prerrogativa de la definición” de las palabras (página 59).

Alguien además que no tiene reparos en reconocer que

“albergo demasiadas dudas sobre mis aciertos y mis errores y, aun consciente de que somos imperfectos, me asusta ignorar el alcance y las consecuencias de muchas de mis inexactitudes, de mis equivocaciones en la interpretación de las leyes o de los hechos, de mi cansancio o de mi falta de paciencia” (página 388).

Más aún:

“Lo que en verdad me atormenta son los cientos de prisiones que he decretado; y eso sin haber sido un inquisidor de los que utilizan la cárcel para obtener una confesión de culpabilidad. ¿Cuántas fueron de verdad necesarias? ¿Por qué pospuse la libertad un mes, un día o incluso horas? Otras actuaciones también me producen desasosiego: escuchar a través de un teléfono intervenido las voces de unas personas ajenas a esa invasión de la intimidad que interfiere en su existencia. Ni la buena fe, ni la satisfacción del deber cumplido, ni siquiera la necesidad de reprimir los delitos graves, alivian la angustia de revisar mis obras, incluso las que creía legítimas. El fin no justifica los medios” (página 219).

Estamos a finales de 2024 y todos tenemos a la vista que a España, a su ideología por así decir oficialista, ha terminado llegando lo que podemos llamar el antijudicialismo, entendido como el discurso lastimero de los gobernantes quejándose de ser objeto de una sañuda persecución por las gentes de la justicia. Es, en efecto, algo que, como tantas otras modas, viene de América -tanto de Trump como de Cristina Kirchner-, aunque la patente es, una vez más, italiana y tiene el nombre de Berlusconi. Entre nosotros, si acaso habría que subrayar que el asunto empezó por Cataluña -ya se sabe: la afirmación, dicha en tono de severa denuncia, de que la política se está judicializando-. Y ha alcanzado una gravedad especial porque se han juntado muchas cosas, que pueden entenderse como patológicas: 1) la sustitución del juez contencioso por el penal como controlador ordinario de la actividad política y administrativa (lo cual sólo se explica, a su vez, por la tendencia de los magistrados de lo contencioso a tragar carros y carretas: ya sabemos que, como bien explicó Gay-Lussac, dejar libre un espacio tiene como consecuencia que los gases se expandan por él); 2) a su vez, dentro de lo penal, el agigantamiento de la fase de instrucción frente a la sentenciadora; y 3), ya el remate, la inaplicación de facto -el desuso, del que en teoría se proclama que no prevalecerá contra la observancia de las normas mientras no se deroguen formalmente- de los preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal sobre el secreto del sumario: lejos de lo preceptuado, los Juzgados equivalen a lo que en los pueblos eran los lavaderos, donde las comadres echaban las mañanas y largaban sin piedad sobre la vida y milagros del resto del género humano. Basta ver la información política de cualquier día y de cualquier medio -sea cual fuere su sesgo- para concluir que, si no existieran las noticias judiciales, serían muchas las páginas que se quedarían en blanco.

La consecuencia de todo ello es que, a lo largo simplemente de una legislatura -ya se sabe que en democracia todos los cargos nacen con tiempo contado- quien más quien menos ha tenido que sufrir una pena de Telediario en algún momento. De ahí el discurso defensivo -victimista- que, entre los políticos y sobre todo los gobernantes de turno, lo sean centrales o territoriales, se ha terminado generalizando: “vienen a por nosotros”.

Ni que decir tiene que el autor del libro no sólo no participa de esos planteamientos sino que ni siquiera se plantea que puedan existir, salvo al final del siguiente párrafo de páginas 170 y 171, donde, a la hora de referirse a ese gremio, lo hace sin templar gaitas y llamando al pan pan y al vino vino:

“Algunos políticos no tienen necesidad de arrancar la hoja. Les basta con esgrimir razones de urgencia para utilizar tretas que permitan reformar una ley por razones partidistas: saltarse los preceptivos informes, adecuarla a los tiempos, reformas y contrarreformas a conveniencia y redactar la Exposición de Motivos de la ley para criticar, condenar o hacer propaganda. También conseguir un indulto encubierto o dirigido a salvar de la prisión impuesta en sentencia firme a un compañero político, conceder una amnistía a cambio de votos, desactivar delitos con eficacia retroactiva, instrumentar torticeramente la ley penitenciaria, subastar el Código Penal al mejor postor, lograr o mantener mayorías de gobierno con cesión de bienes púbicos en beneficio de unos partidos, desobedecer una sentencia condenatoria, empequeñecer las penas o esgrimirlas como arma de negociación o para cumplir una promesa electoral con un beneficiario determinado”.

Y ya para terminar (a donde íbamos):

“Incluso para pisotear un Poder a otro y para la desautorización y desactivación del Poder Judicial”.

Cada quien tendrá su opinión en ese debate encarnizado, pero lo cierto es que Del Arco no se priva de expresar la suya con sinceridad y sin medias tintas.

De la lectura del libro sale uno con dos convicciones sobre el autor. La primera, que, aunque en apariencia se trata de alguien implacable (no voy a emplear la palabra granadina para referirse al genius loci de la tierra), en el fondo estamos ante un romántico (vocacional, si se quiere), de los que a diario se plantean la dramática tesitura entre lo legal y lo justo. Y segundo, que es un discípulo confeso de Ramón María del Valle Inclán y entiende que el género literario del esperpento (subrayar los datos grotescos o al menos teatrales que abundan en el planeta de lo jurídico y en la vida en general) es la mejor manera de retratar fielmente la realidad.

En suma, romántico (pese a lo que pudiera parecer), sí, pero también devoto del esperpento. Justo como Alejandro Nieto, dicho sea, por supuesto, como aplauso.


Miguel Ángel del Arco Torres, No juzguéis. Final de la guardia. La veleta 2024, Granada.