Por Ernesto Suárez Puga
Las fintechs son aquellos empresarios que, empleando la tecnología de la información (IT), realizan servicios de los mercados financieros (banca, inversión y seguros) o actividades auxiliares como comercializarlos o compararlos.
Estos empresarios pueden competir con los proveedores tradicionales prestando los mismos servicios financieros. Un ejemplo de los primeros serían los neobancos, las insurtechs o los neoasesores de inversión (bancos, intermediarios de valores y aseguradoras). Estos operadores sustituyen los medios tradicionalmente empleados con innovaciones proporcionadas por la IT para poner sus servicios en el mercado. Por ejemplo, utilizan sitios webs o aplicaciones informáticas en vez de establecimientos abiertos al público, emplean técnicas de valoración del riesgo de aseguramiento o de distribución de las primas entre los asegurados más precisas basadas en la IT o realizan recomendaciones de inversión sobre cálculos automatizados sobre variables de valores o instrumentos financieros (rendimientos, liquidez, etc.) Esto supone un ahorro de costes que pueden trasladar a los consumidores en forma de precios más bajos con los que compiten con los proveedores ya establecidos.
Cuando las innovaciones que emplean son estrictamente tecnológicas, las fintechs pueden ser socialmente muy beneficiosas porque incrementarán la competencia en mercados de servicios financieros que tienden a ser oligopolísticos. Además, producen esta externalidad positiva a bajo coste porque los riesgos de estas nuevas tecnologías (afectación a la privacidad, ciberfraude o cibersabotaje, etc.), al no ser específicos de los mercados financieros, son menos costosos de afrontar porque riesgos generales de la IT. Afectan a todos los sectores que emplean la IT, lo que genera una economía de escala para invertir en su prevención y tratamiento. Por ejemplo, piénsese en el riesgo del acceso por terceros no autorizados a la información sobre el uso de un automóvil que este puede almacenar y transmitir automáticamente. Respecto de un mismo vehículo, sus fabricantes, distribuidores, arrendadores o aseguradores comparten el interés en gestionar este riesgo y, por tanto, tienen más incentivos para coordinarse e internalizarlo.
El aumento de la competencia basado en disrupciones de la IT no suele agravar significativamente los principales riesgos de los mercados financieros: i) la explotación de la clientela por los prestadores y ii) el riesgo sistémico financiero. Evitar estos riesgos o sus consecuencias es el principal objetivo de los supervisores de estos mercados y de la normativa financiera. El elevado coste de cumplir esta normativa supone una barrera de entrada que favorece la concentración de estos mercados en pocos proveedores. Tampoco parece que contribuya sustancialmente al tan temido riesgo sistémico puesto esta nueva competencia no parece estar desestabilizando a los proveedores tradicionales. Esto se debe a que las fintechs provocan una competencia más indirecta (las entidades financieras tradicionales compiten más entre sí por apoderarse de la tecnología disruptiva de las fintechs) que directa (la competencia entre fintechs y proveedores incumbentes no es tan intensa). En gran medida esto es atribuible a que hay poderosos motivos que empujan a las fintechs a vender su actividad o su tecnología disruptiva a los empresarios financieros tradicionales.
En primer lugar, el valor de la tecnología disruptiva suele ser muy volátil y, por tanto, el margen para que su propietaria lo maximice vendiéndolo suele ser breve. Las innovaciones de la IT tecnologías de la información suelen ser fácilmente imitables y replicables y, como regla general, no se pueden proteger con derechos de exclusiva fuertes como patentes. Además, el ritmo para innovar en este campo se acelera a medida que el coste para hacerlo decrece. Esto explicaría que las fintech teman que otras fintech u otros operadores desarrollen innovaciones tecnológicas que igualen o superen a las suyas y, por tanto, tengan prisa por venderlas antes de que pierdan todo o gran parte de su valor. Esto diferencia a las fusiones y adquisiciones de fintechs de las biotech o compañías de pharmaceutical-biotechnology . En estas últimas, la prisa por concluir la operación suele tenerla la sociedad adquirente (habitualmente un fabricante farmacéutico de mayor tamaño cuyas patentes están próximas a expirar y necesita rellenar sus existencias de invenciones que les faciliten mantener derechos monopolísticos en el futuro).
En segundo lugar, las fintechs suelen ser startups en el que los socios inversores pueden forzar la venta de la sociedad y tienen incentivos para hacerlo cuando con ello maximizan el retorno de su inversión.
En tercer lugar, si emplean la misma arquitectura jurídica (los mismos esquemas contractuales) para prestar los mismos servicios financieros que los proveedores tradicionales, las fintechs corren el riesgo de tener que incurrir en el coste de supervisión y regulatorio de cumplir con la normativa ordenadora de los mercados financieros (por ejemplo, obtención de licencia, capitalización mínima, gobierno corporativo, cumplimiento normativo específico, etc.). Para evitarlo, suelen recurrir a diversas alternativas: i) aprovechar el arbitraje regulatorio de operar desde las jurisdicciones con requisitos menos estrictos, ii) acogerse a licencias más limitadas pero menos costosas que les permitan desarrollar las actividades en las que son más competitivos (por ejemplo, optando por ser una entidad de dinero electrónico en vez de una entidad de crédito), iii) limitarse a desarrollar actividades auxiliares o complementarias a las que requieren licencias (ser un mediador de seguros en vez de una aseguradora) o iv) desarrollar su actividad inicial acogiéndose a una habilitación legal piloto o de pruebas supervisadas (los conocidos como sandboxes regulatorios) en las que los supervisores pueden exonerarles parcialmente de las exigencias regulatorias. En cualquiera de estas circunstancias, las fintechs tienen incentivos para maximizar su valor vendiendo a otros la tecnología que les pueda dar una ventaja competitiva.
De hecho, esto es lo que ha acabado haciendo alguna Big Tech que pretendió ofrecer servicios financieros. Es el caso de Diem o Libra, el servicio de criptomoneda y pagos promovido inicialmente por Facebook y vendido al posteriormente quebrado el Silvergate Bank, aparentemente por una masiva pérdida de depósitos tanto de emisores de stablecoins como plataformas de negociación de criptoactivos en las que agrupaban los fondos de los inversores participantes en estos mercados no regulados.
Creemos que esto explicaría por qué proveedores tradicionales inviertan en fintechs, las compren, compren su negocio, su conocimiento o sus “joyas de la corona”, o les paguen por cooperar en proyectos conjuntos en vez de competir, “arrendándoles” la innovación.
Como estas innovaciones tecnológicas no dañan gravemente a los consumidores e incluso podrían estimular la competencia, los legisladores deberían promover e incentivarlas, evitando que el coste regulatorio sea una barrera o impedimento. Por ejemplo, deben simplificar o eliminar los regímenes para prestar los servicios financieros que las fintechs puedan prestar de manera tecnológicamente innovadora y que se demuestren innecesarios o muy costosos.
Las “innovaciones” jurídicas: ¿Desintermediación?
Creemos que la cuestión es distinta cuando las “innovaciones” de las fintechs son jurídicas o financieras y no tecnológicas. Existen otro tipo de operadores que combinan las nuevas posibilidades de la IT con cambios sustanciales en la arquitectura jurídica de la prestación de determinados servicios. Por ejemplo, las denominadas plataformas de financiación (crowdfunding, crowdlending) en las que determinados usuarios prestan directamente capital a otros en forma de préstamos sin la “intermediación” jurídica de la plataforma. La plataforma no capta el capital contratando con los usuarios ahorradores mediante un préstamo o un depósito sino que sencillamente los pone en contacto con otros usuarios que solicitan financiación. El contrato (préstamo) se concluye directamente entre usuarios ahorradores (prestamistas) y los usuarios demandantes de financiación (prestatarios).
Cuando se comercializan estos servicios, se destaca que no hay “intermediación” entre usuarios como sí la hay con los proveedores tradicionales. Por ejemplo, un “banco” tendría que captar capital mediante depósitos (activos líquidos) y transformarlos en préstamos (activos ilíquidos). Se esgrime que la ausencia de intermediario abarataría los costes del crédito y, por tanto, siendo el capital un bien fungible, sería más atractivo para los usuarios optar por este tipo de prestadores.
Creemos que, en un sentido estricto, sigue habiendo “intermediación” ya que existe un empresario que explota la plataforma como lugar de encuentro entre ahorradores e inversores. De hecho, los titulares de estas plataformas cobran legítimamente por intermediar poniéndola a disposición de los usuarios que en ella se encuentran. Su intermediación consiste en resolver el problema de acción colectiva de coordinar a los usuarios con preferencias diferentes para que se encuentren.
Sin embargo, no hay comida gratis. La “desintermediación” jurídica (la limitación del servicio contractual al mero acceso a la plataforma ―mercado―) puede aumentar los riesgos de estos “servicios financieros” para los consumidores.
A diferencia de lo que sucede en un préstamo bancario, la plataforma no presta “su” capital y, por tanto, no corre el riesgo de pérdida en caso de que los prestatarios impaguen. Ese riesgo recaerá exclusiva y directamente sobre los usuarios prestamistas. Esto puede incentivar el riesgo moral de los explotadores de las plataformas, promoviendo a los prestatarios que les sean más rentables entre los usuarios prestamistas, con independencia del riesgo que implique su solvencia. Esto explicaría que se les prohíba cobrar a los potenciales prestatarios por darles prioridad respecto de otros usuarios o por destacarlos ante los usuarios inversores (vid. art.3.3 del Reglamento UE de financiación participativa) o promover solicitudes de financiación del propio titular de la plataforma o las personas a las que esté vinculado (art. 8.2 del Reglamento UE de Financiación participativa). También se les prohíbe que les paguen a los prestatarios por darles preferencia (por ejemplo, aplicándoles descuentos en el precio de su servicio estándar). Con esta prohibición lo que se busca es que no den prioridad a los usuarios más intensivos.
Además, corresponde a los usuarios evaluar la solvencia de los demandantes de financiación. Estos inversores pierden la evaluación de la solvencia de los potenciales prestatarios que realiza el intermediador experto, al que implícitamente delegan esa función en los préstamos bancarios tradicionales cuando entregan sus ahorros con depósitos. Ceteris paribus parece razonable presumir que los ahorradores no profesionales o institucionales no estarán en mejor situación que una entidad de crédito profesional para evaluar la solvencia de los potenciales prestatarios.
Esto explicaría que se obligue a estos operadores a internalizar en parte este riesgo imponiéndoles el deber de evaluar la solvencia de los prestatarios, como establece el reciente Reglamento UE 2024/358 sobre puntuación crediticia de los proyectos de financiación participativa.
Este ejemplo de las plataformas sirve para ilustrar que, cuando la pretendida innovación que ofrecen las fintechs es o implica una alteración de la estructura jurídica de los servicios financieros, convendría a los legisladores aplicar prudentemente el principio de la irrelevancia del nomen iuris y valorar la materia de la prestación puesta en el mercado. Por ejemplo, estas plataformas de financiación más que un intermediario de crédito (banco) parecerían ser empresas de servicios de inversión (bróker) que desempeñan el servicio de colocación de instrumentos financieros de deuda entre inversores.
Connie de Vries en unsplash
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