Por Calixto Alonso del Pozo
En una de las imágenes colgadas en las redes vimos, el 17 de julio pasado, un acto preparado en el Malecón de La Habana, de los llamados de «reafirmación revolucionaria». Se oía la voz grabada de Silvio Rodríguez. Este cantautor, hoy mudo y desaparecido, compuso en sus inicios la canción «Llegué por San Antonio de los Baños» para conmemorar su personal alborada revolucionaria.
Y ha sido en esa pequeña población donde el descontento por el incremento de los apagones fue la chispa que echó a la calle a sus habitantes, encendiendo en horas las protestas en pueblos y ciudades del país. Decenas de miles de cubanos, desesperados por décadas de groseros errores políticos y económicos recrudecidos por las trabas insalvables que el Partido Comunista puso a teóricas reformas dibujadas en 2016, mostraron su hartura de un modo jamás visto desde el 1 de enero de 1959.
Han salido a manifestarse ciudadanos humildes, cansados de desabastecimiento, escasez, pobreza y desigualdad. Episodio insólito e impensable por lo espontáneo que ha verbalizado la degradación del sistema.
No ha habido líderes visibles, no ha sido canalizado por nadie. En pueblos del interior de la Isla si se advirtió el papel invisible de la Iglesia, con repique de campanas que animó a sus vecinos a exhibir miniaturas de vírgenes que presidían las protestas, lo cual alteró aun más a la dirigencia.
La imposibilidad, por inexistente, de señalar cabecillas ha llevado al Gobierno a negar la legitimidad del estallido social y a culpabilizar al vecino norteamericano. Así, una vez más, el aparato niega que la realidad del país tenga contenido propio, configurado sin fisuras por un Estado inmóvil con todos los atributos de una dictadura y una sociedad civil precaria y maltratada pero que vira acelerada conforme avanza el siglo.
Diaz-Canel y sus ministros, teledirigidos por López-Calleja y su equipo supragubernamental, desesperan en imputar la responsabilidad directa de las movilizaciones a artistas e intelectuales.
Luis Manuel Otero Alcántara y Hamlet Lavastida, entre otros, han desafiado con valor encomiable la propaganda oficial, convirtiéndose en portavoces de lo que ocurre en la Isla. Se han constituido, por designio policial, en la cabeza visible del numeroso grupo ya acusado de incitar a delinquir, sin más detalles.
La promesa de los jerarcas de procesar y exigir responsabilidad a contrarrevolucionarios y elementos anexionistas integrantes de un plan extranjero para alentar la subversión cristalizará en condenas salpimentadas de imputaciones de mercenarios y delincuentes.
Entre tanto, Villa Marista, centro de detención y de tortura, conocido popularmente como «el cabaret donde todo el mundo canta», y docenas de calabozos albergan cientos de opositores, careciéndose de una cifra aproximada de sus huéspedes.
Tras tiempo para actuar con cohesión, no ha existido una respuesta de los organismos internacionales a la altura del suceso. Se cierran de nuevo los ojos con la devaluada esperanza de que todo cambie por sí mismo, o se cita el socorrido discurso de que habrá de ser la sometida sociedad cubana la que encuentre su camino sin injerencias externas. El abandono de la «posición común» patrocinada por José Mª Aznar en 1996 no ha sido de utilidad para debilitar a la dictadura. Al contrario, ha dejado a Europa sin voz unitaria sobre el futuro de la isla.
Nuestro Gobierno, fraccionado respecto de la cuestión, no va a poner en riesgo la protección de los importantes intereses nacionales en Cuba. Es significativo el ignominioso silencio de nuestro embajador en La Habana, de quien no se conoce criterio ni comentario alguno.
A estas fechas se han sofocado las reivindicaciones de los más desfavorecidos con las mencionadas detenciones, estudiados apagones y cortes de internet. La calle está tomada por la policía y los paramilitares de los CDR.
En contextos similares Maduro y Ortega no han cedido, y no se debe minusvalorar la potencia y capacidad de la contrainteligencia y el tejido represor cubanos.
Pero el sistema ya no es reformable. El castrismo post Fidel ya perdió su última oportunidad con el ascenso al poder de Chávez.
Si se traspasa la línea de la represión preventiva que distingue al Gobierno y al Partido y se llegare a la muerte de civiles, la leyenda se habrá enterrado puesto que precisamente eso es lo que de clásico se le imputó a Fulgencio Batista.
Fijar a la prensa digital independiente entre el aislamiento y la cárcel genera ya una memoria colectiva entre la ciudadanía, y frente al Régimen. El acoso, la vigilancia y los golpes han convertido a los periodistas y aprendices de reporteros en una especie de guerrilla, que resiste ya desde hace años a la devastación de la ruina moral y material en la que se encuentra Cuba.
Estamos ante un punto y seguido, un movimiento cívico que se repetirá, puesto que la población solo calla porque está aterrorizada.
Podrá el Gobierno cubano seguir engañándose a sí mismo, pero nunca podrá recomponer el agravio que ha padecido y presenciado su pueblo.
Foto: Pedro Fraile