Por Juan Antonio Lascuraín

 

 

A Cristina Izquierdo

 

En algún lugar he leído que la felicidad se percibe de verdad por el portazo que da cuando se marcha. Que no se preocupe el lector que bien lejos está de mi intención el asimilar las clases presenciales con la felicidad. El parangón termina con el sentimiento de aprecio por las mismas que ha provocado su ausencia forzada por la pandemia. Cuando nos hemos visto condenados a dar clases frente al ordenador y ante un colectivo anonimizado y pasivizado, nos hemos dado cuenta los profesores de lo agradable y útil que comparativamente es impartir docencia compartiendo aula con los alumnos.

¿Qué es lo que tiene la presencialidad y de lo que a la vez adolecen las clases sincrónicas en línea? Al fin y al cabo, también en estas clases el profesor habla, los alumnos le escuchan y le ven en tiempo real, y a su vez pueden intervenir y ser vistos y escuchados por el profesor y por sus compañeros cuando lo deseen. No se está sustituyendo el teatro por el cine, sino que se está retransmitiendo la función. Si sigue sin ser lo mismo, y esa es la percepción de partida, ¿cómo puede incorporarse lo que falta y acercar el ordenador al aula?

Estas preguntas son el punto de partida de mi reflexión. Pero antes de continuar con ella conviene aclarar el concepto de presencialidad

 

 

¿Qué es la presencialidad?

 

Aquí el diccionario hace lo que debe, que es responder a nuestras intuiciones como hablantes. La presencia se refiere al “estado de la persona que se halla delante de otra u otras o en el mismo sitio que ellas”. Aclaro esto porque en algún documento universitario – siquiera para justificar la validez de los grados en estos tiempos de ausencia de las aulas – se señala que existe presencialidad en las clases sincrónicas por internet, afirmación por cierto muy de jurista de parte que recuerda aquel famoso anuncio sobre el pulpo como animal de compañía o la afirmación clintoniana de que una felación no es una relación sexual.

 

¿Qué aporta la presencialidad?

 

Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo deben de tener las clases presenciales cuando durante siglos hemos insistido en ellas como mecanismo de formación universitaria. Recuerdo que la imprenta va camino de los seiscientos años y que son ya bastantes los lustros que cumple el video, y que ambos, libros y grabaciones audiovisuales, posibilitan una transmisión de contenidos mucho más depurada. Y sin embargo han acompañado pero no han sustituido a las “clases”, a la exposición en persona de un profesor o a su diálogo personal con los alumnos.

La razón profunda de las ventajas formativas de este habeas corpus la aportarán los pedagogos. Como yo no lo soy, advierto que para exponer estas ideas no tengo más bagaje que mi experiencia como profesor – ya extensa: esto lo medimos en la Universidad por lustros y yo ya tengo seis quinquenios de docencia – y como el estudiante de licenciatura que fui y el estudiante asistente a seminarios y conferencias que sigo siendo.

La primera de mis percepciones es que la presencialidad es sobre todo rica en horizontal, algo que ahora nos preocupa para los estudiantes primerizos de la Facultad si la asistencia a la misma no es posible o queda reducida. Las clases son una experiencia social enriquecedora en sí misma y como proceso compartido de formación. Siento decir obviedades, pero la asistencia física y sincrónica de los alumnos a las aulas posibilita que se conozcan personas que están en un mismo proceso de aprendizaje; que pueden compartir las inquietudes, agobios y satisfacciones propias del mismo; que tienen una vocación profesional similar y un gusto común por lo jurídico; que pueden cooperar en su discencia.

Se me dirá que eso no es propio de la presencialidad, sino de cualquier otro tipo de contacto, y que todo ello puede ser proveído por conversaciones telefónicas, chats en la red o reuniones virtuales. Sí, pero no es lo mismo. Por de pronto las clases en línea no generan entradas o salidas conjuntas de clase ni descansos en el aula, en el césped o en el bar: tiempo compartido e inmediato a la clase teórica o práctica. Pero más allá de ello está lo que aporta a la comunicación la inmediación, cuestión por cierto a la que se ha dedicado no poco estudio en el proceso penal. Y recuerdo que la enseñanza es un proceso de comunicación. Permítanme pensar ahora la inmediación desde un segundo tipo de interacción, la del profesor con los alumnos.

Es notorio que en el camino que va de la tarima de clase al escritorio de casa, frente al ordenador, el profesor pierde espontaneidad, capacidad gestual, capacidad comunicativa. No puede ya pasear, sentarse, señalar a la pantalla. Y lo que se gana en percepción, que es la del rostro del profesor, va a hacer probablemente que este pierda naturalidad, por la incómoda cercanía visual y por la atención que ha de prestar a ser visto, a quedar encuadrado en la pantalla.

Todo esto puede parecer accesorio, pero se suma a otros aspectos que la virtualidad empobrece. Por decirlo ahora en términos de la dicotomía clase – manual, el discurso personal del profesor abona al menos tres efectos beneficiosos para la formación del estudiante. El primero transcurre en el territorio de los afectos y hace a la transmisión del interés el profesor en el bien del alumno, entendiendo por tal bien su evolución formativa hacia un buen jurista. Cercano a él es el de la ejemplaridad, aquí en el reducido sentido de mostrarle al estudiante una persona a la que le gusta el Derecho, y que disfruta con su conocimiento, y que aspira a su mejora porque sabe que es la mejora de la sociedad a la que se aplica. Lo tercero y más importante me parece «la cocina en vivo»: la realización del proceso de reflexión frente a los estudiantes y con los estudiantes, tratando de incorporarlos al razonamiento y también a la duda. Esto enlaza con el segundo beneficio de modesta trasmisión de un modelo: si para ser un buen jurista se ha de ser humilde, abierto y tolerante, no sobrarán en clase, en su momento, los “no lo sé”, “cabe desde luego esa alternativa”, “esto habría que repensarlo mejor”.

 

¿Para qué la presencialidad?

 

Ya he dicho que la enseñanza es un proceso de comunicación y que las clases presenciales son un instrumento especialmente apto para desarrollar ese proceso. La pregunta ahora es la de cómo utilizarlas: cómo y a qué dedicar ese tiempo en el que el profesor comparte espacio con los alumnos y estos entre sí. Y esa pregunta tira de una nueva cereza, que es la cuestión del tipo de formación que se busca, del tipo de jurista que se busca. Se puede dedicar la clase a transmitir información que se pretende que el alumno termine reteniendo o se puede dedicar a plantear un problema difícil de conformación, interpretación o aplicación de una norma sobre el que se pretende que el alumno piense y proponga una solución. Se puede dedicar la clase a transmitir la solución que la jurisprudencia da a un determinado problema jurídico o proponer el abanico de soluciones posibles y reflexionar sobre las ventajas e inconvenientes de las mismas. Y eso se puede hacer en forma de monólogo o de modo dialogado, a modo quizás de una Wikipedia en la que el profesor ejerce el rol de administrador de la página.

El tema del tipo de jurista que deberíamos formar desborda en mucho los límites de estas líneas. Aquí – recuerdo el hilo – me importa para pensar en el tipo de formación y para llegar en ella al instrumento de las clases presenciales y para valorar a su vez la presencialidad como rasgo de ese instrumento. Y a estos efectos me conformo con una reflexión muy general y con dos apuntes, relativos al pensamiento problemático y a la formación generalista, objetivos que en nada se oponen entre sí.

Considero que nuestras Facultades no deben perseguir que sus graduados sean fieles depositarios y repetidores autómatas de textos legales, cual si se avecinara un Farenheit 451 que hiciera depender de su memoria nuestras mejores tradiciones e instituciones jurídicas. El apego a este modelo parece inspirar aún en buena parte el acceso a ciertas funciones públicas. Tampoco creo deseable el modelo tecnocrático, que concibe al jurista como un ágil mecanismo capaz de sugerir ante un conflicto real una única respuesta prefijada por el uso o por un cierto concepto del sentido común. Bastante más allá, el jurista es aquel que sabe captar un conflicto real en toda la complejidad de intereses que lo suscita y que sabe situarlo ante las variadas perspectivas que ofrece ese mecanismo rico, relativamente estable y relativamente mudable que es el Derecho. El buen jurista ha de extraer de entre todas las soluciones pensables aquellas que puede avalar el ordenamiento y confeccionar con el cuidado que sea preciso el entramado argumentativo que conforme y confirme dicho aval. Solo así podrá penetrar en la pluralidad intrínseca del Derecho, conocer las opciones valorativas que apoyan las posibles soluciones y elegir la que estime más adecuada de acuerdo a dicho conocimiento y a su situación en el conflicto. En definitiva, llegar a ser un buen jurista requiere llegar a ser un buen observador de la realidad, un buen conocedor de la complejidad del sistema jurídico y de su trasfondo, y un buen argumentador.

El Derecho es una disciplina práctica, aplicada. “O sirve a la vida o no sirve para nada” (Legaz y Lacambra). Generamos normas y las aplicamos para resolver los problemas que genera la convivencia. El jurista no es un filósofo de la Ética. Su profesión es la de proponer normas vinculantes acerca de la conducta de los ciudadanos y, sobre todo, la de interpretarlas y aplicarlas a comportamientos concretos. Es un solucionador de problemas sociales conforme a ciertas reglas y conforme a cierto concepto de lo que es justo.

Por otra parte, el ordenamiento jurídico es enorme y enormemente cambiante, porque la actividad humana es tremendamente variada y nuestras interacciones son cada vez más complejas. Si el jurista quiere ser útil y además ganarse la vida, tendrá que especializarse en cierto tipo de conflictos. Rectius: tendrá que ir especializándose. La especialización es un proceso que termina en el caso concreto al que se enfrenta el sujeto.

El grado no es desde luego el lugar para esa especialización ni tiene ningún sentido atiborrar al estudiante de una información que será siempre desbordantemente insuficiente. Lo que sí tiene sentido es posibilitar su futura especialización con el conocimiento de los parámetros comunes de generación e interpretación de las normas jurídicas y con el entrenamiento mental, oral y escrito en su utilización. Mira por dónde, si queremos buenos y amoldables especialistas, tenemos que formar a buenos generalistas: buena parte de la especialidad consiste en la aplicación de nociones generales a un determinado campo de la realidad: en el aprendizaje de los instrumentos jurídicos básicos en el marco de instituciones jurídicas especializadas.

 

Las clases

 

De lo anterior se debería inferir que el centro de nuestra atención, la finalidad última, debería ser la clase práctica en la que debatir conjuntamente la soluciones a casos, mayores o menores, reales o inventados. Sé que no descubro la pólvora, pero las claves de una buena clase – “buena” es aquí “formativa” – serán la participación de los estudiantes y la ordenación y la evaluación de sus argumentos por parte del profesor: evaluación de legalidad, de justicia y de lenguaje. E insisto en algo que ya he apuntado: mal hará el profesor en hacer de Tribunal Supremo y dictar “la” solución final al conflicto o en transmitir que ese es el objetivo de la clase. Como en la vida jurídica real, se trata de buscar las soluciones posibles aceptables y ponderar su valor jurídico, que la elección de una u otra va a depender del rol que desempeñe el jurista en el conflicto. El papel del profesor se acerca más al de un moderador autorizado que orienta el razonamiento, ayuda a descartar la argumentación incorrecta e interroga y se interroga por el trasfondo valorativo de las soluciones jurídicamente posibles que se propugnan.

Un matiz pendiente acerca de que el debate ha de ser sobre “casos reales o inventados”: los docentes acudimos a los inventados porque ello puede ocasionalmente ser más sencillo y pedagógico, pero no deberíamos echar en saco roto el conocimiento contextualizado; la fuerza estimulante que tienen los casos reales y actuales, que ilustran y animan especialmente a los estudiantes acerca de la futura utilidad de su trabajo para la sociedad en la que se integran.

Que el intercambio ágil y ordenado de argumentos lo facilita la presencialidad es algo notorio. Que si esta no es posible debería potenciarse una dinámica similar a distancia es algo que reivindicaré posteriormente.

La estrategia docente anterior es menos confortable para el profesor que la de un diálogo sencillo pero pobre en la que un alumno propone una solución al caso y el profesor la “corrige”. Algo similar en cuanto a la zona de comodidad sucede con las clases teóricas – lo de “magistrales” me parece más una aspiración que una definición -. Creo que las dos grandes tentaciones que nos acechan a los profesores son la de contarlo todo y la de contarlo apodíctica y conclusivamente.

La clase teórica debería ser una preparación de la clase práctica y la lectura de un sencillo manual debería ser la preparación necesaria de la clase teórica. El contenido de una materia tiene una información necesaria pero no problemática y un reducido núcleo de problemas que suelen centrar los debates aplicativos. La definición de alevosía está en el Código Penal; lo que es un problema es si se da siempre la alevosía en la muerte de un ser estructuralmente indefenso (un bebé, por ejemplo). A aquella información no debería dedicarse el valioso tiempo de las clases. A los problemas sí, y deseablemente de un modo pausado, dialéctico y participativo. Se trata de potenciar la corresponsabilidad del alumno en su formación; de empujar la actividad mental del estudiante; de pedirle que acompañe al profesor en el razonamiento.

Se dice de Wittgenstein que «sus clases eran de lo menos `académico’ (…); no tenía ni manuscrito ni notas. Pensaba delante de la clase. Se producía una impresión de profunda concentración. La exposición conducía normalmente a una pregunta a la que se suponía que los oyentes tenían que sugerir una respuesta. Las respuestas se convertían a su vez en puntos de partida para nuevos pensamientos que conducían a nuevas preguntas. Dependía de la audiencia, en gran parte, el que la discusión resultara fructífera y el que el hilo conductor no se perdiera de vista desde el inicio al fin de una clase y de una clase a otra» (G. H. Von Wright, «Esquema biográfico»).

 

Los manuales

 

Ya sé que eso reduce el número de temas, pero creo que el balance merece la pena. Allí donde sea posible – en Derecho Penal, en la parte especial -, deberíamos reducir los programas; allí donde no lo sea – en Derecho Penal, en la teoría jurídica del delito -, habrá que remitir el estudio completo de algunos temas a los manuales. Ello requerirá, claro, que haya buenos manuales. “Buenos” aquí equivale a que no sean extensos, a que no hurten de los contenidos los aspectos problemáticos y a que sean pedagógicos, cosa que ya sé que va de suyo en un material dirigido a los estudiantes pero que muchas veces se ha escrito pensando en los colegas.

Cada vez hay más manuales y mejores, pero ello debería estimularse institucionalmente, con alicientes distintos a los hoy ya cuasi inexistentes de tipo económico. Es más: el futuro está claramente en su consulta gratuita en la red, saliendo de la mecánica perversa actual de manuales caros porque no se venden – si son caros al menos las editoriales cuentan con los ingresos de los ejemplares que compran las instituciones y los bufetes – y que no se venden porque son caros y fácilmente escaneables. Para este estímulo, y para el estímulo en general de la buena docencia, deben pensarse estrategias de, siquiera modestamente, reconocimiento público y económico. Sé que sería un nuevo engorro y que los parámetros no son fáciles de definir, como demuestran las dificultades del programa Docentia, pero en ese sentido me parece interesante la propuesta que circula hoy sobre la incorporación un sistema de sexenios de docencia.

 

Alguna conclusión práctica

 

He tratado de transmitir mi experiencia del valor formativo de la presencialidad, de que este este es aún mayor en las clases prácticas – que a su vez terminan siendo las más importantes, si es que caben este tipo de clasificaciones – y de la insustituibilidad plena de la inmediación incluso por medios de retransmisión sincrónica de la clase. A partir de ello, de esta prédica, deseo aportar un poco de trigo a los tiempos difíciles que nos asolan.

El primer grano hace a como plantearse las clases en línea. Al igual que la clase presencial puede ser un aburrido monólogo medio leído o un incitante reto intelectual, la clase a distancia puede impartirse de modos diferentes. Si la presencia es un valor en lo que tiene de contemplación y de diálogo, rescatemos lo posible de la misma para la denominada presencia virtual. No solo para desechar la clase grabada y colgada, sino también para aprovechar la simultaneidad, siquiera a distancia. También por esta vía se puede preguntar, dudar y requerir la intervención de los estudiantes. Y también se puede invitar a que, si no tiene inconveniente, el alumno que participa lo haga mostrando su imagen.

El segundo grano tiene que ver con la semipresencialidad que parece que, en el más optimista de los panoramas, van a exigir los tiempos inmediatos. Si la presencia en el aula se va a reducir a la mitad, organicémonos para reservarla para las clases prácticas y para los alumnos de primero, necesitados de la inmersión social necesaria para su cooperación en el aprendizaje.

Decía al principio que no soy pedagogo. Mi lamento ahora es que, como el resto de mis colegas, soy un profesor nada pedagogo. Resulta curioso comprobar cómo existe una relación inversa entre la formación del profesorado como tal y el nivel al que se destina la enseñanza: cuanto más elevada es esta menos se forma al profesor, llegando a una paradójica nada en la enseñanza universitaria.

Si para la formación del investigador jurídico se están generando másteres y si la vocación de esos alumnos es la de ser profesores, sería bueno introducir en ellos módulos de pedagogía en la enseñanza universitaria. En mi Facultad se imparte uno que es excelente salvo en este punto. Voy a proponer que se colme esta laguna.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo