Por Benito Arruñada
Hace ya varias décadas, El Corte Inglés fue pionero en España al ofrecer a sus clientes una garantía por la que, si el producto no les satisfacía, la empresa se comprometía a devolverles el importe de la compra. Durante muchos años, anunció esta garantía con el eslogan: “Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero”. En enero de 2001, los empleados de El Corte Inglés de Málaga se negaron a reintegrar el importe de un jersey de lana que se había deteriorado con el uso. El jersey había sido usado por el marido de la demandante en “tres o cuatro ocasiones” y le habían salido “pequeñas bolas”. La clienta litigó el asunto y un año más tarde, el juez le dio la razón, condenando a El Corte Inglés a devolverle el importe de la compra, 65,85 euros. El juez argumentó que el deterioro “anormal” de la prenda “justifica[ba] la insatisfacción” de la compradora, y amparaba la devolución en el cumplimiento de un lema comercial que, a estos efectos, viene a formar parte del contrato.
Discusión: ¿Quién tiene mejores información e incentivos para decidir?
¿Debería haberse abstenido el juez de intervenir? Para contestar esta pregunta, debemos considerar que, además de señalar una buena calidad (“estoy tan seguro de la calidad del producto – dice El Corte Inglés – que me arriesgo a que me la devuelva porque sé que no lo hará”), superior a la prometida, la posibilidad de devolución facilita que el cliente pueda identificar mejor sus necesidades, ajustar mejor el producto a sus preferencias y comprar productos personales a través de otra persona. La garantía interviene en la relación en términos tanto de “incentivos” como de “coordinación”—esto es, resuelve problemas de asimetría y carencia informativa.
Sin embargo, al aplicar dicha garantía pueden aparecer conflictos entre la tienda distribuidora y el cliente, pues puede dar lugar a dos tipos de comportamiento oportunista. Obviamente, por un lado, la tienda puede negarse a devolver el dinero reclamado por el comprador. Por otro lado, el cliente puede reclamar la devolución aunque el producto le satisfaga plenamente, tras utilizarlo durante algún tiempo sin coste alguno. Algunos indicios apuntan la realidad de este riesgo. Por ejemplo, la existencia según las tiendas de auténticos “profesionales de las devoluciones” con prácticas consistentes en reclamar en grupo y en días en que las tiendas están llenas, sólo para protestar airadamente en caso de que la tienda se niegue a aceptar la devolución. Más importante es el dato de que el oportunismo en la devolución parece estar llevando a que las tiendas hayan ampliado las excepciones no cubiertas por la garantía. Desde un principio, habían quedado fuera de la garantía ciertos productos, como los discos de música, pero en fechas más recientes han sido excluidos, por ejemplo, los trajes de fiesta, un producto cuyo primer uso proporciona al cliente gran parte de la utilidad total. En la misma línea, varias tiendas online han empezado a cobrar al cliente los gastos de devolución.
La supervivencia de la garantía correría peligro tanto si la tienda fuese siempre oportunista, y por tanto no atendiera ninguna reclamación, como si muchas devoluciones fuesen oportunistas, pues satisfacer la garantía ocasiona un coste elevado y la tienda ha de repercutir ese coste entre los demás clientes no oportunistas. Para que la garantía funcione eficientemente probablemente sea necesario detectar y “separar” las devoluciones oportunistas. ¿Quién debe hacerlo? Existen tres posibles candidatos: el cliente, el juez o la propia tienda. Lo hará mejor aquél que cuente con mejor información e incentivos.
Por un lado, el cliente ha usado el producto, y sabe si ha hecho un uso correcto y qué grado de satisfacción le proporciona. No conoce tan bien, en cambio, qué grado de satisfacción o calidad cabría razonablemente esperar de ese tipo de producto. Y, sobre todo, sus incentivos en cuanto a la posibilidad de devolución son deficientes: sobre todo, porque no pone en juego su reputación.
Por otro lado, el juez tiene aun peor información que el cliente: ignora todo lo que éste ignora y gran parte de lo que éste conoce. Por ejemplo, generalmente desconoce cuáles son los niveles normales de deterioro del producto o qué constituye un uso normal por parte del cliente. Por ello, el juez sólo puede o bien aplicar la garantía de forma automática o bien abstenerse y dejar la decisión al arbitrio de las dos partes. En cuanto a sus incentivos, éstos pueden no ser tan perfectos como podría parecer en un principio: como todo ser humano, los jueces suelen preferir el monopolio, que en este caso se manifiesta en su preferencia por entrar a decidir en todo tipo de relaciones sociales. No decidir, esto es, abstenerse, dando libertad a las partes y, por tanto, desestimar sistemáticamente las demandas, supone reducir ese monopolio.
Por último, la tienda quizá sea quien tiene mejor información de lo que constituye un abuso por parte del cliente, estando así en buenas condiciones para valorar la razonabilidad de la devolución. No sólo conoce mejor las características del producto, sino que está en condiciones de acumular información sobre los clientes, para conocer por ejemplo si un cliente abusa repetidamente de las garantías. Además, los incentivos de la tienda para cumplir son mejores que los del cliente. La tienda está preocupada por su reputación, por lo que tenderá a no defraudar las expectativas del cliente. Si los clientes ven que la tienda no cumple su promesa, la publicidad se volverá en su contra.
Ciertamente, los empleados de las tiendas pueden tener peores incentivos que la empresa para conservar la reputación de ésta. Por ejemplo, si están sujetos a incentivos a corto plazo o piensan irse a otra empresa, les puede interesar incumplir con los clientes, aunque ello sea desastroso para la empresa. No obstante, la empresa tiene incentivos para controlar y minimizar estas conductas de sus empleados por lo que, si bien es posible que se materialicen, deberían ser infrecuentes.
Es pertinente considerar otras dos cuestiones. Primero, cabe dudar hasta qué punto los intereses de la tienda y de sus empleados no les llevan a tolerar a menudo un exceso de oportunismo por parte de sus clientes comparado con el nivel que desearían sus clientes menos oportunistas. Recriminar al cliente oportunista requiere esfuerzo adicional por parte tanto de la tienda como de su empleado.
Los costes de reforzar el monopolio judicial para intervenir en las relaciones sociales
Por otro lado, tal vez constituya un mejor ejemplo de la proclividad al monopolio judicial negar la validez del contrato, esto es, afirmar que el contrato es nulo porque el cliente sufrió un vicio del consentimiento justificándolo a menudo con un estándar muy exigente para conformar la voluntad contractual (así ocurre, seguramente, en el ámbito de la contratación de préstamos hipotecarios y en los procedimientos de despido en el ámbito laboral). Desde un punto de vista general, anular esos contratos supone “liquidar” a un competidor esencial tanto de la ley imperativa como del propio juez: la autonomía privada. Este tipo de “activismo” judicial conduce a configurar al juez como el “valedor” de consumidores y trabajadores despreciando la capacidad de los mercados y la autonomía privada para lograr regular los intercambios de forma eficiente y justa.
Esta hipótesis del monopolio institucional, ¿ayudaría a explicar la notable y quizá creciente despreocupación que muestran tanto el legislador como la Administración y muchos jueces por la reputación de los individuos y el capital reputacional de las empresas? Téngase en cuenta que las empresas con grandes inversiones reputacionales resultan dañadas incluso cuando los jueces terminan dándoles la razón tras ser víctimas de denuncias falsas en las que a veces puede intuirse la presencia de elementos próximos al chantaje. Un ejemplo histórico fue la difamación que perpetraron hace décadas un par de anarquistas ingleses contra McDonald’s. La empresa litigó y ganó el pleito por libelo, pero perdió reputación: la denuncia figuró de forma prominente en las noticias, lo mismo que la demanda judicial y el pleito, que fue uno de los más largos hasta entonces en Inglaterra; sin embargo, la sentencia apenas fue reseñada en la prensa, la indemnización obtenida (40.000£) fue relativamente insignificante y su cobro dudoso. Un suceso en parte similar en España fue la denuncia a principios del año 2020 contra la firma de joyería Tous por una supuesta Asociación de Consumidores y Usuarios de Joyería (Consujoya) creada una semana antes (Rodríguez, 2020). Baste comparar a este respecto el desigual tamaño de estas dos noticias firmadas por Marraco (2020a y 2020b).
Entre nosotros, esta despreocupación por la reputación de las empresas y los empresarios resulta también patente al observar la práctica cotidiana de los procedimientos penales. Podría también contemplarse como tal el sistemático uso ejemplarizante que hace la Agencia Tributaria de todo incidente de inspección a personas famosas.
Extensión a los riesgos de “feudalizar” las relaciones económicas
El monopolio jurisdiccional —la primacía del juez sobre la voluntad de las partes— se introduce durante las revoluciones liberales con la intención de evitar que, por vía contractual, las partes retrocedan hacia situaciones feudales. Por ejemplo, un contrato que estableciera que todos los conflictos los resolviera una de las partes sin que la otra parte pudiera acudir a los tribunales o un testamento que pretendiera vincular indefinidamente una finca a una familia o entidad. Sin embargo, debemos preguntarnos si el poder que ese monopolio jurisdiccional concede al juez cuenta hoy en día con contrapesos suficientemente eficaces, sobre todo tras haberse diluido, supuestamente, la prioridad que la legislación liberal concedía a la voluntad contractual de las partes.
Aparecen en este terreno dos sesgos notables en la actuación judicial. Por un lado, contra la actuación “parajudicial” de las partes en contratos voluntariamente asimétricos en los que quienes contratan lo hacen en condiciones de aparente desigualdad, lo que invita a pensar que, en su intento de buscar el equilibrio, el juez corre el riesgo de alcanzar un desequilibrio en sentido opuesto. La contratación laboral es quizá el supuesto más importante de este tipo (Arruñada, 1993), pero puede darse el mismo fenómeno entre empresas grandes y pequeñas. Por ejemplo, los contratos entre fabricantes y concesionarios de automóviles así como, en general, entre franquiciadores y franquiciados o entre grandes distribuidores y sus proveedores (Arruñada, 2000).
Se observa, asimismo, cierto sesgo contra el arbitraje, cuyas decisiones tienden a ser revisadas en exceso por los jueces. Pese a que ya desde la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje, las decisiones arbitrales solo pueden ser anuladas por causas muy tasadas, sucede que, de todos modos, los tribunales superiores acometen en ocasiones un control más de fondo que formal, lo que afecta a la eficacia y ejecutividad de los laudos arbitrales. Es de celebrar en este sentido la STC 46/2020, de 15 de junio, que vino a rescatar el valor de los laudos arbitrales, al tumbar una decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y reforzar su doctrina con el argumento de que “[e]l órgano judicial no puede, con la excusa de una pretendida vulneración del orden público, revisar el fondo de un asunto sometido a arbitraje” (F.J. 4.º, énfasis añadido).
En definitiva,
- Se echa de menos la existencia de contrapesos o, al menos, de criterios doctrinales que frenen la intervención ineficiente, por excesiva, de los tribunales.
- Es también posible que se abuse del riesgo de re-feudalización, pues se usa como argumento contra la libertad contractual pero no para limitar la discrecionalidad del juez en cuanto a retroactividad o moralidad (unconscionability).
- Además, estas “manumisiones indeseadas” suelen acabar feudalizando a la parte débil con el Estado o con un solo empleador. El caso de la regulación laboral es claro a este respecto. Es bien sabido que la regulación española lleva a unas tasas muy elevadas de desempleo crónico. Se presta menor atención al hecho de que da lugar a consecuencias casi feudales. Por un lado, no sólo genera bolsas de población parcial o totalmente subvencionadas, en algunos casos de por vida y con manifestaciones regionales de dependencia masiva y permanente, con un claro componente de “clientelismo” local. Por otro lado, la regulación de los contratos laborales “fijos” desanima la movilidad de los trabajadores que al cambiar de empleo perderían los beneficios de su antigüedad, entre ellos la eventual indemnización por despido, quedando así “atados” a su actual empleador.
Referencias: Arruñada, Benito (1993), “Pintando la caja negra”, Papeles de Economía Española, 57, 156-69.
Arruñada, Benito (2000), “The Quasi-Judicial Role of Large Retailers: An Efficiency Hypothesis of their Relation with Suppliers”, Revue d’Economie Industrielle, 92, 2.º y 3er. trimestres, 277-96.
Rodríguez, Antonio (2020), “Nace Consujoya, una asociación que asesorará a consumidores y profesionales de la joyería”, El Día de Córdoba, 16 de enero,
Marraco, Manuel (2020a), “La asociación que acusa a Tous: ‘Lo que venden es bisutería y lo quieren hacer pasar por joya’”, El Mundo, 22 de enero.
Marraco, Manuel (2020b), “El juez y el fiscal dan la vuelta al ‘caso Tous’: la ‘manipulación engañosa’ fue la del denunciante”, El Mundo, 24 de febrero.
Reconozco que, entre mis tendencias más oscuras, se encuentra la lectura de las columnas que don Benito Arruñada publica en Vozpópuli. No tengo mejor manera de reforzar mis ideas socialdemócratas, tantas veces puestas a dura prueba por gobernantes que afirman serlo, que leer esa colección de provocaciones, entre paleoliberales y extremoderechistas, que tan notable economista se permite; sin duda para cegar con su apabullante brillantez a los iletrados izquierdistas que no saben como se las gasta el mercado con los más pobres entre los pobres, cuando el poder público pretende intervenir en su funcionamiento, o en sus resultados distributivos de la riqueza, con finalidades redistributivas.
Pero cuando, a través de su entrada anterior en este Almacén de Derecho, accedí a su trabajo «La seguridad jurídica», comencé a leerlo pensando que se trataba de una aportación con pretensiones científicas; entiéndase: en el sentido más bien «blando» con el que dicho adjetivo puede aplicarse a las Ciencias Sociales.
Lo empecé a dudar muy seriamente, cuando llegué precisamente a las páginas que don Benito ha tenido el valor de publicar ahora separadas en su segunda entrada al respecto en este Almacén, a la que adjunto el presente comentario. Y llegué a la conclusión de que no podía serlo, cuando llegué a las páginas finales, 58 a 60, sobre una materia a la que vengo dedicando bastantes horas de estudio en los últimos tiempos. Las referidas páginas se titulan «Sentencias hipotecarias: ¿sesgo retrospectivo o retroactividad?».
Muchos me han oído decir que la Sentencia 241/2013, de 9 de mayo, es una de la más desafortunadas que ha dictado la Sala Primera del Tribunal Supremo en la última década. Pero, también, que la actual es sin duda la mejor Sala Primera del Tribunal Supremo que ha existido: la Sala que produce las sentencias de mayor calidad formal y sustancial que yo he conocido desde que tengo uso de razón jurídica. Pues bien, don Benito utiliza aquella Sentencia para escribir:
«Por todo ello, es altamente plausible que el Supremo se equivocase, sumándose así a una cadena de errores que, para beneficiar a los deudores actuales, puede haber puesto en riesgo el mercado hipotecario. Pero, ¿es concebible que jueces tan experimentados incurrieran en sesgo retrospectivo? Parece más creíble, en cambio, que estas sentencias estaban usando el supuesto desequilibrio ex ante como mera excusa para redistribuir riqueza ex post con arreglo a lo que los jueces consideraban más justo o, más bien, a lo que interpretaban que era el deseo de la sociedad: quizá a lo que el entonces Presidente de la Sala que dictó la Sentencia denominaba «voluntad constituyente de la sociedad».»
Lo peor no es lo tremendamente injusto de tan malévolo juicio de intenciones; al menos, el Profesor Arruñada no adjudica a la Excma. Sala directamente su previo juicio de valor: «En el funcionamiento de los tribunales de justicia se suele criticar la lentitud, pero es más probable que su fallo más grave resida en la baja calidad e imprevisibilidad de muchas de sus sentencias». Mucho peor es, sin duda, la ignorancia que así se revela (esa podría ser la única excusa del autor) respecto de la labor que la Sala Primera del Tribunal Supremo ha realizado en materia de cláusulas abusivas, en general, y en los préstamos hipotecarios en particular. La pretendida pasión de la Excma. Sala por redistribuir riqueza ex post, ¿ha existido sólo en sus decisiones sobre cláusulas suelo o sobre préstamos multidivisa? ¿O también en las que ha dictado en materia de transacciones sobre cláusulas suelo, o de cláusula IRPH, o de comisión de apertura? ¿O en estas acertó, porque tuvo a bien inspirarse en las aportaciones de don Benito sobre la irretroactividad (que, en su peculiar terminología, significa, por cierto, el mantenimiento a ultranza del status quo pactado, sin tantos tiquismiquis sobre falta de adecuada información precontractual y/o desequilibrio de derechos y obligaciones)?
Quien opina como el Profesor Arruñada lo hace, obviamente no busca ni merece compasión. Así que les copio lo que ha escrito en su trabajo a continuación:
«La práctica contractual establecida durante décadas ha sido que el deudor pagase los gastos hipotecarios asociados al impuesto de actos jurídicos documentados que grava la constitución de la hipoteca. Ello sin que nadie expresara su disconformidad: ni deudores, ni notarios, ni registradores, ni asociaciones de consumidores, ni fiscales de consumo (sic.), ni jueces.
Pese a estos antecedentes consuetudinarios, compatibles con el Derecho europeo y con una interpretación no expansiva de la legislación española […], la Sala 3ª del Tribunal Supremo, arguyendo que esa práctica violaba el artículo 89.3 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, decidió en 2018 imputar retroactivamente tales gastos al banco».
No se pueden cometer más errores en un párrafo, que demuestra una ignorancia sobre lo que se está escribiendo absolutamente oceánica.
Pero vamos, en fin, a la entrada de hoy.
¿Están sosteniendo don Benito que, en las controversias entre los consumidores y los empresarios sobre el alcance de las garantías contractuales, hay que dejar decidir a los empresarios, porque son los que están en mejores condiciones de decidir, ya que se juegan su valioso capital reputacional?
Cuando don Benito pregunta «¿Debería haberse abstenido el juez de intervenir?», ¿es porque no sabe que el artículo 1.7 del Código Civil dispone: «Los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido»?
¿O estoy siendo injusto, y lo que don Benito quiere decir es que el Juez tendría que haber desestimado la demanda? Y, en tal caso, tendría que haberlo hecho: ¿Por considerar el Juez la palabra de El Corte Inglés prueba privilegiada? ¿O por considerar el Juez que la garantía debería ser entendida como sigue: «Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero, si lo estimamos oportuno»?
El Profesor Arruñada escribe algunos párrafos después: «[…] el juez tiene aun peor información que el cliente: ignora todo lo que el cliente ignora y gran parte de lo que este conoce. Por ejemplo, generalmente desconoce cuáles son los niveles normales de deterioro del producto o qué constituye un uso normal por parte del cliente. Por ello, el juez solo puede o bien aplicar la garantía de forma automática o bien abstenerse y dejar la decisión al arbitrio de las dos partes. En cuanto a sus incentivos, éstos pueden no ser tan perfectos como podría parecer en un principio: como todo ser humano, los jueces suelen preferir el monopolio, que en este caso se manifiesta por su preferencia a entrar a decidir todo tipo de relaciones sociales. Abstenerse, dando libertad a las partes, supone reducir ese monopolio».
Les aseguro que estoy copiando literalmente. En la entrada en este Almacén, ha añadido, después de las palabras «dando libertad a las partes», la frase «y, por tanto, desestimar sistemáticamente las demandas»; con lo que el párrafo se entiende, en mi siempre respetuosa opinión, todavía menos. ¿Sostiene Arruñada que los jueces sólo deben decidir aquellas controversias sobre las que ellos tengan, en persona, suficientes conocimientos fácticos o técnicos? ¿A qué se refiere don Benito, qué demonios quiere decir, con eso de que el juez puede «abstenerse y dejar la decisión al arbitrio de las partes»? ¿Ignora el Profesor Arruñada que ese monopolio que afirma que los jueces, como seres humanos, suelen preferir, es el monopolio de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado que les atribuye como potestad, esto es, también como deber tantas veces extenuante, el artículo 117.3 de la Constitución? Cuando don Benito escribe a continuación «El monopolio jurisdiccional –la primacía del juez sobre la voluntad de las partes– se introduce durante las revoluciones liberales con la intención de evitar que, por vía contractual, las partes retrocedan hacía situaciones feudales», ¿está hablando en serio, o tratando de jugar con las palabras «pour épater le bourgeois»? Y cuando, para terminar, añade que «Se observa, asimismo, cierto sesgo contra el arbitraje, cuyas decisiones los jueces tienden a revisar ineficientemente», ¿lo dice porque lo ha estudiado (¿sabe que porcentaje de laudos son anulados ineficientemente en España?), o porque le ha parecido que «être à la page» es ponerse al lado de «todo el mundo arbitral» lanzando un guantazo al Tribunal Superior de Justicia de Madrid?
Termino ya, porque no me considero con autoridad alguna para discutir otros temas del trabajo del Profesor Arruñada; y porque me temo que, como todo ser humano, tienda a preferir el monopolio en las ideas de su especialidad. Pero no me resisto a pedir se lea lo que don Benito ha escrito en su trabajo acerca de «la excepción liberal del servicio doméstico», y se responda la pregunta siguiente: ¿está tan prestigioso economista criticando la desprotección de las trabajadoras domésticas, pasando a la izquierda por la izquierda, o está más bien lamentando que no se extienda y generalice esa maravillosa isla de libertad contractual?