Arruñada ha publicado una parte de su trabajo sobre la seguridad jurídica en España (Benito Arruñada, La seguridad jurídica en España, Almacén de Derecho 10 de octubre de 2020, el texto completo aquí) en forma de post en este Almacén de Derecho (Benito Arruñada, ¿Quién debe juzgar si el cliente “queda satisfecho”? Almacén de Derecho, 12 de octubre de 2020)

. Es de agradecer que los economistas se ocupen de los asuntos jurídicos y sería todavía más de agradecer que los juristas supiéramos más Economía. En todo caso, la entrada sobre la famosa publicidad de El Corte Inglés “si no queda satisfecho le devolvemos su dinero” le sirve a Arruñada para criticar –acaso demasiado indiscriminadamente – una forma de razonar extendida entre los juristas y que él localiza en los jueces en particular. Debo adelantar que estoy de acuerdo con Arruñada en los tenets fundamentales de la entrada que yo, sin embargo, formularía de forma bastante diferente.

La tesis de Arruñada es que nuestro sistema jurídico debe mostrar una mayor deferencia hacia la autonomía privada y hacia los “arreglos contractuales” que alcanzan los particulares incluyendo entre ellos tanto los explícitos como los implícitos y no sólo los relativos al contenido de los contratos sino también a las formas de enforcement, esto es, a los mecanismos que han elegido las partes para asegurar el cumplimiento del contrato.

El problema – para los lectores juristas – es el vocabulario que utiliza Arruñada. Arruñada dice que, en un caso en el que un cliente oportunista pretende que El Corte Inglés le devuelva el precio de un jersey que había utilizado cuatro veces y que tenía incluso “pequeñas bolas”, el juez que entendió de la demanda correspondiente debió haberse “abstenido”.

Bueno, un jurista se escandalizaría inmediatamente. El juez no puede abstenerse. Cometería el delito de denegación de justicia. El juez debe – quiere decir Arruñada – desestimar la demanda.

¿Cómo debería motivar la desestimación de la demanda un juez “abstencionista” en la expresión de Arruñada? Eso es lo que creo que conviene “traducir”.

El juez del caso podría empezar contando que la frase “Si no queda satisfecho le devolvemos su dinero” es una expresión publicitaria y que, ya se sabe, el dolus bonus y el carácter no vinculante de la publicidad. Pero el legislador – en mala hora – limitó la autonomía privada cuando, en la ley de consumidores de 1984 incluyó el art. 8 – ahora el art. 61.2 TRLCU pero ver también el art. 65 – que “integró” el contrato con las expresiones publicitarias -. El legislador “estropeó” así una buena doctrina del Tribunal Supremo que decía, razonablemente, que el art. 1258 CC obliga a tener en cuenta lo afirmado por el vendedor en la publicidad a efectos de interpretar e integrar el contrato cuando el comprador había confiado efectivamente en tales afirmaciones al tomar su decisión de celebrar el contrato.

El juez, no obstante, podría continuar diciendo que la expresión publicitaria, aunque vinculante para El Corte Inglés, tenía que ser objeto de interpretación y que, en ningún caso, podía entenderse como una garantía incondicionada de devolución del precio “no matter what”, pase lo que pase. Por ejemplo, es obvio que si el cliente no puede devolver la cosa en el mismo estado que la compró, la garantía – o lo que sea – decae. Es obvio que si el comprador no ha conservado el envase original, lo propio si la pérdida del envase impide a El Corte Inglés revenderlo. Si se han hecho arreglos en la prenda, lo mismo…

Y es evidente, por ejemplo, que si el cliente tiene una causa para su “insatisfacción” (la prenda le queda grande) el remedio no ha de ser necesariamente la devolución (sino darle una prenda de su talla). Es decir, la frase publicitaria ha de interpretarse como el otorgamiento a los clientes de El Corte Inglés de un derecho de arrepentimiento (no necesariamente) como (el) ahora está regulado en los arts. 68 ss TRLCU, v., especialmente arts. 75 y 79).

Arruñada se equivoca en el destinatario de su petición. Lo deseable no es que se abstenga el juez – el juez no puede abstenerse -. Lo deseable es que se abstenga el legislador. Arruñada lo formula diciendo que El Corte Inglés no tiene incentivos para no hacer honor a esta garantía. El valor publicitario de la frase es tal que el propio El Corte Inglés la “reutilizó” para asociarla exclusivamente a su empresa (“no seríamos El Corte Inglés”). Dice Arruñada que, por el contrario, los clientes de El Corte Inglés sí  pueden tener incentivos para abusar de la garantía – para comportarse oportunistamente en la jerga de Williamson – y devolver lo que no deberían devolver. Hay que decir que los hechos hablan en contra de este análisis de Arruñada. Los clientes de El Corte Inglés también parecen tener los incentivos correctos y no devuelven, al menos en números significativos, oportunistamente los objetos que han comprado. Y es que, probablemente, los clientes de El Corte Inglés tienen una reputación y sentirán vergüenza al pedir la devolución cuando saben-que-no-tienen-derecho-a-devolverlo. Un indicio de que no hay problemas significativos en la ejecución de estos contratos es que Arruñada sólo ha conseguido encontrar un caso y muy antiguo cuando deben de ser decenas de miles los supuestos en los que las devoluciones se han resuelto fuera de los juzgados. Me refiero no solo a los casos en los que El Corte Inglés ha aceptado devoluciones que no estaban justificadas sino también a los casos en los que El Corte Inglés ha convencido al cliente de que su reclamación no estaba justificada. Pero sobre todo, son posiblemente muchos más, los casos en los que el cliente ha mostrado su buena fe aceptando, simplemente, la sustitución de la mercancía – llevarse otra prenda de la talla correcta, por ejemplo – o ver acreditada en su cuenta con El Corte Inglés la cantidad correspondiente al precio. Piénsese que, en este último caso, el cliente es una contraparte de largo plazo de El Corte inglés – tiene tarjeta –, de manera que éste tiene mucha más información sobre aquél y puede “retorsionar” si el cliente se comporta de forma oportunista.

De modo que Arruñada tiene razón: el juez debe desestimar la demanda. Y debe hacerlo explicando al demandante que, cuando “aceptó” la garantía ofrecida por El Corte Inglés, aceptó también que El Corte Inglés enjuiciaría en primer término si había de cumplir con ella o no. Y, dadas las reglas de distribución de la carga de la prueba, correspondería al cliente – si no estaba de acuerdo con ese juicio prima facie que lleva a cargo El Corte Inglés, probar que se daban todos los requisitos – no solo la insatisfacción subjetiva del comprador – para el ejercicio de su derecho a la restitución del precio.

Lo anterior explica también que la garantía de El Corte Inglés no solo haya sobrevivido sino, como he dicho, se haya extendido en el mercado hasta el punto de que se ha convertido en un derecho “consuetudinario”. Los consumidores menores de 30 años se sorprenderían si les dijeran que no pueden devolver algo que han comprado sin explicar por qué y siempre que lo devuelvan en perfecto estado de “reventa” diríamos.

De modo que, en lo que no tiene razón Arruñada es en considerar que el Derecho español es ineficiente en este punto. El Derecho español dice, precisamente, que el que decide prima facie sobre honrar o no la garantía es El Corte Inglés y sólo en segunda «instancia», si el cliente no está de acuerdo, pesa sobre él la carga de demandar y probar suficientemente el incumplimiento de El Corte Inglés. Es verdad que el juez no tiene conocimientos técnicos sobre la calidad de los productos, pero los jueces son especialistas en detectar oportunistas.

En el caso, como se me ha hecho notar, probablemente lo que ocurrió es que el comprador del jersey no estaba ejercitando, simplemente, la acción basada en la garantía ofrecida generalizadamente por El Corte Inglés a sus clientes, sino que, más probablemente, estaba ejercitando una acción de incumplimiento o cumplimiento defectuoso (las bolitas no tenían que haber aparecido al tercer uso de la prenda, supongo que alegaba la demandante).

Así pues, en lo que Arruñada tiene razón es que, en Derecho Privado, las más de las veces, es deseable que el legislador no intervenga y que deje a la jurisprudencia la formulación de reglas de derecho supletorio como ocurrió con la regla de integración del contrato con las afirmaciones publicitarias. ¿Por qué es deseable la abstención – no del juez, sino del – legislador? Porque no hay ningún fallo de mercado que justifique dicha intervención. Y la «creación» de derecho dispositivo – supletorio – no corresponde de modo principal al legislador, sino a los jueces.

Pero la advertencia de Arruñada es necesaria. El art. 8 de la LCU pudo dar al traste con los ofrecimientos de garantías garantizadas, valga la redundancia, con la reputación del vendedor. Si a los vendedores les decimos que cualquier cosa que digan en publicidad deviene vinculante, sus asesores jurídicos no les permitirán ninguna “alegría” y tendremos una publicidad menos informativa y, sobre todo, una en la que los “buenos” oferentes no podrán “separarse” de los estafadores.

Lo que sucede es que los mercados de los productos de consumo son tan eficientes que los contratos correspondientes funcionan como un reloj y apenas hay asuntos en los tribunales. Pero para que las cosas sigan así, para que no paguen los “justos” (los consumidores en general) por los “pecadores” (los consumidores oportunistas) es muy importante que el juez proceda a examinar el caso de que se trate con un prejuicio en sentido literal: el juez ha de preguntarse si, en general, el mercado en el que se produjo la transacción litigiosa es un mercado que funciona competitivamente o no. No si se enfrenta una empresa grande y un consumidor pequeño. No debe preguntarse si hay desigualdad entre las partes. Lo que ha de preguntarse es si se trata de un mercado competitivo. Y si lo es, su prejuicio debe ser el que guía la jurisprudencia norteamericana en relación con las “agencias independientes”. Deferir la decisión a las partes. Abstenerse es una palabra excesiva. Los que hemos estudiado la interpretación e integración del contrato diríamos que debe aplicar el art. 1258 CC y poner, como dice la LEC, a cargo del comprador la prueba de que el vendedor ha incumplido el contrato. Porque en los mercados competitivos es muy difícil para nadie incumplir los contratos. Y la ley no ampara el abuso de derecho. Es evidente.

Eso es lo que significa, creo yo, que el juez tiene “aún peor información que el cliente” y que “el juez sólo puede o bien aplicar la garantía de forma automática o bien abstenerse y dejar la decisión al arbitrio de las dos partes”. Eso suena muy raro para un jurista. Pero no tanto si añadimos “atenerse a lo que las partes pactaron o habrían pactado si hubieran previsto esa situación en el momento de contratar”, o sea, la voluntad hipotética de las partes que es la que se utiliza en el marco de la llamada interpretación integradora del contrato.

Es muy interesante lo que dice sobre los “costes de agencia” de El Corte Inglés respecto de sus propios empleados pero, de nuevo, estos son muy bajos en comparación con otros sectores como el bancario o el de las inversiones donde los incentivos de los empleados pueden estar mal calibrados e inducirles a “desplumar” a los clientes con mucha mayor frecuencia que en el caso de los mercados de productos de consumo.

Y, en fin, es indudable que pertenecer a un gremio poderoso aumenta nuestro ego y que hay jueces que tienen vocación justiciera. Ya se ha hablado de algunos de los que presentan cuestiones prejudiciales ante el TJUE casi para que se hable de ellos y en abierta deslealtad hacia el Tribunal Supremo. Y que, cuantas más parcelas de las relaciones sociales acaben en los juzgados, más poder para los jueces como gremio. Pero eso podría decirse, con mucha más razón y, por tanto, con menos legitimidad, del Registro Mercantil. El poder que le ha atribuido el legislador y el Ministerio de Justicia para dictar cómo han de gestionarse los contratos de sociedad anónima y limitada en España merece una crítica mucho más feroz que la que se dirige a los jueces.

Y es que, a menudo, los jueces no quieren el monopolio correspondiente. Piénsese en el caso de la enorme litigación contra las compañías aéreas. ¿Deberían aquí también “abstenerse” los jueces? El caso es que el número de sentencias que dan la razón a los viajeros es enorme pero la razón por la que el contrato de transporte aéreo es tan litigioso tiene poco que ver con el interés de los jueces en monopolizar nada (dando la razón a los viajeros “sí o sí” para que acudan en masa a los juzgados a reivindicar sus derechos y haciendo imposibles los “arreglos” entre las partes) y mucho con un diseño institucional erróneo que hace cargar a los juzgados con los “litigios-masa” para los que los órganos judiciales no están diseñados y están muy mal preparados.

Y con eso enlazo con la otra crítica de Arruñada al “intervencionismo” judicial en los contratos. La jurisprudencia, en general, de los tribunales civiles sobre los contratos bancarios y de inversión con consumidores, es razonable y está sostenida en buenos fundamentos no solo jurídicos sino también económicos. ¿No tiene razón, pues, Arruñada cuando dice:

Por otro lado, tal vez constituya un mejor ejemplo de la proclividad al monopolio judicial negar la validez del contrato, esto es, afirmar que el contrato es nulo porque el cliente sufrió un vicio del consentimiento  justificándolo a menudo con un estándar muy exigente para conformar la voluntad contractual (así ocurre, seguramente, en el ámbito de la contratación de préstamos hipotecarios y en los procedimientos de despido en el ámbito laboral). Desde un punto de vista general, anular esos contratos supone “liquidar” a un competidor esencial tanto de la ley imperativa como del propio juez: la autonomía privada. Este tipo de “activismo” judicial conduce a configurar al juez como el “valedor” de consumidores y trabajadores despreciando la capacidad de los mercados y la autonomía privada para lograr regular los intercambios de forma eficiente y justa?

La tiene pero yerra en el tiro, de nuevo, cuando atribuye el estropicio (la pérdida de eficiencia de los mercados correspondientes) a los jueces. De nuevo, es el diseño institucional. En mi opinión, sólo la sentencia del Tribunal supremo de 2013 que inauguró la saga de las cláusulas suelo merece un reproche severo porque el Supremo se convirtió en un cuasi-legislador, introdujo un concepto poco definido como el de la transparencia material y se atrevió a limitar las consecuencias de la nulidad lo que dio la oportunidad a un activista TJUE para – ese sí – convertirse en el valedor de los derechos de los consumidores españoles frente a unos jueces que parecían no protegerlos. Todo ello al margen de la responsabilidad de los bancos, de su lobby y del legislador español, que es mucha.

Pero el problema, de nuevo, está en que los juzgados no están diseñados para resolver decenas de miles de pleitos sobre cláusulas-suelo en los que habría que comprobar, caso por caso, si la cláusula se introdujo de forma transparente en el contrato y si, analizando todas las circunstancias que rodearon la celebración de éste, se proporcionó al consumidor información suficiente para que conociese el alcance y consecuencias económicas de la cláusula. Si a los jueces les pides que fabriquen churros, te fabricarán churros. Pero luego no digas que lo que querías era una tarta de cumpleaños. Lo mismo con la OPS de Bankia, o con las preferentes o con las cláusulas de gastos o las de vencimiento anticipado.

De la jurisdicción y el derecho laboral no diré ni una palabra que ya he dicho bastantes.


Agradezco las observaciones de CPA y de FPP.

foto: Miguel Rodrigo Moralejo