Por Benito Arruñada
Quisiera hacer dos matizaciones a las “apostillas jurídicas” que ha realizado Jesús Alfaro (Jesús Alfaro, ¿Quién debe juzgar si el cliente “queda satisfecho”? Apostillas jurídicas a un caso de Arruñada, Almacén de Derecho, 13 de octubre de 2020) a un caso de discusión que había publicado recientemente en este medio (Benito Arruñada, ¿Quién debe juzgar si el cliente “queda satisfecho”?, Almacén de Derecho 12 de octubre de 2020), el cual forma parte de mi trabajo para FEDEA sobre la situación de la seguridad jurídica en España (Benito Arruñada, La seguridad jurídica en España, Fedea Documentos, septiembre de 2020)
En el plano metodológico, me cuesta apreciar que exista un supuesto problema semántico. Mejor dicho, si existe problema semántico, más bien reside en que el abuso del nominalismo dificulta la discusión interdisciplinaria. Dudo que el jurista deba “escandalizarse” porque alguien que no es jurista use las palabras en su significado común, genérico, no especializado, en vez de con el significado específico que se le suele dar en el derecho vigente o la doctrina jurídica en un determinado país y momento histórico. Por ejemplo, y yendo al caso concreto, según la Real Academia de la Lengua, el vocablo español “abstenerse” (lo que Oliver Williamson, confrontado con un problema similar, optó por denominar en inglés como forbearance) tiene entre sus significados los de “contenerse”, “refrenarse” y “apartarse”. Todos ellos parecen cercanos a la solución jurídica concreta de “desestimar la demanda” o a la que, en principio, parece quizá que sería más razonable desde el punto de vista del interés general aplicar a ese caso concreto, que sería la de “inadmitir” y tal vez penalizar de algún modo al demandante.
Mi intención al analizar este tipo de caso real es, simplemente, la de explorar el problema, sin prejuzgar de entrada cuál pueda ser la solución jurídica más idónea. Coherente con esa finalidad, el grado óptimo de especialización conceptual y semántica se me antoja discutible. El asunto tiene, además, trascendencia porque, en muchos de los casos reales que necesitaríamos discutir, la solución jurídica varía entre jurisdicciones a incluso en el tiempo dentro de una misma jurisdicción (piensen, por ejemplo, en la trasformación que se ha producido en nuestro derecho del concepto de “retroactividad”), y no debemos descartar de antemano que en alguna de ellas lo óptimo sea cambiar de solución. Por tanto, me inclino a pensar que la discusión no debe dar por supuesto de forma implícita que la única solución adecuada sea la que en un determinado momento y jurisdicción hayan decidido el legislador y la Justicia. Lo contrario, equivaldría a emplear la semántica como excusa para, sino escamotear, al menos prejuzgar la discusión. Además, el jurista quedaría convertido en un mero glosador legislativo y jurisprudencial, y, si eso ya era poca cosa cuando se promulgaban buenas leyes y se dictaban buenas sentencias, imagínense en la actualidad.
Debemos, además, evitar la posibilidad de que, tras la defensa semántica de la legislación (más que del derecho), pueda esconderse la carencia de argumentos sustantivos, o de la disposición de ánimo o la preparación necesarias para entender de qué se está hablando. Hay que evitar esa posibilidad de raíz, porque, de lo contrario, habría que preguntarse dónde habita realmente el escándalo. Quizá alguien pueda pensar que el problema no reside (como yo mismo solía creer) en que el vasto conocimiento de los árboles locales impide al glosador de la legislación ver buena parte del bosque. Se pondría entonces en lo peor y empezaría a sospechar que quien suele orientarse por el nombre de cada árbol, ya se ha olvidado hasta de cómo leer el mapa. Dios no lo quiera; pero, si fuera así, lejos de mí la crueldad de pedirle que mire un GPS.
No es éste, obviamente, el caso de un navegante transoceánico tan avezado como Jesús Alfaro. No obstante, debo puntualizar uno de sus juicios empíricos, con el que me inclino a discrepar, pues creo que los hechos apoyan mi impresión de que el oportunismo en las devoluciones de compras por los consumidores tiene notable importancia. Numerosos indicios apuntan a que en el tráfico comercial es hoy más grave que nunca ese conflicto entre el cliente —digamos— normal y el cliente oportunista. De confirmarse esos indicios (cuya importancia, claro está, sería útil verificar con una medición empírica), el supuesto exceso de restricciones introducidas por las leyes a la hora de manejar (esto es, a la hora de contratar sobre) ese conflicto podría estar ocasionando ineficiencia y mayores costes y precios para todos los clientes, amén de conducir a que se tornen inviables algunos servicios o, al menos, algunos atributos de esos servicios (en nuestro caso, las garantías).
Baste por ahora con mencionar unos pocos de estos indicios.
- Por ejemplo, para reducir el oportunismo, hace mucho que la garantía de devolución se dejó de aplicar a las grabaciones musicales, cuyo uso temporal proporcionaba una utilidad elevada (no obstante, los distribuidores con mejor reputación eran y son flexibles respecto a esa negativa).
- En fechas más recientes, a medida que la Nochevieja empieza a celebrarse fuera del ámbito familiar, empezaron a proliferar las devoluciones de trajes de fiesta en la primera semana del mes de enero. Para evitar que el coste adicional lo acabasen pagando los demás clientes, algunas tiendas limitaron las devoluciones de estos artículos a unas pocas horas, impidiendo así que se usaran en las galas de Nochevieja. Esa limitación sigue perjudicando al cliente no oportunista, que debe extremar su cuidado al comprar, pero seguramente en menor medida que antes de adoptarse, pues reduce las devoluciones oportunistas.
- En la misma línea, los días después de Reyes, las grandes superficies comerciales (y, sobre todo, sus proveedores, que les suministran también con garantía de devolución) aún padecen una devolución desproporcionada de juguetes adquiridos en los días previos.
- Otros distribuidores low cost han optado tradicionalmente por devolver vales de compra en lugar de dinero. Alguna multinacional de mobiliario incluso aplica una política muy discutible (por lo indiscriminada), consistente en alargar el tiempo de espera necesario para devolver las compras.
Ciertamente, se trata de indicadores anecdóticos de la presencia de oportunismo, pero que tienen notable relevancia económica. Para contener el oportunismo, los agentes económicos no sólo dedican considerables recursos de forma directa sino también indirecta, al verse obligados en algunos casos a retroceder las prácticas comerciales a políticas de devolución incompleta que durante mucho tiempo se habían considerado trasnochadas.
Foto: @thefromthetree
Me produce una honda satisfacción coincidir en algo con el Profesor Arruñada. También a mí me cuesta apreciar que exista un supuesto problema semántico. Mi convicción es que se trata, por utilizar las palabras de don Benito, de un problema de carencia de la preparación necesaria para entender de qué se está hablando. Sucede que una ignorancia oceánica sobre los árboles, y sobre el bosque, y sobre el mapa del Derecho, no puede quedar subsanada mediante el GPS de un catecismo económico repetido como una letanía. Porque, en tal caso, se pasa de sostener lo sensato como regla general –que, fuera del ámbito de las condiciones generales de la contratación y de las cláusulas no negociadas individualmente con consumidores, el legislador no debe impedir ni obstaculizar, mediante normas imperativas, la eficacia de los pactos (no afectados por vicios de consentimiento) entre los contratantes, incluidos los referidos a la resolución de conflictos entre ellos sobre la interpretación, aplicación, eficacia o ineficacia de los contratos, y a su vez los jueces han de atenerse a lo prescrito en los artículos 1091 y 1255 del Código Civil– a predicar aberraciones del calibre de que, para la resolución de las controversias entre empresarios y consumidores, por ejemplo sobre el alcance de una garantía sobre la conformidad de una cosa o un servicio, deberían abstenerse los jueces cuando (o, incluso, puesto que) sus personales conocimientos fácticos o técnicos relevantes son inferiores a los de una de las partes, y esta (típicamente el empresario, claro, pues los consumidores tienden a ser unos «oportunistas» de tres al cuarto) valora mucho su reputación comercial o profesional. Mucho más que el juez valora la suya, hay que entender, claro.
Aunque debo confesar que mis lecturas de las aportaciones de O. Williamson son limitadas, me voy a atrever a escribir que jamás pudo afirmar nada semejante. En lo poco que sé, entiendo que su «law of forbearance» no se refiere a las clásicas «market transactions» o los clásicos «market conflicts», sino, esencialmente, a las «intra-firm transactions» o «intra-firm conflicts». Pero, si estoy equivocado en eso, sin duda me corregirá, sin crueldad alguna, un seguidor tan fiel de tan influyente economista norteamericano como el Profesor Arruñada. Al que dirigiré, en fin, dos preguntas:
¿A qué se refiere, y en qué concreta localización temporal, cuando nos habla de la transformación que se ha producido en nuestro derecho sobre el concepto de «retroactividad»?
Y cuando nos dice, no sin razón, que en muchos casos la solución jurídica varía entre jurisdicciones, ¿podría indicarnos en qué concreta jurisdicción los jueces se abstendrían de conocer, o desestimarían de manera sistemática, las demandas de los consumidores contra los empresarios o profesionales sobre el alcance de las garantías de los bienes o servicios que estos les suministran?
Para construir la caricatura de que nuestros tribunales en general, y en concreto la Sala Primera del Tribunal Supremo, hacen a sabiendas política redistributiva al margen o en contra de la ley a favor de la parte contractual débil, hace falta algo más sólido que la brillantez en la palabra. Y algo menos elocuente que el silencio sobre otros operadores jurídicos más cercanos a los afectos del autor.