Por Pablo José Ferrándiz Avendaño

 

En nuestra legislación, la finalidad esencial del concurso es y ha sido siempre la satisfacción de los acreedores. Así lo recordaba la hoy derogada LC, en su EM (ap. II., párr. 4º). El concurso es un procedimiento cuyo presupuesto es la incapacidad del deudor para pagar sus deudas. Las normas que lo disciplinan no pueden servir para convertir en prósperas empresas inviables (como advertía en su EM, la Propuesta de Anteproyecto de 1995, negando que la legislación concursal tuviera atribuidos poderes taumatúrgicos). Se utilizan para intervenir aquellas que hayan alcanzado tal grado de endeudamiento o morosidad, que el cumplimiento íntegro de sus obligaciones se haya tornado inasumible con los recursos a su disposición: ya sean sus activos (Balance sheet test: concepción estática o patrimonial de la insolvencia característica de la legislación anterior a la LC), ya sean sus flujos de caja (Cash flow test: concepción dinámica o funcional, adoptada por la LC y hoy plasmada en el art. 2.3 TRLC).

Hay que subrayar, por tanto, que las expresiones viabilidad/inviabilidad económicas y solvencia/insolvencia no son correspectivas. Podrán coincidir o no. De modo que, junto a empresas rentables, pero sobreendeudadas, coexistirán empresas económicamente inviables sin apalancamiento, y, de ambas, a la legislación concursal interesarán solamente las primeras. Las segundas (y en general las empresas que estén al corriente de pago de sus obligaciones, con independencia de cuál sea su viabilidad como empresas en funcionamiento o as a going concern) no son objeto del orden concursal. Por consiguiente, a la legislación concursal no le preocupa si el deudor es una empresa económicamente viable o inviable. Le preocupa satisfacer a sus acreedores. Su función es tratar la inviabilidad financiera. Puede decirse que estas son el presupuesto objetivo del concurso. Y que de la viabilidad o inviabilidad económicas del deudor dependerá, no la apertura del procedimiento, sino su desenlace, esto es, la solución que deba darse a la única situación de crisis empresarial que a aquel concierne. La empresa operativamente viable tendrá a su alcance la solución convenida (y, por lo mismo, los marcos de reestructuración preventiva objeto de la Directiva (UE) 2019/1023). Y la inviable tendrá abiertas las puertas de la liquidación.

La satisfacción a los acreedores puede lograrse, en principio, por dos vías: (a) la voluntaria o pactada: el convenio de acreedores; y (b) la forzosa: la liquidación, que acaba imponiéndose en la amplísima mayoría de concursos convirtiéndose en la solución normal (no así el convenio, como a ello aspiraba en su EM, ap. II., párr. 4º, la LC). Quedó descartada, «la tercera modalidad» en palabras del profesor ROJO, 1985, de los concursos de acreedores: el instituto de la «gestión controlada», que se regulaba en los art. 247-261 del Anteproyecto de Ley Concursal de 1983 que no logró pasar por el tamiz de la crítica. Llegó a tildarse de «cuasi expropiación forzosa de carácter privado», como recuerda ROJO, 1985, toda vez que la gestión de la empresa se ponía en manos de una Comisión de intervención (en la que probablemente acabara inspirándose la previsión del actual art. 322 TRLC), durante un período de tiempo que no podía superar tres años, a fin de implementar el plan de reestructuración impuesto.

Ambas soluciones, convenio y liquidación, son alternativas y excluyentes. Así, en el caso de que una empresa en concurso tuviera dos unidades productivas en funcionamiento no podría proponerse que se abriera la fase de liquidación para una de ellas (enajenándola para con el producto de la venta pagar a los acreedores) y la de convenio para hacer lo propio, pero con los flujos de caja que el otro negocio generase, sin desprenderse el deudor de su propiedad; o haciéndolo, en su caso, para que la explotación continuara en manos de un asuntor de la deuda (art. 324 TRLC). Por consiguiente, el empresario tendría que deshacerse de la propiedad de la primera, lo que podría hacer durante la fase común (arts. 205 y 215 y ss. TRLC), proponiendo un convenio a sus acreedores en relación con la segunda.

Es cierto que los acreedores también están legitimados para proponer convenio y excepcionalmente la liquidación del deudor, si bien de forma mucho más limitada, y subsidiariamente respecto del deudor. En este sentido, a cualquier acreedor (art. 3.1 TRLC) –con la sola excepción prevista en el art. 3.2 TRLC– se le reconoce legitimación para instar la declaración de concurso, debiendo el juez competente admitir a trámite su instancia, salvo que previamente el deudor hubiera presentado la suya comunicando la apertura de negociaciones con sus acreedores (art. 594 TRLC) o manifestándose en concurso (art. 10.2 TRLC). Además, los acreedores cuyos créditos superen una quinta parte de la masa pasiva pueden presentar propuestas de convenio ordinarias, mas siempre que lo hagan dentro de los plazos previstos en el art. 337 TRLC y en defecto del eventual mantenimiento por parte del deudor de una propuesta anticipada de convenio (art. 338 TRLC), y, desde luego, de que este no hubiera solicitado su liquidación (art. 315.5 TRLC), lo que podría hacer «en cualquier momento» (art. 406 TRLC) y, ante la falta de excepciones, creemos que ello cabría incluso después de haber presentado algún acreedor una propuesta de convenio.

La legitimación de los acreedores es, por lo tanto, como decimos, siempre subsidiaria. Por lo mismo, los acreedores carecen, con carácter general, de legitimación para solicitar la apertura de la liquidación excepto durante la vigencia del convenio y solo en el caso de acreditarse hechos que fundamentarían una declaración de concurso (art. 407.2 TRLC) o por la vía de una declaración de incumplimiento de convenio (art. 403.3 TRLC), en el caso de que el deudor hubiera infringido las medidas prohibitivas o limitativas del ejercicio de las facultades de administración y disposición sobre bienes y derechos de la masa activa establecidas en el convenio (art. 402.2 en relación con el art. 321 TRLC). Lo que también podrían conseguir singulares acreedores cuyos créditos se hubieren visto afectados por el incumplimiento de convenio (art. 402.1 TRLC).

Seguramente se diga que la falta de adhesiones o votos favorables al convenio propuesto por el deudor sea el camino más efectivo que tienen los acreedores para conseguir la liquidación. Y probablemente al decirlo se esté en lo cierto. Sin embargo, aquí tratamos de legitimación. Y no de alcanzar resultados equivalentes por otras vías legales.

La vía de convenio puede acabar descarriando, reconduciéndose el concurso hacía la de liquidación. Y aunque es indudable que una vez declarada esta, a iniciativa de los legitimados para solicitarla, se cerrará definitivamente la posibilidad de proponer un convenio en la forma prevista en los art. 315 y ss. TRLC, cabe plantearse si ello obstaría también la posibilidad de alcanzar una solución convenida (Out-of-Court) con todos los acreedores, por ejemplo, para que pongan fin al concurso por la vía de un desistimiento (art. 465-7º TRLC) que contendría pactos similares a los típicos del convenio concursal (i.e., asunción parcial por un tercero de la deuda que acrediten en el concurso. etc.). Al incumplimiento del convenio seguiría entonces una liquidación. De igual manera que a esta, pactos similares a los contenidos en aquel como forma de solucionar un concurso, que es de lo que se trata.

La satisfacción de los acreedores puede lograrse íntegra o parcialmente. En última instancia, depende de su decisión (en junta, por grupos o clases, o individualmente).No se conoce un solo caso el que el juez del concurso haya dejado sin efecto una propuesta de convenio (art. 350.1 TRLC) que cuente con adhesiones y/o presumiblemente con votos favorables suficientes para su aprobación. Como dice la ley peruana

«[l]a viabilidad de los deudores en el mercado es definida por los acreedores involucrados en los respectivos procedimientos concursales, quienes asumen la responsabilidad y consecuencias de la decisión adoptada» (art. III de la Ley 27809 Ley general del sistema concursal).

Junto a esta finalidad primaria concurren otras secundarias: «[l]a… conservación de la actividad profesional o empresarial del concursado» que sea viable (EM, ap. VI, párr. 7º, LC) puede decirse que es la más relevante para los partidarios del llamado modelo social o socializante del concurso. No así para el modelo liberal o de mercado, para quienes el fin esencial de concurso seguirá siendo el pago de los acreedores. Como fuere, desde las instituciones europeas se nos dice que «las empresas no viables sin perspectivas de supervivencia deben liquidarse lo antes posible» (Considerando 3 de la Directiva (UE) 2019/1023). Y esa viabilidad no depende de lo que subjetivamente entiendan por ella los acreedores, sino que se dará objetivamente cuando el valor presente neto de las ganancias futuras esperadas exceda del valor de liquidación de sus activos. Por ello las empresas “zombi”,  aquellas que no llegan a cubrir sus gastos financieros, es decir, los intereses de la deuda, con los recursos generados en su actividad ordinaria, tras, al menos, 10 años de existencia (ANDREWS-MCGOWAN-MILLOT, 2017) deben cerrarse a tiempo, para que los recursos productivos sean reasignados lo más rápidamente posible al agente económico que mejor los aproveche (CABRILLO, 1987). Estas empresas zombies suponen verdaderamente una rémora, por cuanto generan morosidad e influyen negativamente en la liquidez de sus proveedores que verán complicada su financiación y en peligro su propia rentabilidad.

Otras funciones accesorias de la regulación del concurso son la de agilizar la tramitación del proceso (reducir tiempos y abaratar costes) lo que explica la integración de las viejas instituciones concursales en un único procedimiento (GONDRA, 1985) y todo el sentido de la ley concursal. La Directiva (UE) 2019/1023 (Con. 86; vid. también art. 25, letra b) también lo subraya

 «los Estados miembros deben garantizar que los procedimientos de reestructuración, insolvencia y exoneración de deudas se tramiten de manera eficiente y rápida».

Sin desdeñar, tampoco, la otra finalidad instrumental de «evitar que el concurso se consuma con el pago de algunos créditos» (a que hacía referencia, por ejemplo, la EM, ap. V, párr. 2º, LC).  Esto es, evitar que el concurso entre en concurso, objetivo cada vez más complicado de alcanzar.

Todas esas finalidades no aparecen contrapuestas entre sí. Al contrario, siempre se ha dicho que la satisfacción de los acreedores puede perfectamente conseguirse (ya sea en convenio o en liquidación) por la vía de la continuidad empresarial (CERDÁ/SANCHO, 2001, FONT/MIRANDA/PAGADOR/VELA, 2005). Por ello, el concurso más exitoso será aquel, no que mejor las conjugue, sino la que dé al patrimonio del deudor el destino más valioso.

Ahora bien, pagar íntegramente a los acreedores a costa de desmantelar empresas es tan revisable como mantener puestos de trabajo por la vía de enajenación de unidades productivas, sin pagar un euro a los acreedores. Lo primero dará satisfacción a los acreedores, pero encarecerá las arcas públicas. Lo segundo evitará despidos y subsidios, pero frustrará el crédito, como motor que es de la economía y, sobre todo, la finalidad primaria del concurso. Y si en muchos procesos de venta de unidades productivas ello no se consigue hay que plantearse –para lo que aún estamos a tiempo– si esa insatisfacción crediticia no es consecuencia del privilegio “especial” –en términos de reipersecutoriedad de la cosa que supone la empresa en funcionamiento–, que sobre ésta supone la sucesión de empresa a efectos laborales y de la seguridad social. Si el resto de acreedores se sacrifican en pro de los beneficios sociales y económicos que supone la empresa en funcionamiento, ¿por qué razón hay que privilegiar a unos acreedores frente a otros?

Llegados a este punto no estará de más traer a colación dos medidas que, en los supuestos de venta de unidades productivas, facilitan que la empresa siga en marcha, sin apartarse de la finalidad solutoria del concurso al poner a disposición de los acreedores prerrogativas que merecen nuestra atención. Tales son el Equity receivership norteamericano, que permite la transmisión de la unidad de negocio en funcionamiento (con las medidas de reorganización que garanticen su viabilidad operativa) a una nueva sociedad (NewCo), en cuyo capital participen los acreedores. O la proyectada The Administration (Restrictions on Disposal etc. to Connected Persons) Regulations 2021 nº 427 en Reino Unido que prevé la aprobación (que puede serlo con modificaciones) por parte de los acreedores de aquellas propuestas de disposición patrimonial sustanciales que sean a favor de partes vinculadas durante ocho semanas desde que la compañía esté “in administration”, lo que –de aprobarse, algo que se espera suceda el viernes próximo– afectará indudablemente a las llamadas pre-pack sales.

Convendría, pues, que aprovechando la futura transposición de la Directiva (UE) 2019/1023 el legislador no perdiera la oportunidad de contemplar alguna posibilidad semejante a favor de los acreedores. No se trataría tanto de atribuir a su favor un derecho a vetar la venta de producciones operativas, lo que sería a todas luces contraproducente, como de concederles algún derecho de tanteo, que después ejercitarán o no, en el proceso, de facilitarles la vía del Equity receivership… y, sobre todo, de eliminar privilegios incompatibles con la paridad de trato entre ellos, sin excepción. El concurso ha de servir a su satisfacción colectiva y ello no podemos perderlo de vista… Démosle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.


Foto: Pedro Fraile