Por Alex Ferreres
En particular, los presupuestos de aplicación del recurso colectivo resarcitorio
La Directiva 1828/2020 dispone un ámbito de aplicación objetiva de las acciones de representación circunscrito a los daños y perjuicios padecidos por los consumidores como consecuencia de las infracciones de las disposiciones de la Unión que se recogen en su Anexo I, lo que no significa que quede fosilizado a partir del corpus normativo ahí listado. Como el apartado 17 de los Considerandos de la Directiva indica,
“para garantizar una respuesta adecuada a las infracciones del Derecho de la Unión, cuya forma y escala evolucionan rápidamente, cada vez que se adopte un nuevo acto de la Unión que sea pertinente para la protección de los intereses colectivos de los consumidores, el legislador debe considerar si es necesario modificar el anexo I para incluir el nuevo acto de la Unión en el ámbito de aplicación de la presente Directiva”.
Además, la Directiva no impide a los Estados miembros que amplíen el ámbito de aplicación:
“la decisión de aplicar las disposiciones de la presente Directiva a aspectos distintos de los incluidos en su ámbito de aplicación ha de seguir siendo competencia de los Estamos miembros”, (Considerando 18)
El Anteproyecto de Ley se acoge a esta posibilidad y extiende el ámbito de aplicación a (Exposición de Motivos, página 3)
“cualquier tipo de infracción en que se hayan visto perjudicados los derechos e intereses colectivos de los consumidores y usuarios… con ello se cubre tanto lo previsto en la Directiva, que en su anexo remite a un vastísimo corpus normativo, resultado de la actividad legislativa de la Unión Europea en los más variados ámbitos en que puede aflorar una relación de consumo, como a cualquier otro supuesto de vulneración de los derechos del consumidor que no entre en dicho anexo”.
y lo refleja en el nuevo artículo 828.1 de la LEC.
Como explicaba el Profesor Gascón Inchausti en su entrada “Algunas claves del Anteproyecto de Ley de Acciones de Representación de los intereses colectivos de los consumidores”
“lo genérico del ámbito de la regulación propuesta por el Anteproyecto permite abarcar el ejercicio de acciones colectivas en sectores no mencionados en el Anexo I de la Directiva, siempre que se trate de tutelar a quienes ostenten la condición de consumidores: y esto abre las puertas al ejercicio de las acciones colectivas para reclamar la reparación de daños ocasionados a los consumidores -pero solo a ellos- como consecuencia de la infracción de las normas de defensa de la competencia (a pesar de que este sector del ordenamiento ha quedado fuera del ámbito de la Directiva)”.
La justificación de la opción del legislador español parece basarse en “corregir” lo que se considera una llamativa omisión en el listado de directivas y reglamentos del Anexo I de la Directiva 1828/2020: las reclamaciones de daños derivados de conductas colusorias a las que se refería el Profesor Gascón Inchausti en su entrada, reguladas en la Directiva 2014/104/UE. A mi juicio, no es obvio que la no inclusión de tales reclamaciones responda a un olvido o descuido del legislador europeo. El legislador europeo puede haber tomado en consideración, perfectamente, cuestiones tales como la complejidad, en la mayoría de los casos, de la determinación de los elementos causales, la existencia de daños y, sobre todo, su cálculo o estimación, que en no pocos casos puede ser tributaria de las circunstancias particulares de los casos subyacentes, de manera muy señalada en el caso de compradores finales -que será ordinariamente el supuesto en el que concurra acto de consumo-; o, en fin, puede haber tomado en consideración el hecho de que la experiencia acuñada hasta ahora en la materia se ha referido en la mayoría de los casos a conductas colusorias que han afectado a empresarios y no a consumidores (tales han sido los casos de Mastercard, en Reino Unido, del caso español de los fabricantes de azúcar, del caso español de las industrias lácteas, o del caso europeo de los fabricantes de camiones, por nombrar los casos que más recursos de nuestros jueces y tribunales han demandado en los últimos años).
En todo caso, la opción legislativa no significa que se dé por supuesto el cumplimiento del requisito de homogeneidad en aquellas reclamaciones. Incluso en supuestos de cartel, en el que se activa la presunción sobre la existencia de daños (artículo 17.2 de la Directiva 2014/104/UE), habrá que justificar y acreditar la concurrencia del requisito de homogeneidad. A ello volveré en mi próxima entrada, que dedicaré a la certificación de la acción.
Los presupuestos objetivos de aplicación de las acciones colectivas resarcitorias son dos: (a) en la generación de daño a los consumidores por parte del empresario debe mediar acto de consumo; dicho de otro modo, la infracción del empresario debe “dejar sentir sus efectos” sobre un acto de consumo, o si se prefiere, los daños causados por la infracción del empresario deben proyectarse sobre un acto de consumo de los consumidores representados; y (b) debe existir un daño resarcible “cierto” y no meramente potencial o hipotético.
El requisito de que el daño a los consumidores representados se produzca mediando acto de consumo.
En relación con la primera de las cuestiones, merece la pena empezar recordando que no es estrictamente necesario, para la aplicación del recurso colectivo resarcitorio, que la norma infringida por el empresario ofrezca protección al consumidor en su condición de tal (no hace falta que la norma infringida por el empresario tenga por objeto la protección del derecho de los consumidores). Así lo explicaba el Profesor Gascón Inchausti en la entrada de 17 de febrero de 2023 a la que me he referido más arriba:
“el sistema -decía- podrá utilizarse para reaccionar “frente a conductas de empresarios o profesionales que infrinjan los derechos colectivos de los consumidores y usuarios”, sin ulteriores especificaciones. Quedan cubiertas, por tanto, todas las parcelas sectoriales del Derecho de consumo a que se refiere el Anexo I de la Directiva, incluidas aquellas que no son propiamente normas para la defensa de los consumidores pero en cuya aplicación puedan acabar produciéndose infracciones con resultados dañosos a quienes se hayan relacionado con empresarios o profesionales en su condición de consumidores y usuarios: es lo que sucede, señeramente, con la protección de datos personales (el RGPD figura en el listado del Anexo I)”.
Pero lo anterior no obsta a que sí deba exigirse en todo caso, pues es un presupuesto de aplicación imprescindible del recurso colectivo resarcitorio, que la infracción del empresario produzca sus efectos en un acto de consumo. Si los consumidores no se han visto perjudicados en el contexto de un acto de consumo, no cabe aplicar el recurso colectivo resarcitorio. La Directiva no resulta de aplicación a supuestos en los que la conducta de un empresario tiene el potencial de afectar o de hecho ha afectado a consumidores, pero no ha mediado acto de consumo alguno, de tal forma que los consumidores no se han visto dañados en su condición de tales por el empresario con el que mantienen una relación contractual.
Imaginemos que una empresa energética suministra energía necesaria para los hogares en una región determinada, en la que ocupa además una posición de monopolio (olvidémonos ahora de las cuestiones de libre competencia, que no nos interesan ahora, y asumamos que se trata de un monopolio tolerado, sometido a controles para evitar el abuso por parte del monopolista de su posición dominante). E imaginemos que dicha empresa genera una alta contaminación en su actividad, y en particular, en las plantas que tiene instaladas en la propia región para la producción de la energía que suministra a los consumidores locales, infringiendo gravemente los límites de emisión autorizados, y con el resultado de ser dañosa para la salud de los habitantes de la región.
La empresa energética ha causado daños a los habitantes consumidores a los que suministra energía como resultado de la infracción de las normas que limitan las emisiones. Pero ese daño infligido por la empresa energética a esos habitantes, que son sus consumidores -a quienes suministra energía- no se ha producido mediando acto de consumo, o si se prefiere, en el acto de consumo; la conducta infractora de la empresa energética no ha dejado sentir sus efectos sobre el acto de consumo (sobre el suministro a los consumidores de la energía producida). Ni las asociaciones de consumidores, ni los organismos públicos a los que el Anteproyecto de Ley reconoce legitimación activa para el inicio de acciones de representación estarían en la posibilidad de interponer una acción colectiva resarcitoria en reclamación del daño causado a los consumidores habitantes de la región por la actividad infractora de la normativa de protección del medioambiente de la empresa energética. De hecho, tampoco sobre la base del Anteproyecto de Ley tendría aquellas asociaciones y organismos públicos legitimación para el inicio de una acción de cesación.
La legitimación procesal para la tutela de los derechos medioambientales en una situación como la descrita se situaría, en nuestra vigente regulación, en el ejercicio de la acción popular prevista en la Ley 27/2006, de 18 de julio, por la que -mediante la incorporación de las previsiones del Convenio de Aarhus- se regula los derechos de acceso a la a la información, a la participación pública y de acceso a la justicia en materia de medio ambiente. Ocurre que en dicha normativa -como en ninguna otra normativa en nuestra vigente regulación- no se contempla la posibilidad de que las entidades a quienes se reconoce legitimación para el ejercicio de la acción popular, puedan reclamar los daños y perjuicios causados a particulares como consecuencia de las infracciones de la normativa de protección del medio ambiente.
Pues bien, como hemos indicado, el recurso colectivo resarcitorio dispuesto en la Directiva 1828/2020 y en el Anteproyecto de Ley no vienen a suplir la ausencia de esa legitimación extraordinaria para defender intereses patrimoniales homogéneos de un grupo o clase de afectados fuera del ámbito de la protección de los actos de consumo al que circunscribirse.
Lo mismo ocurre en supuestos similares, en los que la conducta del empresario infringe derechos o intereses protegidos dentro del ámbito del ESG (imaginemos una cadena de supermercados que ostenta también una posición prácticamente monopolística de la distribución en una región determinada y que es sancionada por grave incumplimiento de la normativa que proscribe la discriminación por razón de género, al imponer a sus empleadas unas condiciones peores que las que ofrece a sus empleados): ni la Directiva 1828/2020 ni el Anteproyecto de Ley ofrecen un remedio colectivo, ni de cesación, ni resarcitorio, para la tutela de los derechos e intereses protegidos en aquel ámbito -que es el ámbito propio de los denominados civil rights-, en la medida en que la conducta infractora del empresario no se produce en el contexto de un acto de consumo -no deja sentir sus efectos sobre un acto de consumo-, en los términos que he explicado más arriba.
Esta es la consecuencia inmediata de la trascendental decisión tomada por el legislador europeo y a la que se acoge el Anteproyecto de Ley: la de haber limitado el ámbito objetivo de aplicación de las acciones de representación -y, en particular, del recurso colectivo resarcitorio- a la tutela de los intereses y derechos de los consumidores. Por contraste, el sistema de acción de clase estadounidense se aplica más allá del derecho de consumo y tiene por objeto, en lo que al recurso resarcitorio colectivo se refiere, la tutela de los intereses patrimoniales homogéneos de todos los ciudadanos, consumidores o no, incluidas las empresas. De hecho, las acciones de clase estadounidenses no tienen su origen en la protección del derecho de los consumidores -no fueron inicialmente pensadas para eso- y ni tan siquiera en la protección de intereses patrimoniales homogéneos de los miembros de la clase, sino en la protección de los derechos civiles de estos últimos mediante pretensiones de condena a hacer o no hacer más propias del ámbito de la denominada tutela abstracta.
En todo caso, para lo que ahora nos interesa, me limitaré a insistir en que habrá que ser escrupulosamente respetuoso con aquella decisión del legislador europeo sobre el limitado ámbito de aplicación de la Directiva 1828/2020 a la protección de los consumidores.
El requisito de que concurra daño cierto a los consumidores representados; cuando el recurso al instituto del daño moral persigue eludir el cumplimiento de aquel requisito y se excede el ámbito compensatorio del Derecho de Daños.
Por lo demás, y respecto de las acciones colectivas resarcitorias, la existencia de un daño resarcible causado a los consumidores representados es requisito imprescindible para la aplicación del recurso colectivo previsto en la Directiva. De hecho, la existencia de un daño resarcible diferencia las acciones colectivas resarcitorias de las acciones de cesación (y por lo tanto, en el ámbito de la tutela abstracta). En estas últimas basta con la infracción del derecho de los consumidores para su ejercicio; pues se trata, en definitiva, de expulsar conductas contrarias al derecho de los consumidores que puedan generar por sí mismas el riesgo de causar daños y perjuicios a aquellos.
El daño que permite el ejercicio de la acción colectiva resarcitoria debe ser, además, cierto. No es suficiente, por lo tanto, que sea potencial. No se trata de exigir que el daño esté acreditado al momento de interponer la reclamación (pues en no pocos casos -si no en la mayoría de ellos- la existencia de daños será uno de los hechos controvertidos en la acción resarcitoria ejercitada); basta con que “conceptualmente” el daño reclamado sea un daño cierto. Pero tiene que ser tal, y no un daño potencial o hipotético.
Esta exigencia es común en el sistema colectivo resarcitorio de referencia. En su Sentencia de 25 de junio de 2021, dictada en el asunto Transunion LLC v Ramírez, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América resolvió la impugnación por parte de la entidad recurrente de la certificación de una acción de clase mediante la que se pretendía reclamar daños y perjuicios pretendidamente causados a más de ocho mil ciudadanos estadounidenses a los que erróneamente se había asociado a grupos terroristas en informes de insolvencia preparados por la entidad recurrente. Al resolver -anulándola- la certificación de la acción, el Tribunal Supremo (i) confirmó que el requisito de la existencia de daño cierto al que el Artículo III de la Constitución estadounidense condiciona la legitimación para el inicio de una acción de clase en reclamación de daños y perjuicios, se cumple en la medida en que el tribunal constate que “the alleged injury of the plaintiff has a close relationship to a harm traditionally recognized as providing basis for a lawsuit in American courts” y (ii), para lo que ahora más nos interesa, matizó que no basta con la constatación de que el demandado infringió una norma que establecía deberes de cuidado cuya inobservancia puede generar daños, sino que, citando su propio precedente en el caso Spokeo Inc v. Robins en mayo de 2016, “Article III standing requires a concrete injury even in the context of a statutory violation”.
Y añadió:
“for standing purposes, an important difference exists between (i) a plaintiff´s statutory cause of action to sue a defendant over the defendant´s violation of federal law, and (ii) a plaintiff´s suffering a concrete harm because of the defendant´s violation of federal law. Congress may enact legal prohibitions and obligations. But under Article III, an injury in law is not an injury in fact. Only those plaintiffs who have been concretely harmed by a defendant´s statutory violation may sue that private defendant over the violation in federal court. (…) In sum, the concrete harm requirement is essential to the Constitution´s separation of powers”.
Así, en el caso enjuiciado, el Tribunal Supremo finalmente anuló la certificación de la acción de clase iniciada por el Sr. Ramírez en la medida en que se demostró que en la mayor parte de los casos de los más de ocho mil ciudadanos afectados por la actuación negligente de Transunion LLC los informes de solvencia jamás habían salido del ámbito interno de la empresa infractora que los había elaborado (de hecho, ni tan siquiera habían salido del ámbito informático de sus propios ordenadores), por lo que el daño que se relacionaba con el derecho al honor de las personas a las que el Sr. Ramírez pretendía representar se entendió como meramente potencial o teórico y, por lo tanto, en ningún caso satisfacía el requisito del “concrete harm”. Con su sentencia en el caso Transunion LLC v Ramírez, el Tribunal Supremo estadounidense ponía fin a los excesos constatados en la práctica judicial de aquel país referida a las denominadas “no-injury class actions” (acciones de clase sin daño resarcible) y mediante la que jueces y tribunales de la jurisdicción federal certificaban sin aparente justificación acciones de clase en las que, de la prueba aportada por el demandado en la fase de certificación, quedaba claro que la gran mayoría de los representados no habían sufrido, en realidad, daño alguno.
El precedente estadounidense al que me acabo de referir ilustra muy oportunamente sobre el presupuesto básico de legitimación que debe concurrir para que el recurso colectivo resarcitorio sea posible: no se trata tan solo de que el daño que se predica derive de un acto de consumo sobre el que los efectos dañosos de la infracción del empresario “se dejen sentir” (a ello me he referido ya más arriba); se trata, además, de que el daño reclamado sea “cierto”, en su formulación, y no meramente teórico o hipotético.
Visto desde el prisma de los requisitos sustantivos del derecho de daños, el precedente estadounidense pone de relieve que el derecho resarcitorio cede (debe “recular”, si se me permite la expresión) cuando no hay daño cierto a compensar, resultando entonces absolutamente irrelevante (entiéndase, a los efectos resarcitorios o compensatorios) la conducta del infractor y su gravedad.
Y en este punto, me parece totalmente pertinente -y bien necesario- hacer una reflexión sobre el uso inadecuado que en nuestra práctica judicial se está realizando del instituto jurídico de los daños morales. El contraste de la aproximación a los daños morales (pain and suffering) en la práctica judicial estadounidense nos permitirá observar mejor el uso manifiestamente inadecuado de tal concepto por parte de nuestra práctica judicial.
En efecto, los daños morales, definidos en los Estados Unidos de forma equivalente a la definición que reciben en nuestra jurisdicción (“pain and suffering refers to the physical discomfort and emotional distress that are compensable as noneconomic damages. It refers to pain, discomfort, anguish, inconvenience, and emotional trauma that accompanies an injury” en definición ofrecida por el Legal Information Institute de la Cornell Law School) se sujetan en aquella jurisdicción a los siguientes condicionantes:
(a) se entienden normalmente asociados a un daño corporal –personal injury– y se exige prueba documentada de elementos que permitan valorar su concurrencia, normalmente relacionados con la entidad o las consecuencias del daño corporal padecido;
(b) solo de forma extraordinaria se entiende que cabe derivar daños morales del incumplimiento de obligaciones contractuales. Como indica la vigente edición Restatement (Third) of Contract Law, en su epígrafe 353, “recovery for emotional disturbance will be excluded unless the breach also caused bodily harm or the contract or the breach is of such a kind that serious emotional disturbance was particularly likely result”. El propio Restatement (Third) of Contract Law indica, como casos paradigmáticos en los que sí cabe excepcionalmente conceder daños morales como consecuencia del incumplimiento de obligaciones contractuales, infracciones contractuales que suponen la expulsión de pasajeros o de huéspedes de trenes o aviones o de hoteles, contratos relacionados con la custodia o transporte de restos mortales o, con carácter más general, infracciones contractuales que causan insolvencia o graves problemas financieros a la parte afectada;
(c) por su carácter privativo de las específicas circunstancias y contexto en el que se genera en cada caso el sufrimiento de la persona para la que se solicitan daños morales, la existencia de daños morales no es generalmente predicable de forma homogénea de un grupo o clase de afectados, por lo que la certificación de acciones de clase en las que se incluyan daños morales como parte del efecto resarcitorio pretendido es excepcional. Los daños morales -tomados en serio, claro- son raramente colectivizables.
Nuestra jurisdicción ha hecho un uso del instituto jurídico de los daños morales muy distinta a la aproximación estadounidense a la que me acabo de referir. Muy en particular, nuestra jurisdicción laboral ha abogado abiertamente por utilizar los daños morales como instrumento sancionador de conductas contrarias a los derechos de los trabajadores, en los casos en los que, además, se afecta a derechos fundamentales de aquellos. De tal forma, que la imposición de daños morales en ese ámbito se ha justificado abiertamente en la función preventiva y no tanto en la finalidad compensatoria, de la que algunas sentencias se apartan, según manifiestan expresamente. Valga como ejemplo elocuente, la Sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 20 de abril de 2022 (sentencia 356/2022) en la que se utilizan los criterios sancionadores del Real Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto, para determinar los daños morales que se imponen al empresario por la infracción de los derechos de un trabajador con vulneración de derechos fundamentales: “(d)e esta forma (dice la Sentencia en relación con el uso de aquellos criterios),
la más reciente doctrina de la Sala se ha alejado más -en la línea pretendida por la ya referida LRJS- del objetivo propiamente resarcitorio, para situarse en un plano que no descuida el aspecto preventivo que ha de corresponder a la indemnización en casos como el presente”.
Obsérvese que en la práctica judicial estadounidense también se reconoce una función punitiva -y preventiva- del derecho de daños (se pone el énfasis en la función también de private enforcement que cumple ahí dicho derecho). Pero tal función se articula alrededor de los daños punitivos (punitives damages). Los daños morales (pain and suffering), en cambio, no juegan ningún papel en este punto, y son meramente -y exclusivamente- parte del daño compensatorio -de los daños y perjuicios-.
Por lo tanto, la utilización de los daños morales con efectos fundamentalmente disuasorios o preventivos -es decir, como “sanción” adicional a la infracción- no tiene amparo normativo, es contraria a la función propia que tradicionalmente hemos asignado a nuestro Derecho de daños, y plantea relevantes cuestiones constitucionales. Muy en particular, suscita la cuestión de en qué medida se respetan los principios de legalidad y de la prohibición del non bis in idem al que con carácter general se sujeta nuestro derecho sancionador.
Pero, además, en el específico ámbito de la tutela colectiva resarcitoria prevista en la Directiva 1828/2020, el recurso formal a los daños morales con la finalidad de obtener ese efecto preventivo y disuasorio es a todas luces contraria al mandato que se contiene en el apartado 42 de los Considerandos de la Directiva:
“la presente Directiva no debe posibilitar que se impongan indemnizaciones punitivas al empresario que haya cometido la infracción, de conformidad con el Derecho nacional”.
Y un último apunte. Nuestra jurisdicción laboral al menos reconoce abiertamente que utiliza el concepto de derecho moral con una finalidad manifiestamente preventiva y no tanto restitutoria, en la medida en que reconoce indemnización de daños morales aun en supuestos en los que no ha podido acreditarse su existencia por ser extremadamente difícil o directamente imposible hacerlo.
Más preocupante me parece, porque se envuelve formalmente en argumentos propios del Derecho de Daños, pero a mi juicio manifiestamente erróneos, el uso inadecuado que nuestra jurisdicción civil en ocasiones realiza del concepto de daños morales. En mi opinión, la manera en que se resolvió la cuestión de los daños morales en la Sentencia de la Sala Primera de 23 de julio de 2021, dictada en el contexto del denominado asunto del dieselgate -prácticamente en el mismo momento en el que el Tribunal Supremo estadounidense “ponía las cosas en su sitio” con su Sentencia en el asunto Transunion LLC v Ramírez– es un claro ejemplo de ese uso inadecuado. En dicha Sentencia, como en alguna anterior dictada en ese mismo asunto, y en ausencia de daño patrimonial alguno que hubiera podido acreditar el reclamante, se reconoció una indemnización por daños morales. La Sala Primera identifica los daños morales con
“la incertidumbre y el desasosiego derivado del descubrimiento, en el contexto de un grave escándalo en la opinión pública, de que el vehículo que ha comprado incorporaba un dispositivo ilegal que falseaba los resultados de las pruebas de homologación del vehículo en lo relativo a las emisiones de gases contaminantes, con consecuencias inciertas (repercusiones de la intervención que habría de realizarse en el vehículo, penalizaciones fiscales, posibilidad de paralización por no corresponder la autorización de circulación al tipo homologado debido al dispositivo de desactivación prohibido por el art. 5.1. del Reglamento 715/2007, posibilidad de restricción de acceso a determinadas zonas urbanas, etc.), teniendo en cuenta la importancia que para un comprador de automóvil tiene la seguridad de que no se verá privado, aunque sea temporalmente, de su uso o restringido a determinadas áreas”.
A poco que se conozcan los antecedentes del asunto y la prueba que se aportó en las instancias, se constata, como constató la Audiencia Provincial en su sentencia revocada -en valoración de la prueba que no fue objeto de impugnación por arbitraria- que, en realidad, “no está probado, ni siquiera indiciariamente que (la) implantación (del software ilegal) resultara determinante, ni relevante, en la homologación de vehículos”. De hecho, constaba en las actuaciones prueba de que el software implantado ilegalmente no afectaba a la homologación declarada de los vehículos afectados, ni implicaba un incumplimiento normativo de la emisión de gases durante la circulación, por lo que no cabía esperar que hubiera repercusión fiscal alguna, ni que se impusieran restricciones a la libre circulación de los vehículos afectados. También quedó acreditado en las actuaciones que
“tan pronto como se divulgó en prensa el problema, la diseñadora y fabricante del producto (la alemana VW AG) se dirigió al comprador, a través de Vaesa, ofreciéndole solucionar el problema actualizando el software de modo gratuito, lo que despejaba sin tardanza la posible incertidumbre inicial”
(véase el romanillo vi) del apartado 4 del Fundamento de Derecho Primero (“Antecedentes del caso”) de la propia Sentencia de la Sala Primera, que reproduce el contenido de la sentencia recurrida. Los antecedentes fácticos sobre los que se asienta la apreciación de daños morales resarcibles por parte de la Sala Primera no parecen, por lo tanto, sólidos.
Acaso consciente de ello, la Sala Primera se vio en la necesidad de desarrollar argumentos adicionales sobre los que apoyar su decisión de conceder aquella indemnización. Recurrió para ello a la apelación a distintas categorías de nuestro Derecho de Daños. Y, sin embargo, no me parece que la argumentación en este punto sea mínimamente satisfactoria. En efecto, por una parte, y sin resultar para nada necesario, aseguró que el hecho de que no concurriera el criterio de imputación objetiva de responsabilidad del denominado “fin de protección de la norma” no debía ser un impedimento definitivo para estimar la indemnización de daños morales -y vino a decir que no se daba esa concurrencia porque la norma administrativa cuya infracción resultaba en el ilícito civil no tenía como finalidad proteger a los compradores de vehículos de eventuales daños a los bienes de la personalidad-; cuando, en realidad, los criterios de imputación objetiva (proximate cause theories, en denominación anglosajona) se sitúan en el plano de la denominada causalidad legal (legal causation, en esa misma denominación anglosajona), que tiene por objeto la determinación de la relevancia jurídica de aquellos hechos o conductas que se han identificado como causa generadora del daño en el plano -previo- de la causalidad fáctica, que se rige por el criterio de la conditio sine qua non -fundado en las reglas de la ciencia y de la lógica- (factual causation, de nuevo en denominación anglosajona). Dicho de otro modo, la discusión sobre si concurría o no el criterio de imputación objetiva del “fin de protección de la norma” nada aporta a la cuestión que la Sala Primera trataba de defender: la existencia de daños morales que debían ser compensados.
Por otra parte, entendió que lo que justificaba la aceptabilidad de los daños morales era la regla contenida en el art. 1107 del Código civil, que regula la distinta extensión de la responsabilidad del infractor -del deudor, en términos de la regulación de responsabilidad contractual- en relación con los daños causados. El art. 1107 del Código civil es, en cierto modo, una concreción normativa del criterio de remoteness que se aplica en derecho anglosajón (criterio que mide hasta dónde debe llegar la responsabilidad del culpable civil en relación con los daños directos e indirectos que encadenadamente, a partir de criterios que no son exactamente equivalentes al de la distinción entre el deudor de buena y mala fe que dispone nuestro Código civil). Sin embargo, la determinación de la existencia de daños morales es una cuestión previa (es un prius lógico) al ejercicio de determinar en qué medida, a partir de criterios sobre la extensión de la responsabilidad, aquellos resultan indemnizables. Dicho de otro modo, el art. 1107 del Código civil nada dice ni resuelve sobre si existen o no daños morales que deban indemnizarse. Lo único que en su caso permite resolver el art. 1107 del Código civil en qué medida resultan exigibles los daños morales una vez se ha constatado previamente su existencia.
A mi juicio, es evidente que lo que en realidad motivó el recurso a los daños morales en la Sentencia de la Sala Primera fue el entendimiento de que el comportamiento infractor del demandado no podía quedar sin respuesta indemnizatoria aun en ausencia de prueba sobre la existencia de daños. Esa es la única explicación sensata a la respuesta ofrecida por la Sala Primera. De nuevo, por lo tanto, la utilización de los daños morales como instrumento preventivo, como instrumento, a fin de cuentas, de sanción.
Y sin embargo, hay buenas razones para entender que este uso inadecuado del instituto jurídico de los daños morales resultaría incompatible, en el caso de la tutela colectiva resarcitoria, con el mandato de la Directiva 1828/2020 de no imponer daños punitivos y de no favorecer el enriquecimiento injusto por la vía de la sobrecompensación, que consta en el párrafo final del apartado 42 de sus Considerandos y al que ya me he referido más arriba.
Habrá que poner fin, por lo tanto, al menos en el ámbito de la tutela colectiva resarcitoria, al uso inadecuado de los daños morales, como “mecanismo alternativo” para imponer una indemnización cuando no existe prueba cierta de daño patrimonial alguno y sin que concurran tampoco elementos fácticos suficientes para considerar apreciable un daño moral. La experiencia de la jurisprudencia estadounidense al respecto de los daños morales (pain and suffering) ofrece, a mi juicio, criterios que merece la pena tomar en seria consideración en este punto, para devolver nuestro concepto de daños morales a su significado y alcance genuino.
Por lo pronto, bastará con que se alcance un consenso, al menos, en torno a los dos requisitos que deben concurrir para la aplicación del recurso colectivo resarcitorio dispuesto en la Directiva 1828/2020 y en el Anteproyecto de Ley, y a los que me ha parecido oportuno dedicar esta entrada: (i) el daño a los consumidores causado por el empresario debe producirse mediando acto de consumo (o, si se prefiere, la conducta infractora del empresario debe proyectar su efecto dañoso en un acto de consumo); y (ii) el daño padecido por los consumidores debe ser cierto y no meramente hipotético o potencial, debiéndose impedir el recurso inadecuado -es decir, de forma no rigurosa- a expedientes jurídicos, señaladamente los daños morales, para imponer indemnizaciones que no se sustentan en la existencia de aquel daño cierto.
Foto: Marta Borreguero