Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Una nota sobre Joel Mokyr, The Culture of Growth

 

En su magnífico libro The Culture of Growth, Mokyr nos cuenta cómo entre los siglos XVII y XVIII se formó en Europa la “República de las Letras” que reunía a los hombres de letras de todo el continente en una red que permitió la Revolución Científica y, más adelante, la Ilustración y la Revolución Industrial. ¿Cómo fue posible? Mokyr lo explica a partir de Bacon y de su proyecto por entender la naturaleza para ponerla al servicio del ser humano, esto es, de la mejora de las condiciones de vida de los individuos y los grupos. Eso era revolucionario y contrario a la psicología humana – no es raro que surgiera en la región más individualista del planeta – y suponía, como dice Mokyr, la victoria de los modernos sobre los antiguos. La pérdida de respeto a la tradición. En el siglo XVII, Aristóteles estaba muerto. Todo el saber científico del mundo antiguo, superado y arrumbado. Newton había explicado las leyes de la naturaleza y el movimiento de los cuerpos celestes de manera irrefutable. Aunque lo hiciera subiéndose a “hombros de gigantes”, las hazañas de esos gigantes eran minucias al lado de la obra de Newton.

Europa pudo llevar a cabo la revolución científica, dice Mokyr, porque esa élite formada por unos pocos cientos de hombres de letras en el siglo XVII pudieron organizar una ‘república de las letras’, una red que proporcionaba a sus miembros más destacados reputación y patronazgo de reyes, nobles y comerciantes en la que se generó un vibrante mercado de las ideas y en la que se cambiaron para siempre las reglas del juego de la producción de ciencia y tecnología: ya no bastaba con mejorar, vía ensayo y error, el conocimiento y las máquinas legadas por las generaciones anteriores. Había que explicar por qué una tecnología funcionaba y otra no. Mokyr dice que todo esto fue posible gracias, de un lado, a la fragmentación política de Europa – que impedía a ningún poderoso reprimir el estudio y la publicación de las nuevas ideas – y, de otro, la unidad cultural europea proporcionada por el Cristianismo y el latín. La ‘infraestructura’ de esta red era la correspondencia (había individuos que actuaban como nodos copiando cartas y remitiéndolas a otros miembros de la red) y la publicación de libros – ampliamente traducidos – gracias a la extensión de la imprenta y a la amplia libertad de imprenta de la que se disfrutaba en Holanda e Inglaterra. Todo eso lo ha contado ampliamente Jonathan Israel.

Mokyr considera que lo realmente revolucionario fue la dinámica que supuso la creación de un mercado de las ideas que funcionaba competitivamente. Una vez en funcionamiento el mercado, los incentivos de los jóvenes con más talento para entrar en él permitió que el desarrollo científico y tecnológico ya no se parara, como había ocurrido siempre en el pasado y en todas partes del mundo. El mundo había vivido varias Ilustraciones fuera de Europa. En China en el siglo XII y en Irán y el mundo islámico entre el siglo VIII y X. Pero siempre, esos procesos de avance y desarrollo científico se habían parado y las fuerzas malthusianas se habían apoderado, de nuevo, de los sistemas económicos.

Por primera vez, sin embargo, en el siglo XVII en Europa, el mercado de las ideas evolucionó en una espiral virtuosa combinando lo que Mokyr llama “conocimiento propositivo” – Ciencia – y “conocimiento prescriptivo” – Tecnología – para producir, a partir de finales del siglo XVIII una tasa acelerada de innovaciones aplicadas a la producción de bienes que llamamos Revolución Industrial y un tipo de crecimiento que ni siquiera Adam Smith apreció (por eso Mokyr distingue entre crecimiento smithiano y crecimiento schumpeteriano): el de la destrucción creativa basada en la aplicación de la ciencia a la producción de bienes y servicios. Mokyr insiste en que pasaron varios siglos desde que el proyecto baconiano se puso en marcha hasta que se tradujo en avances tecnológicos revolucionarios.

Quizá la República de las Letras del siglo XVII deba calificarse menos como un ‘mercado de las ideas’ y más como una sociedad, como un gran contrato de sociedad al que podían adherirse todos los que compartían esas dos ideas que Mokyr atribuye a Bacon (comprender la naturaleza, obedecer sus leyes para dominarla y ponerla al servicio de la Humanidad) y que aceptaran el método científico que habían ejemplificado Galileo y Newton. El fin común era avanzar el conocimiento, crear conocimiento útil. Las aportaciones se hacían aumentando el conocimiento propositivo y el prescriptivo. El valor de las aportaciones se medía por el reconocimiento que proporcionaban los otros miembros de la ‘compañía’, para lo que era necesario publicar las propias aportaciones. El reconocimiento generaba una reputación que se traducía, como se ha dicho, en puestos bien remunerados y prestigiosos en alguna corte europea, los dividendos.

De modo que, quizá, la República de las Letras, como institución, era menos un mercado y más una empresa, esto es, producción en equipo. Las ideas no se intercambian como se intercambian los bienes porque no se trata de asignarlos al que más los valora ya que no hay rivalidad en su uso, ni se trata de generar precios gracias a la competencia que reúnan toda la información disponible sobre el bien porque la información sobre la “calidad” del conocimiento nuevo la proporciona la revisión por pares. De modo que, quizá, la señera capacidad de los europeos para cooperar con extraños, producto de la destrucción de los clanes y las familias extensas tempranamente en la Edad Media por la Iglesia católica y su prohibición de los matrimonios consanguíneos, también explica en alguna medida cómo fue posible ese trabajo en equipo entre europeos de distintas religiones, tradiciones filosóficas y filiación política. En medio de las guerras de religión fue posible la producción científica de más nivel desde la invención de la agricultura.

Se explica también así – no como un mercado de las ideas sino como producción en equipo – que, una vez puesta en marcha, el crecimiento de la producción científica (su aplicación a la producción de bienes en forma de tecnología era inevitable dados los incentivos que proporcionaba la demanda militar y de consumo) fuera sostenible. Si en vez de llamarla “república de las letras” la llamáramos – con un nombre que, seguro, resultaría más familiar a sus miembros – la corporación de las letras podríamos explicar por qué la continuidad del conocimiento, su expansión y su extensión a nuevos campos estaba asegurada: universitas non moritur. Pero quizá, después de todo, el nombre de República de las Letras sea el correcto: ¿qué es si no la Res Publica?


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