Por Juan Antonio Lascuraín
Cuando se analiza qué responsabilidad penal corresponde a los individuos que participan en el entramado de relaciones que supone una empresa por los delitos que se cometen en la misma, en su favor y a partir de su actividad (los específicos “delitos de empresa”, frente a la noción de “delitos en la empresa”, como tempranamente clasificó Schünemann: Unternehmenskriminalität vs. Betriebskriminalität), el moderno punto de partida son los administradores de la sociedad. Se afirma su posición de garantía respecto a tales delitos (todos o algunos de ello, cosa que se discute) y, a partir de la inevitable delegación de funciones, se afirma su autoría por omisión de los delitos de su subordinado–delegado si lo le vigilan y corrigen adecuadamente.
Pero no son estos mecanismos de atribución jurídica de responsabilidad penal los que ahora me interesan ahora, sino la cuestión, tradicionalmente nada tratada pero últimamente más, afortunadamente, de si no estaremos no empezando por el principio. Si lo que la lógica jurídica demandaría a partir de la idea de la empresa como fuente de riesgos es que se comenzara por el titular de la empresa y que se entendiera que en las sociedades mercantiles tales titulares son los socios: ¿por qué no empezamos por los socios en cuanto genuinos “titulares de la empresa”, “cúspide de la empresa”, iniciadores de los riesgos que la misma comporta?
La decisión es trascendente por dos razones imbricadas: por la asignación de la posición de garantía que corresponde a la empresa a los socios y por la consecuente asignación a los mismos de un deber de vigilancia y corrección, por moderado que se configure su contenido, sobre los administradores. Esta opción es tentadora por su simplicidad estructural y por su limpieza en la asignación de responsabilidades. El emprendedor es el dueño del patrimonio, que lo pone a producir, con los riesgos que ello comporta, encargando su gestión a uno o varios administradores. El árbol de delegaciones comenzaría en él.
Conviene recordar que resulta obvio que los socios pueden cometer delitos como tales socios en la medida en que se sumen a un acuerdo delictivo del órgano asambleario de los titulares de la sociedad. No hay mejor ejemplo para ello que el de los acuerdos abusivos del artículo 291. La cuestión que planteo y cuya respuesta suscita disenso es la de la posibilidad de que los socios pudieran ser responsables por omisión de los delitos de los administradores. Turienzo Fernández lo defiende a partir de que son precisamente ellos los que han generado o asumido esa fuente de riesgos que es la sociedad; la delegación de su gestión en los administradores no les privaría de sus deberes residuales de vigilancia y control sobre los mismos, con ciertos límites que se derivarían del tipo de socio y de sociedad (solo los socios mayoritarios en sociedades cerradas y solo los accionistas significativos en sociedades cotizadas).
El problema de esta visión aparentemente tan racional es que se aleja de la realidad económica y del ordenamiento mercantil. Ciertamente la asignación adicional de posiciones de garantía a los socios, como toda ampliación de la responsabilidad penal, supone una interpretación normativa que puede desplegar mayores efectos preventivos. Pero la pregunta es si es justa y si es eficaz en términos globales de funcionamiento social. Por un lado, el de la necesidad, porque aquel efecto preventivo lo despliega creo que con suficiencia la cada vez más abarcativa responsabilidad penal de los administradores y de la sociedad misma; por otro, porque la amenaza penal puede tener un efecto disuasorio que perjudique los efectos productivos que genera la personalidad jurídica sobre la base precisamente de la limitación de la responsabilidad de los socios.
Más limitada es la responsabilidad penal que propone Pastor Muñoz , a cuya posición se adhiere Robles Planas, quienes parten de una separación de esferas entre socios y administradores, y de un correlativo principio de confianza; separación en la que no obstante queda un deber residual de delegante en los socios: el de “revisar” si se cumplen los presupuestos materiales de la delegación, pues si estos fallaran los socios recuperarían su posición de garantía original. Así, según esta tesis, si los socios, al serles sometida a control la gestión social, descubrieran el carácter delictivo de la gestión del administrador y, sin embargo, aprobaran la gestión y no cesaran al administrador, ya no podrían desentenderse de la gestión delictiva futura de reste.
Muy convincentemente crítico con esta manera de ver las cosas, también la más moderada, se muestra Alfaro Águila–Real , quien considera que es erróneo calificar a los administradores como delegados de los socios. Los administradores no ejercerían sus competencias de gestión y representación del patrimonio social por delegación de los socios sino por atribución imperativa de la ley. Así, los socios no podrían actuar en el tráfico con efectos sobre el patrimonio social ni personalmente ni a través de un apoderado. Como los socios no delegan sus competencias en los administradores, “no pesa sobre ellos un deber de vigilar lo que estos hacen. Tal vigilancia es solo una carga en sentido jurídico–técnico. No una obligación”.
Cabe abundar en esta línea con argumentos adicionales. Partir de los administradores como “titulares de la empresa, como “cúspide”, responde a que ostentan la dimensión de gestor de la empresa propia del empresario. La razón de su posición de garantía original sería no tanto la iniciación del riesgo como el mantenimiento como propio de una fuente de riesgo, el “dominio social”, según la afortunada expresión de Gracia Martín. Sintomático es que el propio Código Penal, cuando quiere trasladar la imposible responsabilidad original de la persona jurídica, lo haga precisamente sobre los administradores actuantes y no sobre los titulares de la misma (art. 31).