Por Gonzalo Quintero Olivares

 

Decir que la situación política y social de Cataluña es un delirante pandemónium no descubre nada. Pretender enumerar las causas de esa situación es tarea que requeriría cientos de páginas para ser expuesta y, además, habría que dar entrada a versiones diferentes. Pero el hecho cierto y real es que la tensión independentista no decae, y todavía hay decenas de miles de compradores del cuento de la feliz arcadia que será la República Catalana. El panorama se completa con la cantidad de poder que, gracias al componente irracionalista del independentismo,  retiene el fugado Puigdemont, cuyo único vector político es su propia conveniencia, resumida en una idea: aut Caesar aut nihil, cuyo corolario es “o yo o el desastre”.

Los visibles rasgos de peronismo que adornan al independentismo han obrado el efecto de que el retorno triunfal del líder sea la conditio sine qua non para la convivencia política. La vía no puede ser otra, se dice, que la amnistía, además, por supuesto, de la convocatoria de un referéndum de autodeterminación, en el que las preguntas serían exclusivamente las que decidiera el independentismo, no fuera a ser que por preguntar demasiado se desviara el votante.

Por otra parte, son muchos los que coinciden en admitir que la situación de los condenados por la STS de 14 de octubre de 2019 constituye un obstáculo para la normalización de la vida política en Cataluña, y, por lo tanto, se impone un indulto que, además alcance a las penas accesorias de inhabilitación, para que puedan regresar a la vida política, en la que tan brillante ejecutoria tienen. La idea de esperar al progreso penitenciario no sirve, y, según se dice, eso es un hecho demostrado, además de que no supone la supresión de la inhabilitación.

Para cuando circuló la noticia de que el expediente de indulto continuaba su curso normal en el Ministerio de Justicia, ya estaba sobre la mesa una exigencia diferente, planteada por el Sr. Torra: la amnistía. Tiene su lógica, pues el indulto no podría alcanzar al líder redentor fugado, ni a otros, de inferior nivel,  que le acompañan. Esa amnistía, claro está, tendría que circunscribirse a todos los hechos relacionados de un modo u otro con el independentismo, lo cual no se puede concretar fácilmente.

Hay quien dice que lo de la amnistía no es planteable porque está prohibida por la Constitución. Pero eso no es cierto, la amnistía es una manifestación del derecho de gracia, que no aparece mencionada ni en el Código penal ni en la Constitución, pero de esa ausencia no puede derivarse, sin más, una prohibición. La amnistía tiene un carácter mucho más extraordinario que el indulto, y, aunque teóricamente la amnistía puede referirse a cualquier clase de delitos y no necesita que en el país haya sucedido nada especial, lo cierto es que normalmente se orienta a delitos de dimensiones políticas, y, en segundo lugar, se concede con ocasión de los cambios políticos en el Estado. Es lógico que así sea, pues la amnistía sirve para construir un nuevo espacio de concordia y recomenzar la convivencia política.  Que no se mencione a la amnistía en el Código Penal no es un obstáculo: la amnistía es un recurso extraordinario que se regula en la propia Ley que lo concede, que debería ser una Ley Orgánica. Lo que de verdad sería anómalo es que el sistema penal previera su posible pérdida de efectos por razones políticas futuras.

El problema real es otro. Que Puigdemont, por boca de Torra, exija una amnistía es comprensible, pues el único modo de poder regresar a España y sin pasar por los Tribunales. Pero quien eso pide no puede, simultáneamente, advertir que no se renuncia a la declaración unilateral de independencia ni otra convocatoria de referéndum al margen de la Constitución. Y eso es lo que hay.

Ante ese panorama, el Gobierno, sin duda deseoso de mostrar receptibilidad al problema, nada dice de los indultos, menos aún de la pretendida amnistía, tampoco señala el camino de la evolución de la ejecución de la pena, pero, según anuncian los medios, prevé aprobar la reforma del delito de sedición antes de acabar el año. La idea que subyace parece bastante clara: una reforma que redujera la pena señalada a ese delito produciría el inmediato efecto de retroactividad de ley penal más favorable y podría determinar la extinción o drástica reducción de las condenas que se impusieron en la sentencia de 14 de octubre de 2019.

Para el mundo independentista esa intención no resuelve su problema. En primer lugar, porque la aprobación de una Ley Orgánica ( precisa para reformar el Código) requiere un alto consenso. Para que pudiera estar aprobada y promulgada antes de fin de año mucho habría que correr. Pero es que, además, deja fuera a Puigdemont, cuya inmunidad parlamentaria europea puede caer y, salvo que, con su experiencia fuguista, se traslade rápidamente a un Estado ajeno a las decisiones del Parlamento europeo, podría ser enviado a España para ser juzgado.

Pero creo que el problema profundo es otro, que se resume en una sola idea: los delitos de rebelión y de sedición, no han de ser reformados sino suprimidos. Seguidamente, con la mayor brevedad, expondré las razones, que no se limitan, como se ha dicho, a que las penas previstas sean excesivamente duras. La zona del Código Penal en que se enclavan esos delitos nunca ha sido puesta al día realmente, lo que pasa por olvidarse de ideas decimonónicas y, además, armonizarla con los modos en que acciones de esa clase se tipifican en los Códigos penales europeos modernos.

Reformar el delito de sedición como si con eso bastara es un esfuerzo baldío y desacertado. Es precisa una reforma integral del amplio grupo de infracciones que hoy se reúnen en los Títulos XXI y XXII del CP. La configuración de las tipicidades exige, no obstante, un previo acuerdo en torno a una serie de cuestiones, y cuesta vislumbrar un atisbo de concordia.

La premisa de la que parten los Códigos penales europeos es tan simple como determinante: no se concibe ni remotamente la posibilidad de cambiar el orden constitucional por vías violentas o ilegítimas. Aceptada esa idea,  las tipicidades se configuran de otro modo, prescindiendo de proyectos de cambio o de desafío frontal al Estado, y eso permite configurar conductas más concretables jurídicamente, renunciando a elucubraciones sobre la viabilidad del proyecto, que, y eso es lo peor, acaban conduciendo a la tesis de que la nula viabilidad del proyecto para los fines teóricos anunciados no es óbice alguno para apreciar el delito, con lo cual pueden ser castigadas conductas cuya ofensividad es casi inexistente, y, por eso mismo, la justificación de los castigos carece de una base razonable de antijuricidad material.

Sin duda que el orden constitucional merece tutela penal, pero dentro del principio de extrema ratio y eligiendo bien cuáles han de ser las conductas inadmisibles. Esa selección de conductas exige un debate serio y sereno, lo cual en España es algo más que difícil, y para muestra basta con recordar la bronca polémica sobre si los hechos juzgados en la Sentencia del 14-O eran constitutivos de rebelión o de sedición. A nadie se le ocurrió decir, por aquellos días, que el delito de rebelión no existe en el derecho penal común de ningún Estado de la UE.

En las leyes penales solamente han de permanecer actos gravemente contrarios al modo de convivencia política que genera la Constitución. No son delitos contra la Constitución, sino contra el modelo de Estado y de derechos que ella alumbra, por lo que el nombre del Título sería lo primero a revisar. Y, en relación con los nombres, nada se perdería, antes lo contrario, cambiando los nombres de algunos delitos, especialmente los de rebelión y sedición, para así llamar la atención sobre una renovación del actual planteamiento de esas figuras. Ello no obsta para afirmar que necesariamente tiene que existir una tipificación del intento violento y armado de acabar con el Estado de Derecho español, que es la Monarquía Parlamentaria.  Ese delito tendría que denominarse, creemos, Alta Traición, abandonando la denominación de rebelión y, con ello, el espacio jurídico que se concede en esa tipicidad a la idoneidad de los medios, sin perjuicio de que  la impune tentativa absolutamente inidónea sea la calificación adecuada a muchos casos pretendidamente constitutivos de rebelión.

La vigente descripción de la rebelión carece, pues,  de la claridad exigible en un tema de tanta importancia, y basta remitirse al volumen de discrepancias que se han producido incluso entre los penalistas, por no hablar de la opinión pública. Es la ideología la que dicta el contenido de la figura, y no el examen de los medios (lo objetivo) o de los fines (lo subjetivo).  Además del problema que supone la vaguedad sobre la significación penal de la viabilidad de los fines en relación con los hechos tampoco contribuye a la razonabilidad de la figura la ausencia de una escala de conductas menores, aunque partan de premisas o propósitos similares, que pudieran tener su espacio y su castigo en figuras subsidiarias.

Junto a la Alta Traición, y con ese mismo nombre o el de Deslealtad Constitucional grave, tendrían que tratarse los intentos de separar una parte del territorio del Estado, o de una parte de una Comunidad Autónoma, si se hacen usando la fuerza armada. Las declaraciones formales de responsables de la gobernación o de la legislación de las Comunidades autónomas, y los supuestos acuerdos ejecutivos o legislativos (jurídicamente, de nulidad radical) merecen sin duda respuesta penal, pero, por incendiarios o escandalosos que sean,  nada de eso puede llegar a la categoría de Alta Traición. Cuestión diferente es que en relación con comportamientos de la gravedad de la Alta Traición debe haber una punición expresa de actos preparatorios, excluyendo, según creo, los calificables de provocación, así como una cualificación para los máximos responsables políticos de los hechos.

El delito de sedición ha jugado en la doctrina y en la jurisprudencia un papel normativo de “pequeña rebelión” o “gran desobediencia”. La dimensión de desobediencia ha de dar lugar a responsabilidades, por supuesto, pero encuadradas en el correspondiente ámbito de decisiones, judiciales o administrativas, pues tratar a todas las situaciones de incumplimiento como un “análogo acto injusto” no tiene sentido.

La palabra sedición ha calificado conductas en la historia penal española que han ido desde la confabulación de funcionarios para torpedear la acción del gobierno, hasta la huelga de obreros, y en la vertiente actual la oposición al cumplimiento de las decisiones judiciales o administrativas. En este contexto, debemos plantearnos como alternativas el que la sedición vaya referida a desobediencias civiles generalizadas y al incumplimiento sistemático de sus obligaciones por parte de los funcionarios.

Actualmente es visible en la doctrina penal la corriente contraria a la subsistencia del delito de sedición, figura tildada de arcaica. La esencia de ese delito la tenemos en el art. 544:

Son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales” 

La sola lectura del precepto evidencia sus defectos: Un delito que comete un “colectivo” impreciso que no se comporta pacíficamente ( otro concepto difícil) , y que se alza frente a la autoridad con unas finalidades: impedir la aplicación de las leyes, o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos o de las resoluciones administrativas o judiciales, y el delito se consuma, aunque esa finalidad no se alcance.

A eso se anudan unas penas cuya gravedad no se corresponde a la vaguedad de los hechos que determinan la existencia del delito. Por esa razón, parte de la doctrina y de la jurisprudencia, han añadido un elemento subjetivo consistente en la motivación política o social, que no aparece en la descripción legal, pero que es comprensible porque, se dice, una pena tan grave solamente se comprende si se entiende que los responsables de ese hecho pretenden colapsar el funcionamiento del Estado de Derecho.

En suma, una tipicidad incomprensible, que describe una conducta oscura, que tanto puede ser una protesta como un intento de desafiar al Estado, y que tiene prevista una pena desmesurada.

Según una extendida opinión, la sedición persigue el cuestionamiento de la autoridad del Estado, pero no mediante escritos y declaraciones, sino que precisa algo más: es un suceso que pasa por un alzamiento público y tumultuario. Esa clase de alzamiento ha de tener lugar en algún espacio público, pero también es evidente que el espacio público puede ser usado para expresar la discrepancia política, pero eso no puede ser delictivo, lo que obliga a exigir algo más y algo distinto.

Todo conduce a la conclusión de que lo mejor sería olvidarse de reformar el delito de sedición y prescindir de una tipicidad tan oscura.  De las conductas que se señalan como sediciosas solo son claros los componentes de desobediencia y resistencia mediante el desorden público y, siendo así, bastaría con configurar un delito de desórdenes públicos orientados a quebrantar el cumplimiento de las Leyes o las funciones de autoridades legítimas. Si los hechos son instigados desde alguna instancia de poder público se puede responder con pena mayor, pero en ningún caso debieran alcanzar las penas que actualmente prevé el art.545 CP.

Los problemas de esa zona del Código Penal no se agotan con la rebelión y la sedición, pues también los delitos de desórdenes públicos demuestran poca atención del legislador a los principios limitadores del Derecho penal. Y, por supuesto, es precisa una reformulación de delitos como los de desobediencia y resistencia, los ultrajes a España o a la Corona y otros. Pero, como es lógico, no puedo entrar en todo ese amplio catálogo de infracciones penales.

El Derecho penal ha de defender y proteger el orden constitucional, pero en nombre de ese objetivo no puede hipertrofiarse la intervención penal y, mucho menos, reducir las exigencias derivadas de los principios de ofensividad, y, por supuesto, al tan reiterado como olvidado principio de intervención mínima.


Foto: Roberto García Fadon