Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Fin común y contratos de intercambio

Podría demostrarse que un fin común a las partes de un contrato está presente no sólo en el contrato de sociedad sino en todos los contratos. Esto no quiere decir que sea incorrecto calificar un contrato como de sociedad cuando pueda identificarse que un fin común mueve a las partes a celebrar el contrato. Ni quiere decir que sea correcto calificar como préstamo o arrendamiento un contrato parciario. Quiere decir que no deberíamos perder de vista que todos los contratos – señeramente el de sociedad – sirven al mismo objetivo: articular la cooperación pacífica entre individuos. De manera que aunque las partes de un contrato de compraventa persigan objetivos distintos (el comprador obtener una cosa y el vendedor obtener un precio), ambos persiguen como fin común ‘mejorar su condición‘ (Adam Smith), lo que les incentiva a comportarse con la contraparte tan agradablemente como les sea posible para conseguir que acepte celebrar el contrato; que nos elija como contraparte (como dice el refrán chino, ‘si no eres capaz de sonreir, no abras una tienda‘). Los contratos de intercambio, todos los contratos, son interacciones mutualistas. Una de las partes da a la otra lo que la otra quiere para que la otra le dé lo que la primera quiere. El mercado – los intercambios – y la sociedad son intercambiables, valga la redundancia.

 

Razonamiento de grupo y razonamiento individual

Como explica Robert Sugden, (The Community of Advantage: A Behavioural Economist’s Defence of the Market, 2018), la diferencia entre un contrato de intercambio y un contrato de – diríamos – sociedad es que en el segundo hay ‘razonamiento de grupo’, esto es, los miembros del grupo se preguntan ¿Qué deberíamos hacer? y no – estratégicamente – qué es lo que más me conviene hacer teniendo en cuenta la conducta esperada de los demás:

«En el caso de los grupos, estamos ante una cuestión de sincronización: cada uno de los miembros del grupo decide ajustar su conducta a la “regla” en el conocimiento de que los demás harán lo propio» (la regla actúa como focal point).

¿Cómo es la dinámica en grupos en comparación con la interacción entre dos individuos? Dice Sugden:

«en cualquier situación en la que haya N individuos pero sólo una posible interacción, una interacción en la que todos los N individuos sean jugadores… la interacción relevante se inicia sólo si todos los N jugadores declaran su voluntad de participar en ella, y no se inicia sólo si al menos uno de ellos declara su falta de voluntad de participar…».

Si la realización voluntaria de una conducta determinada por un conjunto de individuos permite obtener a cada uno de ellos un beneficio mutuo, la “sincronización” de las conductas actúa de forma semejante al mecanismo de precios en un mercado en relación con los intercambios.

«…es esencial para el enfoque contractual que el beneficio de cada persona se defina en términos de lo que cada uno quiere lograr, más que en términos de una concepción unificada del bienestar humano que se supone que debe aplicarse a todos«.

O, en los términos de Levine et alii (Universalization Reasoning Guides Moral Judgment 2020) lo que diferencia un contrato de intercambio de uno de sociedad es el mecanismo cognitivo que usan los individuos para alcanzar el acuerdo: “universalizar” (imaginar que todos hacen lo mismo) es un mecanismo cognitivo de entre los varios que utiliza la especie humana para realizar juicios morales. Por tanto, ha de colocarse junto a la negociación y a la evolución cultural y biológica. La negociación o el acuerdo produce reglas justas y mutuamente beneficiosas (volenti non fit iniuria). Del mismo modo – sugieren los autores – la universalización cumple una función parecida a la del consentimiento contractual porque tiene en cuenta los efectos de la pauta de conducta individual sobre todos los afectados por la misma, esto es, internaliza los efectos sobre terceros de la conducta individual igual que los internaliza el contrato bilateral entre las dos partes que lo celebran: «En otras palabras, al universalizar, las personas pueden simular un proceso de negociación virtual para determinar las libertades y limitaciones morales con las que todos estarían de acuerdo» V., un resumen de este trabajo en esta entrada. V., también esta, esta y esta entradas.

 

El seguro y el interés común de los asegurados

La diversificación del riesgo se logra cuando se “acumulan riesgos estadísticamente independientes” (v., con más indicaciones, Jesús Alfaro, Las funciones de la compañía de seguros, Derecho Mercantil, 2015). La acumulación de los riesgos semejantes y estadísticamente independientes entre sí a los que está sometido un grupo de personas (i.e., que se les incendie su casa) se logra, prima facie, mediante la celebración de un contrato de sociedad entre todos los sometidos al mismo riesgo. Y así ha sido históricamente. En las sociedades primitivas, todas las interacciones cooperativas entre los miembros de un grupo se articulaban a través de ‘contratos de sociedad’, no a través de intercambios. Sencillamente porque no había en estas sociedades especialización y división del trabajo que permitiera la aparición de intercambios y la formación de mercados. Y la cooperación entre los miembros del grupo era vital porque el entorno era muy arriesgado. De manera que la coordinación era esencial para reducir tales riesgos. Piénsese en la volatilidad en la captura individual de alimento o en que cualquiera de los miembros sufriera un accidente y no pudiera valerse por sí mismo durante unos días. La provisión de aseguramiento frente a los riesgos de la vida es la explicación más elemental de por qué los humanos somos tan sociales, tan groupish, tan tribales, tan conformistas etc

En las sociedades pre-industriales, el seguro lo proporcionaban sociedades mutuas. La pertenencia a la mutua no era producto del consentimiento contractual de cada uno de los miembros del grupo. Es obligatoria porque el grupo no podía dejarte morir pero tampoco que alguien se convirtiera en un parásito o un gorrón. Como dice Vanberg, en las sociedades humanas bien ordenadas, ser un parásito no es una opción.

En el seguro, se organice como sociedad mutua o se contrate intercambiando el riesgo y la prima, existe entre todos los sometidos al riesgo – todos los habitantes del pueblo que pretende cubrir el riesgo de que se incendien sus casas – un interés común. Todos los asegurados tienen interés en minimizar el número y la envergadura de los siniestros. Este es un interés común porque el coste de los siniestros será soportado por todos ellos en proporción al valor de su interés (de su casa). Y, lo que ahora me interesa destacar, este interés común permanece aunque el seguro se procure a través de un contrato de intercambio entre cada asegurado y la compañía – sociedad anónima – aseguradora.

En este último caso, el contrato de seguro se describe – un tanto artificialmente – como un intercambio de un “precio” – la prima – por un “mal” – el riesgo -. La aseguradora asume el riesgo que pesa sobre el asegurado de manera que si se produce el siniestro, el asegurado es indemnizado por la aseguradora. Si la compraventa lo es de bienes, el seguro lo es de ‘males’ y por eso el que ‘compra’ el ‘mal’ es el que recibe el precio y el que se libra del mal, el que lo paga. Pero, económicamente (no jurídicamente), no hay un verdadero intercambio entre la aseguradora y el asegurado: son los demás asegurados con sus primas los que cubren el riesgo que soporta cada uno de ellos. La aseguradora hace de ‘nexo’ entre todos ellos.

Esto significa que, tanto si uno se asegura haciéndose miembro de una mutua como si se asegura contratando una póliza con una sociedad anónima de seguros, sigue existiendo una comunidad de intereses entre todos los asegurados. Todos los asegurados siguen teniendo un ‘interés común’ en minimizar el número y la envergadura de los siniestros. Y este interés común se refleja en la regulación legal del contrato de seguro. Así, la interposición de la persona jurídica aseguradora – del patrimonio separado – entre todos los asegurados impide afirmar que existan relaciones de los asegurados entre sí, lo que debería llevarnos a concluir que los asegurados no tienen deberes derivados de la buena fe que le exijan tener en cuenta los intereses de los demás asegurados (Rücksicht nehmen).

Sin embargo, del contrato de seguro se dice que es un contrato de uberrima fides. (v., la excelente voz Uberrima fides de la Wikipedia).Debido a los problemas de selección adversa y azar moral que plagan la conducta del asegurado, el asegurador tiene derecho a exigir al asegurado que revele la información relevante para calcular la prima adecuadamente (en contraposición al principio del caveat emptor que rige en la compraventa y, en general, en los contratos de intercambio); que se abstenga de cualquier conducta que haga más probable la producción del siniestro una vez celebrado el contrato y, fijada la prima, comunique las circunstancias que supongan una agravación del riesgo (v., las entradas en este Almacén de Muñoz Paredes).

 

¿Cómo explicar estas especiales obligaciones derivadas de la buena fe que son específicas del contrato de seguro y que no existen, en general, en los contratos de intercambio?

A mi juicio, por la persistencia del ‘interés común’ de los asegurados a pesar de articulación de la relación como un contrato sinalagmático por la interposición entre los asegurados de una sociedad anónima. Cuando el seguro se proporciona a través de la membrecía en una sociedad mutua, es una obviedad deducir que cada socio-mutualista ha de tener en consideración, en relación con el objeto asegurado, el interés común a todos los asegurados de minimizar los siniestros. Pero cuando se trata de un contrato de intercambio, la ley debe concretar estas obligaciones ex bonae fidei porque la aplicación de las reglas generales de las obligaciones y contratos podría conducirnos al error. Y es que si los asegurados (de una aseguradora sociedad anónima) pudieran ocultar su verdadero nivel de riesgo o pudieran provocar el siniestro y, no obstante, recibir la indemnización, se produciría, más pronto que tarde, la quiebra de la aseguradora. Y la quiebra de la aseguradora perjudicaría, principalmente, a los demás asegurados (los accionistas tienen su responsabilidad limitada). De manera que, indirectamente, la imposición de estas obligaciones de uberrima fides se explica como un mecanismo de protección de los demás asegurados sustitutivo del deber de lealtad – no un deber fiduciario – que pesa sobre cada mutualista en su condición de socio de la sociedad mutua.

 

Coda: ¿fin común o interés común?

Dejo para otra ocasión y mayor reflexión la cuestión de si convendría sustituir el «fin común» por el «interés común» como el elemento definitorio del contrato de sociedad. Quizá el artículo 1665 CC define correctamente el contrato de sociedad como aquel por el que varias personas «ponen en común» bienes, dinero o industria y no hace referencia al fin común. El Código define cada contrato por las obligaciones que asume, frente al otro contratante, cada parte (1546 CC: se llama arrendador «al que se obliga a ceder el uso de la cosa, ejecutar la obra o prestar el servicio, y arrendatario al que adquiere el uso de la cosa o el derecho a la obra o servicio que se obliga a pagar»; 1538 CC: permuta: «La permuta es un contrato por el cual cada uno de los contratantes se obliga a dar una cosa para recibir otra»; 1445 CC compraventa: «Por el contrato de compra y venta uno de los contratantes se obliga a entregar una cosa determinada y el otro a pagar por ella un precio cierto, en dinero o signo que lo represente»). ¿Por qué habría de ser diferente con el contrato de sociedad? Y los socios se obligan «a poner en común» su aportación, esto es, a contribuir, no al fin común, sino al interés común. Lo que antes de celebrar el contrato es de interés exclusivo del socio pasa a ser de interés común cuando el contrato se celebra. Tras la celebración, cada socio ‘adquiere’ un interés en lo aportado por los otros. Por eso las cuentas en participación se califican como sociedad, porque a su través, unos comerciantes «se interesan» en las operaciones de otros. Y una sociedad leonina lo es porque se pacta en interés exclusivo de alguno de los socios. No hay interés común. Y no hay sociedad sin aportación porque sin aportación no hay interés común (aunque eso no significa que haya de formarse un patrimonio separado y, por tanto, una persona jurídica). Y los socios han de actuar orientados por el interés común (interés social) cuando toman decisiones sobre qué hacer con lo ‘puesto en común’. En definitiva, el interés común parece más prometedor como columna vertebral del contrato de sociedad que el fin común.

Pero, ya digo, este asunto merece mayor reflexión.


foto: JJBOSE

Reelaborada, tras un interesante intercambio con Pedro del Olmo y Francisco Garcimartín, el 24 de octubre de 2023.