Por Francisco Garcimartín

 

Introducción

 

Una de las cuestiones que ha provocado la crisis del coronavirus en el ámbito jurídico es la necesidad de “suspender” o “excepcionar” el juego de las normas generales, entendidas como aquéllas que regían nuestras relaciones hasta el 14 de marzo pasado. La cuestión tiene particular interés cuando se proyecta sobre el Derecho privado sustantivo. Es difícil dudar de la necesidad de suspender, por ejemplo, los plazos procesales cuando los tribunales sólo están funcionando para las urgencias. O los plazos administrativos cuando la administración está, en gran medida, también en cuarentena. Pero es bastante más difícil justificar la necesidad de suspender o excepcionar el juego de las normas sustantivas, i.e. aquellas que nos obligan frente a otros particulares y cuya consecuencia jurídica es propiamente de Derecho sustantivo, típicamente, responsabilidad personal. El Derecho privado general ya prevé mecanismos de adaptación a circunstancias excepcionales (fuerza mayor, caso fortuito, rebus, cláusulas como buena fe, etc.). La cuestión es sí y por qué motivos es necesario ir más allá y suspender o excepcionar ope legis el cumplimiento de deberes y obligaciones materiales, contractuales o legales. ¿Por qué suspender el cumplimiento de una obligación contractual, por ejemplo, el pago de la renta en un contrato de arrendamiento? (vid. ); ¿o el cumplimiento de un deber legal, por ejemplo, la solicitud del concurso cuando el deudor se halla en estado de insolvencia actual? (para la dimensión societaria, vid. lo que explica Farrando).

La formulación de un Derecho privado especial para el estado de alarma plantea, al menos, dos problemas: uno de fundamentación normativa y otro de diseño. Una modificación de las reglas ex post, i.e. aplicable a relaciones ya establecidas, conlleva un efecto redistributivo.  Si el arrendatario sigue ocupando el inmueble sin obligación de abonar la renta es como si el arrendador le pagase un subsidio equivalente al valor de esa renta (o le financiase a coste cero, si simplemente se trata de una postergación del pago). Una regla especial de esta naturaleza supone una redistribución de riqueza de una clase de contratantes (los arrendadores) a favor de otra (los arrendatarios). Y esto, en cualquier Estado constitucional, requiere una justificación valorativa suficiente, esté basada en criterios de eficiencia ex ante (i.e., argumentos del tipo “sería lo que típicamente hubiesen pactado las partes si hubiesen contemplado esta situación”), o en criterios de equidad o de justicia social.

En segundo lugar, incluso si se encuentra una justificación valorativa suficiente, se plantea un problema de diseño: evitar que la regla peque por defecto y/o por exceso. Esto es, evitar que resulte “infra-comprensiva”, y no deje desprotegidos a quienes su fundamento valorativo aconseja proteger. O que resulte “supra-comprensiva”, y de lugar a que quienes no merecen protección se beneficien oportunistamente de ella.

Naturalmente, pueden existir más problemas como, por ejemplo, la estrategia de salida (¿cómo y cuándo tenemos pensado volver al régimen general?) o de evaluación de sus consecuencias (el Derecho privado es una maquina muy compleja y cualquier cambio, por puntual que sea, puede tener consecuencias insospechadas).

 

Ejemplo: el deber de solicitar el concurso

 

El Real-Decreto ley 8/2020 ha suspendido el deber del deudor de solicitar el concurso. Conforme a su Artículo 43 (1):

Mientras esté vigente el estado de alarma, el deudor que se encuentre en estado de insolvencia no tendrá el deber de solicitar la declaración de concurso. Hasta que transcurran dos meses a contar desde la finalización del estado de alarma, los jueces no admitirán a trámite las solicitudes de concurso necesario que se hubieran presentado durante ese estado o que se presenten durante esos dos meses. Si se hubiera presentado solicitud de concurso voluntario, se admitirá éste a trámite, con preferencia, aunque fuera de fecha posterior.”

La suspensión del deber de solicitar el concurso puede resultar chocante a primera vista: ¿Tiene sentido mantener a empresas insolventes en el mercado, aunque estemos bajo el estado de alarma?

La Ley Concursal es muy clara en este punto (Art. 5(1)):

“El deudor deberá solicitar la declaración de concurso dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubiera conocido o debido conocer su estado de insolvencia.”

En incumplimiento de este deber conlleva una presunción iuris tantum de dolo o culpa grave en la causación o agravación del estado de insolvencia y en consecuencia, la eventual responsabilidad personal de los administradores cuando se trata de una sociedad (Arts. 165.1 (1º) y 172.2 LC). La regla nos puede gustar más o menos, pero nuestra Ley Concursal se pronuncia sin reservas sobre esta cuestión y tiene una justificación sencilla. Si el deudor ha caído en insolvencia, es muy probable que mantener el negocio funcionando sólo sirva para incrementar los pasivos y/o deteriorar los activos. Como recuerda la exposición de motivos, el fin de ese deber es “[…] evitar que el deterioro del estado patrimonial impida o dificulte las soluciones más adecuadas para satisfacer a los acreedores”.  Esto es, estamos ante un deber legal cuyo fin es proteger a los acreedores del deudor, y en este sentido encuentra su fundamento último en el Artículo 1902 CC: responden personalmente los administradores de una sociedad insolvente que continúa operando en el tráfico. Como digo, la regla nos puede gustar más o menos, pero la decisión de política legislativa es clara y sencilla.

Conforme al régimen general, el cumplimiento de ese deber no es inmediato. El deudor tiene dos meses para solicitar el concurso. Una posible razón de ser de este plazo es facilitar las soluciones consensuadas. Si la insolvencia es coyuntural, esto es, la empresa es viable pero tiene un problema temporal de liquidez, la apertura del concurso puede ser contraproducente. Y por eso se le deja al deudor un plazo para que intente una reestructuración consensuada con sus acreedores. El Artículo 5 bis y la DA 4º han reforzado significativamente estos mecanismos de prevención de concursos innecesarios.

 

La suspensión de ese deber: fundamento

 

¿Qué sentido tiene, entonces, suspender ese deber durante el estado de alarma? Es legítimo pensar que si la empresa es insolvente, sea consecuencia o no de las medidas adoptadas bajo el estado de alarma, cuanto antes se abra su concurso, mejor; así evitamos ese “deterioro del estado patrimonial” al que alude la Exposición de Motivos de la Ley Concursal. Teóricamente, se podría plantear la “desactivación” de todo el Derecho concursal por la saturación de los juzgados mercantiles, y dejar que jueguen las reglas civiles generales (i.e. liquidación mediante ejecuciones singulares, donde cada acreedor individual cobre lo que buenamente pueda). Pero esta opción no está encima de la mesa.

El único sentido que puede tener una suspensión del deber de solicitar el concurso es establecer una moratoria ope legis para facilitar la vuelta a la normalidad de los negocios viables. El legislador entiende que la crisis del coronavirus es sistémica (y por ello, no imputable a las decisiones empresariales particulares) y temporal. Por consiguiente, es presumible que la gran mayoría de las empresas que hoy se encuentran en estado de insolvencia sean viables; y cuando todo regrese a la normalidad, vuelvan a ser solventes. Si no se suspende ese deber, los administradores de estas empresas pueden verse incentivados a solicitar el concurso ante el riesgo de que, si no lo hacen y al final acaban en concurso -pues ex ante es difícil saberlo-, sean declarados responsables. “No se preocupen, viene a decirles el legislador, que si finalmente se materializa el concurso, ustedes no serán responsables por no haberlo solicitado durante el estado de alarma” (rectius, no se verán perjudicados por la presunción de culpabilidad); “mientras tanto, sea prudentes e intenten renegociar con sus acreedores”.

Como en muchos otros supuestos, el legislador hace una ponderación coste-beneficio. Es seguro que habrá casos en los que la predicción falle y la empresa se debería haber llevado a concurso antes; pero se supone que el coste del retraso en estos casos se ve compensado por los beneficios de no haber llevado a concurso una gran porción de los negocios viables. Los acreedores “ante el velo de la ignorancia” hubiesen -supuestamente- aceptado una regla así.

 

Diseño de la regla especial

 

Ya tenemos el fundamento normativo. Ahora nos queda el problema de diseño. El objetivo es que la regla sólo beneficie a empresa viables cuyo problema es de liquidez temporal, derivado de las medidas adoptadas para combatir la pandemia, y que resulte eficaz para permitirles recuperar su solvencia.  Y es aquí donde empiezan a surgir las dudas.

Por un lado, es legítimo pensar que la regla peca por defecto: se ha suspendido el deber de solicitar el concurso, pero -y al margen de las limitaciones que de facto derivan de la situación judicial- nada impide a los acreedores instar ejecuciones singulares. El problema de acción colectiva que intenta atajar el Derecho concursal sigue ahí. Cuando esas ejecuciones individuales sean previsibles, no quedará más remedio que acudir a la figura del Articulo 5bis LC. Pero, sobre todo, puede pensarse que peca por defecto si tenemos en cuenta que el plazo se ha limitado a la duración del estado de alarma. Es difícil pensar que levantado éste, la situación económica vuelva a la normalidad antes de dos meses (que son los que tiene el deudor para pedir el concurso). De nuevo, la opción del Artículo 5 bis será la única alternativa.

En cuanto al exceso, la opción legislativa no es problemática si pensamos que sólo exime del juego de la presunción de culpabilidad. El deudor que vaya a continuar siendo insolvente aunque la situación económica se recupere debe instar el concurso, pues de lo contrario estaría agravando su estado de insolvencia.

Por último, este análisis del exceso/defecto de la regla me permite justificar mis dudas sobre la forma en la que se está interpretando. El tenor del precepto deja abierta la cuestión de si estamos ante una interrupción del cómputo del plazo o ante una mera suspensión. La pregunta es relevante en relación con los deudores que ya estaban en situación de insolvencia antes de la declaración del estado de alarma, por ejemplo, el 1 de febrero. En estos casos, ¿Comienza a correr el plazo de dos meses de nuevo, una vez levantado el estado de alarma? ¿O simplemente se ha parado el cronómetro, pero se pondrá otra vez en marcha en este momento, computándose el tiempo transcurrido antes? Se ha dicho que la interpretación debe ser la primera, i.e. tras concluir el estado de alarma se pone el contador a cero y comienza el plazo de nuevo. El argumento que se invoca para sostener esta interpretación es el plazo de dos meses que prevé el Artículo 43 (1) RDL 8/2020, durante el que se ordena la inadmisión de concursos necesarios y se da preferencia a los voluntarios. No tendría mucho sentido este plazo si el efecto de la norma fuese suspensivo. Es aquí donde me surgen las dudas: si el negocio estaba en situación de insolvencia el 1 de febrero, esta situación no se debía a la declaración de estado de alarma y por lo tanto, ¿qué sentido tiene darle al deudor otros dos meses más? Si era insolvente antes, ¿por qué darle la protección de la regla especial?

Ese plazo de los dos meses a los que se refiere el Artículo 43 (1) del RDL 8/2020 puede interpretarse de otro modo: simplemente esta pensado para los destinatarios naturales de la regla especial, i.e. aquellos cuya insolvencia ha venido determinada por las medidas adoptadas bajo el estado de alarma. Y para estos supuestos, sí tiene sentido esa preferencia de los concursos voluntarios.


Foto: Julián Lozano www.cuervajo.es