Por Manuel Rodríguez Portugués
A propósito de Luis Medina Alcoz, Historia del Derecho Administrativo español, 2022
Introducción
Hay libros que abordan temas especialmente ricos, amplios y complejos. Y si lo hacen con una perspectiva inédita y con seriedad y rigor, ese libro se convierte en una referencia. Este es el caso de Historia del Derecho Administrativo español, de Luis Medina Alcoz, y con prólogo de Manuel Rebollo Puig, publicado ya hace dos años.
Se trata de un libro ciertamente extraordinario en varios sentidos. En primer lugar, porque como su título indica, tiene por objeto algo que hasta la fecha no se había ensayado entre nosotros: una reconstrucción unitaria y general de la historia de nuestro derecho administrativo. Sí ha habido, y se siguen publicando, muchas y muy buenas obras histórico-jurídicas sobre la administración española. Pero si en unos casos son sólo el preámbulo histórico de trabajos sobre derecho actual, en otros se trata de obras más bien sectoriales, ya sea porque abordan la historia de instituciones jurídico-administrativas concretas, ya sea porque se refieren a la actividad administrativa sobre un determinado sector (lo que llamamos «parte especial») o a personalidades o períodos históricos determinados. Por tanto, desde este punto de vista, el libro de Luis Medina es una aportación bibliográfica única en el panorama de nuestra disciplina y, hasta donde sé, fuera de ella: no hay, en efecto, obras que aborden en general y de forma unitaria la historia del derecho civil español, por ejemplo. Y cuando existen en otras áreas, como la ya clásica Historia del derecho mercantil de Francesco Galgano, no se refieren al derecho español en concreto.
Pero esta obra de Luis Medina es extraordinaria también porque tiene la ambición de abordar históricamente el derecho administrativo, por así decir, en su integridad. En efecto, quizá sea este, «integral», el calificativo que mejor le cuadre. Y es que aborda la historia del derecho administrativo español con una gran amplitud de perspectivas. El derecho es un fenómeno social altamente complejo. Como bien saben los juristas que se precien, el derecho no se deja reducir a una sola dimensión o a un principio único. Por lo pronto, en el derecho hay una dimensión normativa u objetiva, definida por la ley, las normas, el sistema normativo…, y una dimensión subjetiva, es decir, el derecho como derecho subjetivo y el entramado de garantías y procedimientos para su ejercicio y tutela. Pero el derecho tiene también una dimensión organizativa, como ordenamiento, y existe también el derecho como ciencia jurídica, a la que pertenecen la doctrina y las distintas disciplinas jurídicas… Pues bien, Luis Medina no renuncia a ninguna de estas dimensiones. En efecto, proyecta su atención sobre las principales instituciones generales del derecho administrativo, lo que habitualmente llamamos su parte general: procedimiento, recursos, responsabilidad extracontractual, expropiación forzosa, sanciones… Sólo esto, como he señalado, haría ya único el libro en su género. Pero es que el autor, consciente de aquella complejidad, articula su historia del derecho administrativo español conforme a esa «pluridimensionalidad» del fenómeno jurídico. Y esto se percibe incluso de una forma visual, con sólo leer el índice del libro, que se estructura en tres partes y trece capítulos. Mientras que las «partes» son períodos históricos, los «capítulos» se refieren a cada a una de aquellas dimensiones del derecho administrativo y que para Medina se puede decir que son fundamentalmente cuatro: la dimensión institucional-organizativa, la dimensión normativa, la dimensión subjetiva y la dimensión científico-doctrinal.
El autor identifica tres grandes períodos históricos del derecho administrativo español: i) la «parte primera» o «prehistoria», que arranca de la monarquía «jurisdiccional» de los Austrias hasta la implantación del Estado «administrativo» ya bien entrado el siglo XIX, pasando por la monarquía «administrativa» de los Borbones; ii) la «parte segunda» (o «del Estado liberal al Estado autoritario»), que va desde el triunfo de las ideas liberales en Cádiz hasta el primer franquismo, pasando por la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República; iii) y la «parte tercera» (o «del Estado autoritario al Estado constitucional»), que se extiende desde el franquismo de la segunda posguerra mundial hasta la actualidad. No se trata, por tanto, de una periodificación estrictamente cronológica, sino más bien sociopolítica, en la que las épocas ocasionalmente se solapan. A su vez, en cada una de esas partes se dedica un capítulo o un apartado específico a estudiar cada una de las dimensiones citadas: cómo eran el Estado y la Administración (dimensión institucional-organizativa), qué posiciones jurídico-subjetivas se protegían (dimensión subjetiva y que Luis Medina denomina «derecho administrativo en sentido subjetivo»), cómo y con qué garantías se protegían esas posiciones (dimensión normativa o «derecho en sentido objetivo») y cuál era el estado de la ciencia jurídica administrativa en cada momento.
El resultado, como no puede ser de otra manera, es el de una obra apabullante, que deslumbra, que incluso –por qué no decirlo– espanta por el esfuerzo realmente hercúleo que traslucen sus más de cuatrocientas páginas, apoyadas sobre un amplio y riguroso manejo de fuentes documentales y bibliográficas de gran riqueza y variedad. Y por si lo anterior fuera poco –que no lo es, sino mucho–, la obra no se limita a exponer la sucesión de hechos e hitos históricos que jalonan la historia del derecho español en cada una de esas dimensiones. El autor también nos muestra esos períodos y jalones en su contexto histórico, es decir, en el caldo de las ideas políticas dominantes en cada época, también, y especialmente, como subraya con razón en su «Prólogo» el Prof. Rebollo Puig, aludiendo a la historia de la propia administración y de las ideas que contribuyeron a forjarla: desde los tratados antiguos sobre el arte de buen gobierno, hasta la economía política y la ciencia de la administración.
Y este libro es extraordinario también porque en un mundo como el nuestro, en el que lo que prima es la inmediatez y el cortoplacismo, lo habitual no es encontrarse con una obra de estas características. Sin embargo, incurriríamos en un craso error si consideráramos que se trata sólo de un libro de historia destinado a rellenar un hueco en la bibliografía existente, o a satisfacer la curiosidad del autor y de sus potenciales lectores. Es preciso recordar una gran verdad que parece haberse olvidado en estos tiempos convulsos: la historia es una herramienta imprescindible para el jurista. Por lo menos lo es para el jurista académico y para el que, de alguna forma, ejerza sus funciones en o desde las altas magistraturas del Estado. Y es que, sin perspectiva histórica es imposible hacer buen derecho, tampoco buen derecho administrativo. La razón es bien sencilla y tiene que ver con la condición esencialmente histórica de todo lo humano, también del derecho y de las instituciones sociales.
Se podría decir que las instituciones son fórmulas estables para la satisfacción de determinadas necesidades sociales. Pero las necesidades cambian con el transcurso del tiempo. Mientras que algunas de esas necesidades son más o menos permanentes, la mayor parte de ellas son variables. Por eso, si las instituciones tienden por definición a la permanencia, las necesidades y los modos de satisfacerlas se inclinan al cambio. Se establece así una tensión entre dos elementos contradictorios que es de tipo estructural, constitutiva del derecho. Las circunstancias que ayer hicieron nacer a la institución mañana cambian y la hacen desaparecer. La institución que antes era «útil» y provechosa, hoy deja de serlo y se torna dañina. Y cuando esto último sucede, lo que en verdad ocurre es, por decirlo con expresión clásica, que cesa su «causa», de forma que la institución de que se trata deja de tener sentido. Entonces, si la institución se perpetuase, ello sería a costa de no servir ya a una auténtica necesidad social sino al interés particular de algunos en perjuicio de los otros. Y ello, obviamente, ya no sería derecho sino opresión. En estos casos a veces lo oportuno será suprimir la institución; en otros, modificarla o adaptarla para que continúe desempeñando su cometido en unas circunstancias que son nuevas. Pues bien, poner de manifiesto todo esto es parte irrenunciable de la misión del jurista, de cada generación de juristas. Evidentemente para ello es indispensable que el jurista cuente no sólo con una mínima sensibilidad histórica, sino también con una historia que sea apta para tales propósitos y que será, en general, la que hagan él mismo u otros juristas con el apoyo de los historiadores y sus instrumentos de conocimiento. Por eso, libros como el de Luis Medina no son sólo útiles e interesantes, sino imprescindibles. Al menos para quienes aspiren a ser juristas en el sentido propio de la palabra.
Principales líneas argumentales
Por lo demás, ante un libro con tan variados enfoques y registros, sería temerario tratar de reconstruir aquí aun sus principales líneas argumentales. Sólo haré alguna observación en torno a dos elementos, uno general y otro más concreto y episódico. El primero se refiere a la relación entre administración y derecho administrativo. De la lectura del libro se puede extraer muy sintéticamente la idea de que el nacimiento de la administración contemporánea obedeció grosso modo a la siguiente secuencia. Prescindiendo de la situación excepcional de las Indias, en los antiguos reinos peninsulares la organización política era similar a la del resto de Europa: la gestión de las diversas parcelas de la vida social estaba encomendada a un entramado de señoríos, gremios y corporaciones de todo género, de cuyas controversias se componían por vía judicial. También el rey estaba sometido al derecho y a límites procesales. Tan sólo en parcelas más especial y directamente conectadas con el ejercicio del poder real, como hacienda, ejército y mercedes, se reconocía un ámbito regio de actuación desembarazado de aquellas «trabas» judiciales. Era lo que se conocía como «lo gubernativo», por oposición a «lo contencioso». Superado el primer momento revolucionario en el que se suprimió la sociedad corporativa del Antiguo Régimen, el nuevo Estado que la sustituyó hubo de levantar en su seno una institución a la que encomendar muchas de las antiguas funciones que hasta entonces ejercían gremios y corporaciones (beneficencia, sanidad, agricultura, ganadería, educación…), más algunas otras de nuevo cuño (obra pública, transportes, energía, comunicaciones…). Esa nueva institución burocrática y más o menos centralizada fue la administración pública.
Por supuesto, el asentamiento de este «Estado administrativo» no fue cosa de un día. Durante mucho tiempo se encontró con múltiples obstáculos y resistencias. En nuestro caso, por ejemplo, a las dificultades financieras habría que sumar la inestable situación política del siglo XIX, marcado por tres guerras civiles en los que uno de los bandos pugnaba por retornar al antiguo orden. Por tanto, en este contexto, y por lo que a lo administrativo se refiere, los esfuerzos se dirigieron prioritariamente a crear no sólo una administración, sino una administración que ante todo fuera «útil», es decir, que ejerciera sus funciones con eficacia y sin resistencias. Esta disposición hacia una administración autoritaria se exacerbó más tarde por influencia de las ideologías totalitarias, y se prolonga hasta la aparición del Estado constitucional, que entre nosotros no se produce plenamente hasta 1978, aun con importantes antecedentes. En el Estado administrativo, por tanto, la prioridad la tuvo siempre la eficacia, lo cual no significa que ya tempranamente no fueran desarrollándose, poco a poco y no sin dificultades, determinadas garantías (procedimiento administrativo, recursos, jurisdicción contencioso-administrativa, responsabilidad extracontractual de la administración…).
A lo largo de sus páginas, el libro alude con frecuencia a la antiquísima pugna entre la «iustitia» y la «utilitas». Y, aunque no lo señala expresamente, deja entrever que este conflicto podría servir como clave para interpretar el sentido de la historia del derecho administrativo. Así, frente al paradigma jurisdiccional del poder (la iustitia), propio de la Edad Media, en la modernidad se va abriendo paso una concepción más «gubernativa» del mando, en la que este no se justifica solo por su función de impartir justicia, sino por el logro de los más variados bienes comunes (la utilitas). Después, la relación dialéctica entre iustitia y utilitas tornaría a hacerse evidente a partir del nacimiento de la administración contemporánea, cuando, al momento de la iustitia, representado por los proyectos garantistas del liberalismo revolucionario, le sucedería un momento más marcado por la utilitas, y que sería el de la administración autoritaria. De igual forma, la iustitia encarnada por el neoconstitucionalismo de la segunda posguerra mundial estaría siendo sustituida actualmente por un momento más volcado hacia la utilitas (a este propósito en el libro se alude, por ejemplo, a la llamada «nueva ciencia del derecho administrativo» preconizada hoy en España bajo influencia alemana de autores como Schmidt-Assmann).
En cualquier caso, siendo este el panorama histórico, una de las preguntas que se impone es la siguiente: ¿cuándo nació el derecho administrativo? Sabemos cuándo lo hizo la administración pública contemporánea: en España, cuando triunfan las ideas liberales, se supera el Antiguo Régimen y se establece definitivamente –durante la regencia de María Cristina– una administración de nuevo cuño, de carácter tendencialmente burocrático y centralizado. Pero ¿es suficiente esto para decretar también el nacimiento del derecho administrativo? ¿Nació el derecho administrativo al mismo tiempo en que lo hacía la administración? En definitiva, ¿basta que haya administración para que exista, automáticamente, derecho administrativo? Ciertamente, la cuestión es muy teórica y dependiente de lo que se entienda por derecho administrativo. Entender que hay ya derecho administrativo por el solo hecho de que haya administración, supondría afirmar que, dado que esta existe, hay también necesariamente algún derecho que le es aplicable o por el que aquella se rige. Pero entender esto presupone toda una concepción del derecho, es decir, de lo que el derecho es y de cuáles son sus dimensiones. Y para una afirmación de ese tipo está claro que el derecho es sobre todo norma y que esta, la dimensión normativa, es su única dimensión o, al menos, la que prima sobre todas las demás. Sólo así, entendiendo el derecho como sistema normativo, y –además– completo o pleno en sí mismo merced a mecanismos de autointegración de lagunas, de modo que nada hay que escape a su acción, es posible postular que hay derecho administrativo desde el mismo momento en que existe una institución política a la que llamamos administración: sea cual sea el derecho o las reglas que se le apliquen, como alguna tiene que ser, eso sería derecho y, por aplicarse a la administración, derecho administrativo…
Pues bien, no temo equivocarme si afirmo que la visión de Luis Medina es otra. El derecho administrativo puede ser lo que se acaba de señalar. Pero no sólo: es mucho más. Ya hemos visto que para nuestro autor el derecho es un fenómeno complejo, irreductible a una de sus dimensiones. Por eso es posible que una dimensión del derecho administrativo haya nacido en un momento, y otra en otro… Y por eso quizá no trata de responder a algo tan delicado y comprometido como poner «una» fecha de nacimiento al derecho administrativo. Para una concepción multidimensional del derecho administrativo, seguramente habría que hablar de varias fechas: una sería la fecha de nacimiento del derecho administrativo desde el punto de vista normativo-institucional, otra la del derecho administrativo como disciplina científica, otra como sistema específico de garantías del administrado, etc. Sin embargo, lo que sí hay en el libro que comento es un dato que permite construir, si no una respuesta, sí los elementos que permitirían, en su caso, orientar la investigación para construirla. Me refiero al hecho de que nuestro autor diferencia tajantemente la dimensión organizativa de las dimensiones objetiva y subjetiva.
A la primera le dedica, en las partes correspondientes, sendos capítulos titulados lacónicamente «Estado» y «Administración». En cambio, a las segundas les dedica otros capítulos en cuyos títulos ya sí figura la expresión «derecho administrativo» («derecho administrativo en sentido subjetivo» y «derecho administrativo en sentido subjetivo»). Lo que esto quiere decir es que, para Luis Medina, el derecho administrativo propiamente dicho es sobre todo lo que trata en este segundo grupo de capítulos, es decir, fundamentalmente el reconocimiento de la posición subjetiva del ciudadano frente a la Administración y el sistema de garantías de aquel frente a la actividad de esta. Por decirlo de otra manera, para Medina el derecho administrativo estaría más en el ámbito de la iustitia que en el de la utilitas. Por eso, el nacimiento del derecho administrativo –podríamos añadir– no sigue necesariamente al de la administración. Puede haber administración sin que todavía haya derecho administrativo. O puede haber una administración fortísima y eficacísima, pertrechada de formidables potestades y prerrogativas, servida por funcionarios disciplinados y dóciles a sus superiores, y por otro un derecho administrativo todavía débil, rudimentario y poco desarrollado… Todo se resolvería, entonces, en establecer a partir de cuándo y cómo se reconocieron esas posiciones del ciudadano y se establecieron por vez primera sus garantías frente a la administración «contemporánea. En consecuencia, la aparición histórica de manuales con la expresión «Derecho administrativo» en su título tampoco sería, en sí mismo, un dato concluyente. Habría que examinar el contenido de dichos manuales y –sobre todo– el estado real de la legislación y de la práctica judicial y administrativa del momento. Si bien este método tampoco sería quizá definitivo para establecer una fecha concreta de nacimiento, sí permitiría acotar un período más o menos determinado en el que se produjo: aquel en el que comenzaron a formarse las garantías y a reconocerse con cierta amplitud la posición jurídica del ciudadano. Me parece que, en el fondo, estaríamos comprobando una vez más el cumplimiento del viejo aforismo recogido por Bártolo en sus Commentaria ad Codicem, según el cual «el derecho nace del hecho» (ius ex facto oritur), es decir, que primero es la vida de una sociedad –en nuestro caso, la administración– y luego, al aparecer los conflictos, surge el derecho…
Yo, por mi parte, estoy sustancialmente de acuerdo con todo este enfoque, aunque con una precisión que me parece importante añadir. Desde el punto de vista histórico, acepto que el derecho administrativo en el caso español (y seguramente en el de otros países) nació sobre todo cuando, una vez creada la administración contemporánea y ya definitivamente asentada contra quienes pretendían volver atrás, comenzaron a idearse y a aplicarse técnicas dirigidas a tutelar específicamente las posiciones jurídicas de los ciudadanos frente a aquella formidable potentior persona. Pero conste que así fue como nació el derecho administrativo, no en lo que esencialmente este consiste. No es ocasión de extenderme ahora sobre qué sea el derecho en general y el derecho administrativo en particular. Lo que sí quiero decir es que el derecho en general, y el derecho administrativo en particular, no es equivalente sin más a garantías o a reglas que tratan de garantías. El derecho tiene mucho de equilibrio, de equidad, entre esos dos elementos que están en permanente tensión. Tan injusto o antijurídico sería sacrificar la iustitia en el altar de la utilitas –tal y como predominó en los tiempos de la administración autoritaria– como, al revés, que el sistema de garantías paralizara a la administración haciéndole poco menos que imposible la satisfacción del interés general. Si en el primer caso la comunidad estaría instrumentalizando al individuo, en el segundo sería el individuo el que, parapetado en las garantías, estaría instrumentalizando a la comunidad en su provecho. Procurar que ninguna de estas instrumentalizaciones se produzca, o que las que existan se corrijan, es probablemente el corazón del derecho y de la misión que le está reservada a cada generación de juristas. En este sentido, podría decirse que el derecho administrativo español nació cuando, una vez levantada la administración contemporánea e inclinado el ordenamiento de su lado, se equilibró o reequilibró la balanza con las garantías del ciudadano en relación con aquella. Y la historia del derecho administrativo sería, así, la historia de la búsqueda incesante de ese equilibrio, una búsqueda interminable porque la historia –como he señalado antes– nunca se detiene. La utilitas cambia porque surgen nuevas necesidades y formas de satisfacerla y hay que buscar de nuevo el equilibrio. Esa historia, por supuesto, tiene páginas oscuras, como la del derecho administrativo «fascistizado», y otras particularmente luminosas y fecundas, como lo fue particularmente la de la «generación de la RAP», tal y como Medina describe en su libro.
El iusnaturalismo moderno
Pero, como he señalado, merece la pena tocar también un segundo punto, ciertamente menos importante y más secundario para el objeto del libro, pero con cierta enjundia histórica. Me refiero a las alusiones que episódicamente se hacen en sus páginas a la denominada escuela moderna del derecho natural. Por decirlo de forma muy esquemática, Luis Medina sostiene que las principales conquistas en el terreno de las garantías, como el principio de separación de poderes o los catálogos de derechos, fueron un legado directo de esa escuela. Este impulso inicial habría quedado ahogado casi inmediatamente durante la larga época del Estado autoritario, hasta que este fue definitivamente sustituido por el Estado constitucional después de la Segunda Guerra Mundial, recuperándose entonces «abiertamente los postulados básicos del iusnaturalismo clásico en la forma y en el fondo» (§343).
Se trata de un retrato histórico seguramente cierto en sus líneas más generales, pero al que cabe hacerle algunas observaciones. La primera es que la escuela moderna del derecho natural no fue un bloque doctrinal unitario. Ya en la segunda mitad del siglo XVI se pueden registrar sus primeros pasos, y no se extingue hasta el final de la escuela jurídica kantiana, ya bien entrado el siglo XIX. Ante una existencia tan prolongada es lógico que el iusnaturalismo moderno variara extraordinariamente de unos autores a otros, así como de una época a otra. El propio Medina se hace eco de esta variedad en algún momento cuando reconoce que dentro de la escuela hubo muchas corrientes distintas. Precisamente por esto, no tengo claro que iusnaturalismo moderno o racionalista sea equivalente sin más a garantías jurídicas del individuo frente al poder. Dos casos como botón de muestra. El primero es la separación de poderes. ¿Puede decirse con propiedad que Montesquieu formara parte de la escuela moderna del derecho natural? A mí no me parece evidente que sí. De hecho, sus argumentos sobre la citada garantía están más plagados de observaciones históricas y de tipo sociológico que no estrictamente racionalistas. Sus apelaciones a la experiencia recuerdan más al estilo de los juristas clásicos de formación prudencial que no al mos geometricus propio del iusnaturalismo moderno. El segundo caso es el del dominio eminente. Cuando Grocio afirmó que el soberano puede privar de sus bienes a los súbditos, lo hizo sobre la base de una nueva categoría acuñada por él mismo con la expresión “dominio eminente” o “supereminente”. La categoría tuvo gran éxito y no sólo fue adoptada por la mayoría de los iusnaturalistas modernos posteriores, sino que muchos de ellos la utilizaron de facto para rebajar las garantías expropiatorias que en los inicios de la escuela habían formulado juristas como Vázquez de Menchaca. Por lo demás, y como ha puesto de relieve Carpintero Benítez, autor bien conocido por Medina, hubo otras muchas manifestaciones en el mismo sentido: una parte importante del iusnaturalismo moderno se puso abiertamente al servicio del despotismo ilustrado, otros redujeron la categoría del deber a coacción, bastantes exaltaron la voluntad del soberano, muchos negaron el derecho de resistencia, se afirmó la obediencia incondicionada a los mandatos del superior, etc.
A la vista de estos datos, ¿jugó realmente el iusnaturalismo moderno a favor de las garantías, de la iustitia? ¿O lo hizo más bien a favor de la utilitas? Quizá lo hizo a favor de ambas. Paradójicamente es posible que, además del germen de las garantías, llevara en sí también la semilla de lo que más tarde se convertiría en Estado autoritario. Acaso este deba más al caldo ideológico del iusnaturalismo moderno de lo que se piensa. Y tal vez no haya tanta discontinuidad entre el iusnaturalismo moderno, que fue el pensamiento jurídico absolutamente hegemónico en la Ilustración, y el período histórico que inmediatamente lo sucedió. De hecho, algo de esto reconoce el propio Luis Medina cuando, basándose en la también sugerente propuesta de Rodríguez Fernández en su libro Las restricciones sacrificiales de derechos fundamentales (2022), señala que, en “cierto modo, el nuevo constitucionalismo enlaza, no con el individualismo racionalista de Kant o de la Escuela de Derecho natural moderno, sino con el iusnaturalismo tardoescolástico, responsable de la primera construcción teórica que combinó el reconocimiento de la libertad natural como situación originaria, fuente de la obligación de no agresión, con el derecho del Estado a agredir o sacrificar ese derecho anterior en aras del bien común” (§567).
De todas formas, incluso esta última aclaración abre nuevos interrogantes porque, ¿a qué «iusnaturalismo tardoescolástico» alude Medina? La segunda escolástica estuvo bien lejos de ser un movimiento unitario. Dentro de ella es posible distinguir al menos dos grandes períodos con enfoques diversos e incluso opuestos en algunas cuestiones centrales. Las garantías del derecho público contemporáneo, ¿enlazan con la segunda escolástica temprana, de corte más tomista, como la de Vitoria o Soto? ¿O conectan, más bien, con el sincretismo nominal de la segunda escolástica tardía, del tipo de Francisco Suárez? En definitiva, las referencias que se hacen a lo largo del libro a la escuela moderna del derecho natural, la cual por lo demás no es el objeto principal de la obra recensionada, responden a la imagen más difundida y aceptada en la actualidad. Pero comienza a haber indicios de que la realidad no respondió exactamente a ese retrato. Sin duda se abren perspectivas prometedoras para futuras investigaciones y debates.
La actualidad de la historia
Es conocida la frase según la cual no hay nada tan práctico como una buena teoría. Modificando esta sentencia se podría decir también que no hay nada tan actual como una buena historia. El libro de Luis Medina que aquí se ha recensionado es un buen ejemplo de esto último. En él se nos ofrece por vez primera un panorama histórico del derecho administrativo que es, más que general, multidimensional o integral. Gracias a él disponemos ahora de una visión panorámica y multisecular acerca de cuáles son sus tendencias y tensiones históricas dominantes. Y esto, a su vez, permite también imaginar e identificar con mayor facilidad cuáles son las amenazas que hoy se ciernen sobre él y desde dónde pueden venir en el futuro. El propio autor se refiere a las actuales en diversos lugares: el relativismo, el populismo, las tendencias autoritarias y las ideologías extremistas y nacionalistas… Y, desde un punto de vista más técnico-jurídico, advierte también las insuficiencias o peligros de la denominada “nueva ciencia del derecho del derecho administrativo” o de algunas de las aplicaciones del análisis económico del derecho al derecho administrativo, claramente descompensados del lado de la utilitas. Por todas estas razones, su lectura resulta más que recomendable, especialmente para quienes inician su formación y aspiran a ser algo más que «expertos en leyes».
* Una versión notablemente reducida de esta entrada se publicará próximamente como recensión en la Revista de Estudios de la Administración Local y Autonómica.
Foto: Art Institute of Chicago en unsplash