Por Jesús Alfaro Águila-Real

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A propósito de Bowles, Samuel, The Moral Economy

“las buenas políticas y las buenas Constituciones son aquellas que potencian la consecución de fines sociales valiosos no sólo controlando el egoísmo individual sino también evocando, cultivando y potenciando la generosidad y actitud prosocial de la gente… de forma que la persecución del interés propio y los sentimientos morales se refuercen unos con otros, en lugar de reducir recíprocamente su eficacia”.

Samuel Bowles

the voter is cast in a role in which he feels some obligation to consider the social good, not just his own

Kenneth Arrow

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Los incentivos (maximizar la propia utilidad o la reproducción individual) y las preferencias prosociales (actuar altruista o mutualísticamente) pueden actuar como sustitutivos o como complementarios. Cuando ocurre lo primero, ofrecer un incentivo monetario positivo (un premio) o negativo (una multa) puede reducir la contribución a la producción de bienes colectivos que el individuo que recibe el premio realiza en comparación con la que realizaría si no hubiera recibido incentivo alguno. El ejemplo de las multas por llegar tarde a la guardería es una buena prueba: al imponer una multa – incentivo – se redujo la aportación voluntaria de los padres al bien colectivo (no hacer esperar en exceso a los trabajadores de la guardería y que éstos pudieran reunirse con su familia al terminar su jornada laboral). Bowles nos narra en detalle el experimento de Juan Camilo Cárdenas con campesinos colombianos.

El experimento consistía en examinar el comportamiento individual de los campesinos en relación con la explotación de un bien comunal – el bosque tropical –. Se trataba de comprobar si los campesinos, de forma semejante a nuestros vecinos en relación con los terrenos comunales, sobreexplotaban el bosque cuando tomaban las decisiones individualmente y sin acuerdo entre ellos, esto es, si extraían más de lo que sería óptimo para garantizar la sostenibilidad del bosque o, en otras palabras, si se planteaba una “tragedia de los comunes”. El resultado del experimento fue que, sin comunicación entre ellos y sin incentivos monetarios, los campesinos extraían un 44 % menos de lo que sería maximizador de su utilidad individual. Cuando se anunció que se impondría una pequeña multa a los que extrajeran en exceso en relación con ciertas medidas y tras un descenso inicial en el nivel de extracción, los campesinos empezaron a comportarse “racionalmente” teniendo en cuenta la cuantía de la multa y comenzaron a sobreexplotar el bosque (“en algunos casos cuando las comunidades tienen la opción de escoger o no una multa, votan que no a la multa y sin embargo, bajan su nivel de extracción”).

Lo que estos experimentos muestran es que el individuo se comporta como un homo oeconomicus cuando le <<dicen>> que se porte como un homo oeconomicus, esto es, cuando se le dan incentivos para maximizar su utilidad. Si el Análisis Económico nos ha enseñado a ver las normas jurídicas como “precios”, lo que hemos aprendido gracias a antropólogos, biólogos, psicólogos sociales y otras tribus académicas es que las preferencias son endógenas (los comportamientos prosociales pueden ser más o menos intensos en función de los incentivos, luego las preferencias varían aunque tengan un componente hereditario) y que se ven modificadas por el entorno en el que se obliga a los individuos a tomar decisiones. En este contexto, la presencia de un “precio” pone al individuo en “modo mercado”, esto es, lo convierte en un maximizador racional de la propia utilidad porque eso es lo que hace alguien que se enfrenta a un entorno de mercado. Los incentivos, pues, añade Bowles actúan también como indicaciones o pistas a los individuos sobre si deben actuar o no moralmente (prosocialmente). Generalizando, cuando lo relevante es cómo distribuir la ganancia derivada del trabajo en grupo o caída del cielo, la lógica maximizadora se impone y el homo oeconomicus triunfa.

Pero supone, a la vez, que, en ausencia de incentivos explícitos – de precios –, sus niveles de cooperación con los individuos que forman parte del mismo grupo (el grado en el que sacrifica espontáneamente su propio interés para maximizar el bienestar del grupo) son mayores que los que cabe esperar de un homo oeconomicus. Venimos equipados por la evolución genética y cultural para contribuir voluntariamente a la producción en común en mucha mayor medida de lo que predice la conducta racional. O sea, que resolver los dilemas de la acción colectiva no es tan difícil para los humanos.

El experimento de Cárdenas es coherente con otros sobre el “modo mercado” y el “modo comunitario” realizados con el dinero y niños y con recompensas y da alguna pista interesante sobre por qué niveles altos de impuestos pueden no desincentivar el trabajo pero sí pueden hacer disminuir las donaciones a causas altruistas en un país. Si me hacen pagar la mitad de lo que gano en impuestos, quizá trabaje aún con más ahínco para tener los ingresos, después de impuestos, que me permitan tener el nivel de vida que deseo tener (recuérdese el estajanovismo y la interpretación que, de las políticas de Stalin, hacía Mancur Olson). Pero que no me pidan, a continuación, que me comporte como un homo socialis y que sea generoso y done parte del ingreso restante a causas nobles. Si estamos en modo mercado, estamos en modo mercado.

De modo que los incentivos económicos pueden “expulsar” a las preferencias prosociales del cálculo mental de los individuos con lo que los resultados sociales – para el bienestar del grupo o de la Sociedad en su conjunto – pueden ser peores. Esta expulsión o eliminación de los efectos de las tendencias prosociales de los humanos puede ser absoluta (el incentivo hace desaparecer la conducta prosocial) o marginal (el incentivo reduce la eficacia de la conducta prosocial). Bowles nos dice que, en el primer caso, hay que implementar un incentivo de gran envergadura, por ejemplo, una multa muy elevada para los que desarrollen la conducta antisocial (Piénsese en la multa por tirar chicles al suelo en Singapur) si se quiere eliminar la conducta antisocial. En el segundo, introducir multas es contraproducente para eliminar la conducta antisocial.

Pero los “precios” o los incentivos pueden servir también para potenciar las preferencias prosociales de los individuos. Recuérdese que Hayek nos enseñó que los precios “informan” a los que operan en el mercado acerca de lo que tienen que producir y cómo y cuándo hacerlo. Pues bien, el planteamiento de Bowles consiste en separar esta función de los precios – informar – de la otra función que cumplen los precios y es la de “forzar” a los operadores en los mercados a actuar racionalmente, a perseguir irrestrictamente su propio interés. En la metáfora de Adam Smith de la mano invisible la relación de causalidad va de la persecución del propio interés a la consecución del bienestar general. Pero, si los individuos no actúan egoístamente, sino que tienen preferencias prosociales, introducir a los individuos en un entorno de mercado, en el que la competencia expulsa a los que no actúen egoístamente, logra el efecto contrario al supuesto por Adam Smith: una reducción del bienestar general que es consecuencia de que el entorno de mercado no es completo. De nuevo se comprueba que el modelo de competencia perfecta tiene un enorme valor analítico pero puede conducir al desastre cuando se aplica a las interacciones humanas realmente-existentes donde el entorno impide que la mano invisible alcance a todos los efectos sobre todos los individuos y el error consiste, en estos casos, en utilizar como criterios para asignar los recursos unos “análogos a los que usamos para calcular las ganancias y pérdidas de una empresa privada, es decir,… utilizar el análisis coste-beneficio” (Arrow).

Y así, en el experimento de Cárdenas, las multas funcionaron (redujeron la sobreexplotación) cuando se utilizaron, exclusivamente, para informar a los campesinos de la sobreexplotación (la mayoría de ellos preferían quitar las multas). En ese caso, lo que sucede, nos dice Bowles, es que el incentivo actúa como complementario de la preferencia prosocial de los individuos. El incentivo reduce entonces la asimetría informativa y permite a cada individuo contribuir mejor a maximizar la producción del bien colectivo. El entorno sigue siendo el de la cooperación entre todos para explotar sosteniblemente el activo común que es la conducta racional del grupo en un entorno en el que los precios no son completos porque no incluyen las consecuencias de la sobreexplotación (“pan para hoy, hambre para mañana”). Las multas cumplen, en este entorno, una función muy diferente: son el precio que paga cada individuo a cambio de la información necesaria para que el individuo pueda comportarse de la forma que favorece la producción del bien colectivo. Y los individuos pueden saber si se les está multando como un incentivo para que cambien su comportamiento al modo mercado o si la multa es el precio de la información para que contribuyan “mejor” a la producción del bien colectivo. Dice Bowles que los destinatarios pueden discriminar el sentido del incentivo – de la multa – porque deducirán de quién la impone si se trata de una cosa o de la otra. Cuando la multa es “autoimpuesta” por el grupo, es probable que se considere “justa” y que genere un incremento de la conducta prosocial. Cuando es impuesta por alguien ajeno al grupo (la directora de la guardería en el caso de las multas a los padres por llegar tarde a recoger a sus hijos), sólo si puede considerarse por los destinatarios como equitativa y respetuosa con su carácter de miembros valiosos del grupo generará la respuesta conductual deseada.

Por último, el incentivo puede verse por los destinatarios como un intento de controlar su comportamiento por parte del que establece el incentivo. Una vez que me han “pagado” por algo, pierdo mi autonomía.

“Los efectos corrosivos de los mercados y de los incentivos en las preferencias prosociales existen”

y por eso éstas desaparecen cuando son sustituidas por aquéllos

“pero en muchas sociedades se han podido evitar tales efectos gracias a otros procesos sociales que han permitido la supervivencia y el florecimiento incluso de una cultura cívica robusta”.

Y esto a menudo sucede, paradójicamente, en sociedades muy capitalistas, esto es, que cuentan con extensos y profundos mercados como son las del centro y norte de Europa. La razón se encuentra, dice Bowles en que esas sociedades están permeadas por creencias y sentimientos de comunidad, de modo que en ellas se produce un elevado nivel de castigo altruista – de castigo a los gorrones, a los que desarrollan conductas antisociales – . Es decir, son sociedades en las que hay castigo altruista. Pero, más importante, no hay castigo antisocial (el que se impone ¡a los que tienen comportamientos prosociales!). Este último, sin embargo, está presente en las Sociedades fragmentadas en subgrupos (etnias, tribus o grupos sociales definidos) porque los miembros de la misma etnia responden castigando a los que castigan a los miembros de su etnia con independencia de que el castigo de su correligionario estuviera justificado – fuera un castigo prosocial – o no:

“los vecinos de Boston podrían haber entendido que la sanción era una forma de expresar la desaprobación de sus convecinos respecto de la conducta antisocial, mientras que los habitantes de Dnipropetrovsk lo podrían haber visto como un insulto”.

Esta tesis es compatible – pero diferente – con la tesis del doux commerce que tan intensamente analizó Hirschmann y según la cual la exposición de los individuos a los mercados mejora – como decía Smith – la puntualidad y la probidad en el comportamiento de todos, es decir, mejora el comportamiento moral. Bowles sostiene, con las mejores interpretaciones, que no hay por qué presumir tal cosa. Basta con apelar a la racionalidad individual confirmada por la experiencia: cuanto más expuesto está un individuo a mercados que funcionen razonablemente bien, más será su convencimiento de que intercambiar pacíficamente con extraños es beneficioso para él, lo que permite que la evolución cultural disipe la aversión y temor que la selección natural impregnó en los humanos cuando de relacionarse con extraños se trataba, sobre todo, en un entorno en el que los que no eran miembros del propio grupo eran, probablemente, enemigos que deseaban destruirme.

Lo que logran las sociedades liberales con una cultura cívica elevada, concluye Bowles es reducir los vínculos tribales entre los individuos y estrechar los vínculos con toda la Sociedad (recuerden la diferencia entre confianza particularizada y confianza generalizada) y lo hace, sobre todo, porque la protección frente a los riesgos de la vida que a los individuos proporciona la pertenencia a un grupo deja de corresponder, progresivamente, a la familia, al linaje o a la tribu y la proporciona cada vez más la nación o el país. El control de los comportamientos antisociales mediante el castigo prosocial se extiende así a todos los habitantes del país. Por ejemplo

“el Estado de Derecho y otros aspectos del Estado liberal hacen que las consecuencias de confiar indebidamente en un extraño que acaba engañándote sean mucho más leves. En consecuencia, el funcionamiento razonable del Derecho en un país hace que tengas que invertir mucho menos en averiguar si puedes confiar en un extraño para tener relaciones con él. De esta forma, la vigencia del Derecho promueve la extensión de expectativas de confianza y de conductas confiada entre la población”.

El aparato del Estado se convierte en el principal sancionador de las conductas antisociales de forma que los niveles de cooperación sostenibles en esa Sociedad serán mucho más elevados que en otra donde tienen que ser los propios particulares los que sancionen, a su propio coste y esperando que los demás hagan lo mismo, a los que desarrollan conductas antisociales. Y el Estado no sólo sustituye ventajosamente a los particulares en la implementación del castigo prosocial sino que protege “a los que se comportan prosocialmente de  la explotación por parte de los gorrones” a través de todo el sistema de aplicación de las normas jurídico-privadas que regulan, precisamente, esas relaciones.

“Los mercados, naturalmente, son parte de esta historia… la ocasión para que se genere una relación de confianza entre comprador y vendedor no habría surgido si no hubiera habido una ganancia derivada del intercambio, de forma que se producen sinergias entre los mercados y el funcionamiento del sistema jurídico”.

Pero los mercados hacen mucho más (aunque no nos hagan sujetos morales). Dice Bowles que al extenderse los mercados y convertirse en nacionales, los Estados pueden proporcionar la protección del Derecho a todo el grupo, con los efectos beneficiosos que acabamos de ver y el establecimiento de un sistema de educación nacional donde los niños son escolarizados con extraños (no con miembros de su linaje) y, por tanto, socializados como miembros del grupo “grande” favorece las conductas prosociales al aumentar la homogeneidad. Los connacionales dejan de ser extraños. Si el presupuesto – porque un sistema nacional de educación es muy costoso – es que se hayan multiplicado los intercambios de mercado, no hay duda de que los mercados interiores de carácter nacional contribuyen a crear una cultura cívica liberal, como Bowles la llama en la que elevados niveles de cooperación social no solo son compatibles con mercados muy competitivos, sino coherentes entre sí.