Por Jesús Alfaro Águila-Real

A propósito de Miguel Iribarren, Competencia de la junta general sobre la disposición de activos esenciales: tendencias en el derecho comparado y cuestiones en los grupos de sociedades, Actualidad Jurídica Uría Menéndez, 65, octubre 2024, pp. 63-81

Esta es la tercera y última entrada por ahora que dedico al artículo 160 f) LSC. La primera fue La aplicación del artículo 160 f) LSC a las operaciones de financiación con garantías reales, Almacén de Derecho, 2025 y la segunda ¿Efectos externos de la falta de autorización de la junta para enajenar o adquirir activos esenciales?, Almacén de Derecho, 2025.

La reforma británica

El interés del trabajo de Iribarren está en que nos explica cómo está el Derecho comparado en materia de enajenación y adquisición de activos esenciales. Su exposición es sugerente y permite ‘afinar’ la justificación de la ausencia de efectos externos de la autorización de la junta para enajenar o adquirir activos esenciales.

No sabía (o no recordaba) que el derecho británico —las Listing Rules de la Financial Conduct Authority FCA— era la «fuente de inspiración de nuestro legislador» en esa materia. Las Listing Rules han sido reformadas y ya no es necesaria la aprobación de la junta para las transacciones sobre activos esenciales. A partir de 2024 basta con que la sociedad comunique y dé información sobre las operaciones significativas al mercado de manera que los accionistas sepan a qué atenerse.

A primera vista, la FCA parece entender que los mecanismos de mercado —votar con los pies, esto es, vendiendo o comprando las acciones— son, en general, preferibles a los mecanismos corporativos —participación en la decisión, quod omnes tangitpara asegurar la adopción de decisiones eficientes en los órganos de sociedades cotizadas. Sin embargo, nos cuenta Iribarren, los inversores institucionales se han pronunciado en contra de la reforma porque consideraban que el voto de los accionistas era «un importante instrumento de control de los administradores». Pero la FCA consideró que

«el acuerdo preceptivo de la junta constituía una carga desproporcionada, que añadía costes y trabas para el deal making a los emisores cotizados en el Reino Unido e incidía en el atractivo de cotizar en su mercado de valores. Estamos convencidos —se afirmaba— de que la necesidad de la aprobación de los accionistas hace que las empresas británicas paguen una prima al participar en fusiones y adquisiciones competitivas y, en algunos casos, impide que los emisores que cotizan en el Reino Unido sean siquiera considerados como oferentes«.

La FCA confía, nos dice Iribarren, en que por regla general los administradores no van a llevar a cabo operaciones sobre activos esenciales que no consideren que aumentan el valor del patrimonio que administran. Esto es muy importante. Desde el punto de vista de protección del interés social —maximización del valor del patrimonio de la sociedad anónima— lo decisivo es si podemos esperar que los mecanismos de mercado (los mercados que reducen los costes de agencia como el mercado de productos, el mercado de directivos, el mercado de OPAs hostiles…) y las reglas jurídicas generales (derecho penal, retribución de los administradores…) controlen suficientemente estas transacciones o, por el contrario, si en ellas se aprecia un especial riesgo para los accionistas que puede reducirse obligando a estos a pronunciarse preventivamente sobre la transacción. Porque, no hay que olvidarlo, siguen en vigor los mecanismos represivos que actúan ex post si se revela que la operación dañó a la sociedad (acciones de responsabilidad, régimen de operaciones vinculadas, etc.). Además, si los accionistas minoritarios consideran que la junta debe pronunciarse siempre pueden solicitar la inclusión del asunto en el orden del día por medio de un complemento del orden del día o mediante la solicitud de convocatoria de una junta general extraordinaria (arts. 168, 172 y art. 519 LSC).

Iribarren cita estudios empíricos en los que se concluye que exigir la autorización de la junta para que una sociedad cotizada pueda realizar una gran adquisición «desincentiva las adquisiciones que imponen pérdidas a los compradores«. Ahora bien, debe recordarse que estos estudios que cita Iribarren se refieran a las adquisiciones, no a las enajenaciones. Y sabemos desde hace mucho que en las operaciones de M & A los accionistas vendedores suelen salir ganando.

Me dice ChatGPT que, «en conjunto, la evidencia reciente refuerza la tesis clásica: los accionistas de la empresa objetivo siguen capturando la mayor parte del valor, mientras que los adquirentes enfrentan retornos nulos o negativos, especialmente cuando se pagan primas elevadas». 

Para lo que aquí interesa y como se demostrará en lo que sigue, la reforma británica pone de manifiesto que aplicar el artículo 234.2 LSC a la ausencia de la autorización requerida por el artículo 160 f) LSC es insuficiente para proteger debidamente el tráfico. No basta con establecer que el tercero que adquiere activos esenciales queda protegido en su adquisición si ignoraba que se trataba de tales o que los administradores no habían obtenido la autorización correspondiente y, por tanto, que actuó de buena fe y sin culpa grave. Simplemente porque ningún operador en los mercados de ‘fusiones y adquisiciones’ puede obviar la due diligence imprescindible para asegurarse de que los que le venden algo tienen la capacidad y el poder para hacerlo y, por tanto, que los administradores de la compañía vendedora han obtenido la autorización de la junta.

La reforma belga

También nos cuenta Iribarren la reforma belga que exige autorización de la junta para transmitir activos cuyo valor alcance 3/4 del valor de los activos de la sociedad. «Limita, pues, la necesidad de autorización de la junta a las enajenaciones». La ratio de la norma belga parece distinta y mucho más fácil de compartir: vender el 75 % de tus activos es muy parecido a liquidar la compañía, una decisión que todos los derechos civilizados atribuyen a los accionistas. No es, en modo alguno, una decisión de gestión como pueden calificarse las adquisiciones o enajenaciones de unidades de negocio. Lo más interesante es que la ley belga establece expresamente la falta de efectos externos de la inexistencia de autorización por la junta. En concreto, el  Art. 7:151/1 § 3 del Code des sociétés et des associations prevé esto:

«L’absence d’approbation de l’assemblée générale d’une cession visé au paragraphe 1er n’affecte pas le pouvoir de représentation de l’organe d’administration».

Al respecto, Iribarren dice esto:

«Es igualmente destacable, en fin, que se ocupe el legislador belga de los efectos externos de la ausencia de autorización de la junta: esta no afecta a los negocios ni consiguientes adquisiciones realizadas por terceros de buena fe. Es cierto, no obstante, que parece difícil que ningún adquirente pueda acreditar su buena fe si tenemos en cuenta la importancia de las operaciones comprendidas bajo el nuevo régimen belga, no solo por el porcentaje del 75 % del valor los activos de la sociedad que se requiere, sino también por el hecho de que se trate de sociedades cotizadas. La adquisición de activos que representen un porcentaje tan relevante como el 75 % del valor de los activos totales de una sociedad cotizada constituye una operación de gran relevancia».

No soy experto en Derecho belga. Pero la lectura de la explicación de Iribarren me sugiere que los belgas conciben la autorización como una mera limitación interna, una limitación que, como todas, en lo que a los actos comprendidos en el objeto social se refiere —y la venta de activos lo está— es, para los terceros res inter alios acta. Y me lo sugiere porque cuando el legislador belga exige la autorización de la junta para la venta de los activos esenciales aclara que su ausencia no tiene efectos externos pero no repite la referencia a que el tercero sea de buena fe y sin culpa grave como ocurre cuando se trata de actuaciones de los administradores fuera del objeto social.

Y podría aventurarse que no se trata de un error o de una remisión tácita del legislador sino de extraer las consecuencias debidas del hecho de que la enajenación de activos es un acto, en principio, ‘incoloro’ desde el punto de vista del objeto social, de modo que no le es aplicable el artículo 234.2 LSC sino el 234.1 LSC, es decir, no se requiere del tercero que sea de «buena fe» y haya actuado «sin culpa grave» respecto de la existencia o ausencia de autorización porque la enajenación de activos esenciales no es un acto que no esté comprendido en el objeto social. 

Si esta apreciación es correcta, esto significa que la falta de autorización de la junta ex artículo 160 f) debe equipararse a cualquier restricción estatutaria al poder de representación del órgano de administración dentro del objeto social. Es una cuestión interna de la corporación – SA que trata de proteger a los socios frente a los administradores y que para los terceros que se relacionan con la corporación es res inter alios acta. La equiparación del artículo 160 f) con una restricción estatutaria no debería chocar a nadie. El artículo 160 f) LSC es una norma interpretativa de la voluntad de los socios (es derecho dispositivo o supletorio en sentido estricto). El legislador español, con buen criterio, ha entendido que si los socios hubieran examinado la cuestión en el momento de constituir la sociedad habrían querido que los administradores no pudieran adquirir o enajenar activos esenciales sin recabar la autorización de los socios. No es una norma que forme parte de la arquitectura organizativa de la corporación que asigna competencias a unos u otros órganos.

La mejor prueba es que el legislador se ha limitado a codificar una doctrina jurisprudencial. Los socios podrían derogar en los estatutos la exigencia de autorización o podrían reforzarla. 

Relevancia para la interpretación del artículo 160 f) en lo que a los efectos externos de la falta de autorización por la junta se refiere

Me parece, en efecto, que si la adquisición o enajenación o aportación de activos esenciales puede considerarse como una actuación de los administradores dentro del objeto social, la sociedad quedará vinculada con el tercero con independencia de que los administradores hayan obtenido o no la autorización de la junta. Pero, además, y por aplicación del artículo 234.1 LSC, la adquisición o enajenación solo podrá ser anulada porque concurran los requisitos de la exceptio doli, es decir, si existió consilium fraudis entre el tercero y los administradores o si, de cualquier otra forma el tercero actuó dolosamente en perjuicio de la sociedad. No basta con que el tercero supiera que los administradores no habían obtenido la autorización de la junta o que hubiera podido averiguarlo desplegando la mínima diligencia exigible a cualquiera. No se aplica, en definitiva, al tercero, el estándar de la «buena fe y ausencia de culpa grave». Este estándar se aplica solo, de acuerdo con el artículo 234.2 LSC, a las actuaciones de los administradores no comprendidas en el objeto social según se desprende de los estatutos.

Esta diferencia de estándar es muy relevante porque alivia la preocupación de Iribarren. Aunque el tercero conozca que se trata de activos esenciales (en el caso del derecho español), puede despreocuparse de la obtención o no por los administradores de la autorización de la junta. Porque, como digo, eso es, para él, res inter alios acta que no le perjudica ni le beneficia.

Podría extenderme en este punto estableciendo un paralelismo con las cláusulas estatutarias limitativas de la transmisibilidad. Nadie discute que el contrato de compraventa de acciones celebrado en infracción de una de esas cláusulas es válido y que, aunque el tercero comprador de las acciones conozca de la existencia de las limitaciones, eso no permite al vendedor resolver o pedir la nulidad del contrato. Es más, el comprador puede exigir al vendedor que intente obtener la autorización o la renuncia de los beneficiarios de un eventual derecho de adquisición preferente.

Jesús Alfaro, Consecuencias de la inobservancia de la cláusula estatutaria restrictiva de la transmisibilidad de acciones o participaciones, Almacén de Derecho, 2024.

Pues bien, no veo por qué ha de ser de peor condición el que adquiere o vende activos esenciales a una sociedad anónima. Si el contrato es válido, el tercero debería poder exigir el cumplimiento. Por ejemplo, exigir a los administradores y a los socios de control (si controlan a los administradores, bien porque lo sean ellos mismos, bien porque tengan ‘dominicales’ en el Consejo) que obtengan la autorización de la junta e impugnar, en su caso, el acuerdo social en el que se denegase la autorización como un acuerdo nulo (adoptado en perjuicio de tercero). Este paralelismo es posible porque, en el fondo, la regla del artículo 160 f) LSC es semejante a una restricción estatutaria del poder de los administradores para disponer o adquirir determinados activos a la que, creo, se le aplica el artículo 234.1 II: «Cualquier limitación de las facultades representativas de los administradores, aunque se halle inscrita en el Registro Mercantil, será ineficaz frente a terceros».

Cuestión distinta es que, como ocurre con la norma belga y con el derecho de Delaware en los EE.UU. respecto a las operaciones por las que se transmiten all or substantially all of the company’s assets, la enajenación o adquisición deban considerarse como operaciones realizadas fuera del objeto social porque no son actos de desarrollo del objeto social, sino de liquidación del patrimonio de la corporación. Solo en tal caso se aplicará al tercero el estándar de diligencia que recoge el artículo 234.2 LSC: buena fe subjetiva —desconocimiento— y mínima diligencia para conocer la realidad (que la decisión de los administradores estaba fuera del objeto social).

La jurisprudencia norteamericana sobre la venta de «all or substantially all the company’s assets» es de gran ayuda en este sentido para interpretar el artículo 511 bis 1. b) LSC («Las operaciones cuyo efecto sea equivalente al de la liquidación de la sociedad»). Respecto de estas operaciones tiene sentido que la protección del tercero y su confianza en que la sociedad quedará vinculada se haga depender de requisitos más exigentes. 

A este razonamiento no puede objetarse que, en la generalidad de los casos en los que sea aplicable el artículo 160 f) LSC, estaremos ante actos de los administradores que no están comprendidos en el objeto social, por lo que el apartado 2 del artículo 234 LSC sería aplicable. Pero esta objeción no me parece acertada. Respecto del objeto social, los actos de enajenación o adquisición de activos son, normalmente, incoloros o neutros, de modo que no revelan si están comprendidos en el objeto social. Piénsese en la venta de su fábrica de yogures por parte de una empresa de yogures: si el tercero no conoce los planes de los vendedores —construir una nueva, reducir su producción en España, externalizar la producción, utilizar las instalaciones de un tercero— no puede saber que, en realidad, constituye un acto de ‘liquidación’ de la empresa. Y, naturalmente, los vendedores harán mal en darle detalles al respecto so pena de que el comprador ofrezca un precio más bajo (fire sale). Naturalmente, cuando sea evidente para cualquier tercero que estamos ante un acto de gestión que no está «comprendido en el objeto social» (Telefónica adquiere Mango o Colacao), el estándar del artículo 234.2 será el aplicable.

En conclusión,

la enajenación o adquisición de un activo esencial es un acto de gestión que, en principio, está dentro del objeto social. Por tanto, los administradores vinculan a la sociedad con el tercero y el único límite a la vinculación es la exceptio doli. Solo cuando la enajenación o adquisición del activo esencial constituya un «acto no comprendido» en el objeto social porque se trate de la liquidación de la compañía o el activo sea una empresa que se dedica a una actividad no comprendida en los estatutos de la sociedad adquirente, se aplicará el estándar del artículo 234.2 LSC.


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