Por Antonio Manuel Peña Freire
Es más que probable que algunas de las dificultades a la solución a muchos problemas jurídicos encuentren su causa en una insuficiente comprensión del sentido de los términos con que se designan los asuntos que se discuten. Esa, por sí sola, es razón para definir y clarificar el sentido de esos términos. Además, al hacerlo, se habilita al intelecto para concentrarse en los valores e intereses afectados y se incrementa la probabilidad de una conclusión adecuada.
Mis primeras incursiones en el problema que plantea la Ley Orgánica 1/2024 de Amnistía (LOA) fueron referidas a la manera en que definimos qué es una amnistía y a sus diferencias con el indulto. Entonces intenté precisar el sentido de esas prácticas con la intención última de concentrarme en los valores y principios constitucionales afectados para justificar que la concesión de una amnistía impacta más negativamente que la de un indulto en los principios constitutivos del Estado de derecho (rule of law).
Sobre el primer asunto, al margen de la cantidad de personas afectadas por amnistías o indultos –normalmente mayor en el caso de las amnistías que en los indultos– o de quién está finalmente habilitado para concederlas –las amnistías las otorga normalmente el legislativo, mientras que los indultos los otorga el ejecutivo–, hubo un rasgo que me pareció singularmente relevante para su definición: la densidad de la gracia. Los indultos típicamente sirven para eximir del cumplimiento de la pena impuesta mediante sentencia, mientras que las amnistías cancelan la posibilidad misma de sentencia y, por tanto, las consecuencias jurídicas que para sus autores podría tener la comisión de un acto ya llevado a cabo y aparentemente ilícito. Dicho de otro modo, las amnistías cancelan la posibilidad misma de declarar oficialmente el carácter ilícito de un acto en un juicio, lo que automáticamente impide sancionar a su autor (nulla poena sine iudicio).
Que la distinción tiene sentido se comprueba si imaginamos un país en el que, por previsión constitucional, el ejercicio del derecho de gracia correspondiese exclusivamente a un mismo órgano y donde todas sus expresiones tuvieran que ser particulares. En ese contexto, aún se podría distinguir entre amnistías e indultos: cuando ese ejecutivo señalase a un hecho cuyos autores son desconocidos y dispusiese que no dará lugar a consecuencias penales o cuando cancelase la posibilidad de exigir responsabilidad penal a alguien a quien se acusa de haber cometido un hecho aparentemente delictivo, se estaría amnistiando. Sin embargo, ese mismo gobierno estaría indultando si liberase a un condenado del cumplimiento total o parcial de la pena que se le hubiera impuesto judicialmente.
Si de lo que se trata es de percibir en qué medida amnistía e indulto son incompatibles con el Estado de derecho, es necesario precisar qué se entiende por Estado de derecho. El Estado de derecho puede ser definido como un ideal de gobierno que exige a quien gobierna hacerlo mediante normas y garantizar su aplicación (principio de legalidad), que reclama que las normas se apliquen también a quienes gobiernan (principio de reflexividad) y que no reconoce a quienes gobiernan más potestades que aquellas que se encuentren conferidas por normas jurídicas (principio de exclusividad). El principio de legalidad me parece particularmente importante: según él, en un Estado de derecho se debe juzgar a los responsables de actos ilícitos y se debe hacer cumplir la sanción que corresponda a quienes sean declarados culpables de algún acto ilícito. Esto implica, si de ilícitos penales hablamos, que se declare judicialmente responsabilidad de quienes han cometido actos contrarios a las normas penales y que se garantice que los responsables cumplen las penas previstas en esas normas. Desde esta óptica, como se verá, amnistiar es incompatible con el principio de legalidad.
Otro tanto sucede con la reflexividad. Este principio, por exigir que las normas se apliquen también a quien gobierna, impide a los gobernantes eximirse a sí mismos o a sus agentes de su cumplimiento una vez vulneradas. Justo esto es lo que ocurre con la LOA, pues miembros y cargos relevantes de algunos de los partidos que componen la mayoría parlamentaria que la aprueba son beneficiarios de la amnistía, lo que técnicamente hablando nos coloca ante una autoamnistía. Formalmente hablando, la amnistía no la ha concedido el grupo político del Gobierno a terceros, pues entre quien ha aprobado la amnistía y quien se ha beneficiado directamente de ella hay un solapamiento significativo.
Este es un aspecto que, salvo alguna excepción relevante (Agustín Ruiz Robledo, “Europa prohíbe las autoamnistías”, El Español, 25 de abril de 2024; Paz-Ares, Las falacias de la amnistía, 2024), no se ha explorado suficientemente. El informe de la Comisión Europea al TJUE confirma el interés de esa vía.
En cualquier caso, los principios constitutivos del Estado de derecho toleran diversas excepciones, que pueden ser consideradas asumibles en la medida en que cumplan con ciertas condiciones. La primera es que las excepciones vengan constitucionalmente dispuestas, es decir, proclamadas claramente por la misma constitución que proclama el Estado de derecho. Es lo que ocurre, precisamente, cuando una constitución reconoce expresamente que se podrá indultar o amnistiar. Sin embargo, admitir habilitaciones implícitas al gobernante para eximir del cumplimiento del derecho implicaría vulnerar el principio de exclusividad, del que se sigue que cualquier excepción al Estado de derecho debería estar si no expresa, al menos, claramente establecida en la constitución. La segunda condición es que sean excepciones que no desvirtúen el ideal del Estado de derecho. Por eso, ni la proclamación de la excepción ni el modo en que es llevada a la práctica deberían ser demasiado amplios, hasta el punto de convertir a la excepción en regla. Indultar o amnistiar no pueden convertirse en el modo ordinario en que se aplican las normas penales: un Estado en el que el legislador o el gobierno eximiesen de responsabilidad penal al ochenta o noventa por ciento de los imputados antes de la celebración del juicio, por ejemplo, sería como poco un Estado de derecho muy deficiente. Por el mismo motivo, indultar o amnistiar tampoco deberían ser procesos jurídicos ordinarios, sino que deberían ser vistos como algo, por así decir, extraordinario, pues otra cosa cuestionaría que el Estado fuese realmente de derecho.
La amnistía como prerrogativa legislativa
Y, sin embargo, algo así es lo que presupone el borrador de la sentencia con la que podría resolverse el recurso de inconstitucionalidad contra la LOA, que considera que amnistiar es una prerrogativa legislativa tan ordinaria como la de legislar cuáles han de ser las consecuencias de hechos futuros definidos en modo abstracto. En efecto, según el Fundamento Jurídico 3.2 del borrador de sentencia, la decisión de amnistiar no es expresión del derecho de gracia, sino una prerrogativa legislativa: el Parlamento, igual que por ley puede prohibir algo para el futuro, por ley puede excepcionar retroactivamente lo dispuesto en la propia ley o, dicho de otro modo, excepcionar su aplicación, es decir, eliminar la responsabilidad que se sigue de un acto ilícito ya cometido. Por lo tanto, la habilitación constitucional al legislador para amnistiar estaría implícita no en el art. 62, i) CE, sino en el art. 66, 2 CE que confiere al Parlamento la potestad legislativa. En palabras del borrador:
“el legislador no necesita una habilitación expresa de la Constitución para poder ejercer la potestad legislativa. Si se entendiera que una ley de amnistía no es constitucionalmente admisible por no haber atribuido la Constitución esta competencia al Parlamento, se estaría excepcionando (…) el principio democrático y, en particular, la potestad legislativa que, con carácter general, sin distinción alguna, atribuye el art. 66,2 CE a las Cortes Generales” (pp. 76-77).
Sobre este punto, hay que advertir, en primer lugar, que en un Estado democrático lo que, en verdad, honra al principio democrático es que se aplique la ley en vigor a quienes la han incumplido. En segundo lugar, hay que señalar que, aunque hay buenas razones para que la potestad legislativa sea concebida en términos amplios visto que «la legislación es el método que juridifica las decisiones políticas de la comunidad”, la potestad legislativa no puede ser ilimitada. Esto último lo reconoce, apenas nominalmente, el borrador, que señala que la potestad legislativa encuentra límites en la propia Constitución, que impone una vinculación negativa al legislador, en el sentido de que el legislador podría hacer todo aquello que la Constitución no prohíbe explícita o implícitamente (Fundamento Jurídico 3.2).
Ese planteamiento no parece casar demasiado bien con la postura de la mayoría del TC en algunas recientes sentencias del TC –las de la eutanasia y el sistema de plazos en la interrupción del embarazo– en las que se consideran constitucionalmente implícitos concretos contenidos sobre el alcance y sentido de algunos derechos y constitucionalmente excluidos cualesquiera contenidos alternativos. Esas sentencias presuponen, por tanto, una concepción limitada de la potestad legislativa, pues se ve determinantemente condicionada por un preciso sentido que el TC encuentra implícito en la proclamación de algunos derechos, sobre el que, por cierto, repara cuando ha sido legislado. En cualquier caso, con la amnistía el TC opta por concebir la potestad legislativa en términos mucho más amplios: ahora, “encontrar prohibiciones implícitas es contrario a la idea de constitución abierta, inherente al Estado democrático y al pluralismo político” (p. 77). La aparente contradicción se despeja cuando se comprueba que la explicación a cada solución es la misma: la potestad legislativa o el contenido implícito de la constitución se contraen o expanden según lo que en cada caso al Gobierno convenga. No hay más guía que esa. Así las cosas y volviendo al caso de la amnistía, esto significa que, de dictarse la sentencia finalmente en los términos del borrador, al menos podremos felicitarnos de que el TC no haya llegado a la conclusión de que amnistiar a Puigdemont y cía. era no ya potestativo, sino constitucionalmente debido por venir implícitamente exigido por la Constitución, como ocurre con el contenido de la ley de eutanasia o con el de la de interrupción del embarazo.
Que la decisión de amnistiar podía tener naturaleza legislativa es algo que habían avanzado algunos tratadistas. Según Lascuraín (“¿Amnistía? No una, sino tres preguntas” en Manuel Aragón, Enrique Gimbernat y Agustín Ruiz Robledo (coords.), La amnistía en España, Cólex, 2024, p. 188), por ejemplo, la amnistía ni enjuicia ni absuelve a los sujetos que cometieron los delitos amnistiados, sino que “excluye la aplicación de la ley a los mismos: delimita el área de la ley, siquiera de un modo bastante singular. La composición final de la ley sería algo así como ‘el que cometa el delito A será penado con la pena B, salvo que el delito se haya cometido en el momento X y en las circunstancias Z’”. Llamo la atención sobre la combinación de tiempos verbales futuros y pasados, según el momento de ocurrencia de los hechos punibles. Para que quede más evidenciado ese curioso contraste quizás deberíamos escribir “el que cometiere el delito A será penado con la pena B, salvo si el delito se cometió en el momento X y en las circunstancias Z”. Veremos más adelante que esto es relevante.
Una solución similar es presentada por el borrador de la sentencia como el expediente que, aparentemente, salvaría la incompatibilidad entre Estado de derecho y la amnistía entendida como una manifestación del derecho de gracia. Como ya he avanzado, para el TC, no hay necesidad de deducir, a contrario sensu, ninguna norma implícita a partir del art. 62, i) CE, porque amnistiar es parte de la potestad legislativa ordinaria. Pero ¿es eso así realmente? ¿Es la potestad legislativa para amnistiar coherente con los principios del Estado de derecho?
No me parece que la decisión de “excepcionar retroactivamente la aplicación de una norma punitiva y eliminar la responsabilidad que se deriva del delito” sea una manifestación paradigmática de eso que llamamos “legislar”. De hecho, esta solución es muy cuestionable e incluso peligrosa. Implica incurrir en eso que los angloparlantes llaman arrojar el bebé con el agua del baño (throwing the baby out with the bathwater), que, en castellano, bien podríamos traducir como “desperdiciar la harina y aprovechar la ceniza». Sin embargo, vayamos por partes y veamos, en primer lugar, porque amnistiar no es legislar y, después, qué se pierde si acaban asimilándose.
El ideal del Estado de derecho, entendido como el gobierno del derecho, exige que haya normas que gobiernen los comportamientos de los individuos para que estos puedan decidir si conformarse o no a ellas. Una de las exigencias más obvias de ese modo de gobernar y gobernarse es la prospectividad de las normas. Es algo tan obvio que causa sonrojo decirlo: para que los comportamientos de los destinatarios de las normas puedan decirse gobernados por ellas, las normas deben ser anteriores a los comportamientos a los que se refieren. Producir normas para regular conductas es algo que naturalmente ocurre antes de las conductas reguladas. Desde este punto de vista, “excepcionar retroactivamente la aplicación de una norma punitiva” no puede considerarse una manifestación paradigmática ni del gobierno de las normas ni un acto ordinario de quien es competente para establecerlas. Esto, por sí solo, abogaría por la necesidad de una expresa habilitación constitucional para amnistiar.
Es verdad que las normas penales y sancionadoras favorables o despenalizadoras tienen efectos retroactivos. Sin embargo, esto no implica, a mi juicio, que se gobierne con ellas el comportamiento de quien se encuentra cumpliendo condena por el incumplimiento de una ley anterior. Su comportamiento fue juzgado conforme a la norma que estaba vigente en el momento en que se llevó a cabo. En el caso de penas que se extienden en el tiempo, lo que ocurre a quien se ve liberado del cumplimiento de una condena a prisión como consecuencia de la entrada en vigor de una ley más favorable no es, estrictamente hablando, la aplicación de esta ley al comportamiento ya realizado. Es más bien el efecto de constatar la absoluta falta de justificación que se daría si infligiéramos hoy a alguien un sufrimiento por un hecho cometido en el pasado mayor que el consideramos que merece alguien que hubiera llevado a cabo ese mismo acto hoy. Continuar causando dolor a alguien por un acto pasado por encima del umbral que hoy consideramos merece la comisión de ese acto solo puede explicarse como una manifestación de crueldad o sadismo, absolutamente injustificable en un modelo de derecho penal liberal.
Pero hay más. A mi juicio, una decisión del Parlamento que excepcionase retroactivamente la aplicación de una norma punitiva podría parecerse mucho más a un acto de aplicación del derecho que a un acto de producción. Si esto fuera así, la concepción de la potestad legislativa del borrador de sentencia deformaría la separación esencial entre la función legislativa y la jurisdiccional, es decir, entre la potestad para legislar y la potestad para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Esta separación, confundida en la sentencia, es el bebé o la harina. El deseo de complacer al Gobierno es el agua sucia o la ceniza. Veámoslo.
¿Cuál es la clave de la diferencia entre un acto de producción y un acto de aplicación del derecho? No es obviamente ningún dato relativo a la sede o denominación del órgano que lo adopta. En un país en el que la responsabilidad penal del Jefe del Estado se dirimiese en una comisión parlamentaria independiente y exclusivamente sometida a derecho, la decisión de condenarlo por la vulneración de alguna norma penal podría ser considerada un acto de aplicación del derecho y no un acto legislativo o de producción, por mucho que se hubiese llevado a cabo en el Parlamento. No tiene, en efecto, ningún sentido decir que todo lo que hacen las Cortes Generales es legislación por el hecho de hacerlo precisamente las Cortes ni por el hecho de que las Cortes ejerzan, entre otras potestades o competencias, la de legislar.
La clave de la distinción entre producción y aplicación del derecho es la siguiente: se legisla cuando se establece cuál es el estatuto normativo (prohibido, permitido, obligatorio) de un comportamiento y cuáles serán las consecuencias para aquellos que lo lleven a cabo antes de la comisión de esos comportamientos. Se aplica el derecho cuando se declara que un comportamiento ya llevado a cabo fue incompatible con lo dispuesto en la norma que lo regulaba (juzgar) y cuando, en consecuencia, se acuerda que tengan lugar las consecuencias que esa norma había establecido para el caso de que el comportamiento se llevara a efecto (hacer ejecutar lo juzgado). Dicho de otro modo: establecer las consecuencias de unos hechos antes de que tengan lugar es legislar y establecer cuáles son las consecuencias que se siguen para unos hechos ya verificados a partir de una norma dispuesta con anterioridad es aplicar la norma y, por tanto, resolver conforme a derecho.
Esto no es una mera opción institucional carente de cualquier significación política o moral. Como se sigue de Celano (2022, p. 126), separando entre las funciones de producir y aplicar las normas se garantiza la libertad de sus destinatarios. Estos son independientes de la voluntad de la autoridad que las promulga, porque las normas son acordadas antes de que se someta a juicio su caso y porque esas normas versan sobre clases de casos y no sobre casos individuales o concretos, motivo por el que no pueden ser adoptadas con la pretensión de dañar o favorecer a individuos particulares. También se garantiza así nuestra independencia respecto del juez que juzga, pues este debe aplicar normas previas y no puede establecerlas él mismo. Por eso, quienes son juzgados en esos términos no están sujetos a la voluntad de la persona que les juzga, sino a la de las normas que debe aplicar. Cualquier otra solución distinta a esta es estar exclusivamente sujeto a la voluntad de alguien, sea un legislador que puede decidir sobre nuestro caso, sea un juez habilitado para ignorar las normas dispuestas.
Conforme a lo dicho, las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado cuando establecen que ciertos actos abstractos, en el sentido de que no han tenido aún lugar, son ilícitos o delictivos. Desde luego, cuando el Parlamento “excepciona retroactivamente la aplicación de una norma punitiva y elimina la responsabilidad que se deriva” de unos hechos ya sucedidos no está legislando, porque está declarando oficialmente que ciertos hechos concretos, esto es, ya acaecidos y que incluso podrían haber sido cometidos por personas cuya identidad es conocida, no tienen carácter ilícito y que, por tanto, no procede ejecutar para ellos las consecuencias que, según la norma establecida, debería seguirse de la declaración oficial de su ilicitud. Es evidente que el Parlamento podría excepcionar el alcance de una norma penal, excluyendo la punición si un hecho típico es cometido “para proclamar la independencia de Cataluña”, pero solo si lo hace antes de que ese hecho tenga lugar estaría legislando, mientras que, en caso de que lo haga para un hecho que ya ha tenido lugar, estará estableciendo que ese acto no es ilícito, pese a su incompatibilidad con la ley vigente en el momento de llevarse a cabo. Como se apreciará, la aparición de un hecho concreto es clave en la distinción entre producción y aplicación de las normas jurídicas: por decirlo gráficamente, antes del hecho concreto estamos en el terreno de la legislación y después en el de la aplicación. Así las cosas, amnistiar no es legislar, porque se amnistían hechos ya cometidos.
Ahora bien, lo que ocurre cuando, al amnistiar, se excepciona retroactivamente la aplicación de una norma punitiva y se elimina la responsabilidad que se deriva de unos hechos ya sucedidos, no es exactamente juzgar. Para serlo, esa decisión tendría que adoptarse por un órgano independiente en el sentido de sometido exclusivamente al imperio del derecho, en un proceso diseñado para garantizar que la decisión viene exigida por el derecho y no por otras consideraciones distintas. Si en el Parlamento se constituyera una comisión independiente para juzgar a los implicados en el llamado Procés y si está comisión decidiera exclusivamente conforme a derecho, tendría sentido decir que el Parlamento está ejerciendo puntualmente la potestad jurisdiccional y que sus decisiones son aplicación del derecho y no legislación.
Lo que hace el Parlamento al amnistiar no solo no es juzgar, es que es peor desde el punto de vista del Estado de derecho de lo que haría si juzgara: cuando el Parlamento amnistía unos hechos ya cometidos se pronuncia sobre su admisibilidad y determina sus consecuencias sin atender a derecho, pues es obvio que el Parlamento decide en función de consideraciones de oportunidad política.
La ponencia del borrador de la sentencia ve las cosas de otro modo: señala que la reserva de jurisdicción no impide al legislador otorgar una amnistía que “extingue las responsabilidades de carácter punitivo o represivo derivadas de ilícitos solo pro praeterito, pues las conductas amnistiadas siguen siendo punibles pro futuro” (p. 82). Es verdad que el legislador podría extinguir esas responsabilidades pro futuro: se llama derogar o modificar la ley. Precisamente, el hecho de que responsabilidades se extingan de actos pro praeterito demuestra que el Parlamento, al amnistiar, no legisla, pues ni cambia ni deroga la ley, sino que lo que hace es condicionar la punición de conductas pasadas sin derogar la norma que las prohíbe, es decir, amnistiar es, en el mejor de los casos, juzgar y en el peor decidir oportunistamente, conculcando tanto la potestad exclusiva de quien tiene el deber de hacerlo conforme a derecho como los principios fundamentales del Estado de derecho.
No lo ve así el borrador de la sentencia, que dice que la Constitución impediría los llamados bills of ateinder o bills of pain and penalties, con los que el legislativo juzga o impone penas a personas acusadas de actuaciones ilícitas sin seguir el procedimiento establecido. Esto parece obvio, pero, nuevamente, la razón de esta prohibición es que la función de legislar y la función de juzgar ni son lo mismo ni deben corresponder al mismo órgano. Otorgar al legislador la posibilidad de decidir sobre casos concretos, sea para castigar, sea para absolver, es incompatible con el Estado de derecho. Por esa razón, hay que concluir afirmando que lo que la Constitución prohíbe no es que el legislador castigue, sino que juzgue a quienes deberían de ser juzgados por los jueces y tribunales.
Es más, se intuye aquí un argumento a minori ad maius: si la Constitución prohíbe que el Parlamento juzgue, es decir, que establezca conforme a derecho cuáles son las consecuencias de hechos ya producidos, con más razón le prohíbe hacerlo por motivos de oportunidad política.
Desde luego, esta prohibición admite excepciones. Pero como ocurre con la autorización por ley de indultos, cualquier excepción al Estado de derecho y a la separación entre la producción y la aplicación del derecho debería estar constitucionalmente reconocida y, además, ser interpretada en términos tasados. Cualquier otra cosa es atribuirse una habilitación no para la gracia, pero sí por la gracia de no se sabe quién y, por tanto, una excepción al principio de exclusividad jurisdiccional.
Nada de esto es necesario para el borrador de la sentencia, pues según él, una cosa sería juzgar hechos pasados y otra es extinguir las responsabilidades punitivas de hechos pasados que es legislar ordinariamente. Insisto en que no veo diferencia relevante, más allá de que el Parlamento parece que solo podría juzgar para absolver, que es como ordenar el sobreseimiento libre por motivos de oportunidad política. Siguiendo esta lógica, el parlamento podría atribuirse por ley la potestad de extinguir las responsabilidades punitivas de todos los procesados, investigados o imputados penalmente en España, sin que eso supusiera una invasión de la potestad jurisdiccional. Nuevamente, la explicación es que “la amnistía, prerrogativa legislativa, no efectúa juicio alguno, sino que redefine el carácter punible de los hechos cometidos en el pasado”.
Volviendo al panorama dibujado por el borrador, tenemos que felicitarnos de que la retroactividad de las disposiciones penales y sancionadoras está expresamente reconocida en la Constitución. Si no fuera así, ¿qué impediría que el Parlamento determinase retroactivamente la punición de hechos del pasado que no estaban prohibidos cuando fueron cometidos? Esta habilitación, en la lógica de la sentencia, sería esa una prerrogativa legislativa ordinaria más.
Lo que hace el borrador es tanto como declarar que hay dos vías a través de las que se pueden determinar las consecuencias jurídicas de hechos del pasado: una originaria y preferente, que corresponde al Parlamento, habilitado para excluir su punición por ley y otra, marginal y subsidiaria que opera en ausencia de ejercicio de la primera, que corresponde a los jueces, competentes para jugar, es decir, para determinar conforme a derecho el carácter punible de los hechos del pasado.
El mecanismo guarda un inquietante parecido con el modelo de Estado dual descrito por Ernst Fraenkel (El Estado dual, Trotta, 2022), quien constató, de primera mano, que en la Alemania nazi coexistieron un Estado de medidas (Massnahmenstaat), a través de las que las autoridades políticas ejercían su discrecionalidad, y un Estado normativo, que existió marginalmente, porque solo actuaba en áreas como el tráfico civil o mercantil, y subsidiariamente, pues las autoridades del Estado de medidas tenían la habilitación para definir el alcance de su propia competencia.
En conclusión, con el borrador, asistimos a una vergonzante pirueta argumentativa de la que se sigue la habilitación al legislador a decidir por el juez, pero no como juez, es decir, la habilitación para decidir por el juez, pero no según el derecho, sino en función de consideraciones oportunistas. Por eso, la solución del borrador es peor que la que se obtendría si se hubiese considerado a la amnistía como una expresión implícita del derecho de gracia. Esta última solución, al menos, no habría deformado la distinción entre producción y aplicación del derecho ni sobredimensionado el poder del legislador de un modo inconvenientemente, cuando no peligroso. La decisión de constitucionalizar la amnistía, así planteada, es aún más incompatible con el Estado de derecho que las alternativas que venían manejándose.
Foto: Art Institute of Chicago en unsplash
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