Por Jesús Alfaro Águila-Real

El punto de partida para explicar la persona (o la personalidad) jurídica es una concepción del Derecho como mecanismo de cooperación en el seno de los grupos humanos de gran tamaño (ubi magna societas, ibi ius). En este marco, la personalidad jurídica es una de las piedras angulares de la cooperación social junto a la libertad contractual y la representación, como acertó a reconocer Diez-PicazoEsta concepción del Derecho explica fácilmente su estrecha conexión con la Moral – principal mecanismo cultural para facilitar la cooperación social -, la Religión y, sobre todo, su estructura y contenido. La función principal del Derecho no es resolver conflictos en el seno de una Sociedad (esta es una función accesoria y contenida dentro de la función de promoción de la cooperación), sino reducir los costes de cooperar entre sus miembros. El Derecho cumple esta función actuando como punto focal (focal point), esto es, reduciendo los costes de los individuos para coordinarse y trabajar en común o intercambiar.

Los individuos pueden lograr sus fines vitales gracias a que disponen de bienes. Todos los bienes de los que dispone un individuo forman su patrimonio, de modo que el patrimonio sirve a los individuos para desarrollar su personalidad (art. 10.1 CE). Cada individuo tiene un patrimonio (al menos tiene su fuerza de trabajo).

Pero el individuo, aislado, puede poco. De hecho, el homo sapiens se habría extinguido como se extinguieron todas las demás ramas de los homínidos si no hubiera desarrollado una extraordinaria capacidad para cooperar con sus semejantes, lo que le permitió vivir en grupos cada vez más grandes (en comparación con el resto de los primates), lo que presentaba ventajas obvias en términos de protección frente a los depredadores y reducción del riesgo de inanición. Los patrimonios individuales, aisladamente utilizados por sus titulares, solo permiten a éstos, muy precariamente, sobrevivir un día más. No sólo porque los proyectos ambiciosos requieren de muchos más bienes de los que un individuo puede acumular (economías de escala), sino porque el individuo aislado no puede obtener las ventajas de la especialización y división del trabajo. Ni siquiera puede diversificar.

Para que una Sociedad prospere es, pues, imprescindible formar patrimonios supraindividuales que puedan ser puestos al servicios de esos objetivos colectivos y eso exige que los individuos vayan más allá de la comunicación personal y la coordinación de las conductas (aportación de la fuerza de trabajo)  y alcanzar, necesariamente, a los bienes.

Los miembros de un grupo

(i) han de formar fondos que puedan ponerse al servicio de la consecución del objetivo perseguido por el grupo;

(ii) un fondo se convierte en un patrimonio cuando sirve a o se le atribuye una finalidad.

(iii) Y un patrimonio se convierte en una persona jurídica cuando el alcance de ese fin requiere insertar en el tráfico el patrimonio y se designan individuos para que tomen decisiones sobre el patrimonio.

Los patrimonios carecen de capacidad para producir cambios en su composición. Carecen de agencia.

Por ejemplo, al patrimonio de Ticio pertenece la renta o merced arrendaticia correspondiente al alquiler de un apartamento como un crédito que forma parte – como una obligación o deuda – del patrimonio de Cornelia, la arrendataria. Pero para que eso haya sucedido es necesario que Ticio haya celebrado un contrato de arrendamiento con Cornelia y ese contrato sólo puede existir si Ticio y Cornelia o un  hombre o mujer representando a ambos emiten las correspondientes declaraciones de voluntad. En otras palabras, el patrimonio de Ticio no puede provocar cambios en su composición sin una «voluntad» que solo poseen los seres humanos, los únicos que tienen agencia.

Por tanto, para que un patrimonio pueda participar en el tráfico jurídico patrimonial y producir así cambios en su composición es necesario personificarlo o dotarlo de agencia. Es necesario designar seres humanos que puedan provocar voluntariamente los cambios en la composición de esos patrimonios tal como describe el art. 38 del Código civil cuando dice que las personas jurídicas pueden ‘adquirir’ bienes, ‘contraer’ obligaciones y ‘ejercitar’ acciones. Y, para ello, o bien el negocio jurídico que dio lugar a la formación del patrimonio designa nominatim a los individuos que pueden tomar decisiones y actuar con efectos sobre el patrimonio formado o bien se establecen las reglas – organización – para que seres humanos determinados tomen las decisiones y actúen con efectos sobre esos patrimonios.

Eso ocurre – las personas jurídicas aparecen – cuando los seres humanos, tras la ‘invención’ y extensión de la agricultura, pueden acumular bienes y destinarlos a la consecución de proyectos comunes al grupo para producir bienes ‘de capital’ (ej., una red de regadío o una muralla). Hasta entonces, la cooperación entre los humanos – cazadores/recolectores – se había limitado, en términos generales, a la puesta en común de su propia fuerza de trabajo en pequeños grupos y para actividades ocasionales (una partida de caza). La posibilidad de acumular recursos que resultó de la agricultura permitió que la producción de bienes colectivos en el sentido que dan a esa expresión los economistas, se expandiese exponencialmente gracias a la formación de bienes de capital -. Y la estructura jurídica que lo permitió es la idea de las personas jurídicas, es decir, la consideración de esos conjuntos de bienes de capital como si fueran una persona ficticia.

Los patrimonios así formados son colectivos cuando sus titulares son un grupo identificable de individuos. Pero pueden ser meramente supraindividuales cuando el fin que justificó su formación trasciende a un individuo pero no puede identificarse a individuos concretos como titulares del patrimonio. Estos patrimonios supraindividuales existen porque para poner esos conjuntos de bienes al servicio de la cooperación en un grupo, no es necesario identificar individualmente a los titulares del patrimonio.

Por ejemplo, si un patrimonio – el de la ciudad de Tebas en Egipto- sirve a los vecinos de la ciudad (les proporciona agua potable, caminos de acceso a su casa y a sus tierras, seguridad física, higiene – alcantarillado, baños públicos -) no necesitamos determinar quiénes son los titulares de ese patrimonio. Basta con saber cuál es el fin a cuya – mejor – consecución sirve ese patrimonio. Sin embargo, para inducir a los comerciantes de Amsterdam a financiar el armamento de una flota de barcos que viajen al Extremo Oriente para comerciar con especias, es imprescindible que les reconozcamos derechos sobre el patrimonio que, con sus aportaciones, así se ha formado (y que incluye los barcos, su armamento, las mercancías que se transportarán en ellos, las factorías que se construirán a lo largo del trayecto, los derechos sobre la conducta de los marineros y oficiales…).

Aunque no sea imprescindible identificar a los individuos titulares del patrimonio, sí que lo es – para que esos patrimonios puedan servir eficazmente a la cooperación entre los miembros de un grupo humano – que estén personificados lo que es tanto como decir, que estén organizados. Que existan individuos que tomen las decisiones sobre ese patrimonio que permitan la consecución de los fines que llevaron a su formación y que puedan actuar en el tráfico patrimonial con efectos sobre ese patrimonio.

Lo que es seguro es que conforme aumente la importancia de los activos físicos (capital) respecto del trabajo humano en la producción de un determinado bien o servicio, menos relevante será que la producción se realice por un grupo o por un individuo. Lo importante será el patrimonio (los recursos) que se dedica a mejorar la productividad o sea, más relevante será la personalidad jurídica (el patrimonio «gobernado»), y menos el contrato – de sociedad – que permite la creación de ésta y que recoge las reglas de «gobierno» de ese patrimonio por parte de los socios. La persona jurídica entonces no será una sociedad, sino una fundación.

En función del tipo de organización del patrimonio, hay personas jurídicas «simples» (las sociedades de personas como la sociedad civil o la colectiva) y personas jurídicas «corporativas» como la sociedad anónima, la asociación o la fundación.

Las personas jurídicas simples asignan las decisiones sobre el patrimonio y la capacidad de actuación en el tráfico patrimonial con efectos sobre el patrimonio a individuos concretos (los socios, esto es, los individuos que celebraron el contrato de sociedad en virtud del cual se obligaron a realizar las aportaciones con las que se formó el patrimonio) mientras que las personas jurídicas corporativas asignan las decisiones sobre el patrimonio y la capacidad de obrar en el tráfico con efectos sobre ese patrimonio a reglas. Es decir, el negocio jurídico que da lugar a la constitución de una corporación – de los patrimonios – no designa a individuos – como en el contrato de sociedad de personas – sino que establece las reglas para tomar las decisiones y para designar a los individuos que adoptarán las decisiones o insertarán en el tráfico jurídico-patrimonial el patrimonio. En eso consiste una «organización»: en fijar reglas para tomar decisiones sobre los asuntos comunes y, singularmente, sobre el patrimonio y sobre cómo se designará y relevará a los que podrán actuar en el tráfico patrimonial con efectos sobre el patrimonio.

La distinción entre personas jurídicas simples y corporativas es esencial en la evolución y la utilidad de las personas jurídicas. Porque la sustitución de los individuos por reglas de organización de los individuos (el paso de la personalidad jurídica simple a la corporativa) permite a las Sociedades humanas escalar las ventajas de la cooperación. Los individuos se vuelven ‘fungibles’ – son meros miembros o gestores de la corporación – y, por consiguiente, las vicisitudes que les afecten (entre otras, su muerte) no afectan a la consecución del fin supraindividual que justificó la formación de la persona jurídica. Son ‘desechables’ y ‘sustituibles’ de acuerdo con reglas preestablecidas.


Foto: Miguel Rodrigo