Por Susana de la Sierra
El 22 de julio de 2016 entró en vigor la reforma del recurso de casación contencioso-administrativo que había sido impulsada por una sección especial creada ad hoc en el seno de la Comisión General de Codificación. El grupo de trabajo tenía una composición mixta: miembros de la academia, de la alta función pública y de la judicatura, incluyendo magistrados del Tribunal Supremo. Y su mandato no era un mandato genérico de reforma de la jurisdicción, sino más específico: habría de realizar propuestas de reforma de la jurisdicción contencioso-administrativa desde la óptica de la eficiencia. Sólo la eficiencia, y no otros objetivos o valores jurídicos, era el faro guía del encargo recibido y de la consiguiente propuesta, tal y como sus autores subrayaron en su informe.
Desde este prisma, la sección especial propuso la adopción de medidas de diversa índole y, en particular, las siguientes: (1) la mejora de los recursos administrativos, (2) la potenciación de los instrumentos de mediación o transacción y, en fin, (3) la modificación de un recurso de casación que hasta entonces operaba sólo para los asuntos de cuantía elevada, no permitía el desarrollo de una jurisprudencia sólida y completa que guiara a los órganos jurisdiccionales inferiores, así como a los recurrentes, y, en definitiva, no garantizaba como corresponde el derecho a una tutela juridicial efectiva. Para una completa comprensión del modelo habría de generalizarse, además, la segunda instancia procesal en el orden contencioso-administrativo, dado el carácter extraordinario del recurso de casación.
El recurso de casación finalmente se reformó y, por desgracia, el resto de las propuestas quedaron en el tintero: en la medida en que todas se concibieron como elementos de un sistema, éste queda cojo si sólo se modifica uno de los aspectos. En el nuevo recurso -ya no tan nuevo- la admisión pivota en torno a un concepto, el interés casacional objetivo, que dota a la Sala Tercera del Tribunal Supremo de un elevado margen de apreciación y lo sitúa en una posición institucional distinta a la propia del recurso de casación de herencia francesa y corte más clásico, dado que tiene encomendada la tarea de decidir qué decidir.
Como he tenido ocasión de desarrollar en trabajos académicos o en posts anteriores, a los que remito para no reiterar (aquí, aquí y aquí), en mi opinión, la reforma del recurso de casación que finalmente vio la luz hace unos años no es tanto un punto de partida cuanto un síntoma de las transformaciones de la justicia en general y de la justicia administrativa en particular. En efecto, y en síntesis, el incremento exponencial del número de asuntos y, en consecuencia, la saturación de la justicia, responde a varias causas, no siempre sencillas de identificar o analizar. Algunas de estas causas guardan relación con el desarrollo económico y social, que hace que estos instrumentos tengan hoy un uso más generalizado. Y la justicia tiene hoy, en definitiva, una imagen pública más expuesta hoy que ayer.
El distinto posicionamiento de la justicia en los últimos años, su “éxito” plasmado en el incremento del número de asuntos y su mayor visibilidad a través de medios de comunicación ordinarios, digitales y redes sociales, la ha situado en una situación de protagonismo en el discurso público del que carecía en el pasado. La figura de un juez “estrella” o, simplemente, muy mediático no es nueva y probablemente en todo foro y en todo momento han existido individuos que a título particular y por distintas razones han emergido como protagonistas en los medios de comunicación. Sin embargo, una figura así es individual y como tal ha de tratarse, adoptando las medidas oportunas, en su caso, sin que haya de conducir a generalizaciones o conclusiones más amplias a partir de estos ejemplos concretos. Sí que es general, sin embargo, esa visibilidad mayor de la justicia, institución y poder del Estado que en España suscita mayor confianza en la ciudadanía que el resto de poderes y que, conforme a estándares internacionales, refleja una alta observancia del Estado de Derecho, como es lógico con algunos aspectos mejorables. En particular, el Informe de la Comisión Europea sobre el Estado de Derecho en Europea correspondiente a 2024, además de aludir al órgano de gobierno de los jueces, afirma que
“[e]l riesgo de que las declaraciones públicas de Gobiernos y políticos puedan afectar a la confianza del público en la independencia judicial ha suscitado preocupación en Eslovaquia, Italia y España”.
La visibilidad ha aumentado precisamente, de un lado, porque un mayor porcentaje de la ciudadanía se relaciona con la misma y conoce de primera mano sus actuaciones. De otro lado, el tratamiento mediático de determinados asuntos y la propia intervención de jueces y magistrados en el debate público, pronunciándose sobre aspectos muy variados de la realidad circundante, sitúan la justicia en el plano en el que no se encontraba hace décadas. Resulta sin duda enriquecedor que alguien con un profundo conocimiento del Derecho arroje luz con el objetivo de mejorar la calidad del debate público en las cuestiones jurídicas. Y es también legítimo que cualquier ciudadano tenga una opinión formada sobre materias que trascienden su ámbito profesional y quiera darla a conocer. No obstante, las expresiones manifestadas en público por un miembro de la judicatura han de pasar por el tamiz de las garantías constitucionales, en este caso la independencia de la justicia, además de que determinadas opiniones emitidas en público pueden convertir a un juez en presa fácil de la recusación.
Parece evidente que la independencia judicial, que se desprende de múltiples factores y también de las expresiones que uno profiere, requiere guardar un delicado equilibrio entre los derechos y los deberes que constituyen el estatuto jurídico del juez. Para ello, los sistemas constitucionales se han dotado asimismo desde hace tiempo de instrumentos éticos, que son distintos de la potestad disciplinaria y que atienden a un tipo distinto de desvalor. En España, la Comisión de Ética Judicial inició su andadura en el año 2018, para garantizar la aplicación de los Principios de Ética Judicial. Dichos principios fueron aprobados por el Consejo General del Poder Judicial el 16 de diciembre de 2016 y tienen como antecedente algunos textos internacionales, como los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial. La Comisión de Ética Judicial, que actúa en general previa petición individual, se ha pronunciado hasta la fecha sobre asuntos variados y, entre otros, los siguientes: (1) la participación de jueces en foros públicos y su relación con la libertad de expresión; (2) la asistencia a manifestaciones y mítines de carácter político; (3) las concentraciones de jueces en protesta por acuerdos políticos e iniciativas legislativas); o (4) las críticas a resoluciones judiciales adoptadas en un proceso en curso provenientes de otros jueces. Cabe señalar que el día a día de jueces y magistrados no es en general escribir en los periódicos, participar en tertulias y manifestar opiniones en las redes sociales. Pero algunos sí lo hacen y gestionan con éxito incluso blogs y cuentas en redes sociales de máxima utilidad, porque permiten conocer reformas normativas y jurisprudencia, etc. Como en cualquier ámbito, conviene identificar dónde se encuentran realmente los problemas jurídicos y, en consecuencia, los límites, en un ámbito en el que se avanza a tientas, por cuanto se trata de un debate no completamente maduro que va evolucionando con el tiempo. Y se ha de tener en cuenta que la Comisión de Ética Judicial se circunscribe al ámbito ético y no tiene mandato para pronunciarse sobre el eventual desvalor jurídico, que competerá en su caso a los órganos correspondientes.
La mayor visibilidad de la justicia conecta también con la consolidación y el peso crecientes de los denominados tribunales de vértice, en terminología del procesalista Michele Taruffo. Los tribunales de vértice -en sentido lato y trascendiendo su sentido originario- serían aquellos órganos de control que se sitúan en la cúspide del sistema, tanto en el ámbito nacional (Tribunales Supremos y Constitucionales) como en el ámbito supranacional o internacional (Tribunal de Justicia de la Unión Europea y Tribunal Europeo de Derechos Humanos, entre otros). Estos tribunales (aun cuando no en todos los casos sean poder judicial en sentido estricto y no se trate en puridad de la “cúspide” de un sistema vertical) se han consolidado como actores de las políticas públicas en las democracias occidentales. Ello es así debido a las competencias que tienen encomendadas y a que trascienden los estrictos límites de la justicia del caso concreto. Con sus sentencias, participan en cuestiones nucleares del debate público y en ocasiones los fallos se amoldan a la agenda política. Además, la elección de sus miembros resulta cada vez más polémica con carácter general y llueven acusaciones sobre su politización. En España, como es conocido, no nos faltan estos debates, pero lo cierto es que no es algo que preocupe sólo en nuestras latitudes. Así, el presidente Biden encargó hace unos años un informe para la reforma del Tribunal Supremo de Estados Unidos, en particular relacionado con la elección de sus miembros y la percepción de la politización de su funcionamiento. El informe, fue remitido al Presidente el 7 de diciembre de 2021 y a día de hoy es posible, no obstante, que duerma en un cajón.
La reflexión sobre la actuación judicial y los debates sobre el activismo judicial, con posturas a favor y en contra, datan de antiguo. En 1921, el comparatista Lambert ya aludió a un “gobierno de jueces” y, más recientemente, Rüthers se ha referido a un “Estado judicial”, expresión que, como otras, hay que leer en su contexto. Hoy, estos debates han adquirido intensidad renovada probablemente por razones como las que se mencionaban más arriba en relación con el protagonismo de la justicia en la agenda pública y la visibilidad. Ante esta situación, además de contar con medidas de otra naturaleza, al jurista le interesa establecer un marco institucional a la altura del desafío, de forma no temperamental a la luz del último recorte de prensa. Así, presenta particular importancia la elección de quienes componen el poder judicial con carácter general, por un lado, y los tribunales de vértice, de otro, así como fijar de manera clara el estatuto jurídico de todos ellos. En uno y otro caso resulta necesaria una actualización del marco ético y jurídico, siguiendo la senda parcialmente de algunas iniciativas en curso ya mencionadas.
La selección de los jueces en España responde a un modelo que cuenta con una larga tradición, que se basa -como otros Cuerpos funcionariales- en un sistema de fuerte corte memorístico y que, por ello, entre las ventajas que comporta se encuentra la de que permite evaluar con elevada objetividad. Sin embargo, un sistema eminentemente basado en la memoria no permite anticipar cómo una persona va a ejercer la delicada labor de interpretar las normas, aplicarlas al caso concreto, completarlas en su caso con saberes técnicos ajenos al Derecho como la economía o las ingenierías, en un contexto social y normativo cada vez más complejo y en el que las tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial están llamadas a desempeñar un papel cada vez más crucial. Como en otros Cuerpos, hace tiempo que se plantea la necesidad de fomentar un sistema de selección menos basado en la memoria, aun siendo esta esencial en cualquier proceso de aprendizaje. Dado además el cursus habitual de preparación para esta profesión -una oposición nada más terminada la carrera-, y la eventual carencia de recursos propios, habría de proponerse un sistema de becas más extendido, a fin de garantizar una mayor heterogeneidad en el ingreso, en este como en otros Cuerpos. Una propuesta de estas características no está exenta de interrogantes y, en particular, preocupa cómo garantizar la objetividad y la igualdad en los procesos de selección con sistemas de evaluación no tan “matematizables” como la evaluación de la memoria. Por otro lado, quizás convenga adoptar medidas adicionales para facilitar el tránsito desde otras profesiones jurídicas a la judicatura para quienes cuenten con una experiencia acreditada (por ejemplo, en el ejercicio de la abogacía), más allá de las opciones que el ordenamiento jurídico ofrece a día de hoy. Un modelo así, que existe en otros Estados, asume que de esta manera se garantiza experiencia jurídica y madurez personal para la tarea compleja de decidir sobre bienes jurídicos y sobre conflictos humanos que en muchas ocasiones trascienden la estricta subsunción del supuesto de hecho en la norma jurídica.
La selección del personal presenta una paleta singular de colores en los tribunales de vértice, que en muchas ocasiones han de pronunciarse sobre cuestiones nucleares del cuerpo social y que en absoluto se detienen en la estricta subsunción. Si la ética y los códigos de conducta se han generalizado en todos los ámbitos del sector público, los tribunales de vértice no son una excepción. Muchas líneas se han escrito también en los últimos tiempos, pero parece que el estatuto jurídico de sus miembros requiere ser repensado desde la óptica jurídica, al menos en lo referido a algunos de sus aspectos. Los nombramientos, en particular, han generado gran debate en los últimos tiempos. La discrecionalidad que caracteriza este tipo de nombramientos, también de nuestros jueces en Europa, no puede empañar la necesidad de establecer unos requisitos más detallados para el acceso a tan altas funciones, unos requisitos que permitan ejercer la potestad discrecional en unos contornos más acotados. Ahí se habría de profundizar tanto en la solvencia del perfil sometido a escrutinio, con requisitos más específicos y concretos, como en la garantía de independencia y en los eventuales conflictos de intereses. Hay instituciones, como los altos tribunales, que tiene lógica que sean un destino final o casi final de una carrera profesional sólida, debido al tipo de cuestiones que ahí se dirimen, pero también porque quien desempeña sus funciones no tiene ulteriores aspiraciones profesionales de las que pueda ser esclavo.
El órgano de gobierno de los jueces se ha visto rodeado en los últimos años -y no sólo en estos- de polémicas que guardan relación con estos debates. No en vano, quien preside el Consejo General del Poder Judicial preside al mismo tiempo el Tribunal Supremo. Al igual que en otras altas instituciones del Estado -el Defensor del Pueblo, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas, entre otros-, el nombramiento de la presidencia es una decisión discrecional. Como es sabido, discrecional no es arbitrario: permite una diversidad de opciones posibles dentro del marco jurídico. Así, el nombramiento habrá de respetar los requisitos para acceder a tal puesto y, si estos no se dan, no concurrirá el presupuesto de hecho para nombrar a esa persona específica, cuestión que puede ser y es controlada por los tribunales, cuando tienen ocasión de pronunciarse. Ahora bien, si las personas candidatas o propuestas reúnen los requisitos exigidos en cada caso para optar a un puesto concreto, quien tiene que nombrar lo hará motivando por qué se opta por uno u otro perfil, amotivación que puede ser asimismo objeto de control. Por eso, no deja de sorprender el enésimo planteamiento del falso dilema entre méritos y cuota (de género), banalizando una política pública concreta y utilizando el concepto “cuota” en un sentido intencionadamente incorrecto. Como es conocido, las cuotas de género existen en determinados ámbitos para permitir siquiera de forma transitoria la incorporación o presencia de un colectivo tradicionalmente infrarrepresentado por una determinada forma de entender la sociedad, el poder y el Derecho. La cuota opera hoy como mecanismo de resistencia frente a la inercia de la cuota masculina imperante durante siglos, cuota que por cierto no es evidente que haya siempre garantizado que los mejores fueran elegidos en todas las ocasiones para el desempeño de funciones públicas. Y la cuota de género opera ahí donde los méritos están ya acreditados, como un instrumento de apoyo para vencer dicha inercia en ámbitos en los que hay capacidad de elección. En consecuencia, el dilema cuota versus méritos sería un falso dilema y, en general, es utilizado para distorsionar el debate o como pretendido argumento en ausencia de otros.
En relación, por otra parte, con los nombramientos, la independencia y la ideología, cabe señalar ahora que jueces y otros profesionales, como los profesores universitarios, se conocen bien por aquello que hacen público a través de su trabajo: sentencias, artículos doctrinales, libros, conferencias. Todas las personas tenemos sesgos, cuestión de moda en la actualidad tanto en el conocimiento científico y como en la divulgación. Este sesgo es apreciable por ejemplo en la elección de temas para escribir artículos doctrinales o para emprender líneas de investigación, así como en la selección de asuntos para ser admitidos por el Tribunal Supremo para decidir en casación o por el Tribunal Constitucional para decidir en amparo. Desde el punto de vista de la honestidad científica en el caso de los profesores y de la independencia judicial en el caso del poder judicial, resulta esencial en relación con los sesgos su puesta de manifiesto ahí donde sea posible, la mención de conflictos de intereses cuando estos concurran y, en general, garantizar la transparencia para detectar aquellos no identificados y que resulten contrarios a Derecho o a las buenas prácticas.
Distinto es el uso sistemático del sesgo -ideológico, en este caso- para dirimir una controversia jurídica. Ahí, cuando menos, se alza la sospecha. En tiempos de blancos y negros se ha popularizado la expresión “equidistante”, también en el ámbito del Derecho, para quienes no tienen una respuesta completa y cabal en el minuto uno sobre cuestiones emergentes, cuestiones que pueden presentar gran envergadura jurídica y que se suceden a gran velocidad, como es el signo de los tiempos. Sin embargo, en general las cuestiones jurídicas presentan matices, son reactivas a un alineamiento inmediato y radical, salvo entre quienes llevan tiempo ocupándose de la cuestión concreta. En este sentido, de profesionales del Derecho cabe esperar no tanto que sean “equidistantes” (porque el uso del término es equívoco), pero sí es positivo que no resulten necesariamente previsibles, que el actor jurídico se tome su tiempo y no actúe siempre de manera automatizada conforme a patrones que puedan considerarse externos al Derecho para un espectador externo y objetivo. Una persona de estas características cabría esperar que fuera quien se encontrara al frente de instituciones públicas de corte jurídico y, en particular, del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo.
La persona que resulte elegida para tal cometido liderará el gobierno de los jueces durante los próximos años en el contexto de mayor visibilidad al que me he referido más arriba. En este sentido, para su elección habrá de cumplir unos requisitos técnicos o profesionales, pero el ejercicio de la discrecionalidad en la elección alcanza también otros aspectos esenciales en la definición del tipo de liderazgo que se ejercerá y que es necesariamente distinto al de otras instituciones del Estado. Y ello por cuanto los desafíos de la justicia trascienden con creces el escueto paradigma de la eficiencia. Por ejemplo, se puede preferir un perfil más internacional frente a otro menos interesado en estas cuestiones, que promueva la relación de la judicatura española con otros Estados o con las redes europeas, iberoamericanas e internacionales, a fin de intercambiar buenas prácticas o conocimiento, por ejemplo, en lo que respecta a la aplicación del Derecho de la Unión Europea. Asimismo, en los tiempos presentes, se puede optar por una persona que promueva cambios en el estatuto de la judicatura, en el sentido indicado en las líneas anteriores, que sitúe en lugar prioritario en su agenda la atención a los colectivos vulnerables en la justicia o que muestre compromiso con la transformación de la administración de justicia de la mano de las tecnologías. Además, no resulta inocuo el carácter de quien haya de desempeñar tales funciones, pues por un lado será la persona interlocutora del Ministerio de Justicia, que (paradójicamente para la independencia judicial) tiene la llave de la caja. En consecuencia, de esas relaciones humanas (que no de afinidad política) dependerá en gran medida que se atienda a solicitudes en materia de presupuesto o de recursos humanos, en un contexto de saturación de la justicia nada desdeñable. Del mismo modo, tampoco es irrelevante ese carácter en sus relaciones con quienes presiden los diversos órganos jurisdiccionales colegiados en el territorio español, así como con quienes componen el Tribunal Supremo, que presidirá. En consecuencia, además de los méritos profesionales acreditados, que resultan imprescindibles, el tipo de liderazgo que se espera es esencial en la elección discrecional de quienes desempeñan funciones públicas. En tiempos complejos como los actuales, los hiperliderazgos o modelos clásicos de liderazgo autoritario no son la respuesta en las instituciones públicas de las sociedades democráticas. No lo son en el poder judicial ni en ningún otro poder del Estado.
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