Por Juan Antonio Lascuraín
A partir del 12 de enero de este año
“[s]erán castigados con las penas de prisión de seis meses a seis años y multa de seis a doce meses […] [l]os que impongan condiciones ilegales a sus trabajadores mediante su contratación bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo, o las mantengan en contra de requerimiento o sanción administrativa” (art 311.2º CP).
Pretendo con esta entrada analizar este nuevo delito con las dos gafas que utilizamos los penalistas: con las dogmáticas, para ver qué es lo que dice, qué conductas integra, cosa que veremos que no va a ser del todo fácil; y con las políticas, para valorar su legitimidad y su oportunidad, y aquí lo que no va a ser fácil es que guste la reforma, la punición con hasta seis años de un fraude de ley de bases bastante brumosas. Me gusta el riesgo de estas reflexiones de explorador, sin aún jurisprudencia ni doctrina en las que apoyarse, pero soy consciente de que es también un riesgo de equivocación. Tómese por favor el lector las líneas que siguen como un borrador. Aunque si bien se piensa, con Borges, “[n]o puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio” (Las versiones homéricas, 1932).
Un elefante en una cacharrería
En medio del lío jurídico acerca de la laboralidad o no de la relación de los repartidores que rigen su actividad por plataformas digitales gobernadas a su vez por pautas algorítmicas, irrumpe el contundente Derecho Penal para sancionar los casos en los que el tipo de contrato no responda a una situación de vinculación laboral de facto. Uno de los problemas que va a suponer la reacción penal, la amenaza de la cárcel, es la regulación ‘prepenal’ difusa del sector en el que ahora se incide con penas. Si se echa un vistazo a las normas laborales se verá que la solución calificativa a la que se llega en el tema de los repartidores y, en general, en la definición de lo que es una relación laboral, no es contundente, cosa muy comprensible porque lo que no es contundente es la multifacética realidad misma, con relaciones contractuales que bailan entre lo mercantil y lo laboral. Y es que quizás los conceptos clásicos de ajenidad y dependencia tengan algo de esa continuidad semántica y fáctica tan molesta para el Derecho que pone de manifiesto la paradoja de sorites (enunciada por Eubulides de Mileto, un contemporáneo de Aristóteles): ¿cuándo un montón (soros, en griego) de granos de trigo deja de ser un montón?
Luego volveré a esa regulación laboral que interpreta finalmente la STS 805/2020 como preludio a una reforma del Estatuto de los Trabajadores. No es criticable que tenga un componente de elasticidad que trate de adecuarse a la realidad. Lo que sí es criticable es que en ese contexto de pluralidad y elasticidad (en esa inevitable cacharrería) intervenga el Derecho Penal y lo haga duramente (el elefante).
Porque desde luego las primeras impresiones que despierta el nuevo delito son que se trata de una intervención penal que es todo lo que no debe ser una intervención penal:
- no es precisa: ni lo es la pena (de seis meses a seis años de prisión: el máximo es doce veces el mínimo), ni está claro cuando concurre la ilegalidad, ni si basta con la ilegalidad, ni si se pena solo la contumacia en el mantenimiento de las condiciones ilegales;
- no es subsidiaria: ¿hace falta aquí el Derecho Penal?; ¿no estaremos utilizando los cañonazos antes de intentarlo con las flechas?; ¿por qué no empezamos con una infracción administrativa específica?;
- no es proporcionada: ¿prisión posiblemente no suspendible (de más de dos años) para un fraude de ley en el que no hay engaño al trabajador (si lo hubiera, estaríamos ante el tipo del artículo 311.1º CP)?
Llueve sobre mojado: el artículo 311.1º CP
El artículo 311.1º CP, vecino y pariente del nuevo 311.2º CP, es un enunciado que no por consolidado y aplicado deja de plantear problemas de conformación que han sido sabiamente delimitados por los tribunales (a ello ya me referí en mi entrada Delitos laborales: lo que sobra y lo que falta, I). Ya lo saben (piensen por ejemplo en los delitos de blanqueo o de tráfico de drogas): cuanto más insensato es el legislador más sensata es la jurisprudencia. Su precepto, con la misma sanción ya referida (penas de prisión de seis meses a seis años y multa de seis a doce meses) reza así:
“Los que, mediante engaño o abuso de situación de necesidad, impongan a los trabajadores a su servicio condiciones laborales o de Seguridad Social que perjudiquen, supriman o restrinjan los derechos que tengan reconocidos por disposiciones legales, convenios colectivos o contrato individual”.
Reparen en la ambición del tipo, en su amplísimo desvalor de resultado. Basta para que sea delito que la actuación delictiva se refiera a cualquier derecho laboral, incluso los de fuente meramente contractual, y basta la mera restricción o perjuicio. Es verdad que el delito se restringe con la exigencia de un determinado desvalor de acción, que concurra engaño o abuso de situación de necesidad. Pero si el primero no es necesario casi nunca para los objetivos del infractor, el segundo podría entenderse que se da casi siempre en un mercado laboral asimétrico en el que hay mucha más demanda que oferta de trabajo y en el que su obtención es tan radicalmente importante para las personas.
Aplicando a su interpretación el principio de proporcionalidad, la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha sido cautelosa y lo ha terminado aplicando solo a los escasos supuestos de engaño y a los casos de graves restricciones en las condiciones preceptivas de trabajo (básicamente, en la duración de la jornada y vacaciones, salario y aseguramiento social). De hecho lo ha denominado frecuentemente como “delito de explotación laboral”. Subrayo esta interpretación restrictiva porque es de esperar que la directriz sea la misma para con el nuevo delito. Esta lectura le parece bien al legislador, pero no responde a la vaguedad del precepto sino con la vagancia de no reformarlo. Sabemos que le parece bien porque así lo dice en el preámbulo que trata de justificar el nuevo delito:
“El delito recogido en el artículo 311 del Código Penal […] protege las condiciones mínimas exigibles e irrenunciables de la contratación laboral, un bien jurídico de innegable dimensión colectiva. El precepto está concebido para garantizar la indemnidad de la propia relación laboral mediante la sanción de aquellas conductas que atenten de forma más grave contra los derechos y condiciones laborales de las personas trabajadoras […]. El sistema penal no puede eludir sus obligaciones en materia de protección de estos derechos, colectivos e irrenunciables, frente a los ataques más graves” (Preámbulo LO 14/2022, V).
El primer inciso del artículo 311.2º CP
Recuerdo que el nuevo precepto comienza penando a “los que impongan condiciones ilegales a sus trabajadores mediante su contratación bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo”. Su lectura despierta un primer interrogante en relación con cuál es su desvalor de resultado, porque como ha subrayado Sergio Pérez en este blog (El art. 311 del Código Penal: ¿la ley penal Glovo?) “ilegales” no equivale necesariamente a “perjudiciales”, por mucho que suela ser así en el cotejo entre las laborales y las derivadas de otras fórmulas contractuales. Ilegales son simplemente las que no prevé la ley para determinada realidad. Es de esperar que se interprete que además de ilegales han de ser perjudiciales para el trabajador o trabajadora y que, en consistencia con lo que se viene haciendo con el artículo 311.1º CP, hayan de ser además gravemente perjudiciales. Esta parece ser la comprensión del legislador, según lo ya indicado, añadiendo ya en relación con el nuevo delito que el mismo es “de resultado lesivo, eludiendo así el expansionismo punitivo” (LO 14/2022, Preámbulo, V).
La acción disvaliosa consiste en el camuflaje de la laboralidad. Lo que dice el tipo es que se da en realidad una relación laboral (son “trabajadores”) que se “camufla” (el verbo es del preámbulo) bajo otras fórmulas de contratación, que se utilizan así, de nuevo según la introducción a la ley, “espuriamente”. No se exige que el empleador esté engañando al trabajador sobre sus derechos, sino más bien se excluye este modo de comisión, que integraría el apartado primero del 311, salvo que se interprete, reductiva pero forzadamente, que en realidad se está llamando la atención sobre una determinada forma de engaño.
La tipología en la que está pensando el legislador es, en concreto, la del contrato de prestación de servicios profesionales con una persona que se ha dado de alta como autónomo para el reparto o distribución de productos, pues es en ese sector en el que se ha generalizado la organización de tal relación a través de “las nuevas tecnologías a partir del uso de sistemas automatizados”, que es el medio al que hace referencia el preámbulo, “pero no exclusivamente”. Se trata en general de los supuestos de verdaderos trabajadores pero falsos autónomos, pero cabría pensar también en falsos becarios, falsos voluntarios o falsos cooperativistas. No creo que sean subsumibles en el nuevo tipo penal conductas como las del abuso o impago de horas extraordinarias o la de horario completo formalmente parcial, pues la vía de restricción de derechos no sería la de la “contratación bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo” sino la de imposición de condiciones ilegales en el marco de un contrato de trabajo existente. Tales conductas, en su caso, si se da engaño o abuso de situación de necesidad y tienen la gravedad suficiente, podrían ser constitutivas del delito del apartado primero del artículo 311.
Indeterminación y exceso
La indeterminación de los tipos penales suele ir de la mano del exceso de pena. En la medida en la que la descripción de un delito sea imprecisa podrá terminar comprendiendo semánticamente supuestos de escaso desvalor que conviertan la pena en innecesaria o desproporcionada. Paradigmáticos son al respecto, en el marco en el que estamos de delitos contra los derechos de los trabajadores, el delito de tráfico ilegal de mano de obra (art. 312.1 CP) o los delitos contra la libertad sindical o el derecho de huelga (art. 315.1 CP) (Delitos laborales: lo que sobra y lo que falta, I). En el caso del enunciado que estamos analizando cuesta ver ya ese desvalor con mayúscula que exige la intervención penal, pues ni el desvalor de resultado se refiere a priori a condiciones lesivas – y menos, claro, a condiciones gravemente lesivas -, ni hay al menos un intento de poner más peso significativo en la balanza del injusto con la exigencia de conductas engañosas o abusivas, limitándose a exigir un fraude de ley, una contratación con una fórmula distinta a la laboral prevista por el ordenamiento.
El foco principal de incertidumbre penal está en la propia incertidumbre prepenal en relación con la laboralidad. Es importante ajustar el objeto de la crítica. En ocasiones la regulación de un sector de la actividad humana está abocado a la flexibilidad y a un consecuente margen de imprecisión y de discrecionalidad judicial si a su vez son variopintas las manifestaciones de esa actividad. Se trata de regular en justicia igual lo que es igual y diferente lo que es diferente, pero esa frontera puede ser sutil y solo finalmente determinable ad casum a partir de rasgos generales determinados normativamente.
¿Se trata de la realidad propia de un contrato de trabajo o de la realidad propia de un contrato de prestación de servicios? La Sala de lo Social del Tribunal Supremo admite que no siempre va a ser fácil saberlo, que
[l]a línea divisora entre el contrato de trabajo y otros vínculos de naturaleza análoga (particularmente la ejecución de obra y el arrendamiento de servicios), regulados por la legislación civil o mercantil, no aparece nítida ni en la doctrina, ni en la legislación, ni siquiera en la realidad social. Y ello es así, porque en el contrato de arrendamiento de servicios el esquema de la relación contractual es un genérico intercambio de obligaciones y prestaciones de trabajo con la contrapartida de un `precio´ o remuneración de los servicios, en tanto que el contrato de trabajo es una especie del género anterior, consistente en el intercambio de obligaciones y prestaciones de trabajo, pero en este caso dependiente, por cuenta ajena y a cambio de retribución garantizada. En consecuencia, la materia se rige por el más puro casuismo, de forma que es necesario tomar en consideración la totalidad de las circunstancias concurrentes en el caso, a fin de constatar si se dan las notas de ajenidad, retribución y dependencia, en el sentido en que estos conceptos son concebidos por la jurisprudencia” (STS, Pleno, 805/2020, de 25 de septiembre, FD 9.3).
Tan es así, que la reforma del Estatuto de los Trabajadores expresamente inspirada en esta sentencia tiene una literalidad bien acotada y modesta: acotada a
la actividad de las personas que presten servicios retribuidos consistentes en el reparto o distribución de cualquier producto de consumo o mercancía, por parte de empleadoras que ejercen las facultades empresariales de organización, dirección y control de forma directa, indirecta o implícita, mediante la gestión algorítmica del servicio o de las condiciones de trabajo, a través de una plataforma digital”,
actividad a la que meramente se le asigna una “presunción” de laboralidad (nueva disposición adicional vigesimotercera: “Presunción de laboralidad en el ámbito de las plataformas digitales de reparto”).
No deben dramatizarse estos problemas de atribución de un régimen jurídico u otro a situaciones de hecho semejantes, por mucho que convengan los esfuerzos normativos o jurisprudenciales de precisión. Constatado el desajuste entre contrato y realidad por alguna de las partes, o en su caso por instituciones administrativas a las que otorguemos justificadamente tal función, deberá procederse a la asignación del régimen jurídico adecuado. En los casos de relación laboral con asimetría en la libertad de voluntad, que será lo habitual, podrá procederse a sancionar al empleador si se constata una voluntad de prevalimiento ventajoso de esa desigualdad, lo que sucederá en los casos de engaño al trabajador o de clara laboralidad por los hechos o por la previa advertencia administrativa.
Lo peliagudo viene con la decisión de penalizar el error: con amenazar con hasta seis años de prisión por “imponer” un contrato inadecuado. Es lo que tiene la cárcel, que nos presta un gran servicio disuasorio pero con la que nos arriesgamos a la desproporción y a una inseguridad insoportable. Salta a la vista que tamaña pena es excesiva para los casos de mera inadecuación contractual (recuérdese lo magro de la descripción típica), que son vecinos a los de adecuación contractual, como hemos visto que asume la jurisprudencia. Y luego está la inseguridad empresarial que provoca tan severa amenaza por saltarse una frontera difusa y cuyo efecto será el de la disuasión de la actividad productiva. Recuerden lo que para los derechos fundamentales ha subrayado tanto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como nuestro Tribunal Constitucional: la previsión de penas de prisión para el exceso en el ejercicio de los derechos (por ejemplo a la expresión o a la huelga) desalienta este ejercicio cuando es difusa la frontera entre el cielo del derecho y el infierno de la cárcel. Nadie querrá pasear por el campo, lo que es estupendo para la salud, si le avisan que hay bancos de arenas movedizas mal señalizados.
El segundo inciso del artículo 311.2º CP
La interpretación se enreda más con el segundo inciso: tras un “o” disyuntivo se describe como segunda modalidad delictiva la de mantener las condiciones ilegales impuestas bajo fórmulas ajenas al contrato de trabajo “en contra del requerimiento o sanción administrativa”.
Aparquemos el defecto menor de restringir la tarjeta amarilla al árbitro administrativo y no incluir al judicial (¿por qué no si quien advierte de la irregularidad es el juez laboral?), cuestión que ya había suscitado dudas y críticas en relación con el artículo 314 CP, desde 1995, y que induce a cierta depresión respecto a la actividad investigadora: el legislador parece inmune a las valoraciones o sugerencias técnicas o de justicia sobre su actividad. Aparquemos también los recelos que suscita esta técnica de tipificación frente a las multas coercitivas o al delito de desobediencia (art. 556.1 CP). El defecto mayor proviene de la constatación de dos percepciones semánticas: la primera es la de que no solo “impone” el empleador cuando firma el contrato, sino que sigue “imponiendo” mientras dura el contrato; la segunda es la de que en todo caso el empresario que impone “mantiene” mientras dura el contrato.
Dirá el lector que a qué vienen estas jerigonzas léxicas. El problema es que el tipo es bastante menos exigente con el que mantiene que con el que impone, pues al que mantiene solo se le castiga si es contumaz tras una advertencia administrativa formal. La perplejidad proviene en que si todo el que mantiene impone, aunque no sea contumaz ya habrá delinquido conforme a la primera posibilidad (“imponer”). Dicho en otros términos, no sé si más claros: la opción más leve B (mantenimiento contumaz) tiene como condición que se produzca A (imposición), con lo que nunca se llegará a ella. O si se entiende que solo se impone en la firma del contrato, lo que nunca se aplicará es la opción más dura A, pues el imponedor dirá que también es un mantenedor y que debe aplicársele el más benévolo régimen B.
Las salidas interpretativas son dos. La primera es entender que impone solo el empleador que contrata. ¿Y quién es el que mantiene? No puede serlo el nuevo empleador “en caso de transmisión de empresas”, pues ese supuesto está ya expresamente previsto en el artículo 311.4º CP. Solo quedaría el supuesto del empleador que impuso cuando esta conducta era impune, antes de la entrada en vigor de la ley, y ahora “mantiene”. Presupuesto el dolo (los empleadores saben que la fórmula contractual es inadecuada), el problema de esta solución interpretativa es que no se entiende bien por qué a este se le trata mucho mejor (solo delinque tras advertencia) que al que celebra el contrato después de la reforma del Código Penal.
Por ello me parece mejor una segunda lectura, por mucho que no sea la semánticamente más intuitiva: entender que el requisito de la advertencia es exigible siempre, para el que impone y para el que mantiene. Con ello conseguiríamos dos loables efectos: contener la intervención penal y reducir la inseguridad que genera el nuevo tipo penal.
¿Y la persona jurídica?
Me parece, en fin, que el modo interpretativo de salvar este precepto transita por dos vías cumulativas: conforme al preámbulo, aplicarlo solo a casos en los que la inadecuación contractual suponga un “grave atentado contra los derechos y condiciones laborales de las personas trabajadoras”; y, por integración de segundo inciso, aplicarlo siempre tras requerimiento administrativo previo.
Sea como fuere, la reforma penal debe hacer espabilar a los servicios jurídicos de las empresas, que deberán precaverse a través de la selección adecuada de la fórmula contractual, con información precisa y completa al contratado, con motivación de la fórmula elegida y, en su caso, con asesoramiento especializado o incluso con consulta a la Administración. Un programa de cumplimiento penal de protección de administradores y directivos que resucita una vieja pregunta, cada vez más irritada: tras tanta reforma penal inadecuada e innecesaria, ¿cuándo se decidirá el legislador a incluir entre los delitos imputables a las personas jurídicas los delitos contra los derechos de los trabajadores?
Foto: Ignacio Jáuregui
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