Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

El artículo 120 de la Ley de Contratos del Sector Público: ¿rendija o socavón?

 

Pocos preceptos tan bien intencionados como ese. La Ley (y, antes que ella, la Directiva europea de 2014 de la que trae causa) está imbuida de una sanísima y justificada desconfianza hacia los gestores de la contratación pública, a los que pone toda suerte de trabas para que, llegado el momento de adquirir bienes y servicios, no lo hagan con quien quisieran -un correligionario, un amiguete, un familiar, …- y al precio que se les antoje (actuar con arbitrariedad es la otra manera de llamar a la erótica del poder), sino que se vean obligados a seguir un camino empedrado -el expediente de contratación, con la concurrencia de todos los licitadores- y que inevitablemente se toma su tiempo: es el coste que hay que satisfacer para actuar con objetividad o, al menos, que los chanchullos tengan que venir bien disimulados.

Observar esos trámites constituye uno de las más penosas manifestaciones de lo que, en Derecho Administrativo, se llaman ‘privilegios en menos’, o sea, engorros, dicho en román paladino. Pero hay ocasiones -“cuando la Administración tenga que actuar de manera inmediata a causa de acontecimientos catastróficos, de situaciones que supongan grave peligro o de necesidades que afecten a la defensa nacional”- en que no se puede esperar ni un minuto y la desconfianza hacia el gobernante tiene que ceder: se puede comprar sin formalidad alguna e incluso sin que en los presupuestos conste la correspondiente partida. Una suerte de ‘barra libre’. Aunque, eso sí, sólo aplicable en esas circunstancias tan excepcionales. El legislador de los contratos públicos, siempre tan suspicaz y tan amante de la burocracia, no ha tenido más remedio que rendirse ante la realidad -en eso consiste el art. 120: una verdadera suspensión del Estado de Derecho- y ha abierto esa rendija en lo que son sus principios. En la expectativa, ahí está la clave de todo, de que sea sólo una rendija – una rigurosa excepción- y no un socavón.

En marzo de 2020 (ahora se van a cumplir dos años) sobrevino la pandemia y, por supuesto, no había, en ninguna parte del mundo, nada parecido a una vacuna. Lo único de lo que se podía echar mano eran las mascarillas -y tampoco como remedio definitivo-, pero en Europa, y más aún en España, se habían dejado de fabricar, de suerte que había que ir a buscarlas al fin del mundo y pagar lo que hiciera falta: típicas ocasiones en las que quien tiene el tesoro puede hacerse riquísimo, porque, ante una demanda infinita -los muertos se contaban por miles y la economía se tuvo que paralizar-, es el ofertante el que pone las condiciones. Que el producto sea de primera necesidad no ayuda a bajar las cantidades, sino justo al contrario. El RDL 7/2020, de 12 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes para responder al impacto económico del COVID-19, abrió las puertas de par en par: por el artículo 16, “a todos los contratos que hayan de celebrarse por las entidades del sector público para atender las necesidades derivadas de la protección de las personas y otras medidas adoptadas para hacer frente al COVID-19, les resultará de aplicación la tramitación de emergencia”. Y, según la Disposición Transitoria, con efecto retroactivo: “Lo dispuesto en el artículo 16 será de aplicación a los contratos necesarios para hacer frente a la situación objeto de este real decreto-ley, cuya tramitación se hubiera iniciado con anterioridad a su entrada en vigor”. La excepción devino regla.

Eso puede suceder, y de hecho sucedió, en todas partes. Lo que ocurre es que hay países y países o, mejor dicho, políticos y políticos (así sean de un partido o de otro). O, si se quiere, personas y personas. Y es que el artículo 120, según quien lo maneje -la famosa realidad social de aplicación de las normas a la que alude el artículo 3 del Código Civil-, puede quedarse en sus justos límites o por el contrario desbordar todo lo imaginable: recordemos que hay gobernantes que la barra libre es precisamente lo que quieren y celebran que el destino la haya puesto en sus narices. La tragedia puede terminarse convirtiendo en toda una oportunidad: algo quizá irrepetible y que hay que aprovechar. Por ejemplo, el 15 de agosto del mismo 2020 se hizo público que el Ministerio de Sanidad había convocado un megaconcurso para comprar -con un sobreprecio de 253,3 millones de Euros- una gran reserva de mascarillas, guantes, batas y equipos de protección, todo ello para los sanitarios. Y el 11 de noviembre de 2021 (o sea, hace poco más de tres meses) la prensa informó, con respecto a la Comunidad de Madrid, que en 2020 había firmado contratos por valor de 4.526 millones, incluyendo las obras del Hospital Isabel Zendal.

En efecto, todo parece indicar que a los políticos se les fue la mano: Carlos Segovia, en El Mundo de 18 de febrero, viernes, firmó una columna con el rótulo -en sí, escandaloso- de queel Tribunal de Cuentas certifica descontrol en las compras exprés de material sanitario de 13 organismos del Estado en 2020”, entre los que están nada menos que “la Agencia Tributaria, el Instituto de Crédito Oficial, el Banco de España o la CNMV”, que han sido “reprendidos por el organismo fiscalizador por cómo adquirieron mascarillas o geles”.

Con motivo del súbito estallido del caso Ayuso, a partir del pasado jueves 17 de febrero, han salido a la luz (o simplemente se han vuelto a recordar) muchas de las actuaciones de unos y otros en aquel período dramático. Los periódicos, como es habitual, han seleccionado la información según los sesgos de cada quien: los medios de babor hablan -con todo de escándalo- (sólo) de lo que han hecho los unos y los de estribor hacen lo propio -con igual estilo- con las actuaciones de los otros. El típico ‘tú más’ al que el bipartidismo y sus terminales mediáticas nos tienen muy acostumbrados: una curiosa línea de defensa, por cierto, conforme a lo cual una conducta deja de ser delito si también el adversario (y siempre o casi siempre pasa, porque el gremio tiene sus propios códigos, que una vez más no discriminan por credos) ha incurrido en ella.

¿Cómo se gestó el famoso contrato de 1,5 millones de euros por el que el hermano de Isabel Díaz Ayuso percibió, sabe Dios a santo de qué, los 55.000 Euros largos que tanto preocupan a su partido, hasta el grado de (poniendo un hasta aquí a su tradicional manga anchísima de tolerancia hacia la corrupción en las propias filas) haber encargado investigar a un sabueso tan perspicaz como Carromero, a quien no se le escapa una?

Arcadi Espada (OK Corral, en El mundo, 20 de febrero) ha expuesto que existen “mil hipótesis”. Por una lado está “la más ruda”, consistente en que “el hermano llamara a la hermana. Oye, Isabel, que os puedo conseguir unas mascarillas, aprovechando que ahora es legal contratar sin concurso. Hecho, tete”. En el otro extremo tenemos “la hipótesis más seráfica” : “que el hermano comercial presentara ante el jefe de compras de la Consejería de Sanidad una oferta que al pagador le pareció buena y que por eso le dio el OK, desconociendo absolutamente quien era el que se la estaba vendiendo, entre otras cosas porque nuestro hombre siempre se presenta en los despachos públicos con una tarjeta en la que lacónicamente rezan su apellido y función: Tomás Díaz, comercial”.

Entre medio de los dos extremos -el brutal y el arcangélico-, “como cualquiera sospecha, hay una gama notable de grises”: de momento, no disponemos del menor indicio para inclinarse por uno y otro relato.

De “dudas razonables” hablaba ABC el día antes, el 19 de febrero: ¿El hermano de Ayuso actuó como comisionista o usó una empresa pantalla? ¿Desconocía Ayuso la actividad de su hermano? Y eso sin contar con hechos tozudos como los tres siguientes: a) El sector de la empresa adjudicataria es el textil y ganadero; b) Las explicaciones de la Presidenta y su equipo dejan fuera otras facturas; y c) El contrato no distingue entre mascarillas FFP2 y FFB3, siendo así que los precios de las segundas son mucho menores.

Cuando vayamos teniendo más datos, llegará el momento de traducirlos a términos jurídicos, pero todo parece indicar que (salvo que alguien haya dejado rastros muy torpes) va a resultar una tarea difícil. Para empezar, porque en ese tipo de escenarios no sirve el socorrido tópico defensivo de afirmar que se ha observado la legalidad: el artículo 120 consiste precisamente en que la legalidad -la propia Ley de Contratos, tan puntillosa ella- queda transitoriamente en barbecho. Luego están, sí, los tipos penales, empezando por el de tráfico de influencias de los Arts. 428 a 430 del Código Civil, pero apreciar cuándo se ha producido eso de influir (haciendo uso del prevalimiento) es asunto de apreciación muy subjetiva: para la forma habitual de razonar de un jurista, todo se le escurre entre las manos.

Cuando la cosa se complica aun más es cuando se recuerda que, guste o no, Isabel Díaz Ayuso es una persona carismática: sus enemigos, externos y sobre todo internos, han acabado convirtiéndola en la Mariana Pineda del siglo XXI. Que suceda algo así en el anodino paisaje de los políticos -gente grisácea, cuando no amarillenta- resulta casi milagroso. Todas las comparaciones son odiosas (y algunas más aún), pero en la lista están sólo el Jordi Pujol de sus años de Presidente de la Generalitat, el Jesús Gil de los años noventa en Marbella y, quizá, el José Bono de su primera época de Castilla-La Mancha. Todos han terminado teniendo con la justicia sus más y sus menos, en parte porque despiertan envidia y en parte porque su propia personalidad expansiva propende a no arrugarse ante los enojosos obstáculos que para la gestión del procomún plantea el principio de legalidad, que está hecho para fenotipos más aburridos y que se sienten aturdidos por las luces y el ruido atronador de la sociedad del espectáculo. Los dirigentes de la Agencia Tributaria, el Instituto de Crédito Oficial, el Banco de España o la CNMV podrán mostrarse muy divertidos en privado, en cuanto enganchan un par de cervezas, pero desde luego no despiertan los amores (y los odios) de una Isabel Díaz Ayuso. Cada uno es como es.

Ya veremos cómo evoluciona esto de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, que probablemente no ha hecho más que empezar y que en los próximos tiempos tiene todos los boletos para ocupar, sea con aplauso o con reproche, muchas portadas de periódicos. Aunque, viendo las cosas con distancia, y buscando un poco profundidad en el análisis, sucede que nos volvemos a encontrar con lo de siempre: que en España, y quizá no sólo los políticos, nos cuesta mucho distinguir el uso del abuso y en esa delicadísima tarea no podemos descargar todo el trabajo en las leyes. La civilización consiste precisamente en saberle coger el punto a las cosas más sutiles.


Foto: Pedro Fraile