Por Norberto J. de la Mata

 

El Parlamento ha admitido a trámite la Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia BOCG de 31 de enero de 2020, Núm. 46-1), que, previsiblemente, y seguramente por amplia mayoría se aprobará en los próximos meses. Según se señala en la Exposición de Motivos (buen dato que se vuelva de los Preámbulos, a las Exposiciones de motivos abandonadas en las últimas leyes penales), en ella se desarrolla muy minuciosamente la, “respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista, a una demanda sostenida de la sociedad actual como es la eutanasia”. No es una mala Proposición de Ley.

Ahora bien, de las once páginas del texto se dedican siete líneas, sí, siete, en una Disposición final primera, al tratamiento penal de la eutanasia, que es seguramente lo que más importa a buena parte de la ciudadanía para decir simplemente que

“4. No será punible la conducta del médico o médica que con actos necesarios y directos causare o cooperare a la muerte de una persona, cuando esta sufra una enfermedad grave e incurable o enfermedad grave, crónica e invalidante, en los términos establecidos en la normativa sanitaria”.

La justificación que se da para la introducción de este precepto que sustituye al hoy vigente 143.4 es, según se señala en las cuatro líneas que se dedican a ello en la citada Exposición de Motivos, que

“se procede, en consecuencia con el nuevo ordenamiento legal introducido por la presente ley, a la modificación de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, con el objeto de despenalizar todas aquellas conductas eutanásicas en los supuestos y condiciones establecidos por la presente ley”

Pues bien, esta es una mala Disposición Final. Al margen de otras cuestiones, ¿se despenaliza realmente  la eutanasia? En absoluto. Sólo para los supuestos y para las “personas” que se refieren en la ley. Para los médicos y para las médicas, en esta obsesión binaria pretendidamente progresista y tan excluyente.

Recordemos que el actual art. 143.4 del Código vigente señala que

“El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo”

Esto es, pena de seis meses a dos años y medio de prisión). Rebaja penológica aplicable a “todas” las personas que ayudan a morir, no sólo a médicos y médicas. Quienes no lo sean, y dado que se suprime totalmente esta previsión atenuatoria, estarán expuestos en cambio a penas de dos a diez años de prisión si entra en vigor, como está, la normativa de la Proposición.

¿Qué ocurre? Que realmente sigue sin abordarse el tema de la despenalización real de la eutanasia (más allá, que es lo que le importa realmente a este nuevo texto legal, de concretar hasta pormenorizar exhaustivamente cómo se permite ejercer el derecho a morir; qué requisitos hay que cumplir no vaya a ser que quien desea morir no sepa en realidad que no lo desea), por más que la Proposición indique que tratan de “hacerse compatibles derechos como la dignidad, la libertad o la autonomía de la voluntad con los de la vida y la integridad física y moral” y que no basta con despenalizar las conductas que impliquen ayudar de cualquier forma a otro a morir, “aun cuando se produzca por expreso deseo de esta” muerte.  Ello, señala el Grupo Parlamentario Socialista “dejaría a las personas desprotegidas respecto de su derecho a la vida”. ¿Desprotegidas? ¡Si es el derecho al que quieren renunciar!

El de la eutanasia es, ciertamente, un debate complejo y polarizado sobre el que cada cual tendrá su opinión. Pero la discusión aboca a otra aun más compleja, que es las que se refiere al modo en que la idea de libertad, en sus diversas manifestaciones debe estar presente como barrera de contención en la respuesta penal que se da a determinados comportamientos. Y aquí la tendencia punitiva (legal y quizás social, o eso parece) parece ser la de restringir, cada vez más, nuestro derecho a pensar y/o a decidir.

El aumento de la edad para poder tener relaciones sexuales o para poder desarrollar comportamientos sexuales que no penalicen a quienes se ven involucrados en ellos; la creación del delito de abandono del lugar del accidente, la creación de los denominados delitos de odio, el avance de la posible creación de un delito de apología del franquismo, el avance de la posible penalización de la prostitución adulta son ejemplos que muestran, al menos, que de la ciudadanía se espera (lo espera el legislador, lo espera la nueva sociedad) no ya que no interfiera en los derechos de los otros, sino que asuma un ideario, un modelo de sociedad (no sé si obsoleto, pero sí tendente a un Derecho penal de máximos y no de mínimos), en la que lo que importa es el deber de obediencia, en la que lo que importa es la asunción del “modelo”.

Llama la atención, y le llama creo (como se muestra en lo que se está publicando últimamente al respecto) a todo penalista, sea cual sea su escuela,sus postulados político-criminales o su concepción del Derecho penal, que no sólo no se formulan  proyectos para despenalizar algunos delitos de expresión y de odio, sino que se pretende crear otros nuevos, También llama la atención que no sólo no se proponga despenalizar la conducta de Ángel Hernández (que ayudó a morir dignamente a su esposa) o la de quien quiera que ayudara a morir a Ramón Sampedro, sino que, al contrario, la regulación de la eutanasia que se propone implica un aumento de las penas para esas personas (porque su conducta no se adecúa al modo en que la nueva futura ley entiende ha producirse una “muerte digna”).

Quien vea la serie sueca de moda “Arenas movedizas” podrá sorprenderse porque  la Fiscalía pida  una pena máxima de catorce años para la acusada de un delito de inducción al asesinato;  otro de complicidad en asesinato; uno más de intento de asesinato y otro de asesinato. Y que la propia procesada – de dieciocho años – se obsesione con que cuando salga tendrá ya treinta y dos. Quien vea la serie pensara que los suecos están locos. Pero, ¿y si somos nosotros los que hemos enloquecido? ¿Por qué tengo que pensar sólo lo que a otra persona no le resulte incómodo? ¿Por qué tengo que esperar a que me detengan cuando atropello accidentalmente a alguien? ¿Por qué tengo que esperar a tener dieciocho años para tener relaciones sexuales? ¿Por qué no puedo ayudar a morir a la persona con quien comparto mi vida, a la única a la que me debo, la única que me importa? De verdad creo que el legislador debe pararse a pensar acerca de hasta dónde quiere llegar con las prohibiciones.


Foto: Miguel Rodrigo, Berlín