Por Gonzalo Quintero Olivares

                                                                                                       Al gran penalista Francisco Baena Bocanegra, D.E.P

 

Ha pasado ya algo de tiempo desde que se conoció el fallo en el caso del famoso beso en los labios que un personaje conocido en el mundo del fútbol dio a una jugadora con ocasión de la celebración de una victoria. Aquella acción, vista a través de la televisión por muchos miles de personas, dio lugar a un (desproporcionado) escándalo mediático, del que sedimentó una doble conclusión: que, en opinión de muchos, se trataba de una agresión sexual, mientras que otros entendieron que era una acción que no tenía mayor alcance que la de gesto de celebración más o menos adecuado al contexto en que se producía.

No tengo interés especial en analizar los argumentos esgrimidos por una y otra parte para defender sus encontradas tesis, pues no es ese el objetivo de las líneas que siguen, y, por lo demás, pueden resumirse fácilmente: el considerado agresor creyó que su acción no era importante y estaba consentida por el calor festivo del momento y no podía molestar a la jugadora, y la parte ofendida, por el contrario, sostuvo que en manera alguna había aceptado el sorpresivo ósculo que, por lo tanto, era constitutivo de una agresión sexual.

La sentencia es conocida, calificó el hecho como agresión sexual y, salvo ulterior modificación a consecuencia de eventuales recursos, ahí la dejamos.

Lo que realmente es interesante para el observador jurídico es la extensión y acaloramiento del debate en torno al significado de la acción realizada. La palabra ‘agresión’ anduvo en boca de todos los comentaristas más o menos profundos del suceso, y, por supuesto, las interpretaciones abundaron y fueron de toda clase, naturalmente, no solo se limitaron a la dimensión objetiva del hecho, sino que cada cual añadió por su cuenta opiniones sobre el contenido de la voluntad del autor y la intención que perseguía con su acto, así como el grado de contenido de sexualidad que había en él. Igualmente se discutió sobre si la receptora del beso tuvo que sentirse o no subjetivamente agredida.

Tampoco entraré en ese aspecto del tema, al que, en todo caso, creo que se le dio una transcendencia un tanto desorbitada. Pero hay un ángulo de análisis del problema que va más allá del suceso y que sí creo que merece una reflexión: a poco que nos fijemos y excluyendo otras dimensiones de la cuestión que no vienen al caso, como puede ser la tendencia nacional a utilizar libérrimamente la etiqueta de agresión sexual, es evidente que la absolución o la condena dependían básicamente del significado que se le dé a la palabra ‘agresión’, y los hechos demuestran que la interpretación de la ley penal puede ser incontrolable, especialmente si el legislador elige conceptos, palabras, verbos o expresiones que no tienen un significado unívoco ni en el derecho ni en el lenguaje común.

No se trata, como pudiera parecer, de un tema de los que se tildan como ‘cosas de juristas’, sino, nada menos, de la verificación práctica del principio de legalidad, que pende, precisamente, de la estricta interpretación de la ley escrita (nullum crimen, sine lege scripta et stricta).

Las descripciones de los delitos se hacen con un lenguaje (el del derecho) que puede coincidir a veces con el lenguaje común, o no ser así. cuando el significado de un elemento típico puede conocerse con los solos recursos del lenguaje común se decía que se trataba de un elemento descriptivo. Pero esa pretendida presencia del lenguaje común no es tan cierta como pudo ser antaño. En la actualidad hay conceptos como, por ejemplo, mujer o alimento, que en su momento se proponían como ejemplos de elementos descriptivos, que ya no soportan esa calificación, porque jurídicamente hoy no es posible: la condición de mujer no depende de la anatomía, pues así lo decidió la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI; por su parte, la condición jurídica de alimento la pueden recibir no solo la comida, sino también el vestido o la  habitación.

En suma: con las excepciones que se quiera, lo más frecuente es que las palabras y conceptos que aparecen en una ley hayan de ser inter­pretados jurídicamente o de acuerdo con una valoración social (por ejemplo, ‘provocación’). Hace muchos años se decía que los tipos deberían formularse usando siempre y únicamente el lenguaje descriptivo, porque de esa manera se conseguía la necesaria claridad de las normas penales y que pudieran ser conocidas y comprendidas por la ciudadanía, sin necesidad del auxilio de los juristas. Pero eso, que se correspondía con el ideal napoleónico de cómo tenía que ser una ley, idea que se completaba con el frontal rechazo al arbitrio judicial (innecesario a partir de la univocidad del significado de la Ley) muy pronto se comprendió que era inviable, además de que no era deseable, pues solo el juez, como aplicador último de la ley, puede ofrecer una interpretación que cumpla con lo que declara el artículo 3-1 del Código civil (

Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.

 La necesidad de evitar interpretaciones alternativas es, en cierta medida, un deseo razonable que contribuye a la seguridad jurídica, pero no es realizable, y la dificultad comienza en el momento de tener que diferenciar, dentro de una misma norma, qué conceptos son descriptivos y cuáles son valorativos, diferencia que es difícil de mantener a rajatabla, pues cuando se incorpora un elemento aparentemente descriptivo al lenguaje jurídico inevitablemente será objeto de una interpretación que producirá un entendimiento de ese concepto que ya no será el propio del lenguaje común, y así sucede que palabras tenidas como descriptivas, como puedan ser golpear, dinero, o matar, tras su inmersión en las leyes, y, por lo mismo, someterse a la interpretación jurídica,  adquieren un significado a veces más amplio y a veces más restringido que el que pudieran tener en su uso vulgar, o, incluso, al significado que les otorga el Diccionario de la RAE.

Por esa razón se puede llegar a afirmar que toda palabra de uso común sumergida en el lenguaje jurídico – que a su vez está dominado por la exigencia de certeza y seguridad a la vez que, por la necesaria coherencia con el sistema – experimenta una transformación que la alejará de ese significado común.

Además, incluso palabras o conceptos que han tenido un significado social determinado pueden experimentar una transformación a causa de factores ajenos a la lógica evolución del lenguaje. Por ejemplo, y es un buen ejemplo aun siendo histórico, palabras como ‘ciudadano’, ‘derechos’, ‘igualdad’, ‘legalidad’ tenían un significado antes de la Revolución francesa que no tendría ningún parecido con el que recibirían en el período revolucionario.

Lo habitual es que el lenguaje penal sea normativo, esto es, que los elementos que integran las descripciones de los tipos de delito precisen una interpretación de acuerdo con las reglas jurídicas, y a veces será precisa la ayuda de otras ramas del Derecho. Es inevitable recurrir a conceptos jurídicos para poder formular muchas tipicidades, pero hay que tener en cuenta que paralelamente aumenta la complejidad de una figura penal, y eso amplía necesariamente las posibilidades de error que podrá versar a la vez sobre la tipicidad o sobre la antijuricidad. En otras ocasiones se requerirá una valoración social que realiza el intérprete.Ejemplo del primer caso serán las palabras o expresiones contrato, cheque, documento, insolvente, librar, otorgar, arma, escalo; el significado de ellas se obtiene unas veces del mismo Código Penal, cuando contiene una regla interpretativa expresa, y otras de leyes no penales (de derecho privado, administrativas). Ejemplo del segundo caso serán: conceptos tales como afrentoso, secreto, deshonesto, respeto, sentimiento religioso, etcétera. Todos ellos serán, por eso mismo, elementos valorativos, y entre ellos, se incluyen algunos tan polémicos como los de “agresión”, que carece de una aclaración de cuál es su contenido ofrecida por la propia ley, como, en cambio, se hace, por ejemplo, en el art.169 CP al definir el delito de amenazas añadiendo una explicación acerca de lo que es una amenaza. La consecuencia es que no parece posible llegar a una razonable concordia en torno a lo que es una agresión sexual y cuándo comienza a apreciarse.

Claro está que no es posible renunciar al uso de elementos valorativos, pero es obligado advertir de los riesgos que comporta su empleo por parte del legislador. Es comprensible que una ley que castigue el uso de palabras ofensivas para referirse a otra persona hará necesario interpretar el concepto de “ofensa”, que, a su vez, encuentra una gran cantidad de interpretaciones dependiendo del sentido de la propia dignidad y honor que cada cual tenga. Se puede decir que hay un concepto común de honor y dignidad, y que nadie puede exigir respeto a su personal idea de lo que es el honor o “su honor”. Pero se trata de un terreno resbaladizo en el que es preciso mantener grandes reservas, porque llevan en su interior el riesgo de la incerteza del derecho, lo cual, a su vez, se torna en problema de máxima gravedad cuando puede afectar a una calificación penal y, con ella, a la imposición de un castigo.

Por su propia naturaleza, pues, un concepto que puede ser objeto de diferentes valoraciones sociales puede también tener interpretaciones subjetivas diversas, dependiendo de datos culturales, educacionales, sociológicos y hasta geográficos, y esas diferentes variables también pueden incidir en el criterio de los intérpretes, que son los jueces.

Por esa razón es desaconsejable el uso de elementos valorativos por los muchos riesgos que entraña para la seguridad jurídica, como sucede, por ejemplo, con conceptos como los de “agresión” o el de “atentar a la libertad sexual”, cuya significación concreta es objeto de continua polémica, como se ha podido comprobar en algunos casos conocidos como el citado al comienzo de estas líneas, o el del llamado stealthing, en el que se aprecia agresión por haber engañado acerca del uso de preservativo que condicionaba el consentimiento de la víctima. Es una agresión “intelectual”, que algunos tribunales califican como delito y otros no, y eso es lo que no debiera de suceder.

El problema, por lo tanto, es que la certeza del derecho exige algo más que la precedencia de la ley escrita, y no es compatible con lo ‘opinable’, al menos cuando se trata de leyes penales.  En mucho ha influido, innegablemente, la pobreza del debate parlamentario en torno a las leyes penales, que es sustituido por “bloques” de votos cumpliendo con la disciplina de partido.

No ha sido así, y tampoco ha contribuido la jurisprudencia, que ha llegado a decir que «no cabe un contacto corporal inconsentido bajo ningún pretexto si no hay consentimiento».   Pero tan tajante afirmación, además de la desmesurada amplitud que comporta, que habrá de examinarse en función de la clase de relaciones existentes entre los protagonistas, deja abierto el complejo problema del error sobre el consentimiento, que algunos han querido resolver con la sandia simpleza del “solo el sí es sí”.

Las definiciones, se dicen, son más seguras que las simples palabras, a pesar de la fuerza de la regla romana omnis definitio in jure periculosa est. Es tema discutible, pero peor es confiar la solución al dictado de los juicios paralelos.


Vivar Sundaram, Barricade 2