Por Ricardo Calleja

 

El consentimiento individual es una especie de comodín en nuestras discusiones morales y jurídicas. Agresiones sexuales, eutanasia, vientres de alquiler, prostitución, condiciones laborales en la gig economy… Apelamos al consentimiento como talismán que resuelve las controversias, principio primero y último de la moral, al menos de la moral pública que debe informar la legislación. El principio se podría formular así: “nada es ético sin consentimiento; con consentimiento por todas las partes implicadas, todo es ético”.

Negarlo en un extremo o en otro implicaría tener que afirmar otras fuentes de moralidad más allá de la autonomía individual, algo que nos pondría en un aprieto: habría comportamientos consentidos que deberían ser considerados inmorales e incluso ilegales; y comportamientos no consentidos que podrían ser impuestos moral y jurídicamente. Es decir: deberíamos imponer alguna moral sobre los demás. Inaceptable.

Es obvio que, en la complejidad del lenguaje humano, de las relaciones sociales y de los ordenamientos jurídicos, solo con afirmar el principio y obtener el consentimiento no basta para resolver todas las situaciones. Hay quien ha contratado servicios financieros que no entiende ni el banquero, que ha visto su consentimiento anulado por los tribunales. Pero en último término, con frecuencia remitimos la cuestión moral –y el fundamento de las normas jurídicas- a este principio que damos por comúnmente aceptado. Esto sucede tanto en las discusiones especializadas, como sobre todo en las conversaciones y debates públicos, de modo a veces tosco.

La apelación al consentimiento además tiene un efecto exorcizador sobre la propia responsabilidad: si la otra parte consiente (pareja sexual, cliente que compra y usa, contratista de servicios de correo que acepta un encargo, empleado de alta cualificación que trabaja fuera de las condiciones de cualquier contrato laboral) entonces yo ya no tengo ninguna responsabilidad sobre el soberano comportamiento ajeno. “Firme usted aquí”, que así me quedo tranquilo (caveat emptor)

 

Agencia y estructura. Gestión del riesgo

Partiendo de este acuerdo de fondo, lo único que varía entre las distintas posiciones ideológicas son dos cosas: el peso que se le quiera dar a los condicionamientos estructurales, frente a la agencia o capacidad moral del individuo; y la capacidad del individuo para decidir por sí solo en asuntos complejos y de riesgo.

Frente a estas dos variables, en el extremo libertario encontramos una aplicación sistemática del principio, que busca hacerse explícita a cada paso. Cada uno es responsable de lo suyo y el mejor juez en causa propia, so capa de abrir la puerta al paternalismo. Lo cual se traduce en una libertad de contratación universal, sin límites, que llama a retirar los diques de contención del derecho laboral; las imposiciones sociales en materia de cobertura frente a riesgos presentes y futuros; y por supuesto algunos melindres moralistas sobre la mercantilización del propio cuerpo. Puestos entre la espada y la pared, algunos te dicen sin sonrojo que sí: que uno debería poder vender órganos, e incluso dejarse matar y trocear a gusto del cliente. Al menos, en clave de principio.

En la derecha conservadora clásica, se afirma el principio del consentimiento con más ahínco en materia económica, propugnando el libre mercado como solución justa y eficaz a muchos conflictos e intercambios, sin excesivas protecciones. Pero a la vez se levanta un muro de moralidad social que consagra algunos temas como extra commercium.

 

Los extremos no se tocan tanto

Uno podría pensar que los extremos liberal y progresista se tocarían. Pero no es tan fácil. En materia económica, es obvio que los progresistas clásicos abogaban por restringir el valor del consentimiento, para velar por la justicia distributiva y redistributiva. En materia moral, los progresistas han ido abriéndose cada vez con más radicalidad al proyecto emancipador del individuo, lo cual les pondría cerca del libertario. Pero últimamente se ha cruzado otro factor, que siempre estuvo ahí: el peso de las estructuras de dominio, que altera las relaciones individuales, y que deben ser derribadas antes de poder dar rienda suelta al consentimiento. Por ejemplo: las relaciones entre hombre y mujer se ven con sospecha, que solo se disolvería rellenando papeleo que certifique la auténtica libertad, aunque esto altere la naturaleza de la relación.

Y -en la mentalidad progresista de izquierdas- crece también el afán protector frente al riesgo, con un paternalismo del que se abjura cuando tiene contenido «moral» (en el sentido victoriano) pero que se exhibe sin sonrojo en otros campos: sanitario, higiénico, nutricional, ideológico… Basta considerar nuestra situación: la responsabilidad y autonomía del sujeto para decidir u obrar está cada vez más diluida y salvaguardada por un complejo entramado de autorizaciones previas, evaluaciones, checklists, certificaciones, convalidaciones, revisiones y/o reacreditaciones que ponen de manifiesto que en un mundo complejo la libre voluntad no existe, o al menos no debe darse sin muy variadas cautelas. Pedir un préstamo, alquilar un patinete, descargarse una app, ceder tus datos personales, hacer una excursión con el cole, manejar maquinaria pesada, comprar un antidepresivo, hacer voluntariado o invertir en el extranjero son actividades en las que la mera voluntad del que las desea hacer se ve interferida por requisitos y salvaguardas que protegen muy diversos valores que están por encima de la mera voluntad del individuo, aunque también pueden presentarse como limitaciones a la libre decisión para proteger al individuo de la posibilidad del engaño y de la inadecuada percepción de los costes o del riesgo, etc.

Pero en ese contexto sorprende lo que sucede con algunas decisiones que -en teoría- exigirían el máximo nivel de información, alerta y capacidad: quitarse la propia vida con cooperación médica, hacerse operaciones o someterse a tratamientos muy intrusivos, disponer de la propia intimidad sin vuelta atrás, abortar, etc. Cuando se trata de fomentar la agenda de la emancipación, la presunción se invierte: el individuo actúa con plena conciencia y capacidad, sin mediaciones estructurales ni cortapisas cognitivas. Decisiones de máximo riesgo en condiciones de máxima –o alta- dependencia y presión social, con mínimos condicionamientos formales. ¿Quizá porque en esos casos se hace lo que la sociedad considera como sustantivamente más correcto o al menos porque se trata de un comportamiento que se quiere normalizar frente a la norma moral y jurídica antigua? Pero entonces… ya tenemos en juego algo más que el puro consentimiento, se ha dejado atrás la neutralidad respecto del contenido de las preferencias individuales.

Dicho de otro modo, en el ámbito de la izquierda la relación entre agencia individual y estructura se instrumentaliza de modo arbitrario. Unas veces somos individuos soberanos, capaces de disponer de un plumazo de nuestro cuerpo; otras, víctimas de la estructura. Y esto sucede sin que se enuncie un principio intencionalmente objetivo sobre el que pueda haber deliberación pública sobre cuestiones éticas sustantivas o sobre cuestiones de gestión de información y riesgo. En último término no hay otro criterio que la agenda política.

 

Manipulables

La literatura crítica conoce la diferencia entre consentimiento, coacción y los estados intermedios como la manipulación. El único peligro no es el engaño o la violenta imposición de un comportamiento, sino la inconsciente interiorización de una estructura social, de la que solo se puede salir con un readoctrinamiento sistemático. Que no ha de faltarnos.

Pienso que estas diferencias entre relaciones manipulativas y no manipulativas existen, pero no pueden definirse desde el emotivismo moral que subyace a la consagración del consentimiento como criterio único. Es obvio que el terreno de juego donde los individuos deciden no siempre está equilibrado, y que es preciso estudiarlo y quizá equilibrarlo, antes de dar por buena la aparente voluntad individual.

Distinguir de modo razonable -lo cual lleva a modular las formas y el alcance del consentimiento- requiere de una valoración sustantiva del verdadero interés del individuo (léase, de su bien) y su capacidad para velar por el mismo. Lo cual no excluye -al contrario, los supone- los desacuerdos y los cambios de criterio. Ni supone que pueda decirse siempre y en todo lo que conviene al otro. Al revés, conviene dejar espacio abierto a la libre decisión adulta, al menos como presunción de partida.

 

Superar el mito del consentimiento

En definitiva, no seré yo quien niegue la importancia del consentimiento, el carácter inaceptable de ciertas interacciones no consentidas, los cambios en los códigos sociales que pueden generar ambigüedades que será necesario aclarar, la conveniencia de hacer las cosas con plena voluntariedad, etc. Pero el problema no es tan simple como nos lo pinta el catecismo del consenso actual. Ni desde el punto de vista ético-normativo, ni desde el punto de vista descriptivo.

En lo normativo, como ya he dicho, distinguir relaciones manipulativas y no manipulativas exige un juicio sustantivo sobre el bien, al menos tentativo. El instrumental emotivista no nos permite discernir, pues niega por principio la diferencia entre el deseo expresado y el interés sustantivo. O, por el contrario, aplica una presunción de culpa o de victimismo a un colectivo, sin molestarse en preguntar a los interesados o en investigar los hechos.

Desde el punto de vista descriptivo (¿cuándo hay consentimiento válido?) sabemos lo suficiente sobre la ambivalencia de la propia voluntad, capaz de querer y no querer, y de rechazar inmediatamente lo que hizo en el pasado, como para no poder tomar el consentimiento como la única palabra. Sobre todo ahora que hemos sustituido el sentimiento de culpa y la posibilidad del arrepentimiento por el análisis psico-sociológico. Para más inri, la ciencia, la técnica, y la saturación de nuestros espacios sociales han aumentado nuestra capacidad de manipulación sobre el comportamiento ajeno.

En último término, no podemos dejar que el mito del consentimiento desdibuje nuestras deliberaciones públicas y diálogos intelectuales y morales. Hay que tener otras conversaciones, que giren en torno a otras preguntas más sustantivas. Por ejemplo: si la vida es un bien que debemos proteger y cuidar socialmente; si nuestra relación con el cuerpo debe ser entendida como una forma de propiedad privada mercantilizable; si tiene sentido que definamos la posición social en función de autopercepciones; si los principios de justicia conmutativa del comercio válidos en el pasado, siguen siéndolo en la tesitura actual técnológica y monopolística; si debemos proteger a los individuos de sí mismos, al menos frente a riesgos graves y costosos, de cuáles y con qué criterio; etc, etc.

Es razonable concluir, en todo caso, que estas ambigüedades sobre la validez y virtualidad del consentimiento individual no se superan haciendo firmar papeles o hacer click en cajitas de “sí, he leído y acepto las condiciones”.