Por Juan Antonio Lascuraín

 

La primera parte aquí

 

En la primera parte de esta entrada sostenía que la responsabilidad penal de las personas jurídicas es justa porque es eficaz para una situación justa, para la protección de bienes justos. Sirve para el mantenimiento de nuestro sistema económico, severamente amenazado, insuficientemente protegido por nuestros resortes penales tradicionales en relación sobre todo con los delitos de empresa.

Advertía también que la eficacia en la consecución de algo justo es solo una cara de la justicia penal. La otra cara, que denominaba “eficiencia”, tiene que ver con los costes de la intervención penal, que resultan insoportables si suponen la vulneración de alguno de nuestros principios fundamentales.

La segunda tesis que pretendo sostener es la de que la responsabilidad penal de las personas jurídicas es justa porque no es ineficiente: porque no tiene mácula esencial de ineficiencia. Ciertamente, como se verá, presiona el principio de culpabilidad en su vertiente de personalidad de las penas, de identidad entre agente individual del hecho lesivo y sujeto individual efectivamente penado – relación que impone el valor de la dignidad de las personas -. Pero esa presión, si el sistema de imputación es adecuado, como intentaré demostrar, no afecta al núcleo esencial del principio y en cambio procura importantes réditos de justicia en el primero de los sentidos (justicia como eficacia).

 

La responsabilidad penal de las personas jurídicas no es ineficiente

Como decía, la eficiencia de una reacción penal la medimos en moneda de valor a través de los principios penales, con lo que la pregunta es ahora si la responsabilidad penal de las personas jurídicas vulnera alguno de tales principios. Y el que está en cuestión es el de culpabilidad en su manifestación de personalidad de las penas: solo es legítimo – solo es acorde con el valor de la dignidad de las personas – sancionar a la persona a la que le sea objetiva y subjetivamente imputable el hecho lesivo, y no a un tercero por mucho que ello pueda resultar preventivo o por mucho que ese tercero esté personalmente relacionado con el agente lesivo. En breve: no es legítimo destruir el domicilio familiar del terrorista suicida.

La responsabilidad penal de las personas jurídicas no afecta per se a ninguno otro de nuestros principios básicos. No, desde luego, a las exigencias de legalidad ni tampoco a las de proporcionalidad, pues bien puede tratarse de una responsabilidad precisada en una ley que responda de modo idóneo, mínimo y proporcionado a una necesidad justa de protección. Por lo demás, no merece la pena detenerse en que puedan suscitar interrogantes el principio de igualdad, el mandato de resocialización o la prohibición de penas inhumanas. Suena hasta raro formularlo.

La objeción de culpabilidad puede resumirse del siguiente modo. El sujeto individual finalmente penado va a ser el titular del patrimonio de la persona jurídica. Y si la razón de la pena, el injusto de la conducta penada, es la desorganización de la persona jurídica, la generación de un escenario de descontrol, de peligro de comisión de delitos individuales, es evidente que no siempre – más bien extrañamente – cabe imputar tal defecto a aquellos titulares en el sentido fuerte con que utilizamos el verbo “imputar” para justificar la responsabilidad penal, equivalente a que el hecho lesivo es cosa suya en sentido objetivo y subjetivo.

 

El principio de personalidad de las penas como mandato de optimización

Ciertamente la responsabilidad penal de las personas jurídicas no respeta plena u óptimamente el principio de personalidad de las penas, pero sí suficientemente. El presupuesto de esta aseveración es que el principio de personalidad de las penas no es en rigor una regla, sino que funciona como un principio en el sentido alexyano del término, como un mandato de optimización. Se trata de aproximar lo más posible pena e imputación – a mayor aproximación, mayor respeto del principio y mayor preservación del valor que está detrás del principio -, pero resultan admisibles relaciones menos intensas siempre que respeten unos mínimos – la zona roja del principiómetro – y que el irrespeto remanente sirva a la preservación de otros principios y valores. Piénsense ahora en el claro ejemplo del mandato de determinación, postulado del principio de legalidad: al legislador se le dice que describa la conducta delictiva con la mayor precisión posible, pero en todo caso, respetando unos mínimos – que termina determinando el Tribunal Constitucional y convirtiendo el principio en regla –, son tolerables descripciones más laxas en pro de la justicia como eficacia en la protección de bienes jurídicos. (Admitimos por ejemplo la agravante de uso de “armas” en lugar de establecer una relación precisa de objetos que se consideran “arma”.)

 

Principios y sanciones

Antes de proseguir y arribar a la responsabilidad penal de la persona jurídica y su problemática relación con el principio de culpabilidad, necesito realizar otra acotación de carácter general, que hace a la relación de la preservación de un principio con la entidad de la sanción de la norma en cuestión.

El grado en el que se respeta un principio – el grado en que los principios vinculan la conformación de infracción y sanción – depende no solo de cómo esté descrita la norma de conducta, de sanción o de procedimiento para determinar si ha existido una infracción, sino también de la cuantía de la sanción.

Por ejemplo – por volver al claro ejemplo del mandato de determinación-: una norma de conducta ambigua, imprecisa, no perturba intolerablemente nuestra seguridad jurídica (que es el valor subyacente al principio) si de lo que se trata es de una infracción de aparcamiento leve que podría acarrear una leve multa. Esa misma ambigüedad semántica sí puede ser intolerable si de lo que se trata es de un grave delito económico que puede dar con nuestros huesos en la cárcel. La sensación de inseguridad no depende solo de la norma de conducta sino sobre todo de la sanción.

Esto mismo lo podemos ver en otros principios. Para la multa no grave toleramos que decida un árbitro de dudosa imparcialidad, como es la Administración; para la cárcel exigimos que lo decida un juez. Si nos condenan la misma pequeña duda razonable en ambos casos, multa leve y prisión, sentiremos que solo se ha quebrado intolerablemente nuestra presunción de inocencia en el segundo caso, pues solo en él cambiará radicalmente a peor nuestra vida y pasaremos a ser un apestado social.

 

La cuantía menor de la sanción flexibiliza el principio y permite formas distintas de sancionar, aconsejadas por razones de eficiencia.

Llego a las personas jurídicas y su responsabilidad penal para sostener la siguiente tesis: existe una relación suficiente entre penado y conducta del penado a la vista de la necesidad de eficacia que justifica la medida y de la entidad de la pena que alcanza a tal penado.

a) En el ordenamiento español la responsabilidad penal de la persona jurídica no se regula como una consecuencia objetiva de la responsabilidad penal individual ni en alguna otra forma como heterorresponsabilidad. La persona jurídica responde por su defectuosa organización en la prevención del delito individual, algo que va a depender, al menos en última instancia, del órgano de administración de la persona jurídica. Ese órgano de administración tiene distintos tipos de vinculación con los socios, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que estos son los únicos competentes para establecer las reglas de gobierno de la sociedad, para modificarlas y para elegir y destituir a los que van a llevar la gestión diaria de los asuntos sociales. Tenga el peso que tengan sus competencias de elección y de vigilancia es lo cierto que las mismas constituyen un nexo relacional de su conducta con la organización de la sociedad.

b) Ciertamente esta vinculación entre socio y desorganización puede parecer débil a efectos de asignación penal de la pena si no se tiene en cuenta el bajo rigor individual de esta, que, como subrayaba hace unas líneas, dulcifica el sacrificio del valor de la dignidad personal que está detrás del principio de personalidad de las penas, como por cierto confirma una intensa tradición de sanciones administrativas a las personas jurídicas sin exigencia alguna, además, de defecto de organización en la misma. La pena final al individuo, derivada de la pena a la persona jurídica, es siempre patrimonial y ajena – o al menos muy separada – a un reproche personal lesiva del honor.

c) Y está al final la utilidad del sacrificio parcial del principio. El sacrificio no es insoportable – no queda por debajo de la línea roja de respeto al principio – y es además imperiosamente necesario por las razones de justicia como eficacia que expuse en la primera parte de esta entrada. Sin sanciones a la persona jurídica no hay prevención eficaz de los delitos de empresa.


Foto: Jordi Valls Capell