Por Gabriel Doménech Pascual

 

Una cuestión controvertida

Una de las cuestiones jurídicas más controvertidas que la pandemia de la COVID-19 nos ha dejado es la de si las medidas restrictivas de los derechos constitucionales impuestas por el Real Decreto 463/2020, por el que se declaró el estado de alarma, podían adoptarse válidamente en un estado tal o, por el contrario, requerían la declaración del estado de excepción y, por consiguiente, han de considerarse inconstitucionales. Muy especialmente se plantea esta cuestión en relación con las limitaciones de la libertad de circulación previstas en su artículo 7, que integran el popularmente denominado «confinamiento domiciliario».

Los diputados de VOX presentaron por este motivo un recurso de inconstitucionalidad cuya resolución está al caer. Según informa la prensa, existe una profunda fractura en el seno del Tribunal Constitucional al respecto. Ahora mismo, la declaración de inconstitucionalidad iría «ganando» por seis votos a cinco.

Todavía no sabemos que decidirán ni qué argumentos utilizarán los magistrados del Alto Tribunal, pero sí lo que han opinado numerosos autores durante el último año y medio. En esta breve entrada pretendemos evaluar algunos de sus argumentos y señalar otros a los que no se les ha prestado la debida atención y que, a nuestro juicio, deberían ser determinantes para resolver el recurso formulado.

 

La cuestión clave: ¿suponen las medidas impuestas una restricción o una suspensión de los derechos constitucionales afectados?

Resulta claro, y así lo ha entendido la gran mayoría de los autores que han manifestado su parecer sobre el tema, que esta es la cuestión clave. El artículo 116 de la Constitución contempla la posibilidad de declarar los estados de alarma, excepción y sitio, pero no precisa en qué casos puede acordarse cada uno de ellos, sino que se remite en este punto a la ley orgánica que los regule.

Pero la Constitución también prevé en su artículo 55 la posibilidad de suspender ciertos derechos constitucionales, mediante la declaración del estado de excepción o de sitio (apartado 1) o en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas (apartado 2). A contrario sensu, hay que entender que la suspensión está constitucionalmente proscrita fuera de esos dos supuestos. En consecuencia, el Real Decreto 463/2020, que obviamente no encaja en ninguno de ellos, debería considerarse inconstitucional si hubiera impuesto una suspensión tal.

 

Concepción cualitativa y concepción cuantitativa de la suspensión de derechos

Dos grandes tesis se han propuesto a la hora de definir lo que ha de entenderse por «suspensión» a los efectos de este artículo 55 de la Constitución.

Algunos autores han defendido una tesis cualitativa. La suspensión no constituiría una suerte de restricción extraordinariamente intensa de un derecho, sino una «derogación provisional» de los mismos, que es algo cualitativamente distinto, de diferente naturaleza. Durante un tiempo, y en la medida de lo dispuesto por la LOEAES y de lo acordado por el decreto de excepción o sitio, los derechos suspendidos dejan de tener vigencia, quedan «temporalmente esterilizados», «por completo» y «sin límite de contenido esencial o proporcionalidad» (Francisco Velasco, aquí y aquí).

Los partidarios de la teoría que podríamos denominar cuantitativa equiparan suspensión a una limitación de una especial intensidad. Se ha dicho, por ejemplo, que se produce la suspensión cuando el contenido esencial del derecho queda afectado, «algo que tiene lugar bien cuando la norma regula el derecho fundamental de tal manera que este se hace irreconocible o bien cuando se le somete a limitaciones tales que su ejercicio es imposible o más difícil de lo razonable y no se puede proteger» (Vera Santos; véase también Díaz Revorio).

 

La interpretación literal del artículo 55 de la Constitución

Las normas –también las constitucionales– deben interpretarse según el sentido propio de sus palabras (art. 3 Código civil). El término «suspensión» tiene un sentido propio bien definido en el lenguaje jurídico español, que apoya claramente la tesis cualitativa. Suspensión no significa aquí restricción muy intensa, sino cesación temporal de efectos jurídicos. Cuando se afirma, sin más precisiones, que un acto jurídico –v. gr., una ley, un reglamento, un acto administrativo, un contrato, etc.– o un derecho ha sido suspendido, se entiende que este ha dejado de tener vigencia, de producir sus efectos jurídicos, durante un tiempo (véanse, en este sentido, las entradas «suspensión», «suspensión de derechos», «auto de suspensión», «suspensión del acto reclamado», «suspensión de la pena», «suspensión de potestad» y otras análogas contenidas en el Diccionario panhispánico del español jurídico).

 

La interpretación efectuada por la Ley Orgánica 4/1981

La Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio (en adelante, LOEAS), también apoya, en nuestra opinión, la tesis de que el Decreto 463/2020 no suspendió derechos constitucionales.

Debe notarse, en primer lugar, que la causa que justifica la adopción del Real Decreto 463/2020 encaja mucho mejor en los supuestos en los que según la LOEAES puede declararse el estado de alarma que en los del estado de excepción. En efecto, el artículo 4.b) LOEAES menciona entre las «alteraciones graves de la normalidad» que permiten declarar el primero las «crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves». El artículo 13.1 LOEAES, en cambio, contempla la posibilidad de declarar el estado de excepción sólo

«cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo».

Es ciertamente dudoso que la COVID-19 haya provocado alguna de esas graves alteraciones del orden público. En cualquier caso, parece claro que el legislador pensaba que, con carácter general, el estado pertinente para luchar contra una epidemia grave, como desde luego es el caso de la COVID-19, era el de alarma, no el de excepción.

Esta conclusión se refuerza cuando uno repara en las medidas que según la LOEAES cabe adoptar en estos estados. Según su artículo 11, en el de alarma, el Gobierno puede:

«a) Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos.

b) Practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias.

c) Intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los Ministerios interesados.

d) Limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.

e) Impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios de los centros de producción afectados…».

Además, el artículo 12.1 LOEAES autoriza al Gobierno a tomar, en los casos de «crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves», también las medidas «establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas».

Es obvio que las medidas previstas en el Real Decreto 463/2020 encajan holgadamente en las limitaciones que según los citados preceptos de la LOEAES cabe imponer en el estado de alarma. O, cuando menos, se corresponden con ellas mejor que las previstas específicamente para el estado de excepción: detención de personas necesaria para la conservación del orden público (art. 16); inspecciones y registros domiciliarios (art. 17); intervención de las comunicaciones (art. 18); intervención y control de transportes (art. 19); suspensión de publicaciones (art. 21); prohibición de algunas reuniones y manifestaciones (art. 22); prohibición de huelgas y medidas de conflicto colectivo (art. 23); incautación de armas, municiones o sustancias explosivas (art. 25); intervención de industrias o comercios que puedan motivar la alteración del orden público, y suspensión temporal de las actividades de los mismos (art. 26).

Conviene resaltar que los términos en los que la LOEAES permite limitaciones de la libertad de circulación como las previstas en el Real Decreto 463/2020 son muy similares en ambos estados. Si, por ejemplo, el «confinamiento domiciliario» no se entiende autorizado por el artículo 11.a) LOEAES, que permite «limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos», no vemos cómo puede considerarse autorizado para el estado de excepción por el artículo 20 LOEAES, que permite:

(i) «prohibir la circulación de personas y vehículos en las horas y lugares que se determine»; (ii) «delimitar zonas de protección o seguridad y dictar las condiciones de permanencia en las mismas y prohibir en lugares determinados la presencia de personas que puedan dificultar la acción de la fuerza pública»; y, siempre que existan «fundados motivos en razón a la peligrosidad que para el mantenimiento del orden público suponga la persona afectada», (iii) «exigir a personas determinadas que comuniquen, con una antelación de dos días, todo desplazamiento fuera de la localidad en que tengan su residencia habitual», (iv) «disponer su desplazamiento fuera de dicha localidad» y fijar (v) transitoriamente su residencia.

 

Seamos coherentes

El artículo 7 del Real Decreto 463/2020 sometió la libertad de circulación a fuertes restricciones, indudablemente, pero en modo alguno las suprimió o derogó temporalmente por completo. Este precepto contemplaba una amplia lista no exhaustiva de supuestos en los que se excepcionaba la prohibición de circular por las vías o espacios de uso público, por lo que no cabe afirmar que dicha libertad quedara suspendida en el sentido de la tesis cualitativa antes expuesta. Pero incluso si se sostiene una concepción cuantitativa de la suspensión, es muy dudoso que deba concluirse que estas restricciones alcanzaron la intensidad requerida para encajar en el mismo (en sentido negativo, por ejemplo, Ruiz Robledo).

Con todo, si se llega a esta conclusión, habrá que ser consistente y entender, asimismo, que las restricciones tan o más intensas que afectaron a otros derechos implicaron también su suspensión. Es obvio, por ejemplo, que la «suspensión de la apertura» que el artículo 10 del Real Decreto 463/2020 impuso respecto de los establecimientos en los que se desarrollaban actividades profesionales y empresariales «no esenciales» –gimnasios, tiendas de ropa, discotecas, salas de juego, etc.– fue todavía más grave que la prevista para la libertad de circulación, pues tuvo un carácter categórico: no vino acompañada de excepción alguna.

De ahí que en el recurso de inconstitucionalidad de VOX se alegue que este precepto «operó una verdadera suspensión de una dimensión que forma parte del contenido esencial del derecho a elegir una profesión u oficio y de la libertad de empresa»: la del derecho a sostener y desarrollar la correspondiente actividad. En opinión de los recurrentes, semejante suspensión temporal sólo es posible en el estado de excepción, que permite a la autoridad gubernativa «ordenar la intervención de industrias o comercios que puedan motivar la alteración del orden público o coadyuvar a ella, y la suspensión temporal de las actividades de los mismos», así como «ordenar el cierre provisional de salas de espectáculos, establecimientos de bebidas y locales de similares características» (art. 26 LOEAES).

La pega de esta argumentación es que incurre en un craso error. Como se desprende claramente del artículo 55 de la Constitución y señala explícitamente el artículo 13.2.a) de la LOEAES, en el estado de excepción no se pueden suspender otros derechos que los enumerados en aquel precepto constitucional, entre los cuales no están las libertades profesional y empresarial. Es decir, si la prohibición temporal absoluta de abrir esos establecimientos y desarrollar en ellos las correspondientes actividades económicas fuera una suspensión a los efectos del artículo 55 de la Constitución, habría que concluir que ni el Gobierno ni las Cortes Generales podrían acordarla en modo alguno, ni siquiera mediante la declaración del estado de excepción o de sitio. Ni siquiera en el caso de que se tratara de una medida necesaria y proporcionada para proteger la vida de millones de personas. Me parece que interpretar así la Constitución es contrario al más elemental sentido común.

 

Interpretación teleológica y atenta a la realidad. Consecuencias para la próxima pandemia

En nuestra opinión, en el debate doctrinal que ha suscitado esta cuestión no se han considerado suficientemente algunas consecuencias prácticas que para los bienes constitucionales en juego pueden derivarse de cada una de las interpretaciones en liza. Y ello a pesar de que estas consecuencias deberían tenerse muy en cuenta, en virtud de una interpretación de los preceptos constitucionales aplicables teleológica y atenta a la realidad social de nuestro tiempo. Cabe entender que tanto el constituyente como el legislador han tratado de establecer aquí las normas que logren efectivamente un justo equilibrio entre todos los bienes constitucionales en juego y, muy especialmente, entre la protección de la vida y la salud pública (arts. 15 y 43 CE) y los derechos objeto de las restricciones.

En primer lugar, el contenido del concepto de «suspensión de derechos» a los efectos del artículo 55 de la Constitución (la realidad a la que se refiere dicha expresión) debería tener un elevado grado de previsibilidad, a fin de evitar que tanto el Gobierno como el Congreso de los Diputados cometan errores en la elección del estado de emergencia pertinente, a pesar de haber empleado la «diligencia exigible». La razón es que estos errores pueden tener consecuencias socialmente indeseables de una enorme magnitud y que la perspectiva de cometerlos puede producir un pernicioso efecto retardatorio o incluso paralizante sobre la decisión del Gobierno. Y aquí conviene tener presente que el concepto de suspensión de derechos resulta mucho más previsible con arreglo a la referida tesis cualitativa que de acuerdo con la tesis cuantitativa. Esta última obliga a fijar, caso por caso, el umbral a partir del cual las restricciones de un derecho alcanzan tal gravedad que deben considerarse suspensiones. Lo cual está muy lejos de ser una tarea sencilla, de resultados inequívocamente predecibles. Recordemos que el estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020 se prorrogó inicialmente por la abrumadora mayoría del Congreso, con 321 votos a favor, 0 en contra y 28 abstenciones. Los propios diputados de VOX votaron a favor, suponemos que porque a la sazón consideraban que dicho Real Decreto se ajustaba a la Constitución.

En segundo lugar, si el riesgo de cometer esos errores es muy elevado, el Gobierno tenderá a decretar el estado de excepción ante la duda, incluso en casos donde el estado de alarma parece mucho más pertinente. Ello puede traer al menos dos consecuencias indeseables. De un lado, puede retrasar la adopción de medidas urgentes, hasta que el Congreso otorgue la correspondiente autorización previa. De otro lado, puede propiciar que el Gobierno «aproveche» la situación para imponer medidas restrictivas de la libertad excesivas y que no hubiera podido adoptar bajo un estado de alarma.

En tercer lugar, las garantías de los derechos afectados frente a las medidas gubernamentales tomadas al amparo de ambos estados sólo difieren sustancialmente en tres puntos. El primero es que la Constitución establece explícitamente un plazo máximo de duración para las prórrogas del estado de excepción, pero no para las del estado de alarma. El segundo es que la declaración del estado de excepción requiere la previa autorización del Congreso. El tercero es que el estado de alarma, declarado sin esta autorización, puede durar hasta quince días, mientras que el estado de excepción puede durar treinta. En ambos casos, corresponde al Congreso aprobar las prórrogas.

Nótese que en un caso como el del Real Decreto 463/2020, que fue objeto de sucesivas prórrogas acordadas quincenalmente, las diferencias existentes en este punto se diluyen notablemente. Después de que el Congreso «tomara las riendas» del estado de alarma y lo prorrogara en sucesivas ocasiones, las medidas adoptadas a su amparo contaban con las mismas garantías que si hubieran sido impuestas en virtud de un estado de excepción. Básicamente, contaban con el respaldo explícito y periódico del Congreso y estaban sujetas al mismo régimen de control por el Tribunal Constitucional. La única diferencia sustancial estribó en los primeros (11) días de vigencia del estado de alarma, durante los cuales el Gobierno limitó seriamente las libertades de los ciudadanos sin previa autorización parlamentaria.

En cuarto lugar, conviene no sobrestimar la garantía que para los derechos constitucionales afectados supone esta previa autorización en el contexto de una grave epidemia. Es muy dudoso que en una situación tal, en la que hay que adoptar urgentemente medidas de protección de la salud pública, los diputados tengan los conocimientos especializados, la información y el tiempo necesarios para valorar cabalmente tanto los riesgos a los que hay que hacer frente como la proporcionalidad de las medidas propuestas con este objeto. Resulta muy ilustrativo el hecho de que el Gobierno consiguió que incluso los diputados de VOX votaran inicialmente a favor de las medidas previstas en el Real Decreto 463/2020. Estos necesitaron varias semanas para evaluarlas y llegar al convencimiento de que eran inconstitucionales. Todos ellos tardaron un tiempo considerable en «darse cuenta» de que el Gobierno se las había «colado».

Por último, queremos poner de relieve una consecuencia especialmente perniciosa de la interpretación defendida en el recurso de VOX. Si el Tribunal Constitucional concluye que algunas de las medidas recurridas suponen una suspensión de derechos a los efectos del artículo 55 de la Constitución, ello implicará que, para combatir futuras pandemias, esas medidas sólo podrán adoptarse en virtud de un estado de excepción o sitio, que habrá de autorizarse y, en su caso, prorrogarse como máximo cada treinta días por el Congreso de los diputados. El legislador orgánico se verá atado en este punto por los artículos 55 y 116 de la Constitución y no podrá optar, por ejemplo, por un modelo descentralizado y administrativo de gestión de estas crisis sanitarias, en el que la responsabilidad de evaluar los riesgos existentes y adoptar las correspondientes medidas de protección, reguladas por la ley con la precisión exigible, se atribuye a las Administraciones autonómicas, que son las que tienen las competencias ordinarias y, seguramente, mejores medios materiales y personales, información y experiencia para afrontar una crisis sanitaria con acierto. Dicho con otras palabras, esta interpretación nos aboca ineluctablemente a una gestión centralizada y parlamentaria de las próximas grandes pandemias, en la que dicha responsabilidad deberá ser ejercida sí o sí por el Congreso como mínimo una vez al mes. Una gestión sustancialmente idéntica a la que llevó a cabo el Gobierno de España durante el primer estado de alarma, que demostró tener resultados funestos, que por esta razón fue abandonada posteriormente y que prácticamente ningún otro país europeo ha seguido. Esto es fundamentalmente lo que nos estamos jugando.


Foto: JJBOSE