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Por Gabriel Doménech Pascual

 

 

El Presidente del Gobierno de España acaba de anunciar que va a solicitar la prórroga del estado de alarma por un periodo de al menos un mes. Este anuncio contrasta con la práctica seguida hasta la fecha, con arreglo a la cual el Gobierno había solicitado y obtenido del Congreso cuatro prórrogas sucesivas de quince días cada una del referido estado, declarado por el Real Decreto 463/2020. El contraste da pie a que nos planteemos tres cuestiones.

 

Necesidad de una nueva prórroga

 

La prórroga del estado de alarma sólo es constitucionalmente lícita si en el momento de adoptarla concurren las circunstancias y los requisitos previstos en el artículo 116.2 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (en adelante, LOEAES), bajo los cuales el Gobierno puede decretar dicho estado. De entre estos requisitos destaca el de la necesidad. Según dispone la LOEAES:

 «Procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes» (art. 1.1).

 «Las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad» (art. 1.2).

Estos estados implican una grave alteración de la distribución ordinaria de competencias entre autoridades públicas. Excepcionalmente, el Gobierno concentra y asume poderes que, en circunstancias normales, corresponden o bien al legislador o bien a las Comunidades autónomas porque se supone que, en tales circunstancias, estas autoridades están mejor situadas y más legitimadas que el Gobierno para ejercerlos. Tal alteración sólo estará justificada, pues, en la medida en que resulta necesaria, indispensable, para la protección de ciertos intereses públicos especialmente relevantes. Lo cual ocurrirá cuando los poderes ordinarios atribuidos a dichas autoridades no les permitan hacer frente a la crisis en cuestión y mantener la normalidad.

Pues bien, cabe poner en cuestión, por varias razones, el estado de alarma resulte hoy necesario en el sentido del citado precepto. La primera es que la legalidad ordinaria ya otorga las autoridades sanitarias –principalmente, a las Comunidades autónomas– poderes amplísimos para afrontar una situación como la actual. El artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública (LOMES) dispone que

«Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible».

Tanto el tenor literal como el espíritu de este precepto legal obligan a entender que las Comunidades autónomas pueden adoptar cualesquiera medidas necesarias para proteger la salud pública frente a la COVID19 (así lo pusimos de relieve ya en otra entrada). Lo que incluye también medidas restrictivas de derechos más o menos generalizadas –v. gr. el confinamiento masivo de la población–, como las que de hecho algunas de ellas adoptaron antes de que se decretara el estado de alarma y, asimismo, las que luego tomó el Gobierno de España. No hay ninguna medida de protección sanitaria que la autoridad competente en el estado de alarma pueda establecer para luchar contra el coronavirus que no pueda ser tomada por las autoridades sanitarias en virtud de esa amplísima habilitación general.

En segundo lugar, la razón subyacente en la declaración inicial del estado de alarma era, seguramente, que las autoridades competentes en un escenario normal carecían de la capacidad necesaria para afrontar una crisis tan extraordinaria como la del COVID19, lo que hacía indispensable la concentración de poderes en manos del Gobierno.

Sin embargo, ya no parece razonable afirmar que, en las circunstancias actuales, esas autoridades carecen de la capacidad o los incentivos para ejercer correctamente los poderes ordinarios que el ordenamiento jurídico les confiere. Ni tampoco cabe sostener que el Gobierno central está mejor situado que ellas a estos efectos. La experiencia de estos dos últimos meses sugiere antes bien lo contrario. Piénsese en: las dificultades experimentadas por la Administración estatal para comprar centralizadamente material sanitario; las violaciones de derechos fundamentales y los excesos policiales cometidos al hacer cumplir las restricciones impuestas por el Decreto del estado de alarma (aquí, aquí, aquí y aquí); el incumplimiento sistemático de la legislación sobre transparencia y buen gobierno (aquí y aquí); las decisiones arbitrarias, no motivadas, opacas y discriminatorias (v. gr. relativas al desconfinamiento de ciertos territorios, aquí), a veces adoptadas sin escuchar previamente a las autoridades autonómicas, etc.

La explicación es bien sencilla. La Administración General del Estado carece de las estructuras organizativas, los medios personales, la experiencia y los conocimientos necesarios para gestionar de manera hipercentralizada una crisis sanitaria de la envergadura de la del coronavirus. Tras el proceso de transferencia de competencias producido hace ya tiempo, esos recursos están fundamentalmente en manos de las Comunidades autónomas, que tienen mejores recursos personales, información y seguramente incentivos que el Estado para gestionar esta crisis sanitaria con acierto. La Administración central sólo cuenta con una ventaja comparativa respecto de las autoridades autonómicas a la hora de ejercer las funciones de coordinación y de gestión de la sanidad exterior que ya le corresponde desempeñar en situaciones normales (art. 149.1.16ª CE).

Esta mayor capacidad de gestión de las autoridades autonómicas quedó patente en los momentos iniciales de la crisis, cuando el Gobierno sufrió notables fiascos en la compra de material sanitario, y queda igualmente de manifiesto ahora, cuando se inicia el proceso de «vuelta a una nueva normalidad». No da la impresión de que unos cuantos expertos anónimos reclutados por el Ministerio de Sanidad puedan procesar y evaluar toda la información relativa a todo el territorio nacional mejor que los cientos de expertos que conocen directa y detalladamente concretas partes de ese territorio. El hecho de que el Gobierno haya dispuesto que el desconfinamiento se hará en principio por provincias –la circunscripción alrededor de la cual se ha articulado tradicionalmente la organización periférica estatal–, y no por áreas de salud u otras unidades territoriales autonómicas configuradas específicamente en función de criterios sanitarios, es revelador acerca del inferior grado de racionalidad técnica de la política estatal en este punto.

 

Conformidad con la Constitución de una prórroga superior a quince días

 

El artículo 116.2 de la Constitución española (CE) dispone que «el estado de alarma será declarado por el Gobierno… por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo». En sentido coincidente, el artículo 6.2 de la LOAES dice que «en el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma, que no podrá exceder de quince días. Sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga».

Obsérvese que ambos preceptos fijan de manera explícita un plazo máximo para el estado de alarma decretado gubernamentalmente, pero no para su prórroga autorizada parlamentariamente.

Algunos autores han entendido, sin embargo, que el referido plazo máximo es aplicable también a la prórroga del estado de alarma. Así se ha pronunciado recientemente el ex magistrado del Tribunal Constitucional Ramón Rodríguez Arribas. Para ello argumenta, en primer lugar, que «los plazos, cuando se establecen por ley, se pueden prorrogar por un tiempo inferior o igual al que se concedió, nunca por un plazo superior». En segundo término, invoca el «espíritu» del precepto constitucional y de «la limitación de la normalidad». Finalmente, sugiere que resultaría inaceptable que no hubiera un límite para la vigencia de la prórroga y esta pudiera durar no ya treinta días sino «dos meses, cinco meses o un año».

En mi opinión, cabe admitir, en principio,  que el estado de alarma pueda prorrogarse por el Congreso por un periodo superior a quince días. Así lo estimo por las siguientes razones.

La primera es que el tenor literal del artículo 116.2 CE es bien claro: no se contempla límite temporal alguno para la prórroga.

La segunda razón se deriva del contraste existente entre este precepto y el art 116.3 CE, donde sí se establece explícitamente un límite máximo –de treinta días– tanto para la duración del estado de excepción como para su prórroga. La comparación indica que si el texto constitucional no ha previsto para la prórroga del estado de alarma un límite estricto semejante al establecido para el estado de excepción es porque el constituyente, de manera consciente y deliberada, no ha querido sujetar aquella decisión parlamentaria a un límite tal.

En tercer lugar, la tesis de que el constituyente incurrió en un «olvido» al mencionar la duración máxima de la prórroga del estado de alarma es inverosímil. De un lado, por la ingente cantidad de tiempo y esfuerzo invertido en la confección del texto constitucional por muchos y muy buenos juristas. De otro lado, por la proximidad del precepto que regulaba el estado de excepción, que debería haber «alertado» a estas personas de su olvido, en el hipotético caso de que este se hubiera producido realmente.

En cuarto lugar, ya sería «mucha casualidad» que la LOAES hubiera caído en el mismo supuesto olvido que el constituyente al no mencionar dicho plazo a pesar de querer establecerlo. Resulta muy poco probable que se produjeran tantos y tan relevantes olvidos en coincidente sentido.

En quinto lugar, debe subrayarse que no existe identidad de razón entre la declaración del estado de alarma y la decisión de prorrogarlo, por lo que no procede aplicar analógicamente a esta segunda el límite de quince días previsto para la primera. La explicación salta a la vista. Aquella declaración tiene naturaleza gubernamental y debe someterse perentoriamente al control parlamentario. La prórroga, en cambio, ya es una decisión del Congreso, cuya legitimidad democrática es mucho mayor que la del Consejo de Ministros. Resulta, por ello, perfectamente comprensible que los límites constitucionales no sean iguales para ambas actuaciones y, en particular, que se otorgue un mayor margen de maniobra al Parlamento.

En sexto lugar, tampoco existe entre los estados de alarma y excepción la identidad de razón que se requiere para aplicar analógicamente al primero la regla de un plazo máximo prevista explícitamente para el segundo. En la medida en que este último permite al Gobierno adoptar medidas más peligrosas para el orden normal de competencias y, sobre todo, para los derechos constitucionales de los ciudadanos –cuya vigencia puede llegar a ser «suspendida» y no simplemente «limitada»–, es razonable someterlo a requisitos más estrictos que los aplicables al estado de alarma. De ahí que no tenga mucho sentido entender que la prórroga del estado de excepción puede durar hasta treinta días y la del estado de alarma, en cambio, solo un máximo de quince.

En séptimo lugar, el supuesto principio según el cual «los plazos establecidos por ley se pueden prorrogar por un tiempo inferior o igual, nunca superior» carece obviamente de rango constitucional, por lo que, aun cuando existiera, no podría vincular al Congreso.

En octavo lugar, ha de notarse que el estado de alarma decretado por el Gobierno en 2010 con ocasión de la huelga de los controladores aéreos ya fue prorrogado por un plazo superior al quincenal (salvo error mío, por veintisiete días), lo que no mereció reproche alguno por la Sentencia del Tribunal Constitucional 83/2016, de 28 de abril. Repárese en que, en este concreto caso, la duración de la prórroga acordada por el Congreso estaba seguramente justificada, dada la dificultad que para los diputados suponía reunirse en plenas vacaciones navideñas.

Finalmente, conviene subrayar que la posibilidad de superar estos quince días no implica que el Congreso tenga libertad absoluta para fijar la duración de la prórroga, sino simplemente que la Constitución no ha querido precisar de antemano dónde está el límite temporal que en ningún caso se puede franquear. El margen de apreciación que en este punto se le ha dejado al Congreso queda ahormado por los requisitos y principios constitucionales a los que se sujeta la vigencia del estado de alarma y, muy especialmente, por el de necesidad al que antes hemos hecho referencia. Tal estado no puede alargarse más allá de lo estrictamente indispensable para restablecer la normalidad (art. 1.2 LOEAES).

 

Justificación de una prórroga superior a quince días

 

No se adivina la razón por la que ahora, de repente, se ha vuelto estrictamente indispensable alargar el estado de alarma por un plazo que como mínimo duplica el que se fijó para las anteriores prórrogas.

Para evaluar la justificación de esta medida ha de tenerse muy en cuenta que el Gobierno puede solicitar y conseguir sucesivas prórrogas. Si al finalizar una de ellas se advierte que subsiste la situación que la motivó y, en consecuencia, es necesario extender el estado de alarma para hacerle frente, el Congreso tiene la posibilidad de disponer su extensión. La consecuencia práctica que se desprende de una mayor o menor duración de la prórroga es que el control parlamentario al que se somete el ejercicio de poderes excepcionales por parte del Gobierno va a tener lugar con mayor o menor frecuencia. Alargar esa duración significa debilitar el control que el Congreso puede ejercer sobre unos poderes que de ordinario no le corresponden al Gobierno, lo que incrementa el riesgo de que estos se ejerzan incorrectamente.

No vemos razón alguna que justifique relajar o disminuir ese control ahora. Si acaso, lo contrario. En efecto, la frecuencia del mismo debería estar en función de los beneficios y costes que para los principios constitucionales en juego se derivan de incrementarla o reducirla.

Los beneficios dependen, a su vez, de varios factores, cuando menos: (i) del riesgo de que el Gobierno ejerza sus poderes excepcionales de manera incorrecta; y (ii) de la probabilidad de que cambien las circunstancias que motivaron el estado de alarma y, como consecuencia de ello, su continuación ya no resulte estrictamente indispensable para restablecer la normalidad. Pues bien, no parece que estos factores aconsejen menguar ahora el referido control parlamentario. En primer lugar, porque la experiencia de los dos últimos meses nos ha enseñado que la probabilidad de que la Administración central ejerza sus poderes excepcionales de un modo inadecuado –abusivo, opaco, arbitrario, discriminatorio, desproporcionado, etc.– es seguramente mayor de lo que en un primer momento podíamos haber pensado. En segundo lugar, porque actualmente la situación sanitaria no es tan dramática como cuando se decretó el estado de alarma por primera vez, por lo que el mantenimiento de los poderes excepcionales del Gobierno se ha vuelto menos indispensable que entonces. En tercer lugar, el control parlamentario de la actividad del Gobierno se ha convertido en especialmente necesario, habida cuenta de que el control que sobre sus decisiones pueden ejercer los Tribunales se ha debilitado enormemente, de iure o de facto, como consecuencia de la crisis y de las propias medidas adoptadas por el Gobierno para afrontarla (véase, por ejemplo, esta noticia, respecto de la parálisis del Tribunal Constitucional, o esta entrada de J. Mª. Baño, respecto de la suspensión de plazos procesales). En cuarto lugar, ahora que estamos en un proceso de «desescalada» de muy inciertos resultados es altamente probable que en poco tiempo cambien las circunstancias que (vamos a suponer) justificarían una nueva prórroga, lo que aconseja incrementar la frecuencia del control parlamentario, no reducirla.

Por otro lado, tampoco se aprecia que ahora resulte más costoso que antes que el Gobierno solicite cada quince días (o menos) una nueva prórroga y el Congreso eventualmente la autorice. Al contrario, cabe pensar que los costes derivados de reunir a los diputados para que deliberen y decidan sobre el particular se han reducido considerablemente, como consecuencia de la mejora de la situación sanitaria y la relajación de las medidas de confinamiento. Lo cual aconsejaría, por consiguiente, una menor duración de las eventuales prórrogas, es decir, justamente lo contrario de lo que el Gobierno pretende.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo