Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Dice el artículo 90 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC) que las participaciones y las acciones son «indivisibles». En este precepto se ha querido ver la sede de la Abspaltungsverbot, esto es de la inescindibilidad de la acción. La indivisibilidad significa que la condición de socio es unitaria y no pueden transmitirse separadamente cada uno de los derechos o facultades que la configuran. Sólo puede hacerse cuando se trate de derechos de crédito frente a la sociedad que ya hubieran nacido en el patrimonio del socio (singularmente, dividendos). En todo caso, la aparición de los derivados y la posibilidad de descomponer la acción en tantas facultades y derechos como se desee atribuyéndolos a distintos titulares, como sucede con el caso del empty voting y de la hidden ownership, plantean la duda de la actualidad de semejante preocupación.

La doctrina tiende a justificar la inescindibilidad de las acciones o participaciones con criterios funcionales, es decir, alegando que no es conveniente que aquél que no corre el riesgo económico pueda participar en la decisión o que el que decide no es el que sufre las consecuencias de su decisión. A nuestro juicio, las justificaciones funcionales no son adecuadas para explicar una prohibición general e imperativa como la del art. 90 LSC. Por una razón muy sencilla: las explicaciones funcionales explican bien las reglas dispositivas y el control ex post de los acuerdos adoptados con el voto decisivo de alguien que se encontraba, al emitir el voto, en conflicto de interés, pero son incapaces de explicar por qué, con independencia de la existencia de conflicto o no, ha de prohibirse con carácter general e imperativo la venta o cesión separada del voto.

En la Sentencia de 23 de octubre de 2012, el Tribunal Supremo, citando la RDGRN de 9 de diciembre de 1997 concluye afirmando la validez – como pactos obligatorios – de los acuerdos parasociales con terceros por los que el tercero se reserva, frente al socio, el control del voto de determinadas acciones o participaciones.

El fundamento de la prohibición de escindibilidad se encuentra en el hecho de que sólo el que es socio puede votar y que el derecho de voto no existe de forma separada respecto de la condición de socio. El derecho de voto no es un derecho de crédito ni un derecho personal “autónomo” que pueda ser objeto del tráfico de manera independiente. En última instancia, si el voto es el medio a través del cual los contratantes – en el caso del contrato de sociedad – ejecutan el contrato de sociedad adoptando decisiones sobre el patrimonio social mediante la adopción de acuerdos, el voto debe ir unido a la condición de socio de forma inseparable porque no es sino otra forma de decir que el carácter de parte de un contrato (de sociedad en este caso) no es divisible: o se es parte de un contrato, o no se es parte de un contrato. En el contrato de sociedad, la posición de socio (contratante) se organiza como un haz de facultades (de ahí que se diga que la posición de socio es una relación jurídica y un derecho subjetivo simultáneamente) y ese haz de facultades no puede dividirse atribuyendo unas y otras a personas distintas. En la doctrina alemana, esta prohibición se formula diciendo que «la condición de socio o el derecho de participación que ostenta el socio no puede dividirse entre varios individuos con efectos reales» (Oechsler) o, lo que es lo mismo, que no puede realizarse una transmisión separada de cada una de las facultades, derechos de crédito o derechos potestativos que conforman la condición de socio.

Se explica así que se conciban como excepciones los casos de usufructo y prenda de acciones o participaciones. Al tratarse de derechos reales en cosa ajena, provocan como resultado una “propiedad dividida” pero una propiedad dividida por la propia naturaleza de estos derechos y dotada de una configuración legislativa (son derechos «en cosa ajena», entendiéndose aquí por cosa, a estos efectos exclusivamente, ya que las acciones o las participaciones no son verdaderamente «cosas»). Es el legislador – remitiéndose a la autonomía privada o a los estatutos sociales – el que determina quién ejercita los derechos concretos derivados de la condición de socio. Iribarren objeta que si se admite la asignación al acreedor pignoraticio del derecho de voto por decisión de los socios – a través de los estatutos – “simplemente es porque, además del socio deudor, también el acreedor pignoraticio tiene interés en las acciones pignoradas, que no dejan de ser el objeto de su garantía. Por tanto, la escisión de los derechos políticos de las acciones derivada de derechos reales como la prenda obedece, no a la propia naturaleza del derecho, sino a la duplicación consiguiente de los intereses sobre las acciones”, esto es, una vez constituida la prenda, no sólo el socio – deudor – tiene interés sobre las acciones sino también el acreedor prendario en la medida en que el valor de su garantía depende, en parte, del ejercicio de los derechos derivados de la acción por parte del deudor, que continúa siendo el socio igual que lo es el nudo propietario cuando se ha constituido un usufructo sobre las acciones (numerus clausus de derechos reales sobre acciones ajenas). Que esos intereses no tienen por qué estar protegidos por un derecho erga omnes es obvio. Iribarren pone el ejemplo del pacto de retroventa en el Derecho italiano que, cuando recae sobre acciones permite a las partes asignar a una o a otra el derecho de voto con efectos sobre la sociedad.

De acuerdo con lo que se ha expuesto hasta aquí, la prohibición de escisión ha de entenderse en sentido formal o real, lo que significa que su función no es la de prohibir los arreglos particulares por los que las partes reasignan los beneficios y los riesgos asociados a una posición contractual, sino más bien, semejante a la del numerus clausus de derechos reales, la de generar transparencia respecto a quién ostenta la condición de socio y reducir los costes de transmisión de las acciones, esto es, definir claramente los límites de un derecho subjetivo. Del mismo modo que un socio puede “interesar” a otro en su parte de socio (art. 1696 CC) pero tal subparticipación no conduce a la entrada del tercero en la sociedad, es decir, no provoca la división “real” de la posición de socio. Pero el pacto correspondiente es perfectamente válido y produce los efectos de cualquier pacto: la vinculación personal de los que lo hayan firmado y el surgimiento de acciones por incumplimiento.

No es el objetivo de la prohibición de escisión – no puede ser – la de conservar la proporcionalidad entre riesgo y poder en el seno de la sociedad. La proporcionalidad entre riesgo y poder es una regla supletoria que refleja la voluntad hipotética de los que se asocian y resulta eficiente en cuanto genera los incentivos adecuados en los socios para maximizar el valor de la compañía. Pero puede ser derogada por la autonomía privada y lo es muy a menudo y a través de los más variados expedientes. Desde la estipulación de privilegios en los estatutos sociales hasta la formación de pirámides para conservar el control. De manera que los defensores de una concepción material de la prohibición de desdoblamiento de la acción se enfrentan a una objeción descomunal y es esta que el legislador autoriza, en muchos casos de forma expresa, los expedientes descritos.

 

Pactos con terceros sobre el ejercicio del derecho de voto por el socio

 

El hecho de que el socio se haya comprometido a votar en un determinado sentido con el tercero no afecta ni a la titularidad ni al ejercicio del derecho social. El voto se ejerce por el que está legitimado para ejercerlo: el socio. Lo que sucede en estos pactos es que el socio que firma el contrato con el tercero «adelanta» la formación de su voluntad al momento en el que firma dicho contrato. Que el socio tenga predecidido el sentido de su voto – por el pacto con el tercero o por el pacto parasocial con otros socios – es irrelevante porque, aunque la Junta delibere e, idealmente, los socios se dejen convencer por los argumentos de los demás socios que se exponen en la deliberación, este no es un requisito de validez de los acuerdos. Si las circunstancias han cambiado significativamente entre la celebración del contrato con el tercero y la emisión del voto por el socio obligado, la aplicación de las reglas generales del Derecho de contratos (denuncia unilateral por justos motivos, ejercicio abusivo de su derecho a exigir el cumplimiento del pacto por el tercero, desaparición de la base del negocio) es suficiente para justificar el incumplimiento del socio que vota en la Junta en contradicción con lo pactado con el tercero. Si de lo que se trata es de proteger a la sociedad de influencias indebidas de terceros (que no asumen el riesgo empresarial y, por tanto, pueden tener incentivos para decidir en contra del interés social) el problema debe resolverse, según veremos inmediatamente, como un conflicto de deberes del socio y haciendo prevalecer el interés social.

Como recuerda Zöllner, si el acuerdo social se produce necesariamente como resultado de un acuerdo de la Junta General y por efecto de la voluntad de los socios es irrelevante que los socios lo hagan porque están convencidos de que es lo mejor para ellos, para la sociedad o lo hagan a regañadientes porque se han obligado con otros socios o con un tercero a actuar así. Si la sociedad M ostenta la mayoría del capital en la sociedad F y ésta la mayoría de la sociedad N, la decisión de modificar – o no modificar – los estatutos de N se toma en el seno de la sociedad M y no autónomamente por el socio F.. El cumplimiento del contrato social da derecho a los socios a que las decisiones que hayan de tomarse se tomen en el seno de los órganos sociales y de acuerdo con los procedimientos pactados. Es decir, los contratos celebrados por los socios con terceros comprometiéndose en relación con la modificación de los estatutos no afecta a la autonomía estatutaria en sentido formal: los estatutos los modifican los socios. De ahí que no sea una refutación la de quien afirma que “la esencia” de la autonomía estatutaria se encuentra en que los socios decidan sustancialmente y no solo “manualmente” sobre los estatutos sociales.

Generalizando el ejemplo, lo que la prohibición de escisión o desdoblamiento de la participación pone de manifiesto es que el voto ha de ejercerse por el socio. Por tanto, que el problema se disuelve en una cuestión de competencias. El tercero que ha acordado con el socio el modo y el sentido del derecho de voto de éste no puede ejercer el derecho de voto porque lo impiden las normas del Derecho de Sociedades. Estas exigen que sea el socio – o un representante suyo – el que emita la declaración de voluntad en que consiste el voto porque su contrato con un tercero no puede tener efectos externos, esto es, efectos sobre los demás socios que “contrataron” con el socio, no con el socio del socio, pero nada más. No impone ningún requisito respecto a la formación de la voluntad del socio. De manera que los pactos parasociales entre un socio y un tercero en relación con el derecho de voto están sometidos al mismo régimen que cualquier otro pacto: plena validez entre las partes e inoponibilidad a la sociedad. El tercero deberá utilizar los mecanismos obligatorios para hacer valer sus derechos frente al socio. Por ejemplo, en el caso de que el pacto se refiera al derecho de voto, exigiendo al socio que le delegue su voto.

Por lo demás, hay numerosas normas del Derecho de Sociedades que pueden resultar de aplicación de modo particular en los casos en los que el socio ha ejercido su derecho de voto sometiendo su voluntad a la del tercero. Por ejemplo, si un socio – mayoritario – adopta un acuerdo social, porque viene obligado por un contrato con un tercero, su voto es decisivo y el acuerdo causa daño a la sociedad, los demás socios deben poder impugnar el acuerdo y exigir la indemnización de daños. El socio puede acabar siendo considerado administrador de hecho, calificación que puede extenderse incluso al tercero. Y este argumento no puede contestarse con una apelación a las esencias afirmando que lo relevante es si hay una injerencia externa o no y que toda injerencia externa en la vida societaria es inadmisible si es vinculante para la sociedad. No es cierto. Porque el tercero no puede obligar a la sociedad a adoptar acuerdos o a modificar sus estatutos o a no modificarlos. Puede obligar al socio a emitir la correspondiente declaración de voluntad con los límites a la ejecución in natura de las obligaciones de hacer/emitir una declaración de voluntad. Y, en tal caso, la posición del socio es igual a la que tendría un socio que decide votar a favor o en contra de una modificación estatutaria porque eso favorece, por ejemplo, las posibilidades de incrementar sus negocios con terceros o porque se ha obligado en virtud de un pacto con otros socios. Eventualmente, y como hemos dicho más arriba, el acuerdo adoptado con el voto de este socio – deslealmente emitido – será anulado por contrario al interés social si el acuerdo no supera la prueba de resistencia y, normalmente, con inversión de la carga de la prueba ex art. 190.3 LSC.

En el caso particular del sometimiento del administrador a la voluntad de un tercero (o, a estos efectos, a un socio) la nulidad del contrato correspondiente tampoco alberga muchas dudas por aplicación de la doctrina de la nulidad de los pactos parasociales relativos a la administración social y por la prohibición expresa, desde 2014, de las “instrucciones privadas” o “particulares” a los administradores sociales (art. 228 LSC).

El único caso en el que la prohibición de desdoblamiento de las participaciones podría ser aplicable es el del socio que se obliga de forma general a seguir las instrucciones del tercero (o de un socio) en relación con el ejercicio de sus derechos como socio. Pero, en tal caso, habría que considerar que el que da las instrucciones es un socio oculto  y por tanto, que estamos ante una infracción indirecta de las reglas sobre transmisión de la condición de socio. No es extraño que la doctrina dominante califique precisamente de nulos por esta razón a este sometimiento general del socio a la voluntad de un tercero, pero no creemos que haya que llegar tan lejos. De nuevo, es suficiente con examinar si, a través de tal sometimiento, se ha producido una infracción indirecta de las restricciones a la transmisibilidad de las acciones o participaciones lo que conduce a que, si estas no existen – las acciones son libremente transmisibles como ocurre con las sociedades cotizadas – el pacto correspondiente no puede ser considerado causalmente ilícito. Así, el socio que ha tratado de transmitir su participación en la sociedad a un tercero (o a otro socio) y se ha visto impedido de hacerlo por la aplicación de la cláusula estatutaria limitativa de la transmisibilidad, puede conseguir el mismo resultado a través de un acuerdo obligatorio. Puede, en efecto, acordar con el tercero que ejercerá como socio “formal” pero comprometiéndose a ejercer sus derechos en interés y siguiendo las instrucciones del tercero. Se trata, pues, de un caso de infracción indirecta de la limitación estatutaria de la transmisibilidad de las acciones o participaciones que, como señala la doctrina, no evita la aplicación de las normas legales o estatutarias restrictivas. En un antiguo caso alemán, los estatutos de la sociedad preveían la autorización del órgano de administración como limitación a la transmisibilidad. El socio que quería transmitir llegó a un acuerdo con un tercero por el cual, para el caso de que el Consejo de Vigilancia denegara la autorización, el socio se sometería a la voluntad del comprador en el ejercicio futuro de su derecho de voto. El contrato fue declarado nulo por el Reichsgericht. 

En todo caso, esta calificación solo procederá cuando el socio se obliga, de forma general con el tercero a seguir sus indicaciones en el ejercicio del derecho de voto, esto es, en toda ocasión o en la generalidad de las ocasiones en las que el socio ha de votar, en cuyo caso, el tercero habría de ser considerado como un socio oculto. Por tanto, cuando la vinculación con el tercero se refiere a un acuerdo social concreto, el pacto es válido sin restricciones.  En algunos casos de este tipo, el razonamiento que está detrás de la validez de estos pactos es que, de otra forma, el socio tendría en sus manos un instrumento para incumplir contratos con terceros perfectamente legítimos. Así, en un caso alemán, un socio se había comprometido a vender a un tercero sus participaciones en la sociedad en cuyos estatutos había una cláusula restrictiva que exigía la autorización por la Junta para poder transmitir sus acciones. El tercero pidió la ejecución específica de la obligación para que el socio fuera obligado a votar a favor de la autorización.

Si el socio obtiene la autorización de los demás socios (o de la sociedad, según los casos) para celebrar el contrato con el tercero, – es decir, cumple con las reglas legales o estatutarias aplicables a la transmisión de las acciones o participaciones – y es el socio el que sigue emitiendo las correspondientes declaraciones de voluntad, no es posible calificar de inválido el contrato. Obsérvese que si los estatutos atribuyen a los demás socios un derecho de adquisición preferente, será necesaria la autorización (que incluye la renuncia a ejercer el derecho) de todos los beneficiarios.

Si la cláusula estatutaria prevé únicamente la autorización de la sociedad, bastará con que la mayoría de la Junta o los Administradores, según quien deba otorgar la autorización, así lo haga. La protección de los demás socios se logra, pues, a través de la aplicación de las reglas legales o estatutarias sobre transmisión de acciones o participaciones vinculadas (limitaciones a la transmisibilidad de las participaciones o acciones) y el deber de lealtad del socio. La autorización debe tomarse con las mayorías correspondientes a la autorización para transmitir. La falta de autorización hace ineficaz el pacto parasocial con el tercero.

Generalizando, las valoraciones para determinar cuándo es inadmisible el pacto parasocial con tercero pueden extraerse de la doctrina sobre los apoderamientos irrevocables. Cuando un socio se compromete con un tercero a ejercitar sus derechos en el seno de la sociedad en el sentido indicado por el tercero, podríamos hablar de una suerte de apoderamiento inverso: el socio apodera al tercero para que éste dicte las instrucciones acerca del ejercicio del derecho por parte del socio y lo hace de forma irrevocable en cuanto que si no fuera así, en realidad, no habría contrato puesto que las instrucciones del tercero no serían vinculantes para el socio que siempre podría negarse a seguirlas sobre la base de una simultánea denuncia del contrato. Como puede suponerse, una vinculación opresiva como resultado de semejante apoderamiento solo podría, en su caso, producirse si el socio se somete de modo general en el ejercicio del derecho de voto a las instrucciones del tercero.

La legitimidad del pacto que examinamos con el tercero puede justificarse por las mismas razones que se justifica el poder irrevocable: el interés del tercero en un comportamiento determinado del socio en el seno de la sociedad como forma de asegurarse el cumplimiento del contrato entre el socio y el tercero. De hecho, los casos más frecuentes de otorgamiento de poderes irrevocables tienen que ver con la cesión de bienes para pago, donde el acreedor recibe un poder irrevocable para proceder a la venta de los bienes para poder cobrarse así su crédito. La doctrina está de acuerdo en que, en todo caso, el poderdante puede revocar el poder por justos motivos. Otra cosa podría suponer que el socio quedara “en manos” del apoderado. El equivalente, en el caso del acuerdo de sindicación del voto es la posibilidad de denuncia extraordinaria del acuerdo por justos motivos.

El tercero apoderado está sometido a los deberes de lealtad hacia la sociedad y hacia los consocios a los que está sometido el socio en la misma medida que éste. Porque el derecho de voto sigue siendo del socio y, por lo tanto, sometido a idénticas limitaciones en su ejercicio a las que estaría sometido si el derecho lo ejerciera el propio socio. Recuérdese que solo excepcionalmente el deber de lealtad limitará la libertad del socio para ejercitar su derecho de voto en su interés. Pero, si emite el voto infringiendo sus deberes de lealtad, las consecuencias son las mismas que si la infracción se hubiera producido ejerciendo el voto el propio socio. El acuerdo será impugnable aplicándose la regla de la resistencia y desplegándose una obligación de indemnizar a la sociedad por parte del socio cuando se dé el supuesto de hecho. El representante puede ser, él mismo, responsable cuando haya actuado dolosamente en perjuicio de la sociedad. Porque, en tal caso, no puede decirse que haya infringido una obligación que pesa sobre el representado, sino una obligación – la de neminem laedere – que pesa sobre cualquiera, incluido, naturalmente, el que actúa como representante.

Una situación que se dará frecuentemente cuando el derecho de voto lo ejercita, en interés propio, el apoderado será la de que el que vota no tenga interés alguno en la cuestión que está siendo decidida. Por ejemplo, si el apoderado es un acreedor del socio y se está decidiendo sobre ejercer la acción social de responsabilidad, puede que la cuestión le sea indiferente. Especialmente exigible será esta obligación de “contribuir” al funcionamiento normal de la sociedad cuando su participación o su voto a favor sea necesario para la adopción de las medidas que permiten el funcionamiento ordinario de la sociedad (adopción de acuerdos, certificación, nombramiento de auditor, aprobación de las cuentas…). Si su voto es necesario para que se apruebe el ejercicio de la acción social de responsabilidad y existen razones fundadas para el mismo, el representante debería votar a favor del acuerdo. Digamos que el representante no debe “empeorar” la posición del representado – el socio – comportándose de forma desconsiderada con el grupo.

Según la doctrina, un poder no puede ser general e irrevocable simultáneamente. Porque un poder general e irrevocable convertiría al poderdante en alguien sometido a la decisión de un tercero – el apoderado – en su vida jurídica quien, además, carecería de un instrumento rápido y eficaz para recuperar el control sobre su esfera jurídica si el poder es duradero. Esta prohibición no se aplica, sin embargo, al contrato del tercero con un socio por el que éste se somete a aquél en el ejercicio de sus derechos de socio precisamente porque el “poder” no tiene carácter general ya que no afecta a toda la esfera jurídica del socio sino solo a su actividad y patrimonio incorporados a la sociedad. En consecuencia, sólo cuando el socio tenga una parte sustancial de su patrimonio en la sociedad tendrá sentido plantearse el carácter opresivo de la vinculación.

 

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Foto: Miguel Rodrigo Moralejo