Por Gonzalo Quintero Olivares

 

La larga duración del confinamiento ha alumbrado diferentes iniciativas, de mayor, menor o nulo interés. Determinar el objetivo último de los impulsores es tarea de poco interés jurídico, pero, en todo caso, en algunas de las cuestiones, la falta de originalidad es tan notable que solamente resulta interesante adivinar el propósito perseguido. Eso sucede, claramente, con la iniciativa de retomar la investigación sobre la relación de Felipe González con el GAL, impulsada por Bildu, ERC y PNV, que ha sido rechazada tanto por el Congreso como por el Senado, como es lógico, por la simple razón de que el tema del GAL ya fue objeto de una sentencia en 1998, además de que Felipe González dejó la presidencia en las elecciones de 1996.

Por supuesto que los autores de la iniciativa ya contaban con ello, y lo que deseaban era enviar un “mensaje” a la ciudadanía blasonando de que ellos no olvidan ni se chupan el dedo, solo que constitucionalmente su comportamiento es inadmisible, por más que se carguen las tintas argumentales de la libertad de los parlamentarios para indagar lo que deseen, y la pretensión de regresar a temas que son ya cosa juzgada constituye un desprecio al monopolio jurisdiccional del Poder judicial, aunque ese desprecio se considere un precio razonable si se trata de desgastar al Gobierno actual.

Algo similar ha ocurrido con la obsesiva insistencia por indagar en la vida y pecados del Rey emérito, propósito en el que el más ciego no ve otro interés que el de UP y otros en el desgaste de la Monarquía parlamentaria, modelo bajo el que España ha encontrado una razonable paz institucional que no se puede negar tan fácilmente. Para bien del sistema, que el impulso cuente con un grupo tan proteico como UP, presente a la vez en la vida política, en la crónica judicial y en la prensa del corazón, puede consolidar el régimen monárquico.

Otras iniciativas acaecidas en estos tiempos merecen, en cambio, mayor atención. El 23 de junio, el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó la toma en consideración de la proposición de ley de reforma de la Ley 9/1968, de 5 de abril, sobre secretos oficiales, impulsada por el Grupo Parlamentario Vasco (EAJ-PNV). La argumentación con la que el PNV fundó su proposición – que ya había presentado en otras Legislaturas sin éxito – se basaba en puntos concretos e indiscutibles: es importante la existencia de secretos de Estado o materias reservadas en temas que, por su especial naturaleza y contenido,  han de quedar fuera del conocimiento general, pero eso no puede suceder al precio desproporcionado del sacrificio de derechos fundamentales como el derecho de los ciudadanos de  una sociedad democrática al conocimiento a través de sus representantes políticos, Congreso y Senado. Las promesas de transparencia y acceso a la información no son compatibles con la configuración actual de la Ley de Secretos Oficiales de 5 de abril de 1968, reformada por la Ley de 7 de octubre de 1978, a pesar de que tras esta última modificación se abrieron canales para que la Cámara pudiera solicitar informaciones al Gobierno.

Antes de seguir quiero referirme a algunas voces críticas que acusan al PNV,  de estar interesado exclusivamente en temas como el ya mencionado del GAL por los rendimientos políticos que le puede proporcionar en el País Vasco. Creo que los juicios de intenciones son libres, pero solo son eso y, por lo tanto, si los españoles, juristas o no, coincidimos en que no puede haber secretos eternos, pues eso no sucede en ningún otro Estado, hay que cambiar la Ley como muestra de madurez política. Creer, por ejemplo, que el conocimiento profundo de la responsabilidad personal de Alfonso XIII en los descalabros de las Guerras de Marruecos – tema, por demás, ampliamente analizado por los historiadores – puede dañar a la actual monarquía parlamentaria es absurdo, y como ese ejemplo se podrán citar otros muchos.

Por otra parte, ha resultado “escandaloso” que informaciones que afectan a España hayan sido reveladas por medios de comunicación extranjeros que, a su vez, invocan documentos secretos de sus propios Estados. Eso ha sucedido y no hay que negarle importancia, pero tampoco obliga al papanatismo con el que algunos han reaccionado, sin reparar en que bastantes de esas informaciones “explosivas” solo refieren datos que se pueden encontrar en las hemerotecas españolas. Es comprensible, sin duda, que historiadores españoles lamenten que ciertas partes de la historia de España en el Siglo XX hayan podido conocerse antes por los archivos documentales de otros Estados que por la información que pueda obtenerse directamente en España. Pero, siendo eso cierto, tampoco hay porque conceder indiscutible objetividad a todo lo que desde fuera se afirme.

Con ello no pretendo, antes lo contrario, cuestionar la inaplazable necesidad de una reforma legal en la materia de los secretos. En el ambiente de los historiadores flota la convicción de que todavía hay interés en ocultar aspectos del franquismo y de la transición. No dudo de que existan fuerzas interesadas en que esa situación prosiga, pero de lo que estoy seguro es de que nada de lo que se pueda relatar superará lo que muchos españoles han averiguado o intuido, y, sobre todo, de que nada de eso representa peligro alguno para la seguridad del Estado.

Todo se concentra, pues,  en la necesidad de posibilitar el conocimiento de materias que, por razones de seguridad nacional o necesidades de la defensa,  han recibido la calificación de secretas o reservadas. Claro está que ese objetivo no puede alcanzarse impidiendo que haya materias reservadas o secretos de Estado, como a veces se oye decir a algún inmaduro político, o como desearían algunos reporteros campeadores.  Los secretos oficiales o de Estado, las materias reservadas, son necesarios, ya sea por razones de defensa y protección, u otras razones, como, por ejemplo, las exigencias de la lucha antiterrorista.

Pero es igualmente preciso racionalizar el régimen jurídico que los rodea, y eso pasa por diferentes condiciones.

La primera es delimitar quien puede clasificar como materia reservada “asuntos, actos, documentos, informaciones, datos y objetos», y esa potestad solo puede corresponder al Gobierno, no como en la actualidad, en que también se le concede a la Junta de Jefes de Estado Mayor, la cual, evidentemente, no responde ante el Legislativo.

La segunda condición es, tal vez, la más difícil de cumplir, y se resume en la razonabilidad de la clasificación. Por supuesto que debe existir la confianza en que el Gobierno solo clasificará materias que realmente deban ser mantenidas fuera de los canales de información porque afectan de verdad a los objetivos de defensa y seguridad, y no porque atañan a cuestiones que el Gobierno de turno no desee que sean conocidas, a pesar de que se trate de secretos “del Gobierno”, que pueden tener un coste político pero que no participan de la importancia que justifica la materia reservada. Los ejemplos que se podrían aportar en esa línea son muchos, pero precisamente por ser imaginables, renunciaré a ofrecerlos.

Pero la posibilidad de abuso o desviación en la clasificación no puede evitarse más que por una vía: la desclasificación automática por el transcurso de un tiempo: solo la consciencia de que los precintos se romperán en un momento dado puede tener efectos disuasorios de decisiones incorrectas.

Esta última consideración lleva a la necesidad de un sistema de plazos para la desclasificación, para lo cual la proposición de Ley señala que toda clasificación de una materia en cualquiera de sus dos categorías (secreto y reservado) fijará el plazo de su vigencia, sin que este pueda exceder de veinticinco años para materias calificadas secretas y de diez años para las calificadas reservadas, salvo que el Consejo de Ministros disponga su prórroga excepcional y motivada, en el exclusivo caso de las materias secretas, por un nuevo período máximo de diez años.

Llegamos así a un punto muy delicado: en el pasado se han producido conflictos entre Jueces y Tribunales y Gobierno a causa de la denegación de acceso a documentos reservados. Esos casos no pueden resolverse a priori con opciones radicales del tipo: la materia que afecta a la seguridad no puede admitir excepciones, o, en sentido contrario, nada puede interponerse en el camino de la investigación judicial. Se impone un justo término que necesariamente ha de pasar por un órgano jurisdiccional específico que hoy no existe.

A este respecto, la proposición de Ley mantiene la Exposición de Motivos de la Ley vigente, en la que se dice que

se consagra la expresa admisión de recurso contencioso-administrativo contra las resoluciones sancionadoras que pongan fin a la vía administrativa, sin olvidar por lo demás el importante juego del control político que en esta materia se reconoce a las Cortes Generales”.

Creo que ni por la vía de la jurisdicción contencioso-administrativa ni  por la vía parlamentaria se puede entrar correctamente en el centro del problema, que ha de situarse en el equilibrio entre los intereses legítimos del Estado y el derecho a la tutela judicial efectiva, que no es lo mismo que el deber de cooperar y cumplir los requerimientos de los Tribunales, sino que el objetivo es determinar si el conocimiento del dato reservado es imprescindible para decidir sobre la culpabilidad o inocencia de alguien (si se produce en el marco de un proceso penal), y eso es lo que ha de concretarse mediante una exposición razonada, único modo de evitar o limitar tentaciones de causa general, o, si se prefiere otro modo de decirlo, afán por abrir el armario para ver lo que se encuentra.

Cuál deba ser esa instancia, y cuáles sus criterios de actuación serán uno de los problemas centrales de una nueva regulación, pero no creo que el tema pueda resolverse adecuadamente ni por la vía contencioso-administrativa ni por el Tribunal de Conflictos de Jurisdicciones.

Existe concordia en que el Congreso y el Senado han de poder acceder a toda clase de informaciones, lo que de hoy ya es posible de acuerdo con lo dispuesto en el art.10-2 de la Ley de Secretos Oficiales

La declaración de «materias clasificadas» no afectará al Congreso de los Diputados ni al Senado, que tendrán siempre acceso a cuanta información reclamen, en la forma que determinen los respectivos Reglamentos y, en su caso, en sesiones secretas.

y en el art.32.2 del Reglamento del Congreso. En relación con él existe la Resolución de la Presidencia del Congreso de 11 de mayo de 2004. En ella se dice que

el acceso por el Congreso de los Diputados a materias clasificadas se reguló por vez primera en la Resolución de la Presidencia de 18 de diciembre de 1986. Posteriormente, se procedió a la aprobación de la Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados sobre secretos oficiales, de 2 de junio de 1992, que derogó aquélla. La actual situación aconseja ampliar el acceso previsto en el punto tercero de la Resolución de 2 de junio de 1992 a todos los Grupos Parlamentarios.

Ciertamente son muchas las prevenciones que se establecen para evitar una difusión indebida, pero sigo creyendo que la comunicación al Congreso y el mantenimiento de la reserva son difícilmente conciliables.

Es evidente que por más que se programe la “sesión secreta” sería desconocer  la fauna ibérica negar que  dicha sesión secreta supondrá el fin del secreto. Pero, evidentemente, si el Legislativo puede provocar la caída del Gobierno ha de poder también exigir el conocimiento de una materia reservada.

Una interesante parte de la proposición de Ley presentada y admitida a trámite es la modificación que se propone introducir en la Exposición de Motivos (dejando de lado el tema del valor normativo de esas partes de las leyes), de acuerdo con la cual

“…desde el punto de vista de la seguridad jurídica y de la garantía de los ciudadanos, es importante resaltar que la Ley establece la necesidad de notificar a los medios de información la declaración de «materia clasificada» cuando se prevea que ésta puede llegar a conocimiento de ellos, así como la circunstancia de que conste el hecho de la clasificación para que recaiga sobre los particulares la obligación de colaboración que impone el artículo nueve, uno…”

Dicho artículo 9-1 de la Ley de Secretos dice:

“La persona a cuyo conocimiento o poder llegue cualquier «materia clasificada», conforme a esta Ley, siempre que le conste esta condición, está obligada a mantener el secreto y entregarla a la Autoridad civil o militar más cercana y, si ello no fuese posible, a poner en conocimiento de ésta su descubrimiento o hallazgo. Esta Autoridad lo comunicará sin dilación al Departamento ministerial que estime interesado o a la Presidencia del Gobierno, adoptando entretanto las medidas de protección que su buen juicio le aconseje”

 El texto de la propuesta coincide con el de la Ley de 1968, con la única eliminación de la referencia a las “Cortes Españolas y al Consejo Nacional del Movimiento”. Pero debiera suprimirse el párrafo entero. Una nueva Ley debería prescindir de esa disparatada idea de poner en conocimiento de los medios de información la declaración de materia reservada y la pretensión de extender a los particulares obligaciones de colaboración, idea propia de un Estado autoritario pero que hoy parece difícilmente conciliable con las libertades constitucionales. La mención que en su día (preconstitucional) se hacía a la seguridad jurídica y a la garantía de los ciudadanos, lo que exigía la notificación a los medios de información que una materia está clasificada como reservada, como si eso formara parte normal de la rueda de prensa que sigue al Consejo de Ministros, resulta hoy fuera de lugar.

Como es lógico, la aprobación de la Reforma produciría la desclasificación automática de decenas de miles de documentos, por la sencilla vía de aplicar lo que declara la Disposición Transitoria de la propuesta:

1. Las materias clasificadas que a la fecha de entrada en vigor de la presente Ley hubieran ya cumplido los plazos de vigencia a que se refiere el apartado 2 del artículo cuarto quedarán desclasificadas.

2. Las materias clasificadas que a la fecha de entrada en vigor de la presente Ley aún no hayan cumplido los plazos de vigencia a que se refiere el apartado 2 del artículo cuarto quedarán desclasificadas cuando cumplan dichos plazos, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo siete

Dicho artículo 7 señala que

La cancelación de cualquiera de las calificaciones previstas en el artículo tercero de esta Ley será dispuesta por el órgano que hizo la respectiva declaración”,

y el art.3º,

Las «materias clasificadas» serán calificadas en las categorías de secreto y reservado en atención al grado de protección que requieran”.

Veremos cómo se interpreta, si es que la Disposición Transitoria conserva esa redacción, que no contribuye a la claridad.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo