Por Gonzalo Quintero Olivares

Confieso que no tenía intención de escribir sobre el ruidoso tema de la entrada en vigor de la ley tristemente llamada del “sí es sí”, en primer lugar, porque hace  bastantes meses ya me ocupé en más de una ocasión de criticar el proyecto y de señalar algunas consecuencias, como las que se han producido, y, en segundo lugar, porque por estos días se han publicado excelentes comentarios por parte de analistas rigurosos. Pero algo más ha sucedido:

Ante todo, las reacciones de UP y, especialmente, de la Sra. Montero, como promotora de la Ley y, sobre todo, como protagonista de lo que desde UP se ha presentado como una cruzada histórica solo comparable a la consecución del sufragio universal o la abolición de la pena de muerte, cuando los delitos contra la libertad sexual en el Código penal español estaban más o menos bien regulados, con la indudable necesidad de modificaciones, pero no de un derribo radical, que es lo que se pretendía a partir de la “campaña” del sí es sí, o del no es no, que lo mismo da, pues ambos gritos de guerra partían del mismo error: transmitir  a la ciudadanía que en nuestro derecho penal no se valoraba adecuadamente la importancia de la presencia o ausencia de consentimiento en las relaciones sexuales, lo cual es simplemente falso. Antes se reconocía la realidad de una escala del consentimiento que permitía diferenciar entre los casos de consentimiento viciado o conseguido bajo determinadas circunstancias de aquellos otros en que se pisotea violentamente la libertad de la víctima. La reforma decidió acabar con esas diferencias bajo la acusación de que eran ficticias y orientadas a negar la realidad de las agresiones.

Y así llegamos a unas nuevas figuras legales que en algunos casos establecen límites punitivos mínimos inferiores a los precedentes para esos hechos. La razón de fondo es bien conocida: al suprimirse la diferencia entre abuso y agresión se consideró, con cierta razón, por los promotores de la reforma  que era preciso aumentar las distancias entre  penas mínimas y máximas para que los Tribunales pudieran ajustar el fallo a las circunstancias del caso, en todo caso calificado como agresión.

Pero llegó la obligada aplicación retroactiva y la revisión de sentencias, y el hecho cierto es que el cambio legal da, en algunos casos, en la fijación de mínimos punitivos inferiores a los anteriores,  y si, por voluntad de la Ley, no es posible diferenciar entre agresiones y abusos, nada impide revisar la sentencia e imponer el “nuevo” límite mínimo de la pena prevista para la agresión (denominación ahora común a los anteriores abusos y agresiones) y frente a eso no se puede oponer que por esa vía se acaba imponiendo al agresor la pena de lo que antes hubiera sido un abuso cuando el delito objeto de la condena fue el de agresión y el nuevo límite mínimo impuesto (p.e.: antes, de 8 a 12 años y ahora de 6 a 12 años) da lugar a una rebaja de la pena. Los ejemplos son diversos, y no voy a entrar en enumerarlos. Baste con advertir que solo en algunos casos se producirá la necesidad de rebajar, que normalmente alcanzará más a condenados por agresión que a los que lo fueron por abusos y que, si cabe la reducción de pena porque la nueva regulación permite una pena inferior es obligado hacerla.

Como ha señalado cáusticamente algún observador de la airada reacción de los promotores de la Ley, la cuestión se resume vulgarmente con una frase: ¡haberlo pensado antes!, en lugar de cargar contra la judicatura y los juristas en general. Las enormidades que se han dicho (sin que eso justifique en lo más mínimo los insultos a la Sra. Montero) no merecen especial análisis y son fruto de la tensión creada por lo que se ha presentado como escandaloso error del Gobierno y su ministra de Igualdad, y solo en ese contexto se pueden excusar las descabelladas palabras de la ministra exigiendo que todos los jueces y juezas fueran sometidos  a una formación intensiva en perspectiva de género (una especie de maoísta lavado de cerebro) e, incluso, crear “tribunales especiales” sensibles a esa perspectiva. Es indudable que la Sra. Montero desconoce la lucha de muchos penalistas y procesalistas españoles contra la existencia de cualquier clase de jurisdicción especial, incluyendo a la Audiencia Nacional.

A renglón seguido, y en el fragor de las acusaciones mutuas, se produce la polémica sobre la urgencia de cambiar la ley o retirarla para evitar más revisiones de sentencias. La opción del cambio ofrecería un triste espectáculo y un récord: cambiar una Ley a las pocas semanas de su entrada en vigor, al margen de la necesidad de respetar la tramitación parlamentaria (cuestión menor para un Gobierno tan aficionado al Decreto-Ley). Derogarla, como parece proponer o exigir el PP, no serviría de nada, pues habiendo adquirido vigencia la Ley actual, desplegaría su plena fuerza retroactiva en lo favorable (art.2.2 CP) aunque fuese derogada mañana mismo. La nueva regulación solo puede aplicarse a los delitos contra la libertad sexual cometidos después del 7 de octubre de 2022. Por lo tanto, es mejor cerrar esa estéril discusión y pensar serenamente en un nuevo enfoque de la legislación penal en esa materia dejando las consecuencias de la Ley actúa tal como están.

A propósito de esto último hay que referirse a la instrucción que en forma de Decreto ha dictado la Fiscalía General del Estado, mediante el cual se indica (a los Fiscales) que no se han de revisar las sentencias si la pena que se impuso continúa siendo imponible, esto es, si tiene cabida, de acuerdo con la horquilla que fija el Código tras la modificación, sin perjuicio de que se valoren las circunstancias de cada caso. En el fondo es un recuerdo de lo que dice la Disposición Transitoria segunda, 1, párrafo tercero, del Código penal, regla que se creó en el momento en que el CP de 1995 reemplazaba al anterior Código.

Pero las reacciones de diversas Audiencias Provinciales no se han hecho esperar y han coincidido en declarar que continuarán reduciendo las penas en cada ocasión en que les parezca adecuado hacerlo conforme al principio de retroactividad de la ley más favorable para el reo, y con total independencia de que el Fiscal, siguiendo la instrucción recibida, se oponga a la rebaja. Ni que decir tiene que la satisfacción manifestada desde el Gobierno ante la decisión de la Fiscalía ha sido efímera, pero se ha podido comprobar cómo se confunde el plano de la legalidad  con el de la acción del Ministerio Público, cuyo criterio podrá ser atendido por los Tribunales o no será así, según sea el caso.

La idea de que, si la pena impuesta está dentro de la horquilla de mínimo y máximo de pena imponible fijada en la nueva formulación del delito, no hay razón para modificarla, implica una reducción del problema de la retroactividad de la ley penal, que no se puede zanjar con la simple comprobación de que la pena previa podría ser también impuesta con la nueva Ley, pues la ley penal no se compone únicamente de la consecuencia punitiva. Por ejemplo, si la pena anterior es consecuencia de la concurrencia de una circunstancia agravatoria desaparecida en la nueva habrá que recalcular la pena sin esa circunstancia. Del mismo modo, si el criterio seguido por la sentencia anterior fue imponer la pena en el mínimo de su grado inferior, también habrá que revisarla cuando el nuevo mínimo resulte inferior en gravedad (no superior, pues eso lo impediría la regla de que solo es retroactivo lo favorable).

Con todo esto ha aflorado un problema complicado que los aficionados a legislar desconocen o desdeñan: el de la sucesión de las leyes penales, que ha estallado con la reforma de los delitos contra la libertad sexual y que se producirá otra vez con la derogación del delito de sedición y su sustitución por el de desórdenes públicos. La sucesión de leyes penales se produce cuando una misma materia recibe una regulación diferente, tanto si va precedida de una derogación expresa de la ley anterior cuanto si se trata de una derogación tácita (lex posterior derogat priori). Por supuesto que la igualdad de la materia regulada es imprescindible, lo cual, cuando entre en vigor la derogación de la sedición dará lugar a complicados problemas, pero en la reforma de los delitos contra la libertad sexual esa identidad viene afirmada por la propia Ley, que se presenta afirmando que las relaciones sexuales no deseadas no pueden ser diferenciadas en función de los niveles de consentimiento como hacía la ley que va ser tácitamente derogada, y, por lo tanto, lo que antes era abuso ahora ha de ser agresión, aunque se aumente en el arbitrio judicial en cuando a la determinación de la pena.

La consecuencia es conocida: por obra de la entrada en vigor de la modificación del Código penal decidida por la  Disposición final 4.10 de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, todos los anteriores delitos contra la libertad sexual (agresiones, abusos y acosos) deben ser sometidos a la comprobación de que no dan lugar a que una misma conducta conlleve la imposición de una pena menor. Claro está que los términos de la comparación entre la ley anterior y posterior no pueden ser fijados por el legislador haciendo abstracción de la determinación judicial de la pena, y si el Tribunal que juzgó el hecho con arreglo a la ley anterior estimó que la pena no debía superar el mínimo de su mitad inferior lo que se ha de comprobar, concretamente, es cuánta pena supone el mínimo de la mitad inferior en la nueva Ley, pues la presencia de una Ley favorable, si no ha sido aplicada en sentencia, se puede apreciar comparando marcos penales completos ( de mínimo a máximo), pero si ya ha sido aplicada en una sentencia, lo que se debe comparar es qué pena resultaría aplicando ese mismo criterio de determinación con la nueva Ley.

Y eso es lo que parece que algunos no entienden o no quieren entender, y dan lugar al penoso espectáculo de estos días, que sirven de antesala para lo que pasará con la desaparición de la sedición.


Foto: Pedro Fraile