Por Juan Antonio Lascuraín

 

Bajonazo

La tauromaquia nos ha aportado un rico vocabulario para describir metafóricamente la realidad. A mí me tentó para titular esta entrada “Bajonazo”, manera fácil e inadecuada de terminar una faena difícil. Y es que ese fue no solo mi estado de ánimo tras la lectura de la STC 169/2021, que es la que más de seis años después resolvió el recurso de inconstitucionalidad que interpuso la práctica totalidad de la entonces oposición parlamentaria contra los artículos del Código Penal que regulan la prisión permanente revisable (en adelante, PPR), sino mi impresión de cómo en este caso el Tribunal Constitucional había hecho las cosas.

Sé que no se trataba aquí de una evaluación político-criminal de la pena – de si mejoraba o empeoraba la sociedad, de si estamos mejor o peor sin ella: en relación con lo que teníamos o con otra alternativa -. Se trataba de algo bien diferente: no de su bondad o de su maldad en términos de oportunidad legislativa, sino de su posibilidad en nuestro sistema de valores, para la concepción constitucional de la justicia. Si se quiere, se trataba, no de su calidad, sino de su “pesimidad”, de su “intolerabilidad”.

Y habrá quizás argumentos para negarla. Para afirmar la viabilidad de una pena potencialmente radical que según las encuestas demoscópicas básicas, no deliberativas, apoya una muy holgada mayoría de la población (en torno a dos tercios) y fue aprobada por nuestros representantes, por el Parlamento democrático.

Quizás haya argumentos razonables de justicia constitucional para aceptar la prisión permanente revisable pero, y siento la dureza de esta afirmación, no están en la sentencia. Bajonazo: mi disgusto como ciudadano y como jurista no es tanto que nuestro sistema constitucional pueda acoger una pena tan incisiva para nuestros principios penales como el no terminar sabiendo en realidad el porqué.

Son muchos los defectos y los déficits argumentativos de la sentencia. En un reciente artículo (La insoportable levedad de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la prisión permanente revisable) trataba de describirlos y los resumía en las conclusiones en diez. Me voy a ceñir ahora en esta reflexión a los que en mi parecer son los cinco principales.

 

Confundiendo planos: ¿el CEDH como canon de constitucionalidad?

La primera objeción constitucional a la PPR era su contrariedad a la prohibición de penas inhumanas. Y el primero de los argumentos clave del recurso era el de la potencialidad perpetuidad de la pena. Si estamos de acuerdo, con el Tribunal Constitucional y con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en que la cadena perpetua en sentido estricto, “el riguroso encarcelamiento de por vida”, es inconstitucional y contrario a la Constitución y al Convenio, el hecho de que la misma se condicione a un juicio negativo de reinsertabilidad social, que como tal condición puede darse o no, no eliminaría su posibilidad: la posibilidad de una pena intolerable. La PPR sería constitucional porque puede ser perpetua. ¿Sería acaso constitucional si se previera en el Código Penal la pena de muerte con ejecución aplazada y sometida a la condición de no reinsertabilidad social del reo?

Ante esta objeción el Tribunal se pregunta por el canon de enjuiciamiento constitucional. Y, ay, dice: como “no existen precedentes históricos homologables” voy a aplicar el estándar que me es más cercano, que es el del TEDH y que por cierto – giro copernicano – afirma que la cuestión no es que la PPR pueda ser perpetua sino que la clave es que pueda no serlo: que sea reducible de iure y de facto.

El “ay” es porque creo que ambas afirmaciones son incorrectas. Existen mimbres para hacer un juicio nacional sobre la humanidad de esta pena y no es correcto, es radicalmente incorrecto, sustituir el juicio de constitucionalidad por el juicio de convencionalidad, lo que equivale, como han advertido algunos de nuestros mejores constitucionalistas a negar la supremacía de la Constitución y el rol del Constitucional como supremo intérprete de la misma. Como por lo demás resulta obvio en un instrumento de protección de los derechos humanos, el Convenio se autoproclama (art. 53) como un mínimo en la protección de estos que puede ser superado por los ordenamientos de los Estados parte. El listón mínimo de humanidad de la pena es el de que la PPR pueda no ser perpetua, pero la Constitución puede establecer una exigencia superior.

Y yo creo que lo hace. Es más: el de la inhumanidad de la pena me parece un parámetro difuso de constitucionalidad especialmente apegado a razones convencionales (no de Convenio, sino de convención histórica y social) que tienen especial relación con la sensibilidad de cada nación. Y en España hemos sido poco de prisiones permanentes, incluso durante la Dictadura, incluso menos que de pena de muerte.

Conviene recordar lo que no recuerda el Tribunal, para quien no existen “precedentes históricos homologables” a la prisión permanente revisable. Nuestra última cadena perpetua, en el Código Penal de 1870, tenía una presunción de indulto a los 30 años – se le indultará “a no ser que por su conducta o por otras circunstancias graves no fuese digno de indulto” – y que fue abolida hace casi cien años, en 1928, expresamente por razones humanitarias, de evitación de la crueldad. En la España Constituyente de 1978 nos habíamos olvidado de la cadena perpetua. Abolirla expresamente en la Constitución hubiera parecido un anacronismo equivalente a la prohibición de pena de galeras.

Pero es más: cuando se debatió la inclusión en la Ley Fundamental del avanzado mandato de resocialización, y además entre los derechos fundamentales, alguien objetó que ello tendría el inconveniente de excluir la cadena perpetua (una cadena perpetua cuya última forma histórica había sido precisamente la de un modo de cadena perpetua revisable, y esto es lo que estaría en la cabeza de los parlamentarios constituyentes). Pues bien: la enmienda no tuvo ningún recorrido. Afirmemos la resocialización, se hubo de pensar, aunque cerremos la puerta constitucional a las penas permanentes.

Primera conclusión, primer pecado: mirando al sitio equivocado (al Convenio Europeo y no a la Constitución) se ha convertido la prohibición de que una pena sea perpetua o pueda serlo en una prohibición light de aceptabilidad de una pena porque pueda no ser perpetua.

 

Vale, pero ¿es seriamente reducible?

Vale. Abstraigámonos de la objeción anterior, vayamos por la puerta más grande del Convenio, adoptemos un concepto más laxo de pena inhumana a partir de un concepto más laxo de la dignidad del ser humano. El canon del Tribunal Europeo no es sin más que la pena pueda no ser perpetua sino, como refleja correctamente la sentencia, que esa pena en principio de por vida sea una pena reducible de iure y de facto: que la reducibilidad no sea solo una previsión legal abstracta sino que sea razonablemente obtenible por el penado.

Pues bien, aun utilizando este generoso cedazo no está claro que nuestra prisión permanente revisable se pueda colar por el mismo.

La reducibilidad de facto depende de algunos factores que difícilmente concurren en nuestra regulación. Así, por de pronto, depende del momento de la reducción posible. No habría reducibilidad, obvio es decirlo, si empezamos a hablar de la misma, por ejemplo, a los sesenta años. No la habrá, y esto ya no es ni un ejemplo ni una hipótesis exagerada, sino doctrina del Tribunal Europeo, si el plazo de revisión excede de los 25 años. Este es por cierto el plazo que sin excepciones prevé el Estatuto de la Corte Penal Internacional para una pena que se prevé para los delitos más graves que puedan imaginarse y que se prevé siempre como pena alternativa. Y no olvidemos lo que sorprendentemente olvida el Constitucional: que de los cuatro plazos mínimos de revisión de la PPR de nuestro Código Penal, tres (28, 30 y 35 años) exceden de ese estándar del Convenio.

Segundo factor que enfrenta nuestra pena con la idea de reducibilidad razonable: que la misma dependa fundamentalmente del comportamiento del penado, idea que casa como un guante con el concepto de dignidad como autonomía personal. La cuestión aquí, soslayada también por la sentencia, es si la liberación depende de la autonomía del sujeto penado, de si se hace depender esta liberación de su esfuerzo y voluntad.

Y parece que no mucho, que no suficientemente. La condición única (“la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social”) se ha de sustentar en ocho parámetros. De ellos, solo dos y vagos, “su conducta durante el cumplimiento de la pena” y su “evolución”, dependen del penado. Los demás (“la personalidad del penado, la relevancia de los bienes jurídicos que podrían verse afectados por una reiteración en el delito, sus circunstancias familiares y sociales, y los efectos que quepa esperar de la propia suspensión de la ejecución y del cumplimiento de las medidas que fueren impuestas”) le son ajenos: algunos tanto que solo podría incidir en ellos si, como Marty McFLy, consigue viajar en el tiempo y modificar “sus antecedentes” y “las circunstancias del delito cometido”.

Y tercer factor de reducibilidad material débil en nuestro sistema: que la pena permanente venga acompañada de una oferta específica de estrategia de resocialización, cuestión a la que me referiré luego, en la confesión del quinto pecado. Apunto ya lo que de un modo soso, escueto y sin fruto apunta la sentencia: resocialización y humanidad van de la mano, pues sin la primera la pena deviene perpetua. La humanización de la prisión perpetua, dice sabiamente la STC 169/2001, exige un tratamiento tal que “haga factible su esperanza de liberación”. Por dos razones: porque con tratamiento podrá alcanzar la condición de la que pende su liberación y porque el tratamiento reducirá de varias formas la aflictividad de la pena. Dicho directamente, con Bob Dylan, el que no está ocupado en nacer lo estará en morir.

 

¿Basta el tratamiento para la humanidad?

Vamos con la aflictividad, que es la segunda gran razón por la que los recurrentes consideraban que la pena es inhumana. Tal aflictividad excesiva provendría de la combinación del factor temporal, de la excesiva prolongación de la privación de libertad – un mínimo de 35 años en el peor de los supuestos –, y de la incertidumbre en torno al momento de su cese, en peculiar cóctel (molotov lo apellidaría) generador de desesperanza y despersonalización.

Aquí empezamos bien. La sentencia parece admitir la objeción, incluso tomando en cuenta solo el elemento temporal:

hay que empezar señalando que existe la opinión, ampliamente compartida en la dogmática penal por autores de muy diversa orientación doctrinal, e incluso ideológica, de que una privación de libertad de duración superior a quince o veinte años puede representar una forma de tratamiento inhumano o degradante si se atiende a su negativo impacto en el bienestar psíquico y en el equilibrio mental del interno, manifestado en forma de institucionalización, pasividad, pérdida de autoestima y depresión. No es una opinión sustentada en percepciones subjetivas o intuiciones personales de los autores, sino basada en análisis clínicos y sociológicos solventes y ampliamente reconocidos”.

¿Inconstitucionalidad entonces? No. Opone a esta solución dos óbices. El primero es el de su necesidad “en ausencia de medidas alternativas de similar eficacia disuasoria”. El segundo, el de que no hay inhumanidad si la misma no se deriva de la forma de ejecución de la pena.

Creo sinceramente que ambas afirmaciones son incompartibles. Si algo tienen los derechos y los principios en su contenido esencial es esa condición de cartas de triunfo, de que con ellos hemos guardado ya la balanza, de que imponen sus valores a cálculos de eficiencia. No toleramos la pena de muerte o los castigos corporales aunque sean eficaces a efectos preventivos. Cuestión distinta es la de que pudieran ceder en su contenido no esencial frente a otros bienes constitucionales. Que la prohibición de penas inhumanas o el mandato de resocialización pudieran ser menos óptimos – los principios como mandatos de optimización en sentido alexyano – en pro de la eficacia preventiva en la protección de bienes jurídicos. Por cierto que, si tal fuera la tesitura, el recurso objetaba, sin respuesta del Tribunal, en la línea con la sentencia del aborto (STC 53/1985), que nuestra regulación de la PPR no incluye las garantías suficientes para la adveración del conflicto de bienes constitucionales: no incluye garantías suficientes de constatación de la peligrosidad que justificaría las restricciones al mandato de resocialización y a la prohibición de penas inhumanas.

Sorprendente resulta también la banalización de los elementos de tiempo e incertidumbre para evaluar el acomodo de la pena a la dignidad de la persona. ¿Es digna la pena de privación de libertad desde la perspectiva de la aflictividad si la ejecución es digna? ¿No importa la duración? ¿No importa la previsibilidad de la libertad? Extremando el argumento: ¿qué reparo existe entonces a la cadena perpetua en sentido estricto dignamente ejecutada?

 

¿Preciso aquí, pero impreciso allá?

La sentencia da la razón en un punto a los recurrentes, lo que le conduce a fijar una interpretación constitucional de los requisitos de la revocación de la libertad condicional subsiguiente a la PPR. El Tribunal sí considera que son insoportablemente indeterminadas las causas que permiten revocar la libertad condicional concedida a quien había sufrido la pena de prisión permanente y que se definen como “un cambio de las circunstancias que hubieran dado lugar a la suspensión que no permita mantener ya el pronóstico de falta de peligrosidad en que se fundaba la decisión adoptada” (art. 92.3 CP).

De acuerdo, pero resulta llamativa la incoherencia de considerar que no es indeterminado el criterio de la reinsertabilidad fundado en determinados factores para acceder a la libertad condicional, y que en cambio sí lo es exactamente el mismo criterio fundado en exactamente las mismas condiciones para revocarla.

La simetría es exacta. ¿Por qué entonces no es indeterminada una regulación jurídica para recuperar la libertad privada – para seguir en prisión – y sí para perder la libertad que se recuperó? ¿Hay algo distinto en términos de seguridad jurídica en relación con el derecho fundamental a la libertad? ¿Es acaso un daño mayor perder la libertad que no recuperarla?

De Dylan a Mecano: “Preciso aquí, impreciso allá: maquíllalo, maquíllalo”.

Más allá del óbice central de la incoherencia, la cuestión estaba en si no era una indeterminación insoportable la de la pena sin límite, de 25 años en adelante. Recordaba el recurso que la STC 129/2006 había anulado por esta razón una sanción administrativa de “2.500.000 de pesetas en adelante”. El mismo 25 pero ahora en moneda de libertad.

La sentencia ciñe su respuesta al canon de la indeterminación determinable que ha servido para avalar muchos conceptos típicos, como significativamente el de “terrorismo” (STC 89/1993).

Ya. Pero aquí la indeterminación supuestamente determinable es radical. Por dos razones. Porque afecta, no al contenido del delito, sino al de la pena y la pena privativa de libertad. Y por el momento de la determinación posible. Mientras que la porosidad del delito a partir del empleo de conceptos indeterminados en la definición del delito es reparable ya para el lector del código, en el caso de la prisión permanente estamos ante una inseguridad que acompaña al momento del delito, al dictado de la sentencia y a los muchos años a los que como poco se extiende la pena. El delincuente queda permanentemente inseguro durante muchos años en relación con algo tan esencial como lo es su libertad. Creo que este daño tan intenso al valor de la seguridad jurídica (art. 9.3 CE) debería haber determinado su inconstitucionalidad.

 

¿Qué queda en pie de la resocialización?

Este es el título de un famoso artículo del añorado Santiago Mir. Viene a cuento ahora porque esta era quizás la sentencia para reivindicar una resocialización que parece haberse degradado en nuestra jurisprudencia constitucional desde su triunfal aparición en la Constitución nada menos que como contenido de un derecho fundamental hasta su consideración como poco más que un principio rector de la política penitenciaria.

Este era el momento a partir del propio presupuesto de la sentencia relativo a que “[l]a pena de prisión permanente revisable presenta una naturaleza singular que la diferencia netamente de las penas y medidas privativas de libertad de duración determinada […], pues al tratarse de una pena de extensión no determinada […] la noción de reeducación y reinserción social como medio para alcanzar el juicio pronóstico favorable […] funge de […] elemento clave en su delimitación temporal”. De ahí que el sistema de individualización científica se alce en nuestro ordenamiento jurídico como salvaguarda de la humanidad de la pena de prisión permanente revisable y de ahí también que “los periodos de seguridad establecidos en la ley para el acceso al tercer grado de clasificación penitenciaria condicionen gravemente uno de sus rasgos diferenciales, el que establece que `[e]n ningún caso se mantendrá a un interno en un grado inferior cuando por la evolución de su tratamiento se haga merecedor a su progresión´ (art. 72.4 LOGP)”.

¿Qué se deriva de todo ello? Que el Tribunal considere necesario “reforzar la función moderadora que el principio constitucional consagrado en el art. 25.2 CE, y sus concretas articulaciones normativas, debe ejercer sobre la pena de prisión permanente revisable” y que “las tensiones que el nuevo modelo de pena genera en el art. 25.2 CE precisen ser compensadas reforzando institucionalmente por medios apropiados la posibilidad de realización de las legítimas expectativas que pueda albergar el interno de alcanzar algún día su libertad” (FJ 10).

Sigo con las canciones. Ahora me viene a la cabeza “Parole, parole”, de Mina.

Frente a esa extraña combinación de “son cosas de la Administración Penitenciaria”, pero “ojo, que de ellas depende la humanidad de la pena”, lo propio era ser mucho más asertivo con la bandera del 25.2 y asentar su contenido esencial o su contenido mínimo como mandato de optimización. Por ejemplo:

  • no caben constitucionalmente revisiones más allá de los 25 años;
  • no caben constitucionalmente restricciones específicas de plazo para el acceso al tercer grado;
  • no caben constitucionalmente restricciones específicas de plazo para el acceso a los permisos de salida;
  • deben establecerse programas específicos de tratamiento para estos presos.

Nada hay de esto en la sentencia más allá de una advertencia retórica y de un “hay tratamiento y pueden salir”. La cuestión a partir de los conocimientos que nos aporta la teoría de la personalidad es, dependiendo del plazo y del tipo de tratamiento, la de quién sale si es que sale. La cuestión es si podemos seguir llamando reinserción social a la que apunta a una inserción terminal.

 

Cinco conclusiones y una canción desesperada.

  1. En relación a la cuestión acerca de si la pena era inconstitucionalmente inhumana no se entiende bien que el Tribunal la haya respondido con el estándar de convencionalidad del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y no con el más exigente que depara una lectura histórica, genética y sistemática de nuestra Constitución y que conduce a la conclusión de que no se trata de que una pena permanente pueda no ser perpetua, sino que pueda llegar a serlo.
  2. En todo caso, puestos a aplicar la jurisprudencia del Tribunal Europeo, la reducibilidad de facto debería negarse por dos razones: por el plazo de revisión superior a los veinticinco años (en tres de los cuatro plazos previstos) y por la insuficiente dependencia de la liberación de la autonomía del penado.
  3. El Tribunal concluye que la aflictividad de la pena no es inconstitucionalmente excesiva porque emplea un canon muy laxo para evaluar la misma, en la que se banaliza el factor temporal y se prescinde de la penosidad que aporta la incertidumbre.
  4. Es incoherente entender que no es indeterminado el criterio de la reinsertabilidad fundado en determinados factores para acceder a la libertad condicional y que en cambio sí lo es exactamente el mismo criterio fundado en exactamente la mismas condiciones para revocarla.

Y el Tribunal advierte la imbricación de la resocialización con la humanidad de la pena – con su no perpetuidad y con su aflictividad -, pero no extrae consecuencia constitucional alguna de la misma.

Y termino con la canción desesperada.

Todos los partidos que estaban en la oposición en el año 2015 consideraban, con muy buenas razones, que esta pena era intolerable para el grado de civilización democrática y de respeto a la dignidad de la persona que recoge la Constitución. Estos partidos que ayer consideraban que la PPR es horrible hoy conforman la mayoría en el Parlamento. Imagino que la considerarán una mala pena, ¿por qué no la derogan? ¿Acaso sería inconstitucional carecer de prisión permanente revisable? ¿Decide la política criminal el Tribunal Constitucional, como parece entender la Ministra de Justicia en palabras parlamentarias (“el Tribunal Constitucional ya ha hablado” y “uno de los fundamentos del Estado de Derecho es el respeto a sus sentencias”). ¿Todo lo constitucional es bueno?

A ver si va a ser menos soportable la inacción de nuestros representantes que la levedad de la sentencia del Tribunal Constitucional.


Foto: Julio de Miguel