Por Mercedes Sánchez Ruiz

 

La disyuntiva autofinanciación-dividendos: un acuerdo inocuo para el interés de la sociedad

Un análisis en profundidad de la situación y relación de intereses presentes en el acuerdo social que decide sobre el destino de los beneficios de la sociedad en cada ejercicio induce a pensar que no estamos, como podría parecer, ante un conflicto entre el interés del socio y el interés de la sociedad. Se trata de un conflicto entre socios, entre mayoría y minoría, que tienen posiciones opuestas (e intereses enfrentados) en torno a la política económica que, en esta materia, debería adoptarse por la sociedad: distribución de dividendos o autofinanciación. Tanto el interés que subyace al acuerdo de dotar reservas voluntarias como el que inspira el acuerdo contrario de repartir dividendos son legítimos y están amparados por la legislación societaria, aun admitiendo que la primera de las decisiones puede causar un beneficio a un grupo de socios –los comprometidos con la gestión social– y un correlativo perjuicio a otro –los que no lo estén y/o prefieran recibir un rendimiento inmediato de su inversión en la sociedad– (Polo).

El acuerdo de aplicación del resultado, cuando su contenido consiste en decidir cuál será el destino de los beneficios legalmente distribuibles es, quizás, el ejemplo más característico de los denominados acuerdos «neutrales» para el interés social en sentido estricto. Es inocuo para el patrimonio social porque de la adopción o ejecución de este acuerdo no puede derivar, directamente, un daño para la sociedad. El acuerdo social por el que los socios, reunidos en junta general, deciden discrecionalmente la asignación de las ganancias sociales a reservas voluntarias no es idóneo para causar daños al patrimonio social por su propio contenido. Habiendo beneficios distribuibles (que es la situación donde surge el conflicto objeto de estudio), cualquiera que sea el sentido del acuerdo que se adopte (ya sea el atesoramiento o bien el reparto, total o parcial), a priori este será inocuo (no lesivo) para el patrimonio de la sociedad.

La vigencia del principio mayoritario permite afirmar la regla de prevalencia del interés al mantenimiento de una política de autofinanciación, si esta ha sido la postura mayoritaria en el momento de la adopción del acuerdo, frente al interés del socio, individualmente considerado, a la obtención anual de dividendos. En la praxis, este acuerdo es, generalmente, un acuerdo positivo, que aprueba la propuesta de aplicación del resultado, en el sentido de destinar los beneficios a reservas, formulada por los administradores sociales. A los efectos aquí considerados, no cambiaría nada que se tratase de un acuerdo negativo, por el que se rechazara la propuesta de reparto de dividendos presentada por la minoría y sometida a votación en la junta general.

El interés individual del socio a percibir un rendimiento económico periódico derivado de su participación social también puede ser satisfecho, al menos teóricamente, a través de otros mecanismos distintos del reparto de dividendos como, por ejemplo, la asignación gratuita de nuevas acciones o participaciones (o el incremento del valor nominal de las existentes) mediante un aumento gratuito del capital social, o por virtud del crecimiento del valor real de sus acciones o participaciones sociales, que este podría ver concretado por distintas vías: enajenación total o parcial de aquellas o, si procede, liquidación de su cuota de participación social (si se separa o es excluido) o del entero patrimonio social (por disolución voluntaria de la sociedad).

Algunas de estas posibles «alternativas al dividendo», sin embargo, solo suelen tener aplicación práctica en las sociedades abiertas, pero no en las sociedades de carácter cerrado. En estas últimas, es frecuente, en cambio, que todos los socios sean administradores o trabajadores de la sociedad, realicen prestaciones accesorias retribuidas o bien concierten contratos (como terceros) con esta. En tal contexto, a menudo los socios convienen (de forma expresa o tácita) en destinar las ganancias sociales (íntegramente o en su mayor parte) a la autofinanciación y la medida, aunque sea sostenida en el tiempo, resulta pacífica cuando, paralelamente, todos ellos obtienen uno o varios de estos «de facto dividends» (Moll). El conflicto por los dividendos únicamente se suscita a partir del momento en el que alguno de ellos, en contra de su voluntad, deja de percibirlos, pues ello provoca un desequilibrio de intereses entre los socios, contrario al programa contractual pactado por estos.

El acuerdo mayoritario de la Junta que rechace una eventual propuesta de distribución de dividendos (acuerdo negativo), o que acepte la propuesta de destinar los beneficios repartibles a la constitución de reservas voluntarias (acuerdo positivo), en sí mismo, puede considerarse plenamente válido en cuanto a su contenido. No transgrede los límites derivados del contenido del derecho individual del socio al dividendo, conforme a su vigente configuración legal.

El conflicto entre los socios inherente a este tipo de acuerdos, a mi juicio, solo puede dirimirse en el plano, esencialmente abstracto y complejo, en el que operan el principio de buena fe objetiva y la regla que prohíbe el abuso de derecho. Como se ha señalado autorizadamente, ambos «no actúan en el terreno de los límites de contenido« de los derechos, sino que «declaran ilícitos determinados modos de ejercicio» (Carrasco).

El control judicial de este acuerdo, en defecto de reglas especiales, se somete al régimen general del Derecho de sociedades de capital. En consecuencia, solo podrá ser atacado cuando concurra alguno de los motivos de impugnación de acuerdos sociales en él previstos. Puesto que la autofinanciación supone, intrínsecamente, un incremento de los fondos propios y, en definitiva, del patrimonio de la sociedad, difícilmente se puede considerar que tal acuerdo lesiona el interés social en sentido estricto, incluso aunque la sociedad tenga ya una proporción suficiente (incluso excesiva) de reservas, según sus características y la media del sector en el que opera. De ahí que, habiéndose respetado todos los requisitos legales y estatutarios aplicables, el acuerdo reúna los presupuestos generales de validez que cabe deducir, a contrario, del artículo 204.1, inciso primero, de la Ley de sociedades de Capital: es «conforme con el interés social» (en sentido estricto) porque no puede causar ningún daño patrimonial a la sociedad.

Partiendo de una concepción amplia de la noción de «interés social» como la acogida en el actual artículo 204 de la Ley de sociedades de capital (que incluye cualquier interés –de la sociedad y de los socios singularmente considerados– tutelado por el Derecho de sociedades), es indudable que el interés del socio individual a participar con una cierta periodicidad en los beneficios sociales distribuibles también debería entenderse incluido. Se trata de un «interés societario», en el doble sentido de que deriva de su condición de socio y de que puede considerarse tutelado por la legislación societaria. El grado de protección que recibe, sin embargo, es inferior al que la regulación confiere al interés contrapuesto del socio mayoritario en este caso. En principio, el socio de mayoría tiene el derecho de asignar a los beneficios distribuibles un destino distinto al reparto de dividendos (la autofinanciación de la sociedad).

No cabe duda de que el interés de todo socio a participar de forma periódica en los beneficios distribuibles generados por la sociedad puede considerarse digno de tutela en el marco del régimen jurídico de las sociedades de capital. Ahora bien, atendiendo al régimen vigente, cuando proceda la adopción del acuerdo concreto de aplicación del resultado de cada ejercicio, los socios reunidos en junta general, legítimamente, pueden decidir, por mayoría, no repartir dividendos y retener los beneficios distribuibles en el patrimonio social (salvo previsión estatutaria expresa que restrinja la discrecionalidad de la junta en esta materia). Este acuerdo social, adoptado por los socios conforme al procedimiento y por la mayoría que resulte aplicable en función de la forma social de que se trate, sería una expresión lícita del interés de la sociedad (o, lo que es lo mismo, del objetivo interés común de los socios).

Existe, no obstante, un ulterior límite (móvil o flexible) de validez del acuerdo, fundado en el ejercicio abusivo por la mayoría de su facultad de decisión en relación con la aplicación de los beneficios del ejercicio. Este tipo de supuestos (acuerdos abusivos, que dañan injustificadamente un interés legítimo de la minoría) están hoy tipificados como causa de impugnación en el segundo inciso del artículo 204.1 de la Ley de sociedades de capital. Su fundamento último no es otro, a mi juicio, que el principio de buena fe objetiva (o el deber de lealtad de los socios de mayoría, si se prefiere emplear una terminología de origen foráneo) y la regla general de proscripción del abuso en el ejercicio de los derechos, aplicados al ámbito de las relaciones sociales internas.

Lo que caracteriza al conflicto de intereses aquí analizado es la existencia de una discrepancia entre intereses individuales de los socios en la sociedad sin que, a priori, quepa afirmar que una u otra solución (distribución o atesoramiento) es perjudicial para la sociedad. Si lo fuera, el acuerdo de aplicación del resultado sería directamente impugnable ex artículo 204.1, inciso primero, de la Ley de sociedades de capital, sin necesidad de que concurrieran circunstancias adicionales indicativas de una conducta abusiva.

 

El abuso como límite flexible a la decisión discrecional de la mayoría sobre el destino de los beneficios

El «atesoramiento» de los beneficios de la sociedad, entendido como la falta de reparto de las ganancias sociales legalmente distribuibles entre los socios en concepto de dividendos y su incorporación sistemática a reservas voluntarias, es un problema frecuente en las sociedades de capital, en especial las cerradas. Prueba de ello es la gran litigiosidad existente en esta materia.

A primera vista, podría parecer sorprendente que, tratándose de una cuestión clásica, de trascendencia práctica innegable, que se suscita de manera cotidiana y recurrente en las sociedades encuadrables en un modelo tipológico cerrado, no existan unas reglas fijas que establezcan criterios claros y ciertos para abordarla. Una aproximación mayor al fondo del asunto, sin embargo, puede explicar esta situación.

El conflicto de intereses subyacente enfrenta a los socios entre sí, alineados en grupos generalmente estables con posturas opuestas sobre una decisión social que es competencia de la junta de socios: la aplicación el resultado del ejercicio. No concurre un riesgo para el interés de la sociedad, sino para el interés del socio individual o de minoría en la sociedad. El problema del atesoramiento de beneficios sociales nos remite necesariamente al ámbito de las restricciones adicionales al ejercicio por la mayoría de su poder de decisión. Requiere, por tanto, un tratamiento particular, caso por caso. Ello es así porque la regla de partida es la aplicación del principio mayoritario en las sociedades de capital y, en consecuencia, solo de manera circunstanciada y por decisión judicial podrá evitarse que todos los socios, incluidos los disidentes, queden sometidos a un acuerdo de la junta que no contravenga la ley ni los estatutos sociales, ni tampoco cause una lesión patrimonial a la sociedad.

La licitud de la conducta (ejercicio del voto) de los socios mayoritarios y, por extensión, del acto o negocio jurídico en el que aquella se materializa (acuerdo social), encuentra un último límite (una «restricción adicional») en la existencia de abuso de la mayoría en perjuicio de un interés legítimo de la minoría, abuso que solo es apreciable ex post mediante una consideración global de las circunstancias del caso concreto. Puede decirse que «la exigencia de buena fe en el ejercicio de los derechos y la interdicción del abuso de derecho son las instituciones que dan nombre a esta restricción adicional (Carrasco)».

Como se ha señalado autorizadamente, la impugnación de acuerdos sociales sirve al control de la mayoría y conduce a la ineficacia del acuerdo en caso de «contravención de la reglamentación jurídico-contractual a la que está sujeta la sociedad y especialmente la mayoría» (Massaguer), reglamentación que estaría integrada, entre otros elementos, por las exigencias del interés social y la proscripción del abuso.

Un sector de nuestra doctrina, aunque parte de considerar la falta de distribución sistemática de dividendos como una típica conducta abusiva de la mayoría dirigida a asfixiar financieramente al socio minoritario, entiende preferible abordar el tratamiento de estos casos recurriendo a la figura, propia del Derecho norteamericano, de la opresión a la minoría (Vázquez Lépinette, Martínez Rosado, Curto Polo, entre otros). No parece que esta opción metodológica, en sí misma, tenga consecuencias prácticas excesivamente relevantes puesto que, en no pocas ocasiones, los autores que la defienden asimilan los conceptos de abuso y de opresión o los utilizan indistintamente. No obstante, al margen de las diferencias de naturaleza procesal entre uno y otro sistema jurídico, conviene recordar que, en el contexto angloamericano, la decisión última sobre el destino de los beneficios repartibles compete a los administradores sociales, por lo que el conflicto de intereses no se plantea en unos términos plenamente equiparables. En todo caso, no se aprecian diferencias significativas cuando, trasplantando a nuestro Derecho este estándar ajeno a nuestra tradición jurídica, los defensores de la doctrina de la opresión la emplean como parámetro de conducta (principalmente, en el ejercicio del derecho de voto) del socio mayoritario. Algo similar sucede cuando se recurre a otros institutos jurídicos, funcionalmente equivalentes, como el principio de buena fe en sentido objetivo aplicado a las relaciones entre los socios, o la afirmación de un deber de lealtad hacia los demás socios (también) en las sociedades de capital.

En último término, se trata de prohibir, por cualquiera de estos medios, que los socios mayoritarios obtengan ventajas particulares no ya solo a costa del patrimonio social, sino mediante la lesión de un interés legítimo de los demás socios que no esté justificada por la satisfacción de un interés social (común) en el caso concreto. Hay una esfera de intereses individuales de los socios minoritarios (que incluye los derechos subjetivos reconocidos en la ley o los estatutos, aunque no se agota en estos) que se han considerado dignos de tutela por el ordenamiento jurídico. El Derecho societario en particular, y el Derecho privado en general, les otorga protección, bajo determinados presupuestos, cuando resultan lesionados por un acuerdo social mayoritario, posibilitando de modo expreso la impugnación de este como remedio principal para que los socios perjudicados puedan lograr que el juez declare la ineficacia del acuerdo.

Ante la necesidad de recurrir a mecanismos correctores del «automatismo» en la aplicación de las normas jurídicas, para la tutela de intereses legítimos amparados por el ordenamiento, considero que, frente a otras alternativas, ofrece un mayor nivel de seguridad jurídica acudir a reglas conocidas, como la prohibición del abuso de derecho o la infracción del principio de buena fe en sentido objetivo. Estas figuras se encuentran tipificadas de forma expresa en nuestro Derecho y, además, vienen siendo aplicadas regularmente por la jurisprudencia española, entre otros muchos ámbitos, en el marco de las relaciones sociales internas en las sociedades de capital y, específicamente, en el ámbito de la impugnación de acuerdos sociales (entre las más recientes, pueden verse las sentencias del Tribunal Supremo de 14 y de 15 de febrero de 2018).

La preferencia de estas reglas, frente a conceptos como el de opresión de la minoría, nos evita tener que despejar los obstáculos materiales e incertidumbres procesales derivados de trasladar fórmulas surgidas en sistemas de Common Law a un ordenamiento de Civil Law. Es obligado recordar, además, que las disposiciones legales o estatutarias que, en esos otros sistemas jurídicos, sirven de fundamento normativo a la doctrina de la Oppression of Minority Shareholders (u otras similares, como el Unfair Prejudice del Derecho inglés), atribuyen a la minoría, principalmente, la facultad de solicitar judicialmente la disolución de la sociedad, facultad inexistente en nuestro Derecho de sociedades de capital. Percibiéndose como excesivo el remedio de la disolución, se previeron y desarrollaron en la jurisprudencia un elenco amplio de medidas judiciales alternativas para la tutela de la minoría en casos de oppression, entre las que destacan, por ejemplo, que el juez imponga al mayoritario, o a la propia sociedad (con la consiguiente reducción de capital), la compra forzosa de la participación del minoritario, o que ordene a la sociedad el reparto de dividendos (medidas estas tampoco previstas de forma expresa en nuestra legislación societaria, lo que no significa que sean incompatibles con esta).

La vigente versión del artículo 204.1 LSC, en su inciso segundo, constituye un sólido argumento a favor de la tesis aquí defendida ya que, con mayor o menor fortuna en su redacción, el propio legislador aplica los parámetros del abuso de derecho para delimitar las circunstancias bajo las cuales podrá ser impugnado un acuerdo que no es lesivo para la sociedad («no causando daño al patrimonio social«), pero se adopta de manera arbitraria, desproporcionada o injustificada por la mayoría, con perjuicio de la minoría («en detrimento injustificado de los demás socios»).

Dado que estamos ante una concreción o manifestación especial, una tipificación de la doctrina general del abuso de derecho en el terreno de los acuerdos sociales, creo que no tendría sentido desaprovechar la posibilidad de utilizar, cuando pueda ser procedente y con las modulaciones que el contexto societario requiera, los criterios de interpretación sugeridos por la doctrina y resultantes de los distintos grupos de casos deducibles de la jurisprudencia, en torno a la aplicación de la regla que proscribe el abuso o el ejercicio antisocial de un derecho.


Esta entrada es un extracto del libro recientemente publicado por la autora Sánchez Ruiz, Mercedes, La protección del derecho al dividendo en sociedades cerradas, Thomson Reuters Aranzadi, 2021 y se ha elaborado en el marco del Proyecto PID2019-104673RB-I00 financiado por MCIN/AEI /10.13039/501100011033.

Foto: JJBOSE