Por Eduardo Pastor Martínez

 

 

La sección sexta

 

En su acepción forense más usual, el proceso concursal en España no es una solución para la supervivencia patrimonial del deudor común, sino un instrumento de ejecución colectiva para la liquidación de sus activos, mediante la creación de una comunidad de pérdidas que afectará, en mayor o menor grado, a las diferentes clases de acreedores de ese deudor. El concurso es entonces una solución para minimizar el impacto de la insolvencia de ese deudor, irremisiblemente sufrida por sus acreedores y, por extensión, por el resto del tejido económico, que también se ve empobrecido, siquiera de forma indirecta, por el fracaso del primero. La liquidación de la sociedad concursada, que determina el cese de sus administradores y su extinción, no provoca un resultado muy diferente a lo que sucede respecto del concurso de una persona física donde, tras la enajenación de todos sus activos patrimoniales cuando exceden de lo inembargable, ese deudor puede obtener el beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho, con derogación de la regla civil común sobre la universalidad de la responsabilidad por deudas.

Porque eso es, con toda seguridad, algo difícil de soportar para esos acreedores y, también, algo que reclama la atención pública, el legislador concursal se afana en ofrecer un remedio procesal, la sección sexta del concurso, destinado a indagar sobre el origen de la insolvencia y sus causas, para decidir después si eso merece un juicio de desvalor, quién pueda ser el destinatario de ese reproche y con qué consecuencias personales y patrimoniales.

Lo que no queda demasiado claro en el juicio de calificación es a qué interés predominante responde, si al privado o al público. El propio legislador concursal explicita que no puede haber una comunicación entre el juicio de calificación entendido como ilícito civil y privado y el enjuiciamiento posterior de un eventual ilícito penal y público, así en el art. 163.2 LC y en su correspondencia con el art. 462 TRLC. En realidad, eso es un corolario de lo que también dispone el art. 259.5 CP, en cuanto a los requisitos de procedibilidad para la persecución de los delitos de insolvencia punible, y, a modo de correspondencia invertida, a la regla de vinculación del juez civil respecto de los hechos probados en la vía penal, en la pacífica doctrina jurisprudencial en interpretación del art. 116 LECrim. Esta discusión sobre la dimensión pública o privada de la sección de calificación es menos importante que la de determinar, en primer lugar, si tiene una utilidad sancionatoria o no y, en segundo lugar, si el juicio de calificación es uno específicamente concursal y de mero acompañamiento del resto de las secciones del concurso, en coherencia con sus fines instrumentales para la liquidación del patrimonio del deudor común, u otro específico y de contenido económico.

Para esta última perspectiva, debería ser posible que el juicio de calificación permitiera expulsar del tráfico mercantil a los individuos peligrosos o abiertamente lesivos para su estabilidad. Pero eso exigiría un doble y previo consenso. Por un lado, la definición de un estándar ético o, al menos, de unos límites precisos sobre los deberes de los empresarios en los albores de la crisis de insolvencia, a modo de decálogo no impostado, coherente con la verdadera fisionomía de las empresas y empresarios españoles. Por otro lado, que el juicio de calificación se desarrollara de una manera más abierta y flexible, sin la constricción extraordinaria que para su impulso supone la estructura legal que le sirve de fundamento.

 

La búsqueda de un significado para el juicio de calificación

 

En efecto, el juicio de calificación se ve limitado por esa y otras causas. En primer lugar, el legislador ha querido que la sección de calificación únicamente se forme en supuestos muy concretos, que son los de aprobación de un convenio que resulte especialmente gravoso para los acreedores o con ocasión de la apertura de la sección de liquidación. También puede suceder que la sección de calificación se forme con ocasión de la declaración de incumplimiento del convenio previamente aprobado.

En segundo lugar, el juicio de calificación se estructura en torno a un sistema de presunciones particular, en los arts. 164 y 165 LC, que encuentran su correspondencia en los arts. 442-444 TRLC. A primera vista, parece que solo existe una causa para la calificación culpable del concurso: la de la regla que contiene el art. 164.1 LC. No se trata de una regla general, puesto que no existen reglas particulares que la enmienden o maticen. El concurso solo será culpable si, en la generación o agravación del estado de insolvencia, hubiera mediado dolo o culpa asimilable al dolo del concursado. Sobre esta sola causa para la calificación culpable del concurso operan una serie de presunciones de culpabilidad, susceptibles o no de prueba en contrario. Sin embargo, ocurre que, en el tratamiento jurisprudencial sobre la culpabilidad en el concurso, la formulación de algunas de estas presunciones ha cobrado sustantividad propia, para operar de un modo autosuficiente respecto de la regla general de calificación. También que, en el mismo tratamiento jurisprudencial sobre las consecuencias patrimoniales de la culpabilidad, estas no se miden respecto de la regla general en la que confluyen las distintas presunciones de culpabilidad del sistema, sino considerando las particularidades de cada una de estas, confirmando esa impresión sobre su autonomía para el juicio de calificación.

En tercer lugar, precisamente en relación con este juicio sobre las consecuencias pecuniarias de la culpabilidad, la interpretación sobre la naturaleza compensatoria de los mecanismos sobre responsabilidad por daño o por déficit se ha dado de una forma tan acusada que se dificulta enormemente la imputación de esta clase de responsabilidades.

Por fin y, en cuarto lugar, el eventual éxito del juicio de calificación, entendiendo por tal cosa la obtención de un pronunciamiento de condena, se ve dificultado por las ineficiencias del sistema de ejecución civil, que solo es capaz de alcanzar una tasa de recuperación del 20% de las condenas judiciales en un plazo de tres años. A su vez, junto a estas ineficiencias sobre las condenas pecuniarias, nada impide que el empresario inhabilitado siga administrando empresas actuando por vías de hecho.

Antes que todo eso, la posibilidad de calificación culpable del concurso será percibida como una posible consecuencia negativa que desincentivará el interés del empresario por judicializar voluntariamente su situación de insolvencia de manera más o menos espontánea y confiando plenamente en el resultado del proceso. Esta es una más de las razones que explica por qué nuestro sistema concursal es uno de liquidación y no de afianzamiento de la viabilidad empresarial.

Hasta aquí, es razonable preguntarse para qué sirve el juicio de calificación concursal y, especialmente, si un control de esta naturaleza es necesario para desarrollar los fines inherentes a un proceso de insolvencia, mientras los acreedores cuentan con remedios particulares de naturaleza civil y penal frente a la frustración de su crédito por la eventual conducta desviada del empresario. Por el contrario, la experiencia en la aplicación práctica de la institución señala que la calificación concursal se produce años después de la declaración del concurso, incrementando el costo que la tramitación del proceso supone para la administración de justicia cuando también se involucra al Ministerio Fiscal en ella.

Además, también puede cuestionarse la utilidad de la sección de calificación considerando su relación con el posterior concurso de acreedores del empresario afectado por la calificación culpable del concurso de su propia empresa. Sin un juicio autónomo de calificación culpable en el segundo proceso, la sanción civil impuesta en el primero sería candidata a la exoneración. Es decir, que para hacer efectiva una condena por daño o por déficit, si quisiera cifrarse en este extremo la mayor parte del significado y utilidad de la calificación concursal, debería procurarse una calificación culpable doble. Todo eso en el actual contexto de intenso desarrollo del mecanismo de segunda oportunidad, cuando no faltan las voces de quienes, en interpretación de la Directiva de insolvencia, se preguntan por la oportunidad y justificación de someter la concesión del beneficio de remisión de deudas a un juicio moralizante y demasiado exigente sobre la honestidad del deudor. Como se dirá a continuación, el encaje del juicio de calificación presenta sus propias dificultades en el caso del concurso de persona física.

 

Presupuestos de calificación

 

En efecto, sabemos que el juicio de calificación no es algo esencial para la consecución de los fines generales del proceso concursal, por la sencilla razón de que no es una sección de tramitación imperativa en el concurso. La existencia de presupuestos tasados para la apertura de la sección de calificación, así en los arts. 167 LC y 446 TRLC, explica su importancia residual en el conjunto del sistema de insolvencia. Su relación con los mecanismos de impugnación de actos y contratos perjudiciales para la masa o con los mecanismos de responsabilidad societaria, también explicitan esa importancia residual. Sin embargo, la cuestión es mucho más espinosa para el caso del concurso de una persona física, donde no acaban de resolverse bien las dificultades de interpretación que plantea la relación del juicio de calificación con la eventual concesión del beneficio de exoneración del pasivo no satisfecho.

Este problema es, en realidad, uno más amplio y de coordinación entre instituciones concursales que han sido introducidas en nuestro sistema en momentos distintos. Se trata del maridaje del mecanismo de conclusión del concurso por insuficiencia de masa y de la tramitación del beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho. El concurso no se da para satisfacer los intereses de un acreedor, sino de los de la comunidad de acreedores, mediante la creación de una infraestructura de costes compleja que reclama su propia viabilidad dentro del proceso concursal. El concurso no se puede sostener sin liquidez, salvo que alguno de los interesados la anticipe y, además, ofrezca indicios sobre la utilidad del proceso concursal en el contraste con la que a los acreedores pueda reportar un proceso de ejecución singular: la posibilidad de calificación del concurso como culpable.

Sin embargo, porque la conclusión por insuficiencia de masa del concurso de una persona física no le hacía desaparecer del tráfico jurídico y porque en el momento de introducción de este mecanismo de conclusión subsistía la regla general responsabilidad por deudas, aún en estos casos el art. 176 bis.4 LC preveía el nombramiento de un liquidador para la enajenación del patrimonio del deudor persona física. Esta paradoja permanece en el art. 472 TR. El concurso de una persona física no se acaba solo porque sea deficitario. La regulación del mecanismo de exoneración en el art. 178 bis LC no solo no sirvió para hacer conciliable la eventual conclusión de un proceso insostenible y la anticipación de la concesión del beneficio de exoneración en tales casos, sino que tampoco explicitó si para la concesión del beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho, que exige el reconocimiento de la condición de deudor de buena fe, requisito que objetivamente se concede en ausencia de calificación culpable del concurso, era necesario que ese juicio se hubiera producido en cualquier caso. Es decir, si la ausencia de juicio de calificación es equiparable a la obtención de un juicio de calificación favorable.

Eso ha conllevado a interpretaciones basadas en el escrúpulo en los supuestos de concursos de persona física sin activos relevantes y susceptibles de ser liquidados, para hacer del proceso concursal en estos casos una carrera de obstáculos, burocrática y tediosa, resuelta en el avance procesal de secciones vacías de significado. En estos casos y para esa visión conservadora, ampliamente extendida, se procura la apertura de la sección de liquidación para obtener un pronunciamiento formal de inexistencia de operaciones liquidatorias que asimilar al valor del auto aprobatorio del plan de liquidación, como presupuesto para la apertura de la sección sexta del concurso, donde se obtendrá un pronunciamiento de calificación fortuita del concurso. Así se quiere ver satisfecho todo el itinerario procesal que exige, desde una perspectiva objetiva, la concesión del título de deudor honesto, presupuesto de la exoneración de deudas. Un instrumento, el proceso, convertido absurdamente en un fin en sí mismo por el impreciso rol concedido al juicio de calificación.

 

La protección de la discrecionalidad empresarial

 

Si el extremo anterior permite afirmar que el juicio de calificación sirve más bien para obstaculizar el acceso de las personas físicas al beneficio de exoneración en lugar de para depurar las pretensiones de deudores deshonestos, cabe también preguntarse si el juicio de calificación coadyuva a que el sistema concursal proteja adecuadamente la libertad del empresario en la toma de decisiones estratégicas en los albores de la crisis de insolvencia.

En primer lugar, habrá que convencerse de que proteger esa libertad del empresario es algo positivo. Se trata de estimular la adopción de decisiones audaces que permitan evitar la declaración de concurso y preservar la viabilidad futura de la empresa, sin temor a que, en el caso de que finalmente esas decisiones no eviten el fracaso empresarial, el empresario se vea posteriormente sometido a un castigo. No se trata de fomentar la adopción de decisiones irresponsables, sino de respetar la libertad de los empresarios cuando sus decisiones responden a un proceso de decisión adecuado, informado, transparente y, por todo eso, objetivamente diligente. Esa valoración no puede ser retrospectiva, sino que únicamente debe procurarse considerando los elementos de decisión de los que disponía el empresario en el momento de adoptarla.

Estas incertidumbres responden a la falta de correspondencia de nuestro sistema concursal con las previsiones del art. 226.1 LSC. La explicación a esta aparente insuficiencia es la de que, si esa regla está dada para proteger al administrador societario frente a las reclamaciones de los socios, ese administrador societario no puede oponer la regla de protección de su discrecionalidad frente a terceros respecto de los que no está vinculado contractualmente. Por el contrario, ahora por fin disponemos de una primera positivación de los deberes de los administradores sociales en caso de insolvencia inminente, en el art. 19 de la Directiva de insolvencia, donde, de manera no poco sorprendente, se les obliga a priorizar la protección de los intereses de los acreedores, subordinando los de los socios y otros interesados en el resultado de la empresa. Con esa dudosa prelación de intereses susceptibles de protección en un contexto de insolvencia inminente, es poco probable que se superen los problemas a los que aludí anteriormente. En particular, puede censurarse que la obligación del administrador societario que está llamado a tomar en consideración los intereses de los acreedores como primer bien susceptible de protección, no replique en nuestro sistema de insolvencia las defensas frente a los mecanismos de responsabilidad de los arts. 241 y 367 LSC, en aquellos supuestos en los que el propio acreedor ha incurrido en la negligencia patente de conceder crédito midiendo mal los riesgos de la relación contractual origen de su derecho, pese a disponer de información adecuada sobre la situación delicada de la empresa finalmente concursada. Esto también evidencia que nunca dispondremos de un buen sistema concursal de exigencia de responsabilidades al concursado mientras no existan reglas específicas que sancionen la concesión irresponsable de crédito financiero o comercial por parte de los acreedores.

 

Las personas afectadas por la calificación

 

El TR incorpora algunas novedades en materia de determinación de las personas afectadas por la calificación, pero no ha superado las dudas sobre el régimen de imputación de responsabilidades en la generación o agravación de la insolvencia. Por ejemplo, el nuevo art. 455 TR alude a la imputabilidad del director general, en el contraste con la previa mención en el art. 172.2.1º LC del apoderado general. Estas novedades no están exentas de algunos problemas, así en su concordancia con la regla del art. 283.1.2 TR, respecto de la consideración del director general como persona especialmente relacionada con el concursado, donde se exige que disponga de poder general, mientras nada se dice sobre tal extremo en el primer precepto.

Quizá las novedades más interesantes en el TR sean las de delimitación de la noción de administración de hecho, para excluir la posibilidad de imputar responsabilidades por este concepto en los supuestos de atribución a algunos acreedores de facultades de fiscalización del giro empresarial del deudor. Es el caso de los “acreedores estratégicos” a los que se reservan derechos especiales de información y condicionamiento del cumplimiento del plan de viabilidad en convenio (art. 455.2.1º TR) o en el contexto de acuerdos de refinanciación (art. 701.2 TR). La cuestión es espinosa y responde a una problemática recurrente: la defensa del deudor basada en la derivación de responsabilidad al pool bancario que ha condicionado el iter de la sociedad en los ejercicios inmediatos a la insolvencia. Esa cuestión, planteada en términos de ausencia de responsabilidad del empresario, resulta vana, pues siempre ostentará las facultades de administración y disposición patrimonial (SAP Barcelona, 15ª, núm. 299/17, de 30 de junio, Ponente Juan F. Garnica Martín). Pero puede ser más relevante para ampliar o no el círculo de afectados por la calificación concursal, extendiendo la imputación de responsabilidades a entidades financieras, supuestos para los que habrá que deslindar si el acreedor a quien pretenda imputarse la condición de administrador de hecho ha incurrido en un uso normal de esas facultades de fiscalización o se ha prevalido fraudulentamente de las mismas y en su beneficio para la imposición de decisiones de gestión de la sociedad.

Sea como fuere, el sistema concursal, que concibe la sección de calificación del concurso como un juicio singular y autónomo, carece de un sistema de imputación propio, siquiera de mínimos. En la praxis jurisprudencial, esta laguna se ha colmado con un tratamiento demasiado simple de la responsabilidad del órgano de administración, centro residual de cualquier juicio de imputación, despreciando los matices que debería imponer la imputación de responsabilidades en el grupo de sociedades, respecto de sociedades con estructuras complejas de gobierno corporativo, la eventual existencia de contratos de alta dirección o el tratamiento de la regla de complicidad. El contraste con los sofisticados desarrollos normativos y jurisprudenciales del nuevo derecho penal de la persona jurídica y del compliance no podría ser más desfavorable con los rudimentos, demasiado elementales, de este sistema de imputación concursal de responsabilidad.

 

El papel de los acreedores en la sección

 

Si el concurso es un proceso de liquidación y si ese proceso de liquidación es uno colectivo y participativo, abierto a la libre personación de acreedores, a quienes se concede facultades muy amplias de intervención en cualquier incidente que resulte de la tramitación del concurso y que pueda comprometer su interés (así en el art. 193.2 LC, sobre determinación de las partes en el incidente concursal), por el contrario, el legislador ha establecido un régimen especial y restrictivo para limitar las facultades de intervención de los acreedores en la sección de calificación.

En efecto, los arts. 168 y 170 LC, limitan la intervención de los acreedores a la de mera proposición de causas de calificación culpable, a modo de sugerencias que podían ser tomadas en consideración o no por los únicos titulares de la “acción de calificación”, es decir, la administración concursal y el Ministerio Fiscal. Si se considera el papel habitualmente secundario del Ministerio Fiscal en la tramitación del concurso, esas limitaciones conceden a la administración concursal una gran preeminencia sobre el resultado final de la sección de calificación, sin que dicho órgano tenga un incentivo específico para realizar el estudio minucioso y complejo que requiere. Estas limitaciones se conservan en los arts. 447 y 453 TR y han sido confirmadas por una jurisprudencia de interpretación muy estricta sobre las posibilidades de participación de los acreedores en la sección sexta que, por todo contenido expansivo, se ha limitado a reconocer la legitimación activa de los acreedores para la proposición de prueba o la interposición de recursos (así en la más reciente STS, 1ª, núm. 191/2020, de 21 de mayo, Ponente Rafael Sarazá Jimena).

 

La utilidad impugnatoria de la calificación

 

Las evidencias sobre la menguante trascendencia e interés de la sección de calificación se acentúan si medimos su relación con la utilidad que aportan otros mecanismos concursales, de tramitación habitualmente previa y de coste procesal menos oneroso. Es el caso del tratamiento concursal de los remedios impugnatorios.

La cuestión a destacar aquí es que, cuando la condena por calificación culpable se funde en la comisión de un acto dispositivo fraudulento (lo que de por sí ya entrañará las dificultades del correcto encaje en el tratamiento del sistema de presunciones), no por eso la sección de calificación será el lugar adecuado para depurar los efectos jurídicos y económicos derivados de ese acto ilícito: una declaración constitutiva sobre su invalidez, seguida del efecto de reintegración del activo distraído. En efecto, el art. 172.2.3º LC, sobre consecuencias derivadas de la calificación culpable y en coherencia con el art. 455.2.4º TR, prevé la posible condena de los afectados por la calificación a la devolución a la masa del concurso de los bienes obtenidos indebidamente. Pero el mismo sistema evidencia que la calificación no es el remedio impugnatorio normal del concurso, ni cumple una eficacia constitutiva expresa, ni puede desarrollar efecto alguno respecto de los terceros no afectados por el juicio de calificación. Eso no solo perjudica la utilidad de la sección de calificación concursal, sino que provoca distorsiones en el significado y presupuestos de las acciones de reintegración concursal: una deformación de su ámbito posible pues, cuando se proyectan sobre actos inválidos, obliga a presumir su validez, como presupuesto del negocio rescindible y no nulo. Y la previa tramitación de la una acción de reintegración en esas condiciones, condicionará después el resultado del juicio de calificación, siendo necesario que se aprecie la mala fe en la conducta del que quiera verse después como posteriormente afectado por la calificación concursal porque, en examen de un mismo acto dispositivo en un mismo proceso, no puede darse el caso de que no se aprecie mala fe en el contexto de la acción de reintegración y sí se aprecie posteriormente en el juicio de calificación (STS, 1ª, núm. 269/19, de 22 de abril, Ponente Pedro José Vela Torres).

 

Un desafío final: la responsabilidad por déficit

 

Las dudas, contradicciones y obstáculos que acompañan el juicio de calificación no se detienen ante su momento decisivo, el que puede medir su auténtica utilidad en el caso concreto: la posibilidad de que los acreedores concursales puedan resarcirse con cargo al patrimonio de terceros.

¿Qué mecanismos permiten eso? La condena a la indemnización de daños y perjuicios en el art. 172.2.3º LC y la condena a la cobertura del déficit concursal en el art. 172 bis LC. En un primer momento, podía sostenerse que solo el primer mecanismo era de naturaleza compensatoria, mientras que el segundo reportaba una utilidad específica y sancionatoria en coherencia con su configuración como una suerte de fianza legal, al modo de la responsabilidad del art. 367 LSC. Pero la evolución jurisprudencial, que impuso un desarrollo legislativo más minucioso, ha determinado que el mecanismo de responsabilidad por déficit también sea otro compensatorio, es decir, que intervenga como una segunda acción de responsabilidad por daño, pero de régimen todavía más acusado: para condenar por déficit hay que valorar (i) la contribución del afectado por la calificación a la producción de la causa que ha motivado la calificación culpable del concurso y (ii) la contribución de esa causa de calificación culpable a la generación o agravación de la insolvencia.

Eso puede verse en los últimos desarrollos jurisprudenciales sobre la figura (STS, 1ª, núm. 279/19, de 22 de mayo, Ponente Ignacio Sancho Gargallo), que incluso han alterado las reglas de distribución de cargas probatorias establecidas previamente en perjuicio del afectado por la calificación y que aún podían incentivar la elección de esta especie de acción para la derivación de responsabilidades. Esta jurisprudencia señala que, si bien para lograr la calificación culpable del concurso la administración solo tiene que acreditar la existencia de la causa de culpabilidad, para obtener una condena a la cobertura del déficit le corresponde, además, justificar en qué medida la conducta ha contribuido a la generación o agravación de la insolvencia. Esta justificación supone, cuando menos, un esfuerzo argumentativo que muestre de forma razonable cómo la conducta generó o agravó la insolvencia y en qué medida lo hizo, aunque sea de forma estimativa. Bien, pues todo eso constituye un obstáculo insalvable para un amplio elenco de causas de culpabilidad de las que habitualmente fundan las solicitudes de concurso culpable, como las distintas formas de irregularidad contable.

Este carácter compensatorio acentuado se apuntala todavía más en el nuevo art. 456 TR, que exige de un juicio particular de imputación de responsabilidades y contribución causal respecto de cada uno de los afectados por la calificación (en la mención del apartado primero a “(…) la conducta de estas personas”).

 

Conclusiones

 

Considerando los limitados presupuestos de apertura, la rigidez del sistema de presunciones de culpabilidad, la ausencia de mecanismos específicos de imputación y probados en el contexto de organizaciones económicas complejas, la participación inefectiva de los acreedores en su tramitación o los obstáculos para la derivación de responsabilidad frente a terceros, sería más conveniente suprimir la sección de calificación de nuestro sistema de insolvencia.

Para diseñar un buen sistema de calificación, antes debería delimitarse con cierta precisión un estatuto de los deberes del empresario en el momento de acaecimiento de la situación de insolvencia. Después, debería establecerse un sistema de incentivos positivos para que el empresario acudiera al concurso en el momento más temprano posible, en el contraste con los riesgos del reproche de su desempeño. El juicio sobre ese desempeño debería ser más amplio, flexible y participado que el actual y, eso sí, debería definir bien sus objetivos: coadyuvar a la maximización de la utilidad del proceso concursal y no intervenir como un mero ajuste de cuentas con el empresario fracasado.

A su vez, cabe cuestionar que la concesión del beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho pueda estar condicionada por un juicio de calificación reducido a la condición de juicio burocrático, debiendo bastar al efecto un mero diagnóstico provisional y positivo en el mismo momento de declaración de concurso sobre la ausencia de indicios de responsabilidad por dolo o culpa grave en la generación o agravación de la insolvencia.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo