Por Juan Antonio Lascuraín
El mérito no es decir que la tierra gira alrededor del sol. El mérito es decirlo en 1616. La concepción de la justicia de la pena de Beccaria no asombra hoy por su contenido sino porque la expone en 1763.
Contextualicemos sus reflexiones de la mano del gran Tomás y Valiente [“El Derecho Penal de la Monarquía absoluta (Siglos XVI, XVII y XVIII)”)], nuestro mejor estudioso de una época en la que “casi toda ley real era ley penal” y en la que, “en cerrado círculo vicioso, la ineficacia conducía a un aumento de la severidad represiva y ésta, al ser excesiva, a aquélla”. Este panorama no cambió con los Borbones del XVIII:
“la legislación continuó siendo anticuada, casuística, confusa, acumulativa, con sedimento de siglos medievales; con un excesivo margen de arbitrio judicial, con un sistema de penas rígido y burlado en la práctica con demasiada frecuencia; sin proporcionalidad en el castigo entre autores, cómplices y encubridores; sin proporcionalidad tampoco entre penas y delitos, punto clave en toda legislación penal; con excesiva dureza en el castigo de los delitos de lesa Majestad; apoyado todo ello en un proceso `ofensivo´ y no `informativo´ como decía Beccaria…”.
El botón de la muestra era el uso abundante de la pena de muerte y su forma de ejecución: frecuentemente la horca, aunque aún en el XVIII se empleaba “la pena de muerte en la rueda, consistente en desplazar al reo sujetándolo a una rueda en movimiento”. La pena de galeras, de las que “pocos regresaban con vida”, no fue suprimida hasta el año 1803. El panorama penal era
“triste y penoso. Demasiados sufrimientos, desgracias y castigos, demasiadas ofensas y venganzas. Demasiada violencia, en fin. Una violencia no militarizada, no envuelta en el rótulo de la `guerra´, pero no por ello menos cruenta y, a veces, desesperada”.
Aire fresco
En este contexto, la manida metáfora del soplo de aire fresco es lo que sugiere la lectura “De los delitos y de las penas”. Aire fresco de justicia, claro, tal como la entendemos hoy en la política criminal. Existe hoy un cierto consenso en que los sistema de legitimación democrática exigen ante todo que los delitos y las penas los establezca la ley y solo la ley, con precisión, hacia el futuro (sin retroactividad desfavorable) y de un modo vinculante para quien la aplique, que ha de ser un juez. Más allá de este principio de legalidad, fundamentalmente formal, la proporcionalidad y la culpabilidad limitan el contenido de las leyes. La pena debe ser un solución última y proporcionada, y solo imponible a quien realice el hecho lesivo y lo haga “reprochablemente”, en el uso normal de su autonomía personal. Y luego están, en fin, la igualdad y la proscripción de ciertos contenidos de la pena. No se puede diferenciar irrazonablemente entre las personas a la hora de penarlas ni de protegerlas, ni se pueden imponer castigos que atenten contra la dignidad de la persona.
Pues en medio del tan oscuro Derecho Penal absolutista, Cesare Beccaria afirmó no pocas cosas obedientes a esta nuestra modernidad, en su afán de que
“el fin principal de toda buena legislación” sea “el arte de conducir a los hombres al máximo de felicidad o al mínimo de infelicidad posible, por hablar según todos los cálculos de los bienes y de males de la vida” (capítulo XLI).
Las siguientes son mis diez citas preferidas “De los delitos y de las penas” (sigo la traducción de Jordá Catalá, Bruguera 1983).
Uno: solo ley para el delito y la pena
“[S]olo las leyes pueden decretar las penas de los delitos, y esta autoridad solo puede residir en el legislador, que representa toda la sociedad unida por el contrato social” (c. III);
Dos: leyes públicas y precisas.
“Si es un mal la interpretación de las leyes, no lo es menos evidentemente la oscuridad que arrastra consigo necesariamente la interpretación, y aun lo será mayor si las leyes están escritas en una lengua extraña para el pueblo […]. Cuanto mayor fuere el número de los que entendieren y tuvieren entre las manos el sacro código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, porque no hay duda de que la ignorancia y la incertidumbre de las penas ayudan a la elocuencia de las pasiones” (c. V).
La precisión de las leyes es una exigencia de la seguridad jurídica y por ello valiosa en sí misma. Tanto, que la libertad puede ser “inútil por la incertidumbre de conservarla” (c. I). Tal es el coste de la inseguridad, que
“los delitos menores y difícilmente atribuibles deben eliminar con la prescripción la incertidumbre acerca de la suerte de un ciudadano, porque la oscuridad de la que han estado rodeados durante largo tiempo anula el mal ejemplo de la impunidad, y mientras tanto el inculpado conserva la facultad de rectificar su conducta” (c. XXX).
Y no es solo un problema de inseguridad. Es también una cuestión de eficacia de la ley penal:
“¿Queréis prevenir los delitos? Procurad que las leyes sean claras y sencillas, que toda la fuerza de la nación esté condensada en defenderlas y ninguna parte de ella en destruirlas” (c. XLI).
Tres: vinculación del juez a la ley
“La opinión que cualquier ciudadano tiene derecho a hacer todo aquello que no es contrario a las leyes sin temer otro inconveniente del que resulte de la acción misma, debería ser el dogma político creído de los pueblos y predicado por los magistrados con la incorrupta observancia de las leyes” (c. VIII).
Postulamos hoy que de nada sirve – de nada sirve a la seguridad jurídica y a la democracia entendida como autoría legislativa de las leyes penales – que las normas penales sean exquisitamente legales y trabajosamente precisas si el juez pudiera no respetarlas. La vinculación a la ley penal se erige como un postulado esencial de un Derecho Penal democráticamente legítimo. Y sabemos también que el peligro de quiebra del mismo no radica en que el juez vaya a hacer sin más lo que le dé la gana, sino que disfrace esa gana de interpretación de la ley, cosa que también preocupaba a Beccaria:
“No hay cosa más peligrosa que aquel axioma común que establece la necesidad de consultar el espíritu de la ley. Equivale a un dique roto frente al torrente de las opiniones. […]. Cada hombre tiene su punto de vista, y cada hombre, según los tiempos, lo va cambiando. El espíritu de la ley sería, pues, el resultado de la buena o mala lógica de un juez, de su buena o mala digestión; dependería de la violencia de sus pasiones, de la debilidad del que sufre, de las relaciones del juez con el ofendido y de todas aquellas mínimas fuerzas que alteran la apariencia de cada objeto en el ánimo fluctuante del hombre. Y así vemos cómo cambia varias veces la suerte de un ciudadano de uno a otro tribunal y cómo las vidas de los miserables son víctimas de los falsos raciocinios o de la actual fermentación de los humores de un juez, que toma por legítima interpretación el vago resultado de toda la confusa serie de nociones que fluctúan en su mente” (c. IV).
Cuatro: proporcionalidad
“A medida que los suplicios se hacen más crueles, los ánimos humanos, que como los fluidos se sitúan siempre al mismo nivel que los objetos que los rodean, se endurecen, y la fuerza siempre viva de las pasiones hace que, al cabo de cien años de crueles suplicios, la rueda asuste tanto como antes la cárcel. Para que una pena alcance su efecto, basta que el mal de la pena sea superior al bien que nace del delito, y en este exceso de mal deben considerarse incluidas la infalibilidad de la pena y la pérdida del bien que el delito produciría. Todo lo demás es superfluo, y por tanto tiránico” (c. XXVII).
En un mundo penal gobernado por la desproporción de las penas, una de las preocupaciones centrales de Beccaria fue la de la racionalidad punitiva, entre otras razones por la ineficacia preventiva del exceso. Por una parte, por una cuestión de elección racional del delincuente:
“Si se destina una pena igual a dos delitos que ofenden desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventajas” (c. VI).
Por otra parte, por el desconcierto ético que genera:
“Quienquiera que vea establecida la misma pena de muerte, por ejemplo, para quien caza un faisán y para quien asesina un hombre o falsifica un documento importante, no establecerá ninguna diferencia entre estos delitos, destruyéndose de este modo los sentimientos morales, obra de muchos siglos y de mucha sangre, de lentísimo y dificultosísimo establecimiento en el ánimo humano, para hacer nacer los cuales se creyó necesaria la ayuda de los más sublimes motivos y de un gran aparato de solemnes formalidades” (c. XXXIII).
Ni tiene sentido la pena grave para infracciones menores, ni lo tiene el penar por si acaso, sin lesividad específica.
“Prohibir una multitud de acciones indiferentes no significa prevenir unos delitos que ellas no pueden originar, sino crear otros nuevos, definir a voluntad la virtud y el vicio […] ¿A qué quedaríamos reducidos si se nos prohibiera todo lo que puede inducirnos al delito?” (c. XLI).
Como tampoco lo tiene el exceso. La pena ha de ser la mínima necesaria:
“Para que una pena sea justa debe poseer únicamente aquellos grados de intensidad que basten para alejar a los hombres de los delitos” (c. XXVIII).
Singular atención merece la proporcionalidad de la prisión preventiva, que no ha de ser
“otra cosa que la simple custodia de un ciudadano mientras es juzgado reo, y al ser esta custodia esencialmente penosa, debe durar el menor tiempo posible, y ser lo más suave que se pueda” (c. XIX).
Cinco: necesidad
“[N]o basta con que las penas produzcan un bien para que sean justas, porque para serlo deben ser necesarias” (c. XXV).
La proporcionalidad de la pena supone que esta sea necesaria, en el sentido de que no exista un remedio menos coercitivo para solucionar el problema social que la suscita.
“Toda pena que no proceda de la absoluta necesidad, dice el gran Montesquieu, es tiránica” (c. II) (Así), “no se puede llamar precisamente justa (lo que quiere decir necesaria) la pena de un delito mientras la ley no haya utilizado en las circunstancias concretas de una nación el mejor medio posible para prevenirlo” (c. XXXI) (En concreto), “el más seguro pero más difícil medio de prevenir los delitos consiste en perfeccionar la educación” (c. XLV).
Seis: proporcionalidad estricta
“[E]l daño hecho de la sociedad es la verdadera medida de los delitos” (c. VIII).
Siete: penas inhumanas
“[C]uando se probase que la atrocidad de las penas es, si no inmediatamente opuesta al bien público y al fin mismo de impedir los delitos, por lo menos inútil, también en este caso dicha atrocidad sería no solo contraria a aquellas virtudes benéficas que son el efecto de una razón iluminada que prefiere mandar a hombres felices más que a una tropa de esclavos en la cual se produzca una perpetua circulación de tibia crueldad, sino que lo sería asimismo a la justicia y a la naturaleza del mismo contrato social” (c. III).
Qué oportuno subrayado en tiempos de resurrección de las penas perpetuas. No se trata solo de que la pena sea útil, de que con su dureza prevenga los delitos más horrendos, sino también, por razones morales que están en la base del sistema y que tienen que ver con la dignidad del ser humano, que no sea en sí misma horrenda y ponga en este sentido al colectivo a la altura de sus más brutales miembros.
“[U]na injusticia útil jamás puede ser tolerada por el legislador que quiera cerrar todas las puertas a la vigilante tiranía que engaña con un bien momentáneo y con la felicidad de unos pocos ilustres, ocultando el extermino futuro y las lágrimas de infinitos desconocidos” (c. XXV).
Ocho: igualdad
“Al que dijese que la misma pena dada al noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de la educación y por la infamia que se extiende a una familia ilustre, responderé: que la sensibilidad del reo no es la medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto es causado por quien está más favorecido” (c. XXI).
Advierte por cierto Beccaria que el robo es
“por lo común el delito de la miseria y de la desesperación, el delito de aquella desgraciada clase de hombres a los que el derecho de propiedad (terrible, y tal vez innecesario derecho) solo ha dejado una desnuda existencia. Si cuando no es violento no merece solo una pena pecuniaria es porque ello aumentaría el número de los reos conforme creciese el de los necesitados» (c. XXII).
Nueve: prisión perpetua
“A quien dijere que la esclavitud perpetua es tan dolorosa como la muerte, y por ello igualmente cruel, le responderé que sumando todos los momentos infelices de la esclavitud perpetua tal vez lo sea incluso más; pero estos se reparten a lo largo de toda una vida, y aquella ejercita toda su fuerza en un solo momento” (c. XXVIII).
Releyendo a Beccaria ha venido en varias ocasiones a mi cabeza el debate español de estos últimos años sobre la legitimidad de la prisión permanente revisable, tan superficialmente zanjado por el Tribunal Constitucional (STC 169/2021). Resultan iluminadores fragmentos como el transcrito, reveladores de la dureza del encierro permanente. O:
“Nuestro ánimo soporta mejor la violencia y dolores extremos pero pasajeros que el tiempo y el incesante aburrimiento; porque es capaz, por decirlo de algún modo, de condensar todo su ser por un momento para rechazar los dolores, pero toda su vigorosa elasticidad no es suficiente para resistir la larga repetida acción del tiempo y del tedio” (c. XXVIII) (Tedio e incertidumbre, que es un) “cruel tormento” (c. XIX).
Quizás el nuevo recrudecimiento penal nos lleve a que pasados los años tengamos que repetir las palabras de Beccaria: son muy pocos los que
“han examinado y combatido la crueldad de las penas y la irregularidad de los procedimientos criminales, parte de legislación tan principal y tan descuidada en casi toda Europa; poquísimos, subiendo a los principios generales, destruyeron los errores acumulados de muchos siglos, frenando al menos, con aquella única fuerza que poseen las verdades conocidas, el excesivamente libre ejercicio del poder mal dirigido, que tantos y tan autorizados ejemplos de fría atrocidad nos ha dado hasta ahora” (Introducción).
“¿Qué hombre habrá que al leer la historia no estremezca de horror ante los bárbaros e inútiles tormentos que unos hombres que se llamaban sabios inventaron y ejecutaron con frío ánimo?” (XXVII).
Y diez: conclusión
“De cuanto se ha dicho hasta aquí puede desprenderse un teorema general muy útil, aunque poco conforme al uso, que es el más habitual legislador de las naciones, a saber: para que la pena no sea una violencia de uno o de muchos contra un ciudadano privado, debe ser esencialmente pública, pronta, necesaria, la mínima de las posibles en cada determinada circunstancia, proporcionada a los delitos, dictada por las leyes” (c. XLVII).
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