Por Miguel Ruiz Muñoz*

Introducción: derecho de propiedad, cogestión y sostenibilidad

Se habla de pluralismo cuando se pretende dar cabida en la cláusula del interés social, y por tanto en el fin último de la sociedad-empresa, no sólo al interés de los socios sino a otro tipo de intereses (trabajadores, proveedores, distribuidores, acreedores, clientes, consumidores, la comunidad, la región, la colectividad, etc.), incluido el interés general. Es lo que se suele denominar la visión institucional frente a la contractual de signo monista porque sólo está referida al interés de los socios de la compañía.

La visión institucionalista, de largo recorrido, ha resurgido en los último años bajo el paradigma de la Responsabilidad Social Corporativa y, en el momento presente, con el añadido o sustitutivo de la sostenibilidad, pero también con otras diversas denominaciones (propósito corporativo, Benefit corporations, sociedad benefit, société à mission o Sociedad de Beneficio e Interés Común) con referencias directas o indirectas al nuevo paradigma de la sostenibilidad (v. últimamente, Alfaro, Una crítica conjunta al ‘stakeholderism’, el ‘purpose’ y el ‘ESG’”, Almacén de Derecho, 2024). Y ha quedado patente que el recurso a la moral, al soft law o a la autorregulación, se han mostrando claramente insatisfactorios para implantar una fórmula pluralista. Por tanto, si realmente se quiere lograr el objetivo, no parece que exista otra vía que la juridificación de un procedimiento de integración de intereses plurales en la sociedad-empresa. Dicho esto en términos meramente dialécticos y sin que signifique sin más nuestra adhesión a un procedimiento de tal clase ni a su viabilidad.

En cualquier caso la vía de la juridificación presenta grandes dificultades, se podría decir que, por el momento, insuperables, y no sólo por razones basadas en el derecho de sociedades, sino por los aspectos jurídico-constitucionales, como son la confrontación con el derecho de propiedad (art. 33 CE) y con la libertad de empresa (art. 38 CE). El núcleo de la estructura jurídica societaria asigna los poderes básicos del gobierno corporativo a los socios de la compañía, esto es, a los “propietarios” de la sociedad-empresa; en particular, aunque no sólo, por lo que se refiere a los derechos de designación y destitución de los administradores que sin duda tiene una especial relevancia.  Como se ha puesto de manifiesto entre nosotros de manera autorizada [v. Paz-Ares, C., “Propósito de la empresa y <<causa societatis>> (Reflexiones preliminares)”, RDBB, 169, enero-abril 2023, formato electrónico (1-31, pág. 15)], existe una clara correlación entre la causa societatis, el fin común de los socios (normalmente ánimo de lucro), el interés social (normalmente maximización del valor para los accionistas) y el deber de lealtad de los administradores (y de los socios) de acuerdo a aquellos estándares, que tiene como corolario el principio de primacía de los accionistas en la arquitectura legal de la sociedad anónima. Y los accionistas tienen soberanía plena sobre la vida y muerte de la sociedad, están llamados a tomar todas las decisiones importantes, disponen de la facultad omnímoda para nombrar y destituir a los administradores, incluso impartirles instrucciones de gestión y disolver la sociedad en cualquier momento.

Difícilmente se puede implantar un sistema pluralista del interés social sin echar abajo aspectos básicos de la arquitectura jurídico-societaria. Y la posible ruptura se presenta como una tarea muy compleja, de muy difícil articulación legal por desestabilizadora, porque pone en cuestión el derecho fundamental de propiedad que sustenta la constitución económica y en cierto modo se podría decir que incluso la propia convivencia ciudadana. De ahí que, a nuestro juicio, las propuestas pluralistas pecan por ser demasiado ambiciosas y poco realistas. Pretender integrar de forma orgánico-societaria todo tipo de intereses constituye un claro despropósito. La alternativa más racional puede ser, dicho también en términos dialécticos, plantear el posible desarrollo de un sistema de cogestión obrera, que no es pluralista sino dualista (propietarios y empleados), al modo y manera de alguno de los modelos contrastados en Europa. Buena parte de los países pertenecientes a la Unión Europea cuentan con alguna modalidad de cogestión obrera que permite la participación de los trabajadores en el órgano de administración, ya sea éste dual o monista, por lo general reservado a las grandes empresas pero con cierta extensión a las medianas, si bien en algunos casos la participación de los trabajadores es residual o sólo para las empresas públicas.

Como es sabido el derecho de propiedad está sometido constitucionalmente a la denominada función social de la propiedad, y en cierto modo también, por derivación, se habla de la función social de la empresa. Se podría decir que este es el camino por donde se podría transitar. No es fácil, pero es una vía abierta y ensayada respecto de la que existen precedentes dignos de tener en consideración. Estamos pensando en la vía de la cogestión obrera antes mencionada. La cogestión es una fórmula dualista de integración de intereses en el seno de la sociedad-empresa, los intereses del capital -los inversores- y los de los trabajadores, mediante un sistema de participación orgánico-societaria que se solapa parcialmente con el derecho de propiedad, pero que por el momento no da cabida al juego de otros intereses. La implantación de fórmulas de cogestión obrera en las empresas es de por sí lo suficientemente compleja y delicada como para pretender incluir a otros grupos de partes interesadas más allá de los empleados. Esos otros grupos de interés (clientes, consumidores, distribuidores, comarcales, regionales, medioambientales, climáticos, etc.) difícilmente pueden ser integrados en un sistema de coparticipación en la toma decisiones empresariales, o de cogestión ampliado; y no sólo por la enorme dificultad de configurar algún tipo de órgano societario plural que dé cabida y salida a esa multiplicidad de intereses, que también, sino porque muy probablemente el “derecho de propiedad de los socios” podría quedar reducido a algo meramente testimonial. Por tanto, posible violación tanto del derecho de propiedad como de la libertad de empresa, con el consiguiente riesgo de desaparición del principal incentivo para los inversores.

El denominado gobierno corporativo sostenible postula la implantación en la gran sociedad-empresa (por lo general sociedades cotizadas) de fórmulas procedimentales de integración plural de intereses, más allá de los intereses de los socios e incluso más allá de los intereses de los trabajadores de la empresa. Pues bien, estas líneas sólo pretenden llamar la atención sobre lo desmedidamente ambicioso de un planteamiento de este tipo. Esto último como es natural no se escapa a nuestros mejores analistas, que hablan del mayor “empoderamiento” de los administradores sociales como el principal problema de la visión plural del interés social: porque amplia su discrecionalidad, por las consiguientes tensiones y asimetrías, como por la posible legitimación de las otras partes interesadas (no socios) para poder exigir responsabilidad a los administradores en el caso de una ponderación desequilibrada no razonable de alguno de los intereses que debió tenerse en cuenta y no amparada por la discrecionalidad empresarial.

A pesar de todos estos inconvenientes, se insiste en que hay que continuar reajustando el modelo de gobierno corporativo para que los diversos interesados cuenten con los instrumentos e incentivos para ejercer su correspondiente función, según formas, tipos y tamaños de las empresas, lo que según parece se debe traducir en los correspondientes derechos, deberes, responsabilidades y normas organizativas y procedimentales (vid. Esteban Velasco, G., “Algunos problemas de la política jurídica y del derecho vigente en el debate sobre el gobierno corporativo sostenible”, en AAVV, Estudios de derecho de sociedades y derecho concursal. Libro homenaje al Profesor Jesús Quijano González, coord. M. J. Peñas Moyano, Universidad de Valladolid, 2023, págs. 285-286). No obstante, a nuestro juicio, esta pretendida composición pluralista de intereses en el ámbito intrasocietario, más allá de los intereses de los trabajadores, se nos presenta como un desafío de momento inalcanzable. Como se recuerda de manera recurrente, los mecanismos de protección de los intereses de los stakeholders existen, pero están situados fuera del derecho de sociedades. Así lo refleja la posición residual de los accionistas que queda supeditada al cumplimiento de la ley y de los contratos. Y, además, no por el mayor tamaño de la empresa cambia la naturaleza de la sociedad, de modo que el objetivo lucrativo convenido en el contrato y el mandato impartido a los administradores para realizarlo sigue vigente, sin perjuicio de que se pueda producir a consecuencia del mayor tamaño y del mayor número de socios cierto distanciamiento de éstos con el control de la gestión de la empresa [v. Paz-Ares, Propósito, cit).

Necesidad de cambios estructurales en el gobierno corporativo 

Como se ve, la cuestión es sí la implantación de un interés social pluralista resulta viable y qué reformas estructurales del gobierno corporativo de la sociedad anónima serían necesarias. Y esto no es nada nuevo. Se remonta a la obra de Berle y Means en 1932, The Modern Corporation and Private Property. Así lo recordaba no hace mucho el profesor Gondra [v. Gondra Romero, J.M., “100 años de debate sobre el <<gobierno corporativo>>: La importancia del contexto”, RdS, 52, enero-abril, 2018, p. 4-5:

“En la parte normativa de la obra, Berle seguía manteniendo la posición de considerar a los managers (y grupos de control, en general) <<fiduciarios>> (trustees) en beneficio exclusivo de los accionistas, pero apuntaba una explicación que en alguna medida permitía salvar la aparente incoherencia que Dodd le reprochaba.

En el último capítulo de la obra comienza con una cita de Rathenau sobre el proceso de <<institucionalización>> de la gran corporación moderna. Con ello dejaba claro Berle que, en el terreno de los principios, su visión no difería de la Dodd. Pero luego se extiende en la exposición de las razones pragmáticas que le llevaban a una solución aparentemente contradictoria con esa visión <<institucional>> de la corporación.

En el Derecho vigente solo tenían encaje dos soluciones, de las tres imaginables. Una era descartable de entrada: dar por buenos y definitivos los poderes adquiridos de facto por los managers y grupos de control, es decir, el statu quo. Otra, sin duda la más coherente con la visión <<institucional>> de la corporación y también la más deseable -incluso <<indispensable>>, decía Berle, para la supervivencia de la corporación- era entender que los socios habían renunciado, con su pasividad, al derecho que como <<propietarios>> tenían de exigir que la corporación viniera gestionada en su exclusivo beneficio y, de este modo, habían colocado a la comunidad en la posición de exigir que la corporación sirviera también a los intereses de otros grupos directamente relacionados con la corporación y al conjunto de la Sociedad. El problema era, apuntaba Berle, que faltaba la elaboración y la aceptación general de <<un sistema alternativo de obligaciones comunitarias>>, que fuera convincente. Con posible soporte en el Derecho positivo no quedaba, pues, otra solución que la sustentada en el derecho tradicional de propiedad: considerar que los accionistas, como <<propietarios>>, aunque pasivos, tenían derecho a exigir que los managers (y los grupos de control) administrasen, en su condición de fiduciarios (trustees) de la corporación, esa propiedad colectiva en su exclusivo beneficio.

En definitiva, lo que a Berle le preocupaba, por encima de todo, era poner freno al poder discrecional de los gerentes y <<grupos de control>>. Para ello, consideraba esencial hacerles responsables frente a un único grupo (los accionistas), porque entendía que si se les hacía responsable frente a muchos, acabarían por no responder frente a ninguno. Partiendo de esa base, Berle depositaba su confianza en la aplicación del régimen del trust en el Common Law, bajo la vigilancia de jueces <<sabios y prudentes>>”.

Además, con la implantación de un interés social pluralista, estaríamos ante una reforma mucho más allá de lo que ha supuesto la introducción de la cogestión en algunos derechos nacionales de sociedades. Téngase en cuenta que, si ya con la cogestión se plantean problemas en orden a determinar el interés social supuestamente dualista, los problemas se multiplican sin fin cuando se trata de intereses plurales, porque probablemente a lo que conducirán en el mejor de los casos es al desconcierto de los administradores y, en el peor, a que difícilmente se les pueda exigir responsabilidades por las decisiones que tomen. Como se ve algo muy similar a lo que ya planteaba Berle en 1932.

Cogestión y cambio estructural societario

En relación con la cogestión obrera, lo que sucede es que el órgano de administración ha de integrarse por los sujetos designados por la junta general de socios y, además, por otro grupo de miembros designados por los trabajadores de la empresa. De ahí que esta forma de organizar la gestión y administración de la empresa reciba el nombre de cogestión o codecisión, porque se lleva de manera conjunta, aunque no necesariamente simétrica, por dos grupos de sujetos claramente diferenciados y con intereses en parte contrapuestos. En todo caso, la configuración de estos órganos de administración plurales no es siempre la misma. Existen básicamente dos modelos: el germánico y el nórdico que se diferencian porque en el primero, el órgano de administración se desdobla (sistema dualista) y los representantes de los trabajadores forman parte de uno de ellos (Consejo de Vigilancia) pero no del otro (Vorstand). También hay diferencias en la proporción de representantes de los trabajadores en el órgano de administración.

La cogestión es un instrumento para canalizar el diálogo y la cooperación entre la dirección de la empresa y los trabajadores. Probablemente sea ésta la principal de sus bondades. De ahí que se venga sosteniendo que contribuye a la paz social y facilita la salida de las situaciones de crisis económica de carácter internacional, especialmente porque se involucra a los trabajadores y a sus sindicatos en la búsqueda y diseño de soluciones. Y puede servir también para moderar el cortoplacismo del que frecuentemente se acusa a los gestores empresariales. No obstante, los inversores se muestran por lo general reticentes al desarrollo de mecanismos de implicación de los trabajadores porque coloca a los representantes de los trabajadores en el centro de dirección del gobierno corporativo (órgano de administración: monista o dualista), a diferencia de lo que sucede con los meros sistemas de consulta y de información, que son los que se aplican de manera más generalizada. Buena parte de la doctrina alemana señala, además, las importantes deficiencias de la cogestión.  Por ejemplo, las carencias de cualificación y la falta de independencia de los representantes de los trabajadores, que hacen dejación de la función supervisora global y sólo manifiestan interés por los aspectos laborales y la política de empleo, a pesar de que su responsabilidad se extiende a la supervisión de todos los aspectos de la gestión social. Todo esto ha llevado a proponer reformas del sistema que llegan incluso a su abolición (v. Zabaleta, M. Gobierno corporativo en el sistema dual de administración, Madrid, 2022, págs. 70 ss., 75 ss., 94 y 100-105). Propuestas que a día de hoy no han prosperado.

Las críticas desde el lado de los titulares del capital son de fondo, fundamentalmente porque el derecho de propiedad y la libertad de empresa resultan afectados. La cogestión pone en cuestión el ejercicio de las facultades de dirección de la empresa que corresponden a los propietarios, que son los socios o accionistas, aunque dicha titularidad sea indirecta a través de la persona jurídica societaria que es la titular directa de la empresa. Desde el otro lado, los trabajadores y sus sindicatos no participan del todo de las bondades del sistema de cogestión por algunas razones importantes. Por un lado, porque algunos sectores consideran que la participación en los órganos de administración de la empresa obliga a los trabajadores a defender intereses que no le son propios, como sucede especialmente respecto a los intereses de los socios o accionistas, pero también los de otros grupos, como los clientes o consumidores y los de los proveedores, que hace que se plantee un difícil compromiso con ambos grupos, o con más de dos grupos de interés. Por otro lado, porque una vez que los representantes de los trabajadores forman parte del órgano de administración, ya sea en la dirección o en el consejo de vigilancia, quedan vinculados a las decisiones de los mismos y sometidos a sus más o menos severos regímenes de responsabilidad societaria, concursal y penal, aplicable a los miembros de estos órganos, si bien es cierto que en parte se solventa con la contratación por la sociedad o por los propios sindicatos de los correspondientes seguros de responsabilidad civil o seguros de D&O. Y, finalmente, porque los miembros del órgano de administración que representan a los trabajadores no siempre tienen acceso a toda la información pertinente y, en algunos casos, el nivel de formación de los mismos ni es el adecuado para poder desempeñar las tareas propias del cargo que ocupan, ni actúan con la independencia exigible al puesto de consejero, todo ello en detrimento de la función supervisora general que deben desempeñar. A lo que se suma, por último, respecto a determinadas informaciones (datos confidenciales o secretos empresariales), el deber de guardar secreto que recae sobre todos los integrantes del órgano de administración (arts. 116 y 93 I 1 AktG), lo que en principio no permite o no aconseja que dicha información se pueda trasladar a los trabajadores o sindicatos representados. Aunque hay que decir que las opiniones doctrinales sobre el alcance del deber de secreto son desde hace tiempo divergentes.

No obstante, por lo que se refiere a la independencia del consejero (en particular el representante de los trabajadores), aunque se parte de un enfoque unitario o de la absoluta unidad e identidad de la posición jurídica sea el tipo que sea de consejero, lo cierto es que no deja de reconocerse alguna especificidad de cada mandato, porque, como se ha dicho hace ya algún tiempo:

no sería comprensible que se garantice a los sindicatos una representación propia en el consejo de vigilancia, si únicamente pudieran perseguir los intereses de la empresa y no, además, los de los trabajadores ajenos a ella”.

Lo que ha llevado a la doctrina alemana a concebir el “interés de la empresa”, como el interés de los accionistas (interés social), más el interés de los trabajadores institucionalizado mediante la regulación de la cogestión, con el añadido de cierto y limitado compromiso con el bien de la colectividad. Este planteamiento se sustenta, en último caso, en el artículo 14 de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania, que reconoce el derecho de propiedad y sus posibles límites legales por razón del bien de la colectividad. Y es llevado a efecto de un modo procedimental:

en el sentido de que no establece un rango material de importancia de los intereses a tomar en cuenta, sino que más bien prescribe deberes de conducta referidos a la empresa, como la colaboración basada en la confianza, la deliberación razonada de los conflictos y el ejercicio cooperativo de las facultades de dirección” (v. Kübler, F., Derecho de sociedades. 5ª edición revisada y ampliada, tr. esp., Madrid, 2001, págs. 673-674, y 281-295).

Pero hay que recordar que esta fórmula procedimental no es neutra, porque sin perjuicio de constituir una plataforma de acuerdos y de conciliación de intereses en principio enfrentados, en último caso, ante la falta de acuerdo, y no siempre del mismo modo, se da primacía a los intereses del capital sobre los intereses de los empleados. Y en este último dato radica, a nuestro juicio, no sólo su funcionalidad y viabilidad, sino también su posible integración en un sistema de economía de mercado sustentado en el derecho de propiedad y la libertad de empresa. En el apunte final volvemos sobre este aspecto.

Entre nosotros, para resolver lo relativo al dilema sobre la independencia o dependencia de los consejeros dominicales (extensible a los designados por algún grupo de accionistas, por los trabajadores o por algún otro grupo de interés fuera de la sociedad-empresa), frente a la posición tradicional de igualdad del estatuto jurídico de todo tipo de consejeros, se habla de la existencia de un <<mandato natural>> por el que el consejero dominical tendría un estatuto jurídico singular (Vid. Paz-Ares, C., “Identidad y diferencia del consejero dominical”, en AAVV, Estudios sobre órganos de las sociedades de capital. Liber Amicorum Esteban Velasco, G., Rodríguez Artigas, F., Aranzadi, Cizur Menor, 2017, II, p. 39 ss., esp. 49 ss., 66, 67 ss., 72, 75-76, 104 ss., 135 ss.): alteración del deber de confidencialidad respecto al accionista significativo que le propone y recibir algún tipo de instrucciones de éste en el ejercicio del cargo. Pero sin que se trate de un mandato imperativo que le obligue a atender instrucciones que considere contrarias al interés social, sino meramente orientativas, y sin perjuicio de la defensa interna de sus puntos de vista en el consejo de administración. Con lo cual se aprovecharía la experiencia y capacidad técnica del accionista significativo. En nuestro caso se podría decir de los trabajadores y de sus sindicatos. Por nuestra parte no entramos en mayores consideraciones, sólo nos limitamos a dejar constancia de alguna crítica aparecida recientemente a este planteamiento (Vid. Alcalá Díaz, M.A., “Los consejeros designados por una entidad de derecho público en el consejo de administración de una sociedad cotizada”, en Estudios de derecho de sociedades y de derecho concursal. Libro en homenaje al Profesor Jesús Quijano González, Ediciones Universidad de Valladolid, Valladolid, 2023, págs. 29 ss., esp. 33-38): en el origen de la figura del consejero dominical en los códigos de buen gobierno no se hace distinción alguna, salvo en lo relativo a la facultades de propuesta o designación y sobre la gestión directa y otras funciones del consejo; en los fines normativos de las distintas tipologías de consejeros no está presente una relación jurídica entre el accionista proponente y su consejero dominical, lo que excluye la existencia de un mandato (natural o convencional); y, por último, el tenor literal de la norma sólo atribuye al accionista o accionistas significativos el derecho de designación de un consejero dominical, no un derecho de información ni a dar instrucciones respecto a la toma de decisiones en el consejo, como parece que se puede deducir de las facultades otorgadas a la comisión de retribuciones y nombramientos, al consejo de administración y a la junta general.

Interés social, interés de la empresa y cogestión

Hablar de interés de la empresa en lugar de interés social vendría a suponer una visión institucionalizada de la primera que incorporase en su régimen jurídico societario los instrumentos de composición de intereses al menos entre accionistas y trabajadores que es precisamente en lo que consiste el sistema de cogestión. Se podría decir que se produce un cierto solapamiento entre ambos tipos de interés, de modo que el primero incluye un grupo más de intereses a considerar, si bien, paradójicamente, se debe perseguir igualmente el mismo interés social. Esta manera de ver las cosas permitiría concluir lo siguiente: cuando no existan instrumentos de ejecución de intereses plurales (otros además de los de los accionistas), habría que hablar de interés social, esto es, interés de los socios; mientras que cuando la instrumentación jurídica existe, caso del sistema de cogestión u otro que pudiera desarrollarse, es cuando procedería hablar de interés de la empresa. Porque solamente en este último caso se trasciende el contrato de sociedad y se integran otros intereses, aunque no le sean propios, como sucede con los de los empleados de la empresa. Como es natural hay que partir de dos conceptos distintos, aunque próximos, de sociedad y de empresa. La primera es la forma o el modo de organizar la titularidad de la segunda. Esto es, mientras la primera es un sujeto, persona jurídica titular de la empresa; la segunda es un objeto, un patrimonio organizado (¡con vida propia!) para la producción de bienes o servicios para el mercado, que es lo que verdaderamente constituye una empresa.

En cuanto al alcance que pueda tener la integración de esos otros interese, lo paradójico, a la vista del modelo germánico de cogestión, es que el interés que debe perseguir el órgano de gestión de la compañía sigue siendo el interés social entendido en sentido contractual, si bien con la participación de los representantes de los trabajadores. De ahí el recelo de estos últimos a su integración en un sistema de cogestión que les lleva a promocionar preferentemente intereses que le son ajenos: los intereses del capital. En definitiva, como se apunta la solución no puede ser otra que el recurso a la vía procedimental para evitar caer en un callejón sin salida que perjudicaría a todos. Y no muy distinta es la solución respecto a la problemática tradicional  del interés social (v. Paz-Arez, C., “La anomalía de la retribución externa de los administradores: hechos nuevos y reglas viejas”, 2014): lo relevante, más allá de una directriz genérica, por ejemplo, de maximización del valor de la inversión, jurídicamente no es la fijación del contenido del interés social en cada caso, lo que daría lugar a una disputa interminable, sino del procedimiento para determinarlo (procesalmente, no sustantivamente): el interés social es el que determina en cada momento la mayoría de los socios (preferencia individuales agregadas). Por tanto el interés social constituye un orden marco a respetar (no un orden fundamental a descubrir), lo que significa que el Juez debe en principio respetar la decisión mayoritaria que no puede sustituir. Sólo cabe el control judicial si se sobrepasa el orden marco: limpieza del procedimiento. Y aquí se incluyen las decisiones irracionales (barbaridades), pero no porque se aplique un criterio material, sino porque evidencian que no se ha respetado el procedimiento y son indicio de que detrás ha tenido que haber un conflicto de interés.

Un apunte final: el problema constitucional

Lo primero que hay que plantearse respecto al caso español es que, de aprobarse una ley de cogestión (no parece que existan dudas sobre la necesidad de una norma con rango de ley para desarrollar un sistema de cogestión a la vista de lo establecido en el artículo 53.1 de la CE), es muy probable un conflicto constitucional. Es cierto que la propia Constitución en su artículo 129 parece legitimar la posible existencia de un sistema de cogestión en España, pero no es algo que se establezca de manera totalmente clara, porque la norma habla en términos muy generales de las diversas formas de participación en la empresa, entre las que se pueden incluir la cogestión, pero también otras de menor intensidad, como los procedimientos de información y de consulta, cuya incidencia es mucho menor o bien no choca con algunos derechos fundamentales como el derecho de propiedad y la libertad de empresa. En realidad, esto último ya existe y no plantea ningún problema de índole constitucional. Pero no sucede lo mismo respecto a la posible ley de cogestión, donde el choque con el derecho de propiedad y la libertad de empresa está servido, porque el artículo 53.1 CE establece que se deberá respetar el contenido esencial de los derechos y libertades afectados.

La sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán de 1979 (BVerfGE 50, p. 290) es un espejo en el que nos debemos mirar. Esta resolución judicial nos permite extraer algunas conclusiones. Una, que la polémica constitucional es más que posible, porque igualmente en el Derecho español el derecho de propiedad y la libertad de empresa son derechos fundamentales que resultarían afectados en mayor o menor medida por la implantación de un sistema de cogestión. Otra, que lo anterior en principio no debe constituir un impedimento absoluto a la implantación de un sistema de cogestión en nuestro ordenamiento jurídico, porque tanto el derecho de propiedad como la libertad de empresa son limitados, como los artículos 33 y 38 del texto constitucional, respectivamente, ponen expresamente de manifiesto. Y una tercera, que todo dependerá de a configuración concreta – de la intensidad – del modelo de cogestión que se adopte. Es decir, habrá que comprobar si el tipo de cogestión legislado es respetuoso con el contenido esencial de los derechos fundamentales afectados, lo que se deberá verificar con la aplicación del principio de proporcionalidad (Vid. Klatt, M./Meister, M., La estructura constitucional del principio de proporcionalidad, tr. esp., Marcial Pons, Madrid, 2021, esp. págs. 116-118). Sobre esto último hay mucho que indagar y explicar, pero eso es algo que dejamos para otros estudiosos más aventajados.


* Esta entrada forma parte, con algunos cambios, de un trabajo más amplio escrito para el Libro Homenaje a Angel Rojo

foto: Pedro Fraile