Por Juan Antonio Lascuraín

  

Las preguntas que quiero compartir en esta entrada y para cuya respuesta deseo aportar algunos datos y algunas reflexiones son las siguientes:

– ¿cómo – de qué modo, con qué parámetros, con qué incisividad – debe controlar un tribunal constitucional al legislador penal en un Estado constitucional bien conformado?;

– y a partir de ese estándar, ¿cómo lo ha hecho el tribunal español?

 

Cuando el Constitucional controla una ley navega entre Escila y Caribdis, entre el abismo y el dragón. Y está expuesto por ello siempre a la crítica: a la que podríamos llamar “objeción ética”, si se queda corto en su control, o a la que podríamos llamar “objeción democrática”, si lo que hace es pasarse.

Fíjense: si como en la STC 235/2007 decide declarar que es inconstitucional por vulneradora de la libertad de expresión la norma penal que castigaba la negación del genocidio, el tribunal se puede encontrar con elogios – “el Tribunal ha puesto las cosas en su sitio” (elogio ético) – pero también con críticas – con la objeción democrática: “¡cómo os pasáis!”; “¡quiénes os creéis que sois, no os ha elegido el pueblo” -. Si su actitud es más timorata, más deferente con el legislador, y como en la STC 161/1997 decide declarar que no es inconstitucional por desproporcionada la norma que sancionaba el mero negarse a una prueba policial de alcoholemia con una pena mayor que la conducción bajo la influencia del alcohol, el comentario será justo el opuesto: basculará entre el “no os habéis atrevido”, “no hacéis lo que tenéis que hacer, que es preservar nuestros valores” – esa sería la objeción moral -; y el “¡bien hecho!: el Tribunal no está para evaluar la calidad de las leyes” o “son cosas que sólo puede decidir el legislador” – que sería la alabanza democrática -.

 

La deferencia con el legislador democrático

¿Qué debe hacer el Tribunal Constitucional es esta especie de juego de las siete y media? ¿Qué riesgo es peor, el de pasarse (sobrecontrolar) o el de quedarse corto (más que descontrolar, acontrolar)?

En los últimos tiempos se ha alertado sobre la disfunción democrática de ese sobrecontrol. Escuchaba recientemente a Michelangelo Bovero subrayar este segundo gran virus del constitucionalismo democrático actual, junto al de la concentración de poder del Poder Ejecutivo: la usurpación del poder legislativo por parte de los tribunales constitucionales y, claro, sin control ulterior: quis custodiet custodes? (¿quién controla al controlador?). Ya saben: the King can do not wrong.

Una de las medicinas que se ha propuesto para esta deriva es la de que las competencias de las cortes constitucionales se limiten a la aplicación de los contornos precisos de la Constitución, pero que den un paso atrás frente al legislador cuando esos límites sean difusos: cuando se trate de aplicar principios o reglas con conceptos jurídicos indeterminados. No hay problema alguno en que el Tribunal Constitucional anule una ley penal que prevea una pena de muerte porque existe en la Constitución una regla clara que proscribe la pena de muerte. Es prístina la voz del Tribunal; es claro que quien habla es la Constitución, la Nación Constituyente.

Los problemas comienzan cuando el Constitucional trabaja con principios o, en general, con conceptos indeterminados. Cuando, frente a lo que consideraba el legislador, dice o que un precepto penal es intolerablemente indeterminado, o que una pena es inhumana, o que es insoportablemente desproporcionada (esto lo dijo el Tribunal Constitucional español en relación con la pena mínima de seis años para cualquier tipo de colaboración con organización terrorista: STC 136/1999). Expresada la crítica en las gruesas palabras de uno de los mayores críticos de la justicia constitucional, Jeremy Waldron,

la afirmación de que estas discrepancias no pueden ser superadas mediante procedimientos mayoritarios, sino que debe asignarse su determinación final a un pequeño grupo de jueces, parece casi un insulto”.

¿Es este el camino correcto para, dicho en epíteto (como aquello que os enseñaban en el colegio con la blanca nieve), las constitucionales democracias? ¿Tribunales constitucionales de reglas pero no de principios?

A mí me parece que no podemos permitirnos esto. Que buena parte de las condiciones del sistema que debemos preservar contramayoritariamente se manifiestan inevitablemente en forma de derechos en cierta medida difusos y de principios cuasinecesariamente difusos. Y que renunciar al control constitucional a partir de esos derechos y a partir de esos principios es renunciar en parte al Estado constitucional.

Piensen en el Derecho Penal. Buena parte de la labor de los tribunales constitucionales consiste no sólo en interpretar el contenido de principios, sino ya, previamente, en declararlos. La Constitución española, por ejemplo, no menciona expresamente el principio de culpabilidad o el principio de proporcionalidad, ni quizás tenga por qué hacerlo, porque no está pensando en términos penales. Pero es indudable que el ordenamiento jurídico nos sería insoportable – democráticamente insoportable; insoportable desde un punto de vista democrático de la legitimación del Derecho -, contrario a nuestras esencias, sin esos principios. Sería insoportable que se pudiera penar a las madres de los delincuentes en rebeldía o que se dispusiera pena de prisión al que escupiera al suelo de la calle o al que aparcara en doble fila.

¿Cómo jugamos entonces a la siete y media? Querría pensar que hay un buen espacio entre el descontrol y la arbitrariedad. Que cabe el control prudente, idea que se ha ido catalogando en torno al concepto de “deferencia”, deferencia con el legislador democrático.

Considero que esa deferencia pasa por dos directrices.

La primera directriz es la de la presunción de constitucionalidad, que supone tanto que el legislador no tiene por qué motivar en el preámbulo de las leyes su adecuación constitucional como que la carga de la prueba de la inconstitucionalidad de la ley recae sobre quien la invoca ante el Tribunal Constitucional.

La segunda directriz se refiere a cómo habría que desvirtuar esa presunción, lo que desde luego no puede hacerse con la exigencia de la presunción de inocencia, cosa por cierto que ya propuso a finales del XIX James Thayer: sólo debería declararse inconstitucional una ley si así lo considera la corte “más allá de toda duda razonable”. Si así fuera, la inconstitucionalidad requeriría si no la unanimidad de los magistrados constitucionales, sí quizás, como las del tribunal del jurado, mayorías cualificadas.

En ese cómo del análisis de la ley, la deferencia con el legislador democrático, la prudencia, requeriría una visión amplia, generosa, del marco constitucional. Su comprensión del mismo no como un corsé sino como un flexible marco de convivencia. En términos prácticos, eso supone, en materia de control penal ex principios (y lo mismo valdría para los conceptos jurídicos indeterminados que definan reglas o derechos), que el Tribunal sitúe la zona roja del “legitimómetro”, el baremo de la intolerabilidad (de lo insoportablemente desproporcionado o indeterminado, por ejemplo), en un punto lo suficientemente bajo como para respetar el amplio margen de discrecionalidad del que debe gozar el legislador. Dicho más técnicamente: la extracción de la regla de exclusión debe hacerse de modo que deje un amplio campo a la ponderación legislativa.

Creo que estas directrices de deferencia para con el legislador deberían ser complementadas con otras tres directrices que podríamos denominar de “deferencia con el sistema”. Queremos al Constitucional, un órgano de legitimación democrática derivada, para algo muy concreto: adverar, cuando se le pide, que una pieza (la ley) encaja en un marco (la Constitución), pero no puede:

– ni hacer otra cosa que esa especie de “inspección de encaje”;

– ni alterar la ley;

– ni alterar el marco.

Para lo primero es importante la abstención de toda calificación sobre la calidad constitucional de la ley o su perfectibilidad desde ese punto de vista. O es constitucional o no lo es. Lo que se le pide al Tribunal, por ejemplo, no es que dictamine cuán determinado es el magro tipo penal de “tenencia de armas prohibidas” (STC 24/2004; art. 563 CP) sino sólo si es insoportablemente indeterminado. Y punto.

Para lo segundo (no alterar la ley) lo importante es no recrear, manipular la ley, para que quepa en el marco, ni dar instrucciones ni sugerencias positivas (propositivas) acerca de cómo debería ser la ley para que quepa en el marco, como sí hizo el Tribunal en la primera sentencia sobre la despenalización de determinados casos de interrupción voluntaria del embarazo.

Para lo tercero (no alterar el marco constitucional) el Constitucional deberá estar alerta para, como exige él a los jueces penales, no pasar de la interpretación a la creación: significativamente para no sumar derechos fundamentales o para no engordarlos con contenidos que no sea comprensible verlos como propios.

 

La experiencia española

¿Cuál ha sido la experiencia del Tribunal Constitucional español? ¿Cuántas leyes ha controlado, cuál ha sido el parámetro de control – desde qué reglas, principios o valores constitucionales -, cuál ha sido el resultado de ese control – cuántas leyes ha anulado -? ¿Cuál la actitud del Tribunal Constitucional, restrictiva o deferente para con el legislador penal?

Si tomamos en cuenta sólo las impugnaciones serias (las que se han admitido y han dado lugar a una sentencia) y estrictamente penales (y no las de leyes procesales o penitenciarias o las de medidas de seguridad), en estos 43 años de jurisdicción constitucional se han analizado 30 normas penales (contando como una las que regulan o contienen la pena de prisión permanente revisable e incluyendo como impugnación penal indirecta la de la ley de eutanasia).

 Las enumero muy brevemente (con más detalle, hasta 2012, en mi artículo “¿Restrictivo o deferente? El control de la ley penal por parte del Tribunal Constitucional”: ), en función del criterio de impugnación:  principio de legalidad (SSTC 160/1986, 119/1992, 53/1994, 162/1996, 89/1993, 24/2004, 101/2012);  principio de proporcionalidad (SSTC 55/1996, 161/1997, 136/1999);  principio de culpabilidad (SSTC 150/1991, 60/2010); principio de igualdad (SSTC 19/1988, 67/1998; 59/2008, 45/2009, 127/2009, 41/2010); prohibición de penas inhumanas (STC 169/2021); mandato de resocialización (SSTC 120/2000, 169/2021); otros derechos, como la libertad de expresión (STC 235/2007), la presunción de inocencia (SSTC 105/1988, 185/2014), vida (STC 19/2023), integridad física (STC 215/1994), o la huelga (STC 11/1981), o bienes, como la vida humana prenatal (SSTC 53/1985 y de 9 de mayo de 2023).

De las 30 normas impugnadas: 16 han sido declaradas constitucionales; 5 han sido declaradas constitucionales bajo determinada interpretación y 9 han sido declaradas inconstitucionales.

9 de 30 puede parecer mucho, propio de un Constitucional muy incisivo. Pero este resultado puede resultar engañoso si no se repara, en relación con estas nueve anulaciones que en tres de los casos se trataba de preceptos ya derogados, por lo que no había reproche alguno al legislador: no había un legislador sosteniendo la norma; y en tres más de los casos la razón de la inconstitucionalidad era formal (falta del rango adecuado de ley) y atinente a la contrariedad a una regla. Simplificando un poco: no había margen a la discrecionalidad del controlador.

De las 30 normas impugnadas solo tres leyes vigentes han sido anuladas “discrecionalmente por el TC”: la primera del aborto, con un espíritu en realidad desestimatorio; una sobre pesca fluvial, sobre un asunto muy menor y, eso sí, la que hizo desaparecer del Código Penal el delito de negación del genocidio. Pero es que aquí estaba nada menos que en juego la libertad de expresión política, en asuntos de interés público.

 

¿Restrictivo o deferente?

Repasando ahora estas sentencias para preparar esta entrada confirmo dos intuiciones que tenía cuando trabajaba allí como Letrado, cosa que tuve el honor de hacer durante más de nueve años en dos períodos diferentes, y añado una nueva.

Primera aproximación. En general, el Constitucional ha sido un Tribunal más bien estricto – si se quiere, valiente, garantista, incisivo: cada uno que lo catalogue como quiera – en la derivación de los principios de política criminal que emanan de la Constitución y riguroso en la determinación de su contenido general. Creo que esto es muy claro respecto de la afirmación del principio de proporcionalidad y su contenido desde la STC 55/1996, pero también en relación con el otro gran principio material de control del legislador penal, que es el principio de culpabilidad o con la exigencia de rango de ley (normas penales en blanco) o el mandato de determinación como derivaciones del principio de legalidad.

Este rigor se echó de menos, creo, en dos casos importantes:

  • El de la impugnación de los delitos de violencia de género (STC 59/2008), que sorprendentemente se afrontaron desde el principio general de igualdad y no desde el más riguroso de prohibición de discriminación por razón de sexo, aunque hubiera sido inicialmente para negar que haya tal tipo de discriminación cuando se produce en sentido históricamente inverso, en contra de los varones y no en contra de miembros de un colectivo tradicionalmente preterido.
  • El segundo caso de insuficiente densidad interpretativa es el caso de la STC 169/2021, sobre la prisión permanente revisable, en el que el Tribunal desaprovechó la oportunidad de dotar de contenido tanto la prohibición de penas inhumanas como el mandato de resocialización (como comenté en mi entrada en este Almacén de Derecho).

La segunda intuición es que ha sido un Tribunal más bien deferente – si se quiere, tímido, prudente, pasivo – tanto en el establecimiento del mínimo principial constitucionalmente exigible – si se prefiere: en la definición del principio como norma de exclusión – como, ligado con ello, en su aplicación al caso: en su aplicación a la norma penal. Para esta deferencia hay, creo dos, tipos de razones: teóricas y pragmáticas. Las primeras las ha verbalizado el propio Tribunal como razones de legitimación democrática. Se ha autoproclamado deferente específicamente con el legislador penal con afirmaciones del estilo de “corresponde en exclusiva al legislador el diseño de la política criminal”; que con excepción de la sujeción a “pautas elementales que emanan del Texto constitucional” dispone “para ello de plena libertad”; que la labor de la jurisdicción constitucional ha de ser “muy cautelosa”.

En la deferencia con el legislador penal han concurrido también poderosas razones sistemático-pragmáticas en relación con las consecuencias de la anulación de preceptos penales.

La primera tiene que ver con la falta en nuestro ordenamiento de la nulidad diferida y lo dramático que puede resultar dejar transitoriamente el código sin un precepto penal, sin nuestro peculiar escudo antimisiles. ¿Prescindimos por unos meses del delito de colaboración con organización terrorista porque el que tenemos es desproporcionado?

La segunda dificultad tiene que ver con la anulación de normas penales solo parcialmente inconstitucionales. La nulidad del tipo de tenencia ilícita de armas por indeterminación no solo comportará la anulación de la condena de quien poseía una navaja automática, sino también de quien almacenaba ojivas nucleares en el sótano de su casa. La nulidad, por discriminatorio, del antiguo tipo de denegación de prestaciones familiares, por no contemplar los hijos extramatrimoniales, hubiera anulado la condena de muchos cónyuges contumazmente incumplidores.

Una tercera razón para terminar desestimando sin más un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad es la de las pegas que suscitan en materia penal las sentencias interpretativas.

Una manera de eludir la anulación de la norma penal es recurrir a la sentencia interpretativa. Son una manifestación de deferencia con el legislador: en lugar de declarar inconstitucional un enunciado penal lo que hace el Tribunal es, por así decirlo, “quitarle la grasa”, entenderlo de modo que quepa en el marco constitucional: señalar que alguna o algunas de las normas derivables del enunciado son constitucionales y otras no y que por lo tanto, en realidad, el legislador sólo pensaba en la primeras. Así, por poner otro ejemplo de la jurisprudencia española, la punición de quien justifica el genocidio solo es acorde con la libertad de expresión si dicha justificación supone una incitación a la violencia.

Las sentencias interpretativas son un buen recurso de las cortes constitucionales para eludir conflictos con el legislador, pero no están exentas de costes. El primero es un coste de seguridad. En un ámbito, el penal, con acendradas necesidades de seguridad no es en absoluto deseable que el área normativa (las conductas por las que un ciudadano puede acabar con sus huesos en la cárcel) quede fijada no solo por un enunciado legal sino también por lo que afirme el fallo de una sentencia del Tribunal Constitucional. El segundo coste es un coste de administración. Las sentencias penales interpretativas abren un complejo proceso de revisión judicial de cada condena ya impuesta: una por una habrá que constatar cuáles son el fruto del enunciado penal constitucionalmente interpretado.

Un último inconveniente para la anulación de las normas penales es propio de las normas de despenalización, que se han recurrido ante el Tribunal Constitucional en cuatro casos: interrupción voluntaria de embarazo (dos veces), esterilización de personas que no puedan prestar su consentimiento e, indirectamente, eutanasia. ¿Puede reprochársele al legislador no lo que hace sino lo que no hace – penar ciertas conductas -? ¿No es una falta radical de deferencia hacia el legislador no simplemente borrar su obra del diario oficial sino obligarle a escribir en el mismo y en un determinado sentido?

 

¿Hacia un ensanchamiento del marco constitucional?

Termino mi entrada con mi tercera impresión, esta muy reciente, de este 2023, tanto como la tentación del Tribunal Constitucional en materia penal de reconformar el marco constitucional para proceder a su labor de inspección de encaje de la norma penal. A él se ha referido no en términos críticos, que sería a mi juicio lo propio en un sistema democrático, sino laudatorios, la Magistrada Balaguer en su reciente Voto a la segunda sentencia del aborto:

El problema constitucional llamado a ser resuelto exige de una interpretación constructiva, que, no por ser poco empleada o poco frecuente, queda fuera de los márgenes de las facultades constitucionalmente reconocidas al Tribunal Constitucional”.

Este constructivismo se practica en la STC 19/2023 cuando se afirma que

la decisión libre y consciente de morir de quien se halla en situaciones de sufrimiento personal extremo, provocadas por enfermedades graves incurables o profundamente incapacitantes, presenta una dimensión iusfundamental”, derivada del “derecho a la integridad personal del art. 15 CE” en conexión “con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE)”.

Esta afirmación nos llevaría quizás a la ambiciosa conclusión de que no solo es constitucional lo que hay hoy, cosa que comparto respecto a esa ley, sino de que era inconstitucional lo que había ayer, en un estrechamiento del legítimo debate democrático y en una especie de curioso contraamparo para los recurrentes: tú me dices que la ley nueva es inconstitucional y yo te respondo que lo que era inconstitucional era la ley anterior.

No creo, en fin, que para este viaje hicieran falta tantas alforjas, esta visión tan creativa del artículo 15 CE de consecuencias imprevisibles (¿autodeterminación vital solo para el contexto eutanásico?). Y me parece, volviendo a Bovero, que, dentro de lo malo, no estaríamos ante esa temida deriva de conversión del Constitucional en supralegislador y frente al legislador (como en Colombia en materia de aborto o en Costa Rica en materia de matrimonio igualitario), sino bien al contrario ante un modo, insisto que innecesario, de deferencia con el legislador.


Foto: Ignacio Jáuregui