Por Jesús Alfaro Águila-Real
“A Hanna Arendt la abuchearon coros de sentimientos ofendidos cuando se atrevió a decir que las víctimas de un régimen inhumano debieron perder algo de su humanidad en el camino hacia la perdición”
Zygmunt Bauman, Modernidad y holocausto, 1997
Los pueblos que cooperan eficazmente para ‘mejorar la condición’ de sus miembros también lo hacen para aniquilar a sus enemigos: el lado oscuro de la acción colectiva eficaz
Ya no recordaba si había leído Eichmann en Jerusalén o no. Probablemente no, porque no lo tengo en mi biblioteca. Pero había leído algunos artículos sobre él de modo que no es extraño que pensara que lo había leído de jovencillo. Así que lo he leído cuando han pasado sesenta años desde su publicación en 1963. Como reportaje periodístico de un juicio de uno de los jerarcas nazis no es interesante y tampoco lo es como breve historia del Holocausto. Arendt no era periodista. Ni historiadora. Pero pensadora, lo era de una categoría difícil de igualar. En lo que sigue quiero fijarme en cómo fue posible para los nazis cooperar entre sí tan eficazmente en persecución de un objetivo como el exterminio de los judíos europeos. Creo, además, que dar esa explicación es parte muy importante de Eichmann en Jerusalén y permite entender por qué generó tanta polémica entre los propios judíos.
Para empezar, yo creí que lo de la ‘banalidad del mal’ del subtítulo era otra cosa. Que se refería a que – como ha escrito recientemente Rob K. Henderson refiriéndose a un libro de Richard Wrangham – la enorme capacidad para cooperar de los seres humanos se proyecta de forma diferente hacia los demás miembros del grupo y hacia los extraños. Hacia los demás miembros del propio grupo desplegamos con facilidad comportamientos a veces altruistas pero, sobre todo, mutualistas. Hacia los extraños, que pueden ser miembros del propio grupo a los que previamente hemos convertido en extraños o, en términos más filosóficos, hemos deshumanizado, somos capaces de las conductas más atroces, gracias también a que nos coordinamos con gran facilidad para destruir a nuestros enemigos. En otras palabras, la enorme capacidad humana para sincronizarnos/coordinarnos en la persecución de un objetivo se proyecta con efectos letales sobre los grupos humanos más débiles por parte de los grupos humanos más exitosos. Como resume Henderson la tesis de Wrangham:
Los humanos no pierden el control y reaccionan con rabia ante el menor desafío o provocación como lo hacen los chimpancés. Pero los chimpancés no se coordinan para participar sistemáticamente en el asesinato en masa de sus conespecíficos como lo hacen los humanos.
Los alemanes, que cooperaban muy bien entre sí, fueron unos genocidas de extraordinaria eficacia. Y lo hicieron de manera ‘revolucionaria’ porque privaron a buena parte de su población – y de la población europea como ha señalado Mazower – de su condición de seres humanos.
De ahí la importancia que tuvo desligar el reconocimiento de los bienes de la personalidad – que incluye el nombre y los derechos fundamentales o humanos – de la nacionalidad en las constituciones posteriores a la 2ª guerra mundial. Singularmente la Ley Fundamental de Bonn y la Constitución española – pero ya antes la Declaración Universal de Derechos Humanos – reconocen derechos a los extranjeros en medida semejante a los nacionales. La dignidad humana no estará, nunca más, asociada a la nacionalidad porque la deshumanización de un grupo racial, religioso o sexual se realiza más eficazmente previa privación a sus miembros de la nacionalidad si es ésta la que determina quién pertenece y quién no a la ‘tribu’ nacional. Una vez deshumanizados los judíos, dirá Arendt, los nazis pudieron traspasar cualquier límite a la “razón de Estado” y subvertir completamente la legalidad: “la maquinaria del Estado en su conjunto se impuso como tarea general lo que normalmente se consideran actividades delictivas”: el asesinato y la calumnia. Y las categorías jurídicas y morales de la culpabilidad – pensadas como veremos para enjuiciar la conducta individual – no se adaptan bien a casos que, históricamente, se tratarían como supuestos de ‘responsabilidad colectiva’.
Creía yo, pues, que la banalidad del mal se refería a que una vez que el grupo actúa coordinadamente, dividiéndose el trabajo y asignando cada tarea al especialista, el individuo y su identidad moral se diluyen. Y, obviamente, hay mucho de eso en el libro, sobre todo, cuando Arendt se refiere al intento de juzgar a los responsables directos del Holocausto tras la Segunda Guerra Mundial.
La “responsabilidad flotante, sin anclas, es la condición primera de los actos inmorales… que tienen lugar con la participación obediente o incluso voluntaria de personas normalmente incapaces de romper las reglas de la moralidad convencional”
resume Yuliana Leal, Hannah Arendt: el problema de la responsabilidad ante los crímenes de lesa humanidad en los regímenes totalitarios Mutatis Mutandis: Revista Internacional de Filosofía, núm. 10, 2018 (junio), pp. 9-30 citando a Bauman, Modernidad y Holocausto, 1997 que he leído someramente y que me ha decepcionado mucho: ni contiene hallazgos que superen los de Arendt ni proporciona buenas ‘explicaciones’ del Holocausto. Su empeño en considerar a la ‘modernidad’ como causa del que el Holocausto sería un efecto no es nada convincente. No compara con el Holodomor staliniano, por ejemplo, y no tiene en cuenta el estallido de la guerra sobre el objetivo genocida judío de los nazis. Este párrafo del libro resume la – endeble – tesis del autor: “No pretendo decir que la intensidad del Holocausto fuera determinada por la burocracia moderna o por la cultura de la racionalidad instrumental que ésta compendia y mucho menos que la burocracia moderna produce necesariamente fenómenos parecidos al Holocausto. Lo que quiero decir es que las normas de la racionalidad instrumental están especialmente incapacitadas para evitar estos fenómenos, que no hay nada en estas normas que descalifique por incorrectos los métodos de «ingeniería social» del estilo de los del Holocausto o que considere irracionales las acciones a las que dieron lugar. Insinúo además que el único contexto en el que se pudo concebir, desarrollar y realizar la idea del Holocausto fue la cultura burocrática que nos incita a considerar la sociedad como un objeto a administrar, como una colección de distintos «problemas» a resolver, como una «naturaleza” que hay que ‘controlar’… como un jardín… con… vegetación dividida en dos grupos: plantas cultivadas que se deben cuidar y malas hierbas que hay que eliminar. Y también insinúo que el espíritu de la racionalidad instrumental y su institucionalidad burocrática… hicieron que dichas soluciones resultaran razonables aumentando con ello las probabilidades de que se optara por ellas. Este incremento en la probabilidad está relacionado de forma más que casual con la capacidad de la burocracia moderna de coordinar la actuación de un elevado número de personas morales para conseguir cualquier fin, aunque sea inmoral”.
Con más extensión, Arendt explica esta idea recurriendo, en otro trabajo, a la “teoría del engranaje”
En el Tercer Reich, sólo había un hombre que tomaba y podía tomar decisiones y, por tanto, era políticamente responsable. Hitler Hitler, quien, por lo tanto, no en un ataque de megalomanía, sino con toda razón, se describió a sí mismo como el único hombre en toda Alemania que era insustituible. Todos los demás, de arriba abajo, que tenían algo que ver con los asuntos públicos, eran de hecho meras piezas del engranaje, lo supieran o no. ¿Significa esto que nadie más puede ser considerado personalmente responsable?
Responsabilidad colectiva, culpabilidad individual
Al parecer, Arendt subtituló así su libro porque la teoría del engranaje no tiene espacio en el marco de un proceso judicial donde se ventila, no la responsabilidad colectiva sino la culpabilidad individual del acusado. En otros trabajos Hanna Arendt, (Collective Responsibility, en Amor Mundi 1987) explica por qué puede hablarse de responsabilidad colectiva pero sólo de culpabilidad individual. La responsabilidad jurídica y moral es individual (“en el centro de las consideraciones morales – y, cabría añadir, jurídicas – de la conducta humana está el individuo; en el centro de las consideraciones políticas de la conducta está el mundo”) de manera que
“en el momento que un miembro de la mafia o de las SS o de cualquier organización delictiva o política aparece ante un tribunal, y afirma que era un ‘mandado’ que se limitaba a obedecer órdenes superiores y a hacer lo que todo el mundo estaba haciendo de la misma manera, aparece como un individuo y es juzgado de acuerdo con lo que él hizo. Es la grandeza del Derecho y del Proceso que incluso un diente en un engranaje puede volver a convertirse en una persona. Y lo mismo vale, incluso en mayor grado, para el juicio moral, para el que la excusa ‘mi única alternativa habría sido el suicidio no es tan convincente como lo es en un juicio ante un tribunal penal. No es un caso de responsabilidad, sino de culpabilidad”.
La responsabilidad colectiva es la de un conjunto de individuos y pesa sobre cada uno de ellos en cuanto miembros de un grupo que no puede disolverse – diríamos jurídicamente – por denuncia unilateral de cualquiera de sus miembros como son las comunidades políticas a diferencia de una “business partnership which I can dissolve at will”.
Añade que la responsabilidad colectiva – del grupo – en estos casos (la de Alemania por el holocausto, la de los Estados del Sur de EE.UU. por la esclavitud etc) es “política”: cada Estado – como corporación política – dice Arendt
“asume responsabilidad por lo malo y lo bueno que se hizo en el nombre de esa nación en el pasado. Incluso un gobierno revolucionario… Cuando Napoleón se convirtió en emperador de Francia dijo: asumo responsabilidad por todo lo que Francia hizo desde los tiempos de Carlomagno hasta el terror de Robespierre… todo eso se hizo en mi nombre en la medida en que yo soy miembro de esta nación y su representante político (‘of this body politic’). Es en este sentido en el que siempre somos responsables de los pecados de nuestros padres y recogemos el fruto de sus hazañas. Pero no somos culpables de sus faltas, ni moral ni jurídicamente ni podemos atribuirnos el mérito de sus actos”.
La responsabilidad individual (moral y jurídica) en estos grupos deriva de la participación individual en los actos colectivos – imputables políticamente al grupo – que se estén juzgando.
Así pues, la responsabilidad colectiva es siempre política y uno sólo puede escapar a ella abandonando la corporación (‘leaving the community’) lo que sólo puede hacerse entrando a pertenecer a otra nación (esta diferencia fundamental entre las corporaciones privadas y las naciones-Estado se proyecta, como se ve, en muchos ámbitos del análisis de las Sociedades humanas). De manera que los ‘apátridas’ “son absolutamente inocentes”. Nadie que pertenezca a alguna comunidad política – concluye Arendt – puede considerarse completamente inocente en el sentido de no responsable políticamente.
Es verdad que los miembros de una comunidad política no totalitaria disfrutan – dice Arendt – del derecho a “no participar” en la política nacional. Esta era una libertad de la que carecían los antiguos (porque la legitimidad de los regímenes políticos precontemporáneos se basaba en la participación, no en la democracia) y “que ha sido abolida de forma muy eficaz en un buen número de dictaduras del siglo XX, especialmente, en los totalitarismos”. En las democracias, la no participación (p. ej., negarse al servicio militar) es una forma de desobediencia o resistencia civil pero también política porque se ejerce colectivamente y con el objetivo de provocar un cambio en la política jurídica o económica del país. ¿Cómo valora Arendt la negativa a participar en la política de la propia nación? Incluso aunque esa negativa se base en razones morales (p. ej., alemanes que no se afiliaron al partido nazi y rechazaron puestos que les habrían obligado a contribuir a los objetivos hitlerianos)? Arendt considera que no se libran del
“reproche de irresponsabilidad, de escaquearse de los deberes de uno hacia el mundo y hacia la comunidad a la que pertenecemos… Ninguna norma de conducta moral, individual y personal, podrá eximirnos nunca de la responsabilidad colectiva. Esta responsabilidad indirecta por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias por cosas de las que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestras vidas por nosotros mismos, sino entre nuestros semejantes, y que la facultad de acción, que, después de todo, es la facultad política por excelencia, sólo puede actualizarse en una de las muchas y múltiples formas de comunidad humana”
Pero, como se verá más adelante, estos que se niegan a participar sí se que libran de la culpabilidad individual.
Banalidad como actuación no reflexiva
De manera que, en Eichmann en Jerusalén, lo que Arendt explica tiene que ver con la relación entre la responsabilidad colectiva de la nación alemana y la culpabilidad individual, jurídica y moral de cada individuo que participó, con acciones propias en el genocidio judío. La referencia a la banalidad del mal la explica Arendt diciendo que la conducta de Eichmann no fue producto de la reflexión y de haber hecho uso de su propia capacidad de juicio, sino al contrario, de la «pura y simple irreflexión»:
Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», (el examen de la interdependencia entre la irreflexión y la maldad) e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común.
La estrategia del Holocausto
Como dice Ruiz-Miguel, Eichmann decepcionó a Arendt. No le pareció un psicópata sádico. Más bien un funcionario público mediocre intelectualmente y solo preocupado por su carrera profesional. Es probable que Arendt se equivocara respecto del personaje. Pero el objetivo de Arendt no era realizar un retrato psicológico de los que estuvieron al frente del exterminio. Quería desvelar una ‘explicación’ de la tremenda eficacia de los nazis en el exterminio de los judíos. John Kay dice que los objetivos complejos han de perseguirse oblicuamente. Y los nazis persiguieron oblicuamente la exterminación de los judíos.
Inicialmente – Arendt insiste en ello una y otra vez en el libro – el objetivo declarado era una Alemania judenfrei, libre de judíos. Y Arendt explica que ese era el proyecto inicial de Eichmann: organizar eficientemente la salida de todos los judíos de Alemania (los nazis se enriquecieron extraordinariamente con el ‘impuesto a la salida’ que cobraban a los judíos por salir del país, un impuesto que alcanzaba la totalidad de los bienes de éstos).
Con el inicio de la guerra, la emigración deja de ser posible (no sólo se prohíbe sino que la mayoría de los posibles países de destino cierran sus fronteras) y la emigración se sustituye por la deportación. Se supone que a ciudades en el Este de Europa, no a campos de exterminio. Y, en fin, en la tercera fase de implementación de la estrategia, la deportación se convierte en el envío de todos los judíos de Europa a ser asesinados en campos de exterminio.
Prueba de la primera fase es la enorme salida de judíos de Alemania en los años inmediatamente anteriores a la guerra (hacia Palestina, pero no sólo); de lo segundo son las fantásticas historias sobre Madagascar y las numerosas referencias a los asentamientos que se habrían de construir en el este de Polonia. Para 1942/43 sin embargo, todo el mundo sabe (nos cuenta Arendt) que los judíos no son deportados. Son, simplemente, transportados a los emplazamientos de las cámaras de gas.
Arendt explica por qué Eichmann y los demás miembros de las SS siguieron empeñados en continuar enviando a decenas de miles de judíos a Treblinka o Auschwitz incluso cuando sabían que la guerra estaba perdida (1944) y Himmler había dado órdenes de detener las deportaciones. La voluntad del Führer era la única fuente del Derecho («Las órdenes del Führer… son el centro indiscutible del presente sistema jurídico” Theodor Maunz, 1943) y la orden de Himmler parecía en clara contradicción con la voluntad de Hitler, indudable, y, por tanto, sospechosa de ser una orden ilegal. En Political Responsibility under Dictatorship lo hace recurriendo a la distinción entre la ‘razón de Estado’ para justificar la comisión de un asesinato por un Estado y la ‘obediencia debida’ como causa de exculpación que no concurre, claro, cuando la orden es «manifiestamente ilegal». Dice Arendt que, «para Eichmann, que había decidido ser y seguir siendo un ciudadano respetuoso de la ley ciudadano del Tercer Reich, la bandera roja de la ilegalidad manifiesta ondeaba sobre las últimas órdenes dadas por Himmler en el otoño de 1944, según las cuales las deportaciones debían ser detenidas y las instalaciones de las fábricas de la muerte desmanteladas». Como la legalidad había sido subvertida y sustituida por un régimen criminal, Eichmann desobedeció la orden de Himmler de parar las deportaciones porque la orden era, en el marco del Derecho alemán vigente (la voluntad del Führer), manifiestamente ilegal: los hombres como Eichmann «acted under conditions in which every moral act was illegal and every legal act was a crime».
La eficacia de la estrategia exterminadora en términos de acción colectiva
De manera que los jerarcas nazis persiguieron el objetivo de manera oblicua. ¿Qué utilidad tenía hacerlo? Enorme para la eficacia del grupo en lograr el objetivo.
En primer lugar, la exposición pública de un falso objetivo de las medidas contra los judíos (se trataba, desde el principio, de exterminarlos) permitió a los nazis callar la conciencia de la población civil. Arendt explica con detalle cómo se salvaron los judíos daneses – y alemanes refugiados en Dinamarca – por la firme decisión del gobierno danés de no colaborar con las SS (de nuevo, no sé si eso es históricamente así, pero a Arendt le importa porque es un puntal para su tesis). Si los alemanes de a pie se hubieran comportado como los daneses, la población alemana habría salvado a los judíos alemanes. Y no hay por qué creer que los alemanes eran peores que los daneses. Es decir, muchos más alemanes se habrían resistido a colaborar y habrían escondido y ayudado a huir a los judíos si hubieran sabido desde el comienzo de la guerra que el objetivo era gasearlos. Recuérdese que intelectuales tan razonables como Karl Larenz justificaron las leyes que discriminaban a los judíos (y que los convertían en apátridas sin derechos de ciudadanía). Seguro que Larenz no habría apoyado el genocidio. En los turbulentos años treinta del siglo XX, recuérdese, las normas eugenésicas eran ampliamente aprobadas por la población y el antisemitismo extendido permitía predecir poca resistencia a la promulgación de normas discriminatorias para los judíos.
El libro de Viktor Klemperer, La lengua del Tercer Reich es muy útil para entender lo ‘comprensiva’ que puede ser la población de un país con la promulgación de normas claramente discriminatorias (que degradan a la condición de inferiores a un sector de la población) siempre que pueda estar razonablemente segura de que no se le aplicarán a ella porque los destinatarios de las normas son un grupo definido por una característica inalterable. Arendt, en Political Responsibility under Dictatorship no distingue entre los judíos y la población general respecto de la aceptación de tales medidas: «el exterminio de los judíos fue precedido por una secuencia muy gradual de medidas antijudías, cada una de las cuales fue aceptada con el argumento de que la negativa a cooperar cooperar empeoraria la situacion, hasta que se llego a una etapa en la que nada peor podría haber ocurrido». Las medidas antijudías fueron aceptadas por la población en general porque no perjudicaban a ésta y el antisemitismo y la superioridad aria eran ideas extendidas.
Más importante – y esto se logró, como se verá, del mismo modo – era asegurar que los funcionarios públicos encargados del proceso de exterminio ‘cumplieran con su deber’. Como en la historia de la rana sumergida en agua progresivamente más caliente, los funcionarios de las SS acabaron ‘tragando’ con decisiones cada vez más atroces (ventana de Overton). Arendt dedica bastantes pasajes a explicar cómo los líderes nazis crearon una épica acerca de que se trataba de hacer algo que había que hacer con el mayor rigor y que solo gente como los miembros de las SS tenían un sentido del deber suficientemente intenso como para no discutirlo. No en vano, los valores morales de la lealtad, la obediencia a los superiores y la disciplina fueron preponderantes en la épica nazi (Bauman: “la noción de responsabilidad cambió de significado para los ciudadanos alemanes que participaron en el Holocausto, en la medida en que ésta pasó a significar la obligación de obedecer la voz del Führer y llevar a cabo sus decisiones como si fueran propias” porque sólo tal cumplimiento garantizaba la salvación de la patria).
Mutatis mutandis, recuerda a la retórica que emplean los grupos políticos que justifican las acciones terroristas cuando hablan del conflicto y de la socialización del dolor inevitable si se pretende defender la propia patria y califican de gudaris a los que no tienen frenos morales para pegar un tiro en la nuca a un vecino o para tener enterrado vivo a un paisano durante 500 días.
En Political Responsibility under Dictatorship, Arendt explica
… lo que había comenzado en las fases iniciales con personas políticamente neutrales que no eran nazis pero cooperaban con ellos, sucedió en las últimas fases con los miembros del partido e incluso con las formaciones de élite de las SS: había muy pocas personas, incluso en el Tercer Reich, que estuvieran de acuerdo incondicionalmente con los últimos asesinatos cometidos por el régimen y un gran número que, sin embargo, estaban perfectamente dispuestas a cometerlos.
Esas acciones eran ‘necesarias’ porque Alemania estaba luchando por su supervivencia como nación. Además, se dice, se trataba de ‘despersonalizar’ el exterminio de manera que los alemanes, individualmente, pudieran no considerarse responsables; de administrativizar el asesinato dirá Arendt, de movilizar a todo el pueblo porque “donde todos son culpables, nadie puede ser juzgado”.
El tercer objetivo de esa estrategia ‘oblicua’ era conseguir la cooperación de las víctimas. A esta cuestión dedica buena parte del libro Arendt y lo desarrollará después en otras obras suyas. Esta cooperación por parte de los judíos se produjo a nivel individual (en los campos de exterminio, la ‘gestión’ estaba asignada a judíos, lo que permitió a los nazis ‘economizar’ extraordinariamente en el número de nazis necesario para la llevanza a efecto de la matanza) pero de esta cooperación individual de las víctimas no se ocupa Arendt en Eichmann en Jerusalén y, como dice una comentarista esa colaboración deshumanizadora ha sido descrita extraordinariamente por Primo Levi y por Bauman: “en los campos de concentración y exterminio las víctimas son sometidas a través de múltiples mecanismos de deshumanización a colaborar con su propia aniquilación y la de otros, quitándoles, como diría Primo Levi, la consciencia de saberse inocentes…”. Nadie se ofrece voluntariamente para entrar en una cámara de gas. Pero cuando hay una alternativa a ser inmediatamente gaseado, se entiende que los judíos internados en esos campos colaboraran en el funcionamiento de las cámaras y en la gestión del sufrimiento de sus compañeros. Hanna Arendt, en otro trabajo, explica el dilema contado por la madre judía en “La decisión de Sophie”.
Pero, como digo, la colaboración que interesa a Arendt en Eichmann en Jerusalén es la que se produjo a nivel ‘institucional’ a través de los Consejos Judíos para seleccionar a los judíos que serían enviados a los campos de exterminio. Y en este punto, creo que lo que se ha expuesto hasta aquí permite iluminar el objetivo y el razonamiento de Arendt: los Consejos Judíos no estaban colaborando con las SS en gasear a sus miembros. Cuando la cooperación se estableció, el objetivo era el primero de los tres que he descrito más arriba: ordenar la emigración (Arendt dedica varias páginas a explicar lo orgulloso que estaba Eichmann de cómo había puesto en marcha un procedimiento que permitía a los judíos obtener todos los documentos necesarios para emigrar) y, a partir de ahí, una vez en vigor las leyes que convertían a los judíos en apátridas, para seleccionar a los que serían deportados (no a los que serían gaseados). Con esa consecuencia en la cabeza, o más bien, como dirá Arendt en otros lugares, con la “esperanza” de que esa fuera la consecuencia de la cooperación con las SS, la cooperación con las autoridades nazis por parte de los Consejos Judíos se hace más explicable y, a fortiori, también se entiende la obediencia (el apoyo, dirá Arendt) de los funcionarios públicos y la pasividad de la población general alemana.
Piénsese en el caso de los ciudadanos norteamericanos de origen japonés que fueron internados en campos por las dudas sobre su lealtad durante la 2ª Guerra Mundial: ¿creían los estadounidenses de origen japonés que fueron encerrados en esos campos que su destino final era ser gaseados? ¿Creían el resto de los norteamericanos que esos conciudadanos suyos serían gaseados o solamente retenidos mientras durase la guerra? ¿Tuvieron problemas morales los funcionarios públicos norteamericanos que ejecutaron la política de internamiento dictada por Roosevelt? Si hubieran pensado que los gasearían tras matarlos de hambre o a trabajar ¿habrían mostrado resistencia los unos a ser encerrados y los otros habrían ejecutado las órdenes o permitido a su gobierno hacer tal cosa? Creo que la respuesta es un ‘no’ rotundo. Pero si Roosevelt hubiera sido un totalitario (como el presidente de La Conjura contra América), habría utilizado la misma estrategia que los nazis emplearon y que Arendt describe in extenso en Eichmann en Jerusalén.
La eficacia del “sistema” diseñado por Heydrich para organizar el Holocausto se revela en que para cuando todo el mundo supo que todos los judíos deportados lo eran a campos de exterminio (eran asesinados inmediatamente después de llegar al campo), la cooperación de los consejos judíos dejó de ser necesaria y la protección por parte de autoridades locales o de los propios aliados, se tornó más eficaz. Al fin y al cabo, ya no quedaban judíos alemanes que gasear. Se trataba de los judíos húngaros, de los de Tesalónica o de los franceses, holandeses o belgas, daneses o italianos. Y solo las autoridades francesas – en escasa medida – y sobre todo las húngaras, rumanas, croatas y griegas ayudaron a las SS a deportar a sus propios conciudadanos de raza judía. Ni Mussolini lo hizo. Al contrario, protegió frente a la deportación a los que venían huyendo de Francia. Y es sabido que Franco ayudó a muchos judíos a salir de Budapest. No es gratuito que Arendt dedique la mayor parte del libro a explicar la suerte de los judíos en todos los territorios europeos que fueron ocupados por los nazis antes y durante la guerra.
La defensa de Arendt frente a sus críticos
En el artículo que escribió para responder a sus críticos, Arendt dice que los horrores de los campos de exterminio no se comprenden sin la “desintegración moral” de la sociedad alemana en los años previos a la guerra.
Sin tener en cuenta la quiebra casi universal, no de la responsabilidad personal, sino del propio juicio en las primeras etapas del régimen nazi, es imposible entender lo que realmente ocurrió. Es cierto que muchas de estas personas se desencantaron rápidamente, y es bien sabido que la mayoría de los hombres del 20 de julio de 1944 (fecha del atentado contra Hitler), que pagaron con sus vidas su conspiración contra Hitler, habían estado relacionados con el régimen en algún momento. Sin embargo, creo que esta temprana desintegración moral de la sociedad alemana, apenas perceptible para el observador externo, fue como una especie de ensayo general de su desintegración total, que ocurriría durante los años de la guerra…
Pues bien, la desintegración moral total de la sociedad alemana fue posible porque los nazis no empezaron su tarea de exterminio en 1933 construyendo un Treblinka en un barrio de Berlín o Hamburgo. Empezaron promulgando leyes que privaban de la nacionalidad alemana a los judíos y los discriminaban en la vida pública y privada. Hasta un Larenz podía vivir con eso y seguir cooperando con el régimen. No hacía falta un Eichmann. Para lo que hacía falta un Eichmann era para ‘pasar a las siguientes fases’ (deportación, exterminio) cumpliendo fielmente ‘su deber’.
Arendt fue criticada en dos planos: no había descrito adecuadamente a Eichmann y había sido muy injusta con los consejos judíos que no habrían tenido otra opción (v., Michael Ezra, The Eichmann Polemics: Hannah Arendt and Her Critics, Democratiya 9 | Summer 2007). Arendt – según se desprende del trabajo recopilatorio de Ezra – no se defendió de la primera acusación. Probablemente porque, al igual que con los hechos históricos, una adecuada caracterización psicológica de Eichmann no era relevante. Si no hubiese sido Eichmann habría sido cualquier otro. Eichmann era intercambiable (hay muchos pasos en el libro dedicados a las rivalidades administrativas entre los miembros de las SS en la ‘gestión’ del Holocausto). Pero sí se defendió de la segunda. En un intercambio epistolar con Scholem, el erudito judío experto en la Cábala, Arendt dice que los consejos judíos podrían haber hecho algo distinto a lo que hicieron: nada. No haber colaborado con los nazis. Y, a través del ejemplo belga, holandés y danés – que opone al caso húngaro – pretende dar por demostrado que el número de víctimas habría sido muy inferior. La fuerza del párrafo correspondiente es brutal:
Dije que no había posibilidad de resistencia, pero existía la posibilidad de no hacer nada. Y para no hacer nada no hacía falta ser un santo, bastaba con decir: Soy un simple judío y no deseo desempeñar ningún otro papel…. Estas personas seguían teniendo una cierta y limitada libertad de decisión y de acción. Del mismo modo que los asesinos de las SS también poseían, como ahora sabemos, una elección limitada de alternativas. Podían decir: «Deseo ser relevado de mis deberes asesinos», y no les pasaba nada. Puesto que estamos tratando de política de hombres, y no de héroes o santos, es esta política de ‘no participación’… la que es decisiva si empezamos a juzgar, no al sistema, sino al individuo, sus elecciones y argumentos.
Y, en Political Responsibility under Dictatorship, explica más detalladamente la inmoralidad de las políticas del «mal menor» cuando existe la opción de no cooperar en modo alguno con el mal y la moralidad de la no participación:
los no participantes eran aquellos cuya conciencia no funcionaba de este modo, por así decirlo, automático, como si dispusiéramos de un conjunto de reglas aprendidas o innatas que luego aplicamos al caso particular según se presenta, de modo que cada nueva experiencia o situación ya está prejuzgada y sólo necesitamos actuar conforme a lo que aprendimos o poseíamos de antemano. Su criterio, creo, era otro: se preguntaban hasta qué punto podrían seguir viviendo en paz consigo mismos después de haber cometido ciertos actos; y decidieron que sería mejor no hacer nada, no porque entonces el mundo cambiaría a mejor, sino simplemente porque sólo en esta condición podrían seguir viviendo consigo mismos. De ahí que también eligieran morir cuando se vieron obligados a participar. Por decirlo crudamente, se negaron a asesinar, no tanto porque siguieran aferrados al mandamiento «No matarás», sino porque no estaban dispuestos a convivir con un asesino: ellos mismos… los no participantes en la vida pública bajo una dictadura son aquellos que han rechazado apoyarla rehuyendo los puestos de «responsabilidad» en los que se requiere ese apoyo al régimen bajo el manto de la obediencia a la ley
Y aquí, de nuevo, Arendt recurre a los costes de la acción colectiva para justificar a los que decidieron no participar. No se les podía pedir más. Para exigir a estos no-participantes levantarse contra un Estado criminal, hace falta un mínimo de «poder político». O sea, que los costes de acción colectiva de todos los ‘no-participantes’ no sean demasiado elevados. Y la estrategia de los nazis resultó igualmente eficaz para elevar los costes de aquellos, en la población general, que podrían haber levantado su voz contra las medidas antijudías: no les obligaron a ejecutarlas ellos mismos y les engañaron, al menos durante un tiempo, sobre el verdadero objetivo asesino del régimen.
Así pues, los miembros de los Consejos Judíos fueron, también para Arendt, víctimas de la ‘esperanza’ y del miedo. De la esperanza en que, simplemente, estaban colaborando con el diablo para salvar la vida de los judíos deportados y de los que quedaban, que no estaban, como realmente ocurrió estableciendo el orden de entrada en la cámara de gas. Arendt había explicado en una columna que escribía para una revista judía, que, efectivamente, eso es lo que había ocurrido en Varsovia en 1942:
‘Comenzó el 22 de julio de 1942. Ese día, el presidente del «Consejo Judío», el ingeniero [Adam] Czerniaków, se suicidó porque la Gestapo le había exigido que suministrara de seis a diez mil personas cada día para ser deportadas. Había medio millón de judíos en el gueto y la Gestapo temía la resistencia armada o pasiva. Nada de eso ocurrió. De veinte a cuarenta mil judíos se ofrecieron como voluntarios para la deportación, ignorando los volantes distribuidos por el movimiento clandestino polaco advirtiendo en contra. La población estaba «atrapada entre el miedo y la febril esperanza». Algunos esperaban que «evacuación» significara solo reasentamiento, otros esperaban que tales medidas no los afectaran. Algunos temían que la resistencia significara una muerte segura; otros temían que la resistencia fuera seguida de una ejecución masiva del gueto; y dado que la opinión judía en general estaba en contra de la resistencia y prefería las ilusiones, los pocos que querían luchar rehuían asumir esa responsabilidad.
Los grupos cuya destrucción es el objetivo de otro grupo humano necesitan, en mucha mayor medida que los opresores, coordinarse, cooperar entre sí, actuar colectivamente si han de tener alguna posibilidad de resistir eficazmente. En una reciente conversación con Bari Weiss, el rabino Daniel Gordis explica que la consecución por los judíos del Estado de Israel elevó extraordinariamente la capacidad para la acción colectiva de los judíos. Nunca más, explica Gordis, una política dirigida contra los judíos podría desplegarse sin que por parte de éstos se produjera una reacción eficaz. La coordinación entre los judíos es mucho más fácil y eficaz una vez que se dispone de un Estado por precario que sea. Los nazis, al ‘cooptar’ a los Consejos Judíos al inicio de la implantación de la política judía del III Reich, conjuraron cualquier posibilidad de reacción colectiva por parte de los judíos. Los órganos «sociales» de estas corporaciones estaban dedicados a minimizar el castigo, no a coordinar la resistencia. Como dice Arendt, «Los alemanes hicieron un uso meticuloso de la esperanza y el miedo» de sus víctimas o, en otros términos, aprovecharon bien los costes para la acción colectiva que soportaban los judíos y no solo los judíos, también los de la población general para reaccionar frente a políticas genocidas.
Foto: JJBOSE