Por Jesús Alfaro Águila-Real
V., para lo que sigue: Carlos Vargas Vasserot/Enrique Gadea Soler/Fernando Sacristán Bergia, Derecho de las sociedades cooperativas. Introducción, constitución, estatuto del socio y órganos sociales, Madrid, 2014, p 106 ss; el volumen colectivo, Marina Aguilar Rubio y Carlos Vargas Vasserot (Directores), Daniel Hernández Cáceres (Coordinador), Los principios cooperativos y su incidencia en el régimen legal y fiscal de las cooperativas, 2024 (dentro de él, especialmente Manuel Paniagua Zurera, El capital social en la sociedad cooperativa y El régimen económico de la sociedad cooperativa); y Manuel Paniagua Zurera, La transformación y los retos de la legislación cooperativa postconstitucional: del control político a la pluralidad empresarial, 2018. Sobre el ánimo de lucro en el contrato de sociedad escribí en el Almacén unas Notas para una revisión de la cuestión del ánimo de lucro y el concepto de sociedad, Almacén de Derecho, 2024 de las que esta entrada constituye un desarrollo. También está relacionada con esta entrada la titulada Lo que podemos aprender de las mutuas para entender mejor las sociedades anónimas: «el otro vínculo» de los miembros de una corporación, Almacén de Derecho, 2023, que analiza la ‘naturaleza jurídica’ de la mutua y su carácter societario. También, Mª José Morillas Jarillo, Concepto y clases de cooperativas, pp. 116 ss en Peinado/Vázquez (dirs), Tratado de dereho de cooperativas, tomo I, 2013 (hay una edición posterior, 2019).
Introducción
La cooperativa es sociedad y es corporación. Es una corporación societaria. Su especificidad radica en la naturaleza del vínculo que une a sus miembros con la entidad. A diferencia de la sociedad anónima, donde el nexo entre el accionista y la sociedad se agota en el contrato de sociedad, el cooperativista está unido a la cooperativa por un doble vínculo. Esto implica que no solo es miembro de la cooperativa —esto es, socio de una corporación societaria (en adelante, relación societaria)—, sino que es también parte de un contrato de trabajo, de suministro o de compraventa, dependiendo de que se trate de una cooperativa de trabajo asociado, de una cooperativa de producción (por ejemplo, agrícola) o de una cooperativa de consumo como las de vivienda o consumo minorista (en adelante, relación cooperativizada).
Este doble vínculo es un rasgo estructural: la relación societaria y la relación cooperativizada están indisolublemente unidas, al menos en las cooperativas que responden al modelo tradicional. De esta forma se articulan los valores o principios cooperativos. Así, en las cooperativas de trabajo asociado, el vínculo laboral es presupuesto de la condición de socio; en las cooperativas agrarias, lo es el suministro de productos; en las de consumo, la adquisición de bienes o servicios. La pertenencia a la cooperativa (membrecía) no se justifica por la mera aportación de capital, sino por la participación activa en la actividad cooperativizada. Esta característica distingue a la cooperativa de las sociedades de capital, donde la condición de socio se adquiere y conserva exclusivamente por la titularidad de acciones o participaciones, esto es, por haber realizado, y en la medida en que se ha realizado, una aportación al capital.
La caracterización de la cooperativa como corporación societaria justifica la aplicación de las normas propias de las sociedades anónimas en los aspectos relativos a la estructura orgánica y a la formación de la voluntad de la cooperativa.
Así, por ejemplo, el artículo 2516 del Codice Civile italiano extiende a las sociedades cooperativas las disposiciones relativas a los aportaciones, las prestaciones accesorias, la junta general, los administradores, las cuentas, el balance y la liquidación de las sociedades anónimas.
Ahora bien, la cooperativa se distingue de la sociedad anónima en la causa del negocio jurídico: la finalidad económico-social que justifica la adhesión a la cooperativa no es la obtención de beneficios en proporción a la aportación de capital, sino la satisfacción de necesidades del cooperativista mediante la participación activa en una actividad económica organizada en común.
No creo necesario a los efectos de esta exposición abordar el carácter de las cooperativas como sociedades con «un fin de lucro limitado» y orientadas a la «satisfacción de intereses generales» que se encuentran en las exposiciones al uso v., por todos, Manuel Paniagua, Derecho mercantil, 2024.
El doble vínculo explica, pues, la diferente ‘causa’ de la cooperativa respecto de la sociedad anónima y explica también su ‘estructura democrática’ ya que todos los cooperativistas tienen, en principio, un vínculo cooperativo igual a los demás mientras que los accionistas de una sociedad anónima no realizan idéntica aportación al capital social. De ahí que la retribución del cooperativista se vincule a la relación cooperativizada (mayor o menor salario, mayor o menor precio por los productos cooperativizados). Como las cooperativas pueden tener capital, a este se le aplica, con muchos matices, el régimen del capital previsto para las sociedades de capital. El cooperativista que se separa puede solicitar su reembolso en caso de baja.
Hacer compatible la relación cooperativizada con la de miembro de la cooperativa puede ser complicado, especialmente en lo que respecta a la extinción de uno de los vínculos y sus efectos sobre el otro, así como a la determinación de la jurisdicción competente para resolver los conflictos derivados de dicha extinción. El caso de la cooperativa LITTERATOR SCOOP, resuelto por la Audiencia Provincial de Madrid en su sentencia de 4 de abril de 2025, ilustra estos problemas. Una socia trabajadora fue sancionada con la expulsión por el consejo rector de la cooperativa, decisión que fue impugnada ante la jurisdicción social. El Juzgado de lo Social declaró nulo el acuerdo de expulsión por falta de prueba de las infracciones imputadas y ofreció a la cooperativa la opción entre readmitir a la trabajadora o extinguir la relación laboral con abono de una indemnización. La cooperativa optó por esta última. La cuestión jurídica central residía en determinar si, extinguida la relación laboral, subsistía la condición de socia. La demandante sostenía que, al haberse anulado el acuerdo de expulsión y no haberse tramitado un expediente de baja obligatoria, su vínculo societario permanecía vigente, lo que le confería derecho a percibir los anticipos cooperativos correspondientes. La Audiencia, sin embargo, consideró que la extinción del contrato de trabajo comportaba necesariamente la pérdida de la condición de socia trabajadora. Esta configuración plantea, además, problemas de coordinación entre jurisdicciones. El artículo 87 de la Ley de Cooperativas establece que las cuestiones referidas al socio trabajador “en condición de tal” corresponden a la jurisdicción social, mientras que los conflictos no basados en la prestación de trabajo se atribuyen a la jurisdicción civil. El caso LITTERATOR SCOOP ilustra esta dificultad: la impugnación del acuerdo de expulsión fue resuelta por la jurisdicción social, pero la reclamación de anticipos cooperativos posteriores a la extinción laboral planteaba una cuestión de naturaleza societaria, que debía resolverse por los juzgados de lo mercantil. V. la SAP Madrid 4 de abril de 2025 resumida y comentada en El doble vínculo del cooperativista: consecuencias de la extinción del contrato de trabajo sobre la condición de socio de la cooperativa. V., también, SAP Murcia de 12 de noviembre de 2020, ECLI:ES:APMU:2020:2283, respecto a la transmisión del riesgo en las compraventas de la cosecha entre un agricultor y la cooperativa que establece la doctrina que el contrato correspondiente se rige, no por el Código civil o de Comercio, sino por lo establecido en los estatutos de la cooperativa; o la SAP Granada de 13 de noviembre de 2020, ECLI:ES:APGR:2020:1748, en la que se decide sobre la expulsión de un agricultor de la cooperativa por incumplir la obligación impuesta en los estatutos de vender la totalidad de su cosecha a la cooperativa; V., también la SJM de San Sebastián de 26 de noviembre de 2000, ECLI:ES:JMSS:2020:4094).
La discusión acerca de la naturaleza societaria de la cooperativa
La doctrina española sobre la “naturaleza jurídica” de la cooperativa se ha centrado en “si es o no una sociedad, algo que normalmente se pretende relacionar con la teórica carencia de ánimo de lucro” (v., Morillas, Concepto, p 118 ss). El Derecho español de cooperativas califica a estas como “sociedades” (v. art. 129.2 CE, art. 1. LCoop). El artículo 54 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) incluye las “sociedades cooperativas” en el ámbito de aplicación de la libertad de establecimiento y en la equiparación de las personas jurídicas a las personas físicas a efectos de esta libertad de circulación.
Al respecto, v. la STJUE Panayi de 14 de septiembre de 2017 en la que se trataba de decidir si un trust de Derecho inglés era una «sociedad o persona jurídica» a los efectos de dicho precepto. Siguiendo las Conclusiones de la Abogado General, señala el Tribunal que «este concepto de «demás personas jurídicas» comprende una entidad que disfruta de derechos y obligaciones que le permiten actuar como tal en el tráfico jurídico de que se trate, pese a que carezca de una forma jurídica específica, y que persigue un fin lucrativo». En sus Conclusiones, la Abogado General Kokkot añadió que el concepto de «sociedad» y «personas jurídicas» en el art. 54 TFUE es un concepto de Derecho Europeo que no puede depender de lo que los Estados miembro califiquen específicamente como «personas jurídicas» o «sociedades» porque eso implicaría que “el legislador nacional podría ampliar o restringir a voluntad el ámbito de aplicación de la libertad de establecimiento y de la libre prestación de servicios con la simple concesión o retirada de la personalidad jurídica”. De esta sentencia y de las Conclusiones de la AG se deduce que, a efectos de la libertad de establecimiento, el concepto relevante es el de entidad con personalidad jurídica —patrimonio separado— de sus miembros o individuos que actúan por su cuenta (en el caso de entidades como el trust que carecen de miembros).
Una parte de la doctrina, sin embargo, considera que el hecho de que el legislador se refiera a las cooperativas como sociedades “no es determinante” para su calificación dogmática. Y que lo relevante es qué régimen supletorio será aplicable en caso de que haya una laguna en la legislación ‘sectorial’ o sea necesario interpretar una norma del Derecho de cooperativas o concretar el alcance de las “relaciones mutualistas que realizan los socios con la cooperativa”.
Esta observación lleva a algunos autores a explorar la calificación de las cooperativas como asociaciones sobre la base de la ausencia de ánimo de lucro en los cooperativistas frente al ánimo de lucro que se considera esencial en el contrato de sociedad: “de modo que si las cooperativas no tienen ánimo de lucro… y éste es el elemento diferenciador entre sociedades y asociaciones” (también en los artículos 35 y 36 CC cuando distingue entre asociaciones de interés general y asociaciones de interés particular), las cooperativas tienen que ser consideradas como asociaciones porque, además, “tienen un evidente interés público que justifica su fomento por parte de la Administración”.
Vargas et al, Sociedades cooperativas, p. 111 ss, que califican en p. 112 esta “postura” como mayoritaria “hasta hace unas décadas” y “ligada a una concepción restrictiva del concepto de sociedad” en la que el ánimo de lucro se considera de la esencia de la sociedad y apoyada en el art. 124 C de c que no las calificaba como sociedades y al hecho de que la LA1887 sí las incluyera. Pero inmediatamente, estos autores reconocen que no hay regulación sustantiva de las cooperativas en dicha ley. V. también Morillas, Concepto, pp. 119-122.
Esta posición es hoy minoritaria y probablemente con razón. La Ley Orgánica del Derecho de Asociación (LODA) excluye a las cooperativas de su ámbito de aplicación (art. 1.4) y lo hace, según la Exposición de Motivos, porque se limita a regular las asociaciones sin fin de lucro. Sin embargo, de los artículos 5.1 y 7.1 LODA se deduce que el ánimo de lucro al que se refiere la LODA es el “subjetivo” (el de ‘repartir entre los miembros las ganancias’), no el objetivo: las asociaciones pueden desarrollar actividades económicas y obtener ganancias. Lo que no pueden es repartirlas entre los asociados, ni estos tienen derechos sobre las ‘reservas’ correspondientes cuando abandonan la asociación (cuota de liquidación).
Pues bien, sobre esta base, los autores afirman que “el reconocimiento legislativo del carácter societario de la cooperativa … con un régimen jurídico que se acerca cada vez más al de las sociedades capitalistas” ha llevado a algunos autores a rechazar tanto la calificación de la cooperativa como sociedad como la calificación como asociación. Sería un fenómeno jurídico “autónomo” respecto de otros “fenómenos asociativos” y estaría “a mitad de camino entre las asociaciones y sociedades”. Según esta posición, las cooperativas no son sociedades porque carecen de ánimo de lucro y son diferentes de las asociaciones porque no persiguen un interés público lo que las metería en el ‘saco’ de las “asociaciones privadas de interés particular” del art. 35.1 CC. En fin, dentro de este grupo, otros autores consideran la cooperativa como un tertium genus entre “una asociación de interés público y… una… de interés particular”.
Para resolver la cuestión, se recurre a ‘reinterpretar’ el ánimo de lucro en el artículo 116 C de c (pero recuérdese el artículo 325 C de c: “con ánimo de lucrarse en la reventa” y que el término no aparece en el artículo 1665 CC, que se refiere al “ánimo de partir entre sí las ganancias” que resultan de la puesta en común de las aportaciones). Así, se amplía el concepto de lucro para incluir “el ahorro de gasto por la adquisición de productos o servicios proporcionados por las cooperativas de consumo y las condiciones más favorables de trabajo en las cooperativas de producción”. Esta vía no les parece adecuada a la mayoría de los autores porque
“del artículo 1665 CC … se desprende claramente la necesidad del ánimo de distribuir y para poder distribuir es necesario que haya un incremento patrimonial positivo y no sólo ahorros, economías o reducción de gastos aprovechados por los socios no en virtud del reparto”.
Los autores cuya exposición seguimos rechazan ampliar el ánimo de lucro porque se corre el riesgo de “desnaturalizarlo” ya que el “lucro societario propiamente dicho sólo existe cuando (la cooperativa) opera con sujetos no socios y así, si la cooperativa no realiza su actividad cooperativizada con terceros, la única posibilidad que tiene la cooperativa de generar excedentes/ganancias es a costa de los propios socios, lo que casa mal con la causa societatis”. En fin, se añade, un concepto estricto de ánimo de lucro hace sistemáticamente coherente la legislación de sociedades con la de asociaciones.
La causa societatis en la cooperativa
Una estrategia alternativa consiste en crear el concepto de sociedad como figura básica y simple y reservar el ánimo de lucro para los tipos ‘sociedad civil’ y ‘compañía mercantil’.
Según esta tesis, hoy ampliamente dominante entre nuestros autores, los elementos del concepto de sociedad son dos (o tres): acuerdo voluntario para perseguir un fin común con la contribución de todos los miembros a dicho fin. Cualquier fenómeno que reúna estos elementos entraría en el concepto de sociedad aunque, si no hay ánimo de lucro, no podría calificarse como sociedad civil o compañía mercantil en sentido estricto. Pero tal observación es poco relevante porque el régimen jurídico del concepto de sociedad es el del tipo de la sociedad civil y la compañía mercantil del que habría que excluir, únicamente, las reglas legales fundadas en la suposición de que los socios actúan con ánimo de repartirse las ganancias.
A este argumento, la tesis Paz-Ares/Girón añade el de la ‘interpretación auténtica’ realizada por el legislador en otras leyes posteriores a los códigos en las que se renuncia al ánimo de lucro para definir nuevos tipos societarios como la agrupación de interés económico (AIE), las sociedades de garantía recíproca, las sociedades anónimas y limitadas … cuyas leyes rectoras no exigen ánimo de partir las ganancias entre los socios.
En realidad, en la AIE, los socios sí tienen ánimo de lucro. Es la AIE la que no lo tiene.
La doctrina mayoritaria concluye que la cooperativa es una sociedad a la que se aplican los principios societarios (igualdad de trato, prohibición de pactos leoninos, deberes de lealtad y contribución) y, en particular, las reglas correspondientes a las sociedades de estructura corporativa (estatutos, órganos).
Vargas et al, Sociedades cooperativas, p. 121.
En lo que sigue, intentaré ensayar, siguiendo a la doctrina mayoritaria en el ámbito de las cooperativas, una explicación de la particular causa societatis de las cooperativas basada en su naturaleza de corporaciones societarias de ‘doble vínculo’. Creo que esa es la vía para resolver el problema del ánimo de lucro.
A mi juicio, lo que distingue a la cooperativa dentro de los fenómenos societarios es que el reparto de los beneficios o ventajas que resultan de la asociación entre sí de los cooperativistas se articula, no a través del contrato de sociedad y la ‘puesta en común‘, sino a través del ‘otro vínculo’ que une al cooperativista con la sociedad cooperativa, otro vínculo que no existe en el contrato de sociedad civil o de compañía mercantil en las que el reparto de las ganancias se realiza a través de la “distribución del resultado” o de la liquidación del contrato a su terminación.
Las cooperativas son sociedades con una causa societatis particular
porque son sociedades sin ánimo de lucro ‘para sí mismas’ en el sentido de que el objetivo que lleva a su constitución no es generar beneficios con las aportaciones realizadas por los socios-cooperativistas, esto es, con los ‘bienes, dinero o industria’ puestos en común, sino maximizar la contraprestación que reciben los cooperativistas a través del ‘otro vínculo’ que es la relación cooperativizada.
La causa de una cooperativa es la misma que de cualquier contrato de sociedad —la consecución de un fin común— a la que se añade, que “el fin común se cumple con la participación directa de los socios en el desarrollo del objeto social”. O sea, que en las sociedades civiles y mercantiles la “contribución al fin común” adopta la forma de “puesta en común” (art. 1665 CC: “dos o más personas se obligan a poner en común dinero, bienes o industria”) mientras que, en la cooperativa, la contribución al fin común consiste en celebrar —y obligarse en los términos correspondientes— el ‘otro contrato’ que caracteriza (doble vínculo) la posición del cooperativista (contrato de trabajo en las cooperativas de trabajo asociado, contrato de compraventa en las de consumo o vivienda, contrato de suministro en las cooperativas agrícolas, etc.).
En estos términos, el “misterio” del ánimo de lucro de las cooperativas parece aclararse. En las cooperativas que podríamos llamar ‘clásicas’, la retribución que reciben los socios cooperativistas no proceden de las inexistentes ganancias de la cooperativa. Proceden de la contraprestación que reciben a cambio de la suya —la actividad cooperativizada—. El socio de una cooperativa de trabajo asociado, en principio, solo recibe de la cooperativa su salario. La cooperativa, pues —como dice el artículo 2.2 de la Ley de Agrupaciones de Interés Económico—, “no tiene ánimo de lucro para sí misma”, es decir, no pretende obtener ganancias. Los cooperativistas sí. Pero no a través del contrato de sociedad —de la puesta en común— sino a través del ‘otro vínculo’ con la cooperativa. Por tanto, puede decirse que en la cooperativa no hay ánimo de lucro, en el sentido en el que lo hay (presuntivamente) en una sociedad civil o mercantil, ni en sentido objetivo —la cooperativa no trata de obtener ‘beneficios’ en sentido estricto— ni en sentido subjetivo —los cooperativistas no han constituido la sociedad cooperativa con ánimo de partir entre sí unas ganancias inexistentes—.
La ‘mutación’ de la cooperativa en una sociedad de capital
El problema es que, según nos cuenta la doctrina cooperativista, la evolución de la legislación cooperativa ha ido en la dirección de configurar las cooperativas también como ‘sociedades de capital’ en el sentido de que los cooperativistas, además de realizar la prestación cooperativizada a favor de la cooperativa (trabajo, entrega de bienes, pago del precio de los bienes que entrega la cooperativa), realizan aportaciones al capital (Paniagua, 2024). Históricamente, estas aportaciones al capital eran marginales en la estructura financiera de la cooperativa —casi diríamos que se trataba de ‘prestaciones accesorias’ a la principal, esto es, a la actividad cooperativizada— y, si generaba beneficios, estos iban destinados a fines de fomento del cooperativismo.
Pero, en las últimas décadas, nos cuenta la doctrina, la mayoría de las cooperativas existentes tienen ánimo de lucro:
“y no nos referimos al ánimo de lucro de cada socio considerado de forma individual, sino a la propia cooperativa por su finalidad de obtener ganancias y repartirlas entre sus socios”.
Explican que la referencia a la ausencia de “afán de lucro” ha ido desapareciendo de la legislación de cooperativas, que la LODA distingue a las asociaciones de todas las demás corporaciones —por tanto, también de las cooperativas— por la ausencia de fin de lucro y que tal ausencia no forma parte de las legislaciones de otros países ni siquiera de los “principios cooperativos” de la ACI.
Vargas et al, Sociedades cooperativas, p. 121 ss.
En efecto, la evolución del Derecho de Cooperativas ha ido en la dirección de permitir a estas corporaciones relacionarse contractualmente con terceros y repartir los beneficios derivados de estas relaciones entre los cooperativistas, no en función del ‘otro vínculo’ sino en proporción a su aportación al capital social de la cooperativa. Veámoslo con algún detalle.
Las cooperativas no pueden tener ánimo de lucro para sí mismas cuando se relacionan con sus propios miembros porque el beneficio lo obtendría ‘a costa’ de sus miembros a los que, eventualmente, habría de devolvérselo vía un aumento del salario o una disminución del precio que cobra a los cooperativistas (pasa lo mismo en las mutuas de seguro). Si no lo hiciera, los cooperativistas estarían comportándose como auténticos filántropos ya que, a la liquidación, el patrimonio de la cooperativa se destinaría a otras entidades semejantes, no a ser repartido entre los miembros. Cuando la cooperativa vende en el mercado la producción de sus miembros —en una cooperativa agrícola, por ejemplo— el objetivo de la cooperativa es maximizar las ganancias y hacerlo para repartirlas entre sus miembros. La diferencia con otras corporaciones societarias se encuentra en cómo se articula el reparto. Tal como vengo diciendo, este reparto se articula societariamente en las sociedades anónimas y limitadas y contractualmente —a través del ‘otro vínculo’— en las sociedades mutuas y cooperativas. A cada agricultor cooperativista se le pagará en proporción a la producción que hubiera entregado, a su vez, a la cooperativa.
Pero lo que la doctrina cooperativista nos cuenta es que, en los últimos tiempos, la cooperativa obtiene beneficios genuinos —ganancias— derivadas de la inversión del capital social aportado por los cooperativistas a los que retribuye por vía societaria, esto es, en proporción a su aportación al capital social y a través de un acuerdo social de aplicación del resultado como en el caso de las sociedades y compañías (o a través de su liquidación a la terminación de la sociedad) y no a través del contrato de trabajo, de suministro, etc.
Vargas et al., Sociedades cooperativas: p. 125: “algunas leyes permiten la existencia de las denominadas cooperativas mixtas (art. 107 LCoop…) … en las que el sistema de distribución de los beneficios cooperativos no es ya sólo en función de la prestación cooperativa realizada por cada socio”; p. 126: “lo que distingue —y distinguía…— a la mayoría de cooperativas de otras sociedades mercantiles no es… obtener beneficios sino su forma de distribución (vía fondos, retornos o precios) frente al típico dividendo sobre el capital de las sociedades de capital”. Añaden, pp. 128-129: “al existir cooperativas no lucrativas y otras que sí lo son, nos encontraríamos con cooperativas, incluso de la misma clase, que tendrían que ser calificadas como sociedades y otras no… es lo que ocurre con los que… consideran” que las cooperativas de producción tienen ánimo de lucro y las de consumo, no.
De manera que la cuestión del ánimo de lucro de la cooperativa queda así aclarada. En la cooperativa —digamos— tradicional, la cooperativa no tiene ánimo de lucro para sí misma y los cooperativistas lo tienen (en el sentido de que ‘el otro vínculo’ con la cooperativa es un contrato oneroso, de igual modo que he dicho que el contrato de sociedad es oneroso), pero no es un ánimo de lucro “societario”. Es contractual. El otro vínculo se articula a través de un contrato oneroso de trabajo, compraventa o suministro. En las cooperativas mixtas, además, la relación societaria es idéntica, desde esta perspectiva a la que se entabla entre los socios de una sociedad civil o mercantil. Los cooperativistas realizan aportaciones al capital social —ponen en común bienes, dinero o industria— con ánimo de partir entre sí las ganancias que deriven de esa puesta en común.
Paniagua (2024) explica, que, tradicionalmente, las leyes de cooperativas excluían tanto el reparto de beneficios cooperativos en forma no proporcional a la participación de cada socio en la actividad económica cooperativa (arg. art. 1.5ª Ley de 1931), como el reparto entre los socios de ganancias procedentes de la realización de la actividad cooperativa con terceros no socios (arg. arts. 32 y 43 Ley de 1942). Es decir, que estos últimos ¡ni siquiera pertenecían a los socios! Y que esta comprensión de la posición de los cooperativistas continuó bajo la Ley General LGC de 1987 [v. arts. 5.3 (Operaciones con terceros) y 29.3 y 85 (El retorno cooperativo)] y las primeras leyes autonómicas. Con la última hornada legislativa se admite la atribución o el reparto, o ambos, entre los socios de beneficios o excedentes derivados del desarrollo con terceros de la actividad económica cooperativa (v. arts. 57.3 y 58.3 LCoop). Este proceder debiera activar, según Paniagua, en una recta interpretación legal (art. 3.1 CC), el mandato del art. 124 Código de comercio, lo que de facto no ha ocurrido.
En todo caso, como observa Paniagua, el socio en la cooperativa no solo puede percibir intereses (no participación en la distribución de beneficios disponibles) por sus aportaciones al capital suscritas y desembolsadas, y en proporción a la cuantía de este. También puede participar en los beneficios disponibles, si lo acuerda la asamblea, proporcionales a su participación en la actividad cooperativizada o la propia de la actividad económica cooperativa. Estas dos vías de beneficio, que siempre han existido, hoy pueden proceder de beneficios cooperativos, y de extracooperativos y extraordinarios.
Añade Paniagua que la mercantilidad del tipo social no tiene (ni debe) conllevar la pérdida de la competencia normativa autonómica sobre la sociedad cooperativa. Pero sí el ajuste de esta normativa autonómica a las competencias normativas del Estado y, en su caso, a la labor de armonización legislativa estatal sobre el régimen jurídico privado O sea, que es una sociedad mercantil y en la que hay ánimo de lucro. Y pide con urgencia una ley estatal que establezca los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas cooperativas de las Comunidades Autónomas porque así lo exige el interés general (Paniagua Zurera y Jiménez Escobar, 2014). Y, continúa Paniagua, el problema se ha exacerbado con las últimas leyes de cooperativas autonómicas como la castellano-manchega (2010) o la andaluza (2011). En estas leyes se dibuja una cooperativa indistinguible de una sociedad anónima y que, como esta, tiene por objetivo maximizar la rentabilidad de las aportaciones al capital social de los socios actuales, lo que hace muy difícil la conciliación de estas reglas legales autonómicas con la normativa tributaria estatal, y, por extensión, con las normas sobre ayudas públicas.
En efecto, de la regulación del capital social de las cooperativas se deduce que, originalmente, el vínculo que articula la actividad económica cooperativizada era nuclear y la condición de socio ‘capitalista’ en sentido estricto, desde el punto de vista económico-patrimonial, residual. Así, se entendía por ejemplo que una cooperativa de trabajo asociado debería maximizar los salarios, no los beneficios o una cooperativa agrícola, el precio que paga a los agricultores por sus cosechas o producción, no los beneficios. Pero conforme la cooperativa se relaciona con terceros a los que vende los productos o servicios y conforme la actividad económica desarrollada por la cooperativa requiere de inversiones de capital, este adquiere progresivamente importancia en su función de organización ya que determina cómo se repartirán los beneficios que se generen en esa actividad con terceros en mayor medida que su participación en la actividad cooperativizada.
Así, junto al cooperativista aparece la figura del inversor de la ley andaluza, por ejemplo (art. 25 LSCA). Este inversor o inversores pueden ostentar el 25 por ciento de los votos en la asamblea general, y el conjunto de sus aportaciones sociales podrá alcanzar el 50 por ciento del capital social, lo que pone en entredicho valores cooperativos como la igualdad y la equidad, principios cooperativos como la gestión democrática y la autonomía cooperativa, y la propia independencia económica de la cooperativa (Paniagua).
Añade Paniagua que el juego combinado del régimen de los socios colaboradores (art. 17), cuyos derechos de voto e importe de aportaciones sociales pueden alcanzar hasta el 20 por ciento de los votos en la asamblea y el mismo porcentaje del capital suscrito, y de la regulación del inversor, pueden incrementar un resultado claramente contrario a los valores y principios cooperativos referidos.
Y no resulta difícil que ese inversor o inversores controlen la cooperativa en supuestos en los que el resto del capital suscrito esté disperso y no existan limitaciones para que ese inversor dominante se dé de baja con reembolso del valor de sus aportaciones sociales. Sus decisiones económicas están condicionando de facto los acuerdos sociales y la propia viabilidad de la empresa cooperativa. En definitiva, la ‘mutación’ de la cooperativa en una sociedad anónima se ha consumado en algunas legislaciones autonómicas que permiten remunerar al inversor —al que realiza una aportación al capital— no con un interés, sino con una participación en los beneficios de la cooperativa (rectius, en “resultados positivos anuales”). Estos ‘inversores’ no responden de las deudas de la cooperativa y pueden transmitir su posición en ella.
Conclusión
Si las cooperativas dejan de ser sociedades donde el vínculo predominante es ‘el otro vínculo’ (laboral, de suministro o de compraventa) distinto del societario (puesta en común y reparto de los beneficios derivados de la puesta en común), el vínculo societario adquiere protagonismo y hace revivir la discusión sobre el ánimo de lucro, o sea, sobre el carácter oneroso de la ‘puesta en común’. Lo que hay que preguntarse, en general, es si el contrato de sociedad es oneroso (los socios aportan y, a cambio, esperan recibir beneficios de la puesta en común) o gratuito (los socios aportan pero la puesta en común no genera beneficios o, si los genera, los socios aportantes no tienen derecho a percibirlos).
foto: Darth Liu en unsplash
* Agradezco al prof. Paniagua los comentarios a la versión inicial de esta entrada.