Por Jesús Alfaro Águila-Real

A propósito de Henry Hansmann, The ownership and governance of mutual insurance companies, 2022

 

Hoy nadie duda de que constituir una sociedad anónima (en Alemania) para desarrollar cualquier tipo de negocio no es, esencialmente, otra cosa que obtener un préstamo del público a cambio de una participación en los beneficios en forma de dividendos»

Wilhelm Endemann, 1874

Introducción: el doble vínculo de los miembros de las corporaciones societarias

El análisis de las mutuas y las cooperativas como corporaciones es de gran interés para entender qué tienen de especial las sociedades anónimas y qué tienen en común con las asociaciones o las fundaciones. Lo usual es efectuar una summa divisio de las corporaciones distinguiendo en función de si la corporación tiene miembros (universitas personarum) o no (universitas rerum). Pero otra división – quizá más productiva en términos de determinación del régimen jurídico – es la que distingue entre corporaciones societarias y corporaciones fundacionales.

Todas las corporaciones son fundacionales en el sentido de que el negocio jurídico a través del cual se constituyen no es un contrato en sentido estricto, sino más bien un negocio fundacional en el que unos individuos – los promotores – adoptan las decisiones de constitución de la corporación en la que se integrarán, a continuación, los miembros. La asociación, la sociedad anónima de formación sucesiva, la mutua, la cooperativa o la fundación se constituyen de esta forma. Y, mediante la integración, los miembros establecen un vínculo jurídico con la corporación.

En las corporaciones societarias, los miembros ostentan un doble vínculo con la corporación: un vínculo corporativo – devienen miembros – y un vínculo contractual: devienen socios, asegurados, trabajadores, proveedores o clientes de la corporación.

En la sociedad anónima, la constitución de la corporación va unida inseparablemente a la celebración de un contrato de sociedad en el sentido del art. 1665 CC (creación de un fondo común con las aportaciones de los socios con el ánimo de obtener y repartir los rendimientos) entre los accionistas fundadores o entre los que suscriben las acciones en el caso de fundación sucesiva (art. 41 ss LSC). El accionista ostenta así la doble cualidad de miembro de la corporación y socio de la sociedad.

La doble vinculación es más evidente en las mutuas – de seguro – en las que cada mutualista ostenta la condición de miembro de la corporación y de asegurado o tomador del contrato de seguro del que es aseguradora la corporación. En las cooperativas de trabajo asociado, la doble condición es de miembro y de trabajador, esto es, le vincula a la corporación un contrato de trabajo. En las cooperativas agrícolas, contratos de suministro (de la producción cooperativizada) etc.

Esta idea del doble vínculo me la ha sugerido el trabajo de Hansmann cuando dice en un momento que podríamos forzar el paralelismo entre la sociedad anónima, la cooperativa y la mutua, concibiendo la sociedad anónima como una “cooperativa de prestamistas”. Dice Hansmann que los accionistas serían bonistas – recibirían un título por el que la corporación reconoce que les debe una cantidad de dinero – cuyos bonos son perpetuos, negociables y a interés fijo del cero por ciento. Pero, además, estos ‘prestamistas’ recibirían un derecho a una parte de los activos y beneficios de la corporación y un derecho a participar en el ‘control’ de la corporación mediante un derecho de voto. Con esta configuración, tendríamos una sociedad anónima cuyos miembros serían stricto sensu prestamistas (el contrato que les vincularía a la corporación sería uno de préstamo) pero tendrían una posición semejante a la de los accionistas porque a su posición como prestamistas se uniría su condición de miembros de la corporación con los derechos a participar en la organización – en la toma de decisiones – correspondiente. Como es habitual en el análisis de Hansmann, la asignación de

Los derechos de control otorgados como segundo componente de estas transacciones sirven para proteger a los tenedores de bonos de la apropiación indebida por parte de la empresa del capital que los tenedores de bonos aportaron en el primer componente de la transacción.

Del mismo modo, los derechos de control de los mutualistas sirven para protegerlos frente a la apropiación indebida por parte de la mutua de lo que pagan como prima en su condición de asegurados; y del mismo modo, los derechos de control de los cooperativistas sirven para protegerlos frente a la apropiación indebida por parte de la mutua de su prestación de trabajo o del valor de los productos cooperativizados etc.

El ’modelo’ de Hansmann de sociedad anónima daría, a primera vista, razón a los que sostienen que los accionistas no son ‘dueños’ del patrimonio de la sociedad anónima y que los administradores no deben anteponer los intereses de los accionistas a los de los demás ‘interesados’. En el fondo, los accionistas son iguales que cualesquiera otros interesados en el fin u objetivo para cuya consecución se constituyó la corporación. ¿Por qué su interés en maximizar las ganancias y, por ende, el valor del patrimonio que las incluye habría de dirigir la conducta de los administradores?

En lo que sigue trataré de demostrar que esta sugerencia de Hansmann, por el contrario, permite explicar que la posición de un accionista en una sociedad anónima es ‘única’. Que hay una diferencia esencial entre el accionista y el mutualista (o, a estos efectos, el cooperativista) cuya comprensión nos permite resolver la eterna disputa sobre el “interés social” y la “primacía de los accionistas”. Y esta diferencia consiste en que los accionistas son los titulares exclusivos del patrimonio social y que, en consecuencia, los administradores deben gestionarlo con el objetivo de maximizar su valor y, por ende, los rendimientos para los accionistas. No hay otra corporación societaria cuyos miembros tengan una posición semejante a la de los accionistas.

V., para la explicación de cómo la sociedad anónima estuvo a punto de concebirse como una fundación, Jesús Alfaro, La sociedad anónima alemana y la sociedad anónima española, Almacén de Derecho, 2021. Naturalmente, lo que se diga respecto de la sociedad anónima es extensible a la sociedad limitada.

En realidad, no necesitamos el experimento mental de Hansmann, es decir, no necesitamos ‘modelizar’ la posición de los accionistas como prestamistas a los que se les dan derechos de control en su condición de miembros de la corporación que recibe sus fondos a título de préstamo para evitar que sean explotados por la corporación prestataria. Hansmann podría haber deducido con toda facilidad que la posición del accionista – además de su condición de miembro de la corporación – es la de un socio, esto es, la de parte de un contrato de sociedad como el mutualista es tomador, o sea, parte de un contrato de seguro o el cooperativista es parte de un contrato de trabajo.

La diferencia se encuentra, como sostienen las tesis ‘contractualistas’, en la naturaleza del ‘otro’ contrato que une al accionista con los demás accionistas (además de la condición común de miembros de la corporación): un contrato de sociedad. Los accionistas devienen miembros de la corporación porque celebran el contrato de sociedad (o adquieren, por transmisión, la posición de socio). Atribuir derechos exclusivos de control y derechos exclusivos y completos a los rendimientos del patrimonio de la corporación a los accionistas e imponer a los administradores el deber de maximizar el patrimonio social – deberes fiduciarios hacia los accionistas – es esencial en el caso de la sociedad anónima para lograr la realización del fin común. O, dicho de otra forma, para garantizar de la mejor manera posible el cumplimiento del contrato de sociedad.

Por el contrario, en la mutua,

(i)  el cumplimiento del contrato de seguro (el ‘otro’ vínculo que une a los mutualistas con la corporación) se garantiza asegurando la ‘minimización’ de la prima, no la maximización del valor del patrimonio de la mutua. Sería absurdo concretar el deber fiduciario de los administradores de velar por el interés de los mutualistas diciendo que han de maximizar el valor del patrimonio de la mutua. Sería tanto como instruir a los administradores de la mutua para que maximicen las primas que pagan los mutualistas ya que todos los ingresos de la mutua proceden de los propios miembros

(ii) El accionista realiza su aportación – debida en virtud del contrato de sociedad – y adquiere la condición de miembro de la corporación. Ya no pueden imponérsele nuevas obligaciones sin su consentimiento (art. 291 LSC). Por el contrario, el otro vínculo que une al mutualista con la corporación – el contrato de seguro – le obliga a realizar prestaciones periódicas a favor de la corporación, porque ese vínculo es de carácter bilateral y sinalagmático y la continuidad como miembro de la corporación depende de que el contrato de seguro se mantenga en vigor lo que requiere del mutualista “seguir cumpliendo”. Y si el mutualista decide que la oferta de seguro de una compañía rival es más atractiva y termina el contrato de seguro, automáticamente pierde sus derechos de miembro, y por ende, los derechos económicos que pudiera tener sobre el patrimonio de la corporación. Digamos, pues, que, aunque el legislador hubiera querido equiparar la posición de un mutualista con la de un accionista, no habría podido hacerlo porque le habría resultado imposible distribuir el patrimonio de la mutua de manera justa entre todos los que, a lo largo de la ‘vida eterna’ de la mutua han sido miembros de la corporación. Habría de procederse a la liquidación periódica del patrimonio de la mutua para asegurar un reparto mínimamente justo entre los mutualistas.

Se entiende así que el legislador haya reconocido a los mutualistas (como hace con asociados y cooperativistas) sólo derechos limitados sobre el patrimonio de la mutua lo que es una prueba inequívoca de que sólo en las sociedades anónimas el interés de los miembros de la corporación es el de maximizar el valor del patrimonio de la corporación. Ni en las asociaciones, ni en las mutuas ni en las cooperativas, el interés común de los miembros de la corporación, el interés de la corporación, consiste en maximizar el valor del patrimonio de ésta. Sencillamente porque, para que así fuera, para que coincidieran interés común de los miembros con interés de la corporación y ambos con el de maximizar el valor del patrimonio de ésta, los miembros de la corporación deberían ostentar derechos completos y exclusivos sobre dicho patrimonio. Y eso sólo ocurre en la sociedad anónima por buenas razones: porque es lo que exige el cumplimiento del contrato que constituye el otro vínculo de los miembros con la corporación (es lo que exige el art. 1665 CC) y porque en las corporaciones societarias que no son la sociedad anónima, la permanencia en la corporación exige al miembro cumplir con las obligaciones derivadas del otro vínculo que les une a la corporación: el pago de la prima en el contrato de seguro, la entrega de los productos cooperativizados o la puesta a disposición de la propia fuerza de trabajo, de manera que si se mantienen recíprocamente condicionados los vínculos del contrato de seguro (del que deriva para el mutualista el derecho a la indemnización en caso de siniestro) y de la condición de miembro (del que derivan para el mutualista derechos sobre el patrimonio de la corporación), el derecho del mutualista sobre el patrimonio de la mutua es, en el mejor de los casos, condicional, lo que reduce notabilísimamente su valor.

Pues bien, la regulación legal de las mutuas de seguro responde a estos principios.

La mutua de seguros como corporación

Como he explicado aquí, las mutuas de seguros a derrama constituyen la forma señera de corporación “interna”, esto es, sin patrimonio (la ‘derrama’ es una forma de organización ‘primitiva’ en cuanto el enforcement del contrato que une a los miembros de la corporación no está centralizado, los mutualistas «son llamados» a pagar la «prima» sólo cuando se produce el siniestro mutualizado). Al no tener patrimonio, la corporación tampoco tiene personalidad jurídica, de manera que el vínculo que une a los miembros de la corporación es puramente obligatorio. Aunque la constitución de la mutua no se produjera mediante la celebración de un contrato (en el Derecho antiguo se decía que esas corporaciones existían, no por otorgamiento de una Carta por el Rey o la autoridad eclesiástica, sino por prescripción), la adhesión a la corporación implica que los miembros se obligan recíprocamente a cubrir los siniestros que sufran los miembros y se organizan, para tomar las decisiones correspondientes, corporativamente. En los seguros a derrama no hay, propiamente, un contrato de seguro. Hay un contrato de sociedad (interna) cuyo objeto es compartir las consecuencias de los siniestros definidos que puedan sufrir los socios. Hay un efecto de aseguramiento que se logra a través de la celebración de un contrato de sociedad en el que los socios se obligan a entregar fondos destinados a cubrir los daños sufridos por los socios en sus bienes como consecuencia de la producción del siniestro. Pero no hay un contrato de seguro entre un tomador y un asegurador.

En las mutuas de seguro a prima fija, la corporación-mutua es una corporación externa. Dispone de patrimonio, está personificada y celebra contratos de seguro con sus miembros, los mutualistas. Los mutualistas son contrapartes de la compañía de seguros que es la mutua y, a la vez, miembros de la corporación. Ostentan los derechos y obligaciones propios de un asegurado frente a la mutua que es la aseguradora. El seguro se articula mediante un contrato bilateral y la celebración del contrato de seguro convierte al tomador en miembro de una corporación.

¿Es posible describir la condición de miembro de una corporación por referencia a un haz de derechos mínimo? Hansmann dice que alguien tiene un ‘interés dominical’ en una corporación si tiene, en mayor o menor grado, derechos administrativos o “de control” – que le permiten ejercer influencia sobre las decisiones corporativas – y derechos económicos – que le permiten reclamar una porción de los rendimientos y de los bienes en caso de disolución. Pero advierte que esto ayuda poco a determinar los derechos de un mutualista porque el interés dominical puede expresarse legislativamente de forma muy diferente.

Un repaso de los estatutos de Mutua Madrileña

da estos resultados: la mutua se concibe como una corporación (art.2) a la que se aplica supletoria y analógicamente la legislación de sociedades anónimas. Tiene como objeto social la actividad aseguradora que, sin embargo, solo desarrolla con sus socios (art. 3 y 4). Los mutualistas tienen un doble vínculo (art. 7.1 “la condición de mutualista es inseparable de la de tomador de seguro o asegurado”) y tienen los mismos derechos y obligaciones (art. 8). El art. 9 declara muy correctamente que los mutualistas “no responderán personalmente de las deudas sociales” (v., esta entrada). Los mutualistas tienen derecho a asistir y votar en las juntas, es decir, tiene derechos de control en el sentido de Hansmann semejantes a los de un accionista.

Según la ley española y los estatutos sociales de Mutua, los mutualistas tienen derechos económicos similares pero con alguna particularidad (art. 10 de los Estatutos). Así, no tienen derecho a un dividendo, sino a una derrama activa, esto es, a una reducción de la prima en los términos que “se acuerden en el trámite de aplicación del resultado”; tienen derecho al “reintegro de las aportaciones al fondo mutual” y “a participar en la distribución del patrimonio mutual en los casos y términos previstos en estos Estatutos”. El artículo 77 (que merece un “repaso” ya que parece contradictorio con otras reglas estatutarias) prevé que, en caso de disolución y liquidación, se reparta entre los mutualistas el 60 % del valor del patrimonio de la mutua y el 40 % restante a la Fundación Mutua Madrileña. Esta regulación estatutaria se explica porque la regulación contenida en los artículos 41 y siguientes de la Ley 20/2015, de 14 de julio, de ordenación, supervisión y solvencia de las entidades aseguradoras y reaseguradoras (LOSSEAR). El artículo 41.3 prevé específicamente que en caso de disolución, “los mutualistas actuales y los que lo hubiesen sido en los cinco últimos años o con anterioridad si así lo prevén los estatutos, percibirán, al menos, la mitad del valor del patrimonio de la mutua” (v., sin embargo, el art. art. 175.2 LOSSEAR que atribuye a los mutualistas los mismos derechos que a los “socios de las sociedades de capital”).

Cuando Mapfre se desmutualizó, asignó el 69 % de las reservas a la fundación Mapfre y repartió el 30 % de las acciones en que dividió el capital entre los mutualistas porque entonces no estaba en vigor el art. 41.3 LOSSEAR

De manera que, en nuestro Derecho, los mutualistas son titulares capitidisminuidos del patrimonio de la mutua pero gozan de derechos teóricos de control semejantes a los de un accionista aunque prácticamente insignificantes.

¿Por qué los mutualistas no tienen los mismos derechos sobre el patrimonio de la corporación que los accionistas?

Hansmann recuerda por qué se atribuyen, normalmente, al mismo grupo de personas los derechos administrativos y los derechos económicos: la eficiencia.

En este trabajito expongo las doctrinas más extendidas al respecto.

El que recibe los beneficios y los activos netos tiene incentivos para usar el poder de control para maximizar los primeros y, con ello, maximizar la riqueza de la Sociedad en la que actúa esa empresa ya que, si el entorno es competitivo, una empresa sólo puede maximizar los beneficios y el valor de su patrimonio ofreciendo los mejores productos al menor precio a los consumidores. En la medida en que los acreedores de ese patrimonio tienen prioridad en el cobro, no hay externalidades si los titulares residuales aúnan los poderes de control.

Este argumento es convincente si se aplica a los accionistas. La única manera de maximizar el interés de los accionistas individualmente considerados pasa por maximizar el valor del patrimonio de la corporación. Y maximizar el valor del patrimonio – para repartirse las ganancias – constituye precisamente la ‘causa’ del contrato de sociedad del que son partes los accionistas, en su ‘otro’ vínculo con la corporación.

Pero eso no ocurre ni en las asociaciones, ni en las mutuas, ni en las cooperativas. El legislador español no reconoce derechos individuales sobre la totalidad del patrimonio a los miembros de una asociación (art. 7.1 k y 18.3 e) LODA) ni a los cooperativistas (art. 75.2 LCoop). Veamos qué ocurre con los mutualistas.

El mutualista, a diferencia del accionista, no está prima facie interesado en maximizar el valor del patrimonio de la mutua. Está interesado en minimizar la prima (a igual cobertura); “su” prima, es decir, su interés principal es un interés contractual. Por tanto, no se dan las razones de eficiencia expuesta para atribuirle derechos administrativos y económicos como miembro de la corporación. En relación con cada mutualista, la mutua es contraparte en un contrato de intercambio, sinalagmático donde los intereses del mutualista y los de la mutua están, en principio, contrapuestos. Como explica Hansmann, hacer al asegurado miembro de la mutua reduce este conflicto de interés pero no lo elimina porque aunque los mutualistas tuvieran derecho a todos los rendimientos que produzca el patrimonio social y a los activos netos, su influencia práctica en el gobierno del patrimonio mediante el ejercicio de sus derechos de control sería muy reducida. Es decir, los mutualistas padecen elevadísimos costes de agencia en relación con los administradores y elevadísimos costes de acción colectiva en las mutuas de cierto tamaño, sobre todo, por la imposibilidad de acumular posiciones de mutualista, lo que reduce los incentivos individuales de cada mutualista para ocuparse o preocuparse del interés común.

Por ejemplo, en una junta de mutualistas de Mutua Madrileña, que tiene más de 3 millones de asegurados, apenas participan, presentes o representados, 23.000, es decir, menos del 1 %.

En sentido contrario, la homogeneidad de los mutualistas (los contratos de seguro serán semejantes pero no idénticos) es menor que la de los accionistas

No obstante, la comparación con las cooperativas y las asociaciones, hace difícil justificar que, hoy, los mutualistas no sean titulares residuales del patrimonio de la mutua en las mismas condiciones que los accionistas, porque las mutuas de seguro no sirven a un interés general ni tienen una función social semejante a las asociaciones o las cooperativas, lo que hace menos convincente entregar el patrimonio a otras entidades semejantes o al Estado para que lo dedique al fomento de los mismos fines generales (art. 39 CC). Las mutuas no sirven a fines de interés general sino, estrictamente, a fines de interés ‘tan’ particular como una sociedad anónima. Como dice Hansmann, no se ve a quién puede entregarse el patrimonio neto de la Mutua mejor que a los mutualistas.

La combinación que se acaba de describir conduce a que las mutuas de seguro exitosas acaben convirtiéndose en “fundaciones empresa” o, si se desmutualizan, en sociedades anónimas controladas por una fundación que ostenta la mayoría del capital. Porque es una ley de hierro de las corporaciones que cuando los que están llamados a ejercer el control – los mutualistas en el caso – sufren costes elevados para la acción colectiva, el control es capturado por los miembros de la corporación que no sufren tales costes. Los administradores, en el caso de la mutua, que acaban perpetuándose en el cargo (se renueva el consejo de administración por cooptación) y están en situación de tomar todas las decisiones que corresponden, en cualquier corporación, a la asamblea de miembros, incluida, naturalmente, la del destino del patrimonio en caso de disolución y la reducción de las primas mediante derramas activas

Las mutuas no obtienen “beneficios” que puedan repartir porque sus ingresos no proceden de operaciones con terceros, sino de lo que pagan los socios – asegurados como prima o de la inversión de los “excesos” de prima cobrados).

Es decir, el consejo de administración se convierte, a efectos prácticos, en un patronato de una fundación. Sería deseable, pues, explorar si la protección de los derechos de los mutualistas debiera asignarse, al menos parcialmente, a mecanismos semejantes a los que velan por el buen uso del patrimonio de las fundaciones. Sería adecuado crear una suerte de protectorado sobre las mutuas de seguros. La Dirección General de Seguros ejerce, en cierto sentido, esta función, pero no tiene los incentivos adecuados ya que su objetivo es garantizar la solvencia de estas entidades, no la maximización del bienestar de los mutualistas. El ‘protectorado’ debería poder imponer a la mutua derramas activas, impugnar los acuerdos de la junta y del consejo de administración de la mutua y aprobar las condiciones de la desmutualización.

La lección para la teoría general de las corporaciones

que podemos extraer de las mutuas es que no es de la esencia de la condición de miembro de una corporación aunar derechos económicos y derechos administrativos. Uno es miembro de una corporación si participa en los órganos que toman las decisiones corporativas, incluyendo, obviamente, las decisiones sobre los bienes y derechos que forman el patrimonio de la corporación. Pero ostentar derechos sobre el patrimonio de la corporación no es una característica definitoria de la condición de miembro de una corporación. Ser destinatario de la totalidad del patrimonio de la corporación a la disolución es una característica definitoria de la condición de accionista, porque es lo que resulta del contrato de sociedad. Esto es específico de la corporación sociedad anónima y no es una exigencia del ‘otro’ vínculo que une al mutualista (el contrato de seguro) o al cooperativista (el contrato de suministro, compraventa o de trabajo) con su corporación.

La comparación con el accionista permite, pues, concluir que es la naturaleza del contrato que el miembro de la corporación realiza con ésta – o con los demás miembros – lo que explica la distinta posición – status – de un accionista y un mutualista.

En cuanto a los miembros de una asociación (externa) tienen una posición peculiar que los aproxima a los accionistas en lo que a la atribución de derechos de control o administrativos se refiere. Los asociados no celebran un contrato con la corporación, como hacen los mutualistas y los cooperativistas. Se podría considerar que, como los accionistas, son parte de un contrato de sociedad en el sentido del ‘concepto’ de sociedad (un contrato de fin común). Pero, a diferencia de los accionistas, no contribuyen a formar el patrimonio ni tienen por objetivo maximizar los retornos que recibirán a cambio de su aportación. Esto conduce a que sus derechos administrativos deban ser todo lo fuertes que permita el eficaz funcionamiento de los órganos de la asociación. Porque los asociados tienen un interés común en maximizar, no el patrimonio, sino las actividades en las que se plasme el fin que les llevó a asociarse por lo que el patrimonio de la asociación debe destinarse a aquellas actividades que prefiera la mayoría de los miembros. Una asociación deportiva, a maximizar los éxitos deportivos de los deportistas o equipos de la asociación; una asociación de amigos de la ópera, la realización del máximo posible de actividades relacionadas con ésta, con la mayor calidad y repercusión posible etc. Y, en sentido contrario, la eficiencia sugiere que los asociados carezcan de derechos sobre el patrimonio de la asociación, precisamente porque tales derechos reducirían los incentivos de los asociados para trabajar por el fin común.

Se deduce de lo expuesto que tiene razón Hansmann cuando señala que las corporaciones privadas no necesitan “dueños” entendidos como titulares residuales del patrimonio. Para la existencia de una corporación sólo es necesario establecer una estructura orgánica, esto es, disponer de órganos que se cubran cuando queden vacantes por muerte o dimisión o caducidad del nombramiento. Es lo que se llamaba en el ius commune sucesión perpetua”. La sucesión perpetua es “natural” en el caso de una ciudad cuyos habitantes nacen y mueren pero la corporación municipal permanece. Y es “artificial” cuando se refiere a la sucesión en el cargo, de concejales y alcalde en el caso de una ciudad. Es el Derecho el que determina que cada alcalde suceda al anterior sin solución de continuidad. Así, en las ciudades, los cargos municipales se ocupan por los elegidos con la participación más o menos extensa de los vecinos. En las fundaciones, se utiliza la cooptación. No hay, pues, ningún imperativo funcional para reconocer derechos, ni patrimoniales ni ‘políticos’ a los miembros de una corporación.


Juan Barjola, TAUROMAQUIA ,1986, Colección Fundación Banco Santander