Por Jesús Alfaro Águila-Real

A propósito de Holger Fleischer, Große Debatten im Gesellschaftsrecht: Fiktionstheorie versus Theorie der realen Verbandspersönlichkeit im internationalen Diskurs RabelsZ 87, 5–45, 2023

 

Savigny y la sociedad anónima

Fleischer resume especialmente bien la posición de Savigny y Gierke sobre la persona jurídica: Savigny tenía razón en la naturaleza de las personas jurídicas (patrimonios dotados de capacidad de obrar) y Gierke la tenía, como ha dicho K. Schmidt, en la estructura interna de la corporación.

Savigny considera necesarias dos limitaciones al concepto de persona jurídica como ficción. La primera es que la capacidad de la persona jurídica – artificial – se limita a las relaciones jurídico-privadas y la segunda es que, dentro de éstas, se limita a las relaciones patrimoniales, no a las de Derecho de Familia

Y recoge una cita de gran belleza sobre el significado del patrimonio (v., aquí la exposición de De Castro, que, entre nosotros, continúa insuperada) del que se ha considerado (por Ihering) como “la estrella más brillante que haya podido ostentar la doctrina jurídica alemana” y, en general, como uno de los grandes escritores en lengua alemana:

El patrimonio, por naturaleza, amplía la capacidad de un individuo; asegura y eleva la actividad libre de los individuos. Y esta afirmación es aplicable a la persona jurídica en la misma medida que a la persona física… con esto también podemos definir lo que es una persona jurídica: ‘es un sujeto artificialmente dotado de capacidad patrimonial’ (sie ist ein des Vermögens fähiges künstlich angenommenes Subject»)

A continuación, Fleischer recoge otra cita de Savigny, esta vez, relativa a las corporaciones. La «esencia de las corporaciones» – dirá Savigny –

«consiste en que la titularidad de los derechos no corresponde a los miembros singulares (ni siquiera a los miembros considerados como un conjunto), sino a la totalidad considerada idealmente». 

Al desligarse la titularidad de los derechos – que forman el patrimonio de la corporación – de los individuos concretos que sean, en cada momento, sus miembros, la «esencia y la unidad de la corporación» no se ve afectada por los cambios de algunos o de todos los miembros (v., lo que dirá Flume, el más fiel seguidor de Savigny en el concepto de la personalidad jurídica).

Savigny varió su posición, seguramente, como dice Fleischer por la aparición de las sociedades anónimas. Fleischer dice, con acierto, que Savigny estaba pensando en corporaciones no comerciales porque la sociedad anónima no había recibido reconocimiento legislativo en Prusia cuando Savigny escribe su Sistema del Derecho Romano Actual.

La definición de corporación de Savigny, la referencia a que los miembros de la corporación son irrelevantes – fungibles – individualmente considerados o incluso considerados como un conjunto de individuos encaja bien, aunque suene excesivamente abstracto (ideales Ganzes), si los miembros carecen de derechos sobre el patrimonio de la corporación. Esta es la gran diferencia entre las corporaciones existentes en Occidente hasta el siglo XVIII (ciudades, estados, monasterios, causae piae, gremios, consulados, conventos, órdenes militares, asociaciones religiosas o festivas…) y las nuevas corporaciones dedicadas al ejercicio del comercio (compañías de indias, compañías mineras, compañías de seguros, bancos, canales y luego ferrocarriles…). Porque si los miembros no son los titulares del patrimonio ni individual ni conjuntamente ¿quién lo es?: el ‘todo’ considerado idealmente. Este es el primer paso para asociar inseparablemente ‘personalidad jurídica’ y ‘corporación’.

En 1853, según recoge Ranieri y recuerda Fleischer, Savigny explica cómo entiende la relación entre el patrimonio de una sociedad anónima y sus accionistas. Dice que

puede concebirse de dos maneras diferentes… puede entenderse que la sociedad anónima es la propietaria y cada accionista un acreedor de la sociedad o que el accionista es alguien con derecho al uso y disfrute del patrimonio de la sociedad anónima [-]. Pero también es posible —y esta es mi opinión— considerar a los accionistas como copropietarios, de tal manera que la personificación de la corporación no tenga otro propósito que facilitar su representación ante terceros. Hay una circunstancia que apoya esta segunda teoría, y es que no cabía duda de que en la sociedad anónima existía originariamente una sociedad civil  (es decir, una copropiedad entre sus socios), y la posterior concesión de derechos corporativos ciertamente no tenía por objeto cambiar esta relación jurídica preexistente.

Como se ve, Savigny ‘rebaja’ el carácter corporativo de la sociedad anónima en comparación con las demás corporaciones precisamente por el doble vínculo que une al accionista con la sociedad anónima.

Para Savigny, la ‘nueva’ corporación que es la sociedad anónima no es una corporación como las preexistentes por varias razones:

(i) La primera es que la corporación no surge de un negocio jurídico obligatorio producto de la autonomía privada (las corporaciones precontemporáneas surgen del otorgamiento de una ‘carta’ por parte de la autoridad política o religiosa) o se entienden constituidas por ‘prescripción’ cuando no es posible datar su fundación. En cualquier caso, las corporaciones se ‘fundaban’. Por el contrario, para Savigny, el contrato que da origen a una sociedad anónima es una sociedad – un contrato obligatorio entre los accionistas – cuya estructura patrimonial es la de copropiedad;

(ii) La sociedad anónima, para Savigny, es una corporación solo en la medida en que tiene sucesión perpetua en sus cargos («facilitar su representación ante terceros«). En efecto, la sucesión perpetua garantiza la continuidad en el tiempo de la corporación y, por tanto, proporciona seguridad a los que se relacionan con ella respecto a la vinculación del patrimonio de la corporación por las conductas – representación – de sus órganos.

(iii) En fin, la constitución de la corporación provoca un cambio del status de los contratantes que, sin embargo, conservan su condición de socios («no tenía por objeto cambiar esta relación jurídica preexistente») aunque pasen a convertirse en accionistas y miembros de una corporación en cuyos órganos participan («la posterior concesión de derechos corporativos”).

Creo que este análisis de Savigny explica bien la ‘extraña’ concepción de la persona jurídica corporativa que expuso Federico de Castro en los años cuarenta del siglo XX (aquí). De Castro sigue muy de cerca la estela de Savigny (comentado en esta entrada).

Gierke y las corporaciones

Tras ocuparse de Savigny, Fleischer resume la oposición entre la doctrina de éste y la de Gierke en los términos habituales. Uno tiene la sensación de que ambos colosos hablaban de cosas distintas: Savigny habla de los patrimonios dotados de capacidad de obrar (Savigny dedicó su vida al estudio del Derecho de Contratos y del Derecho de Cosas, a los derechos obligatorios y a los derechos reales, no extraña que su concepción de la personalidad jurídica fuera la que es y no haya sido, a mi juicio, superada en su capacidad explicativa). Gierke habla de las corporaciones.

Lo que ha distorsionado el análisis de este antagonismo intelectual es que Gierke era el liberal – el que quería ampliar la libertad de asociación – y Savigny el conservador – el que quería reservar al Estado el poder de constituir corporaciones. Pero si Savigny no se estaba refiriendo a las sociedades anónimas – que no consideraba verdaderas corporaciones según acabamos de ver, sino «sociedades» y a los accionistas «copropietarios» de los bienes que formaban el patrimonio de la sociedad anónima, Savigny es un conservador en lo político, no en lo económico y su posición está más cerca de la concepción francesa (personalidad jurídica como autonomía patrimonial) de lo que parece a primera vista con la insistencia en atribuirle la calificación de las personas jurídicas como “personas ficticias” o como “ficciones jurídicas”.

La errónea unificación de los conceptos de personalidad jurídica y corporación

Seguramente la influencia anglosajona ha sido importante en la, a mi juicio, errónea unificación de los conceptos de persona jurídica y corporación. Pero Fleischer dice algo, refiriéndose a las diferencias entre la discusión alemana y la francesa, que tiene interés para resolver la cuestión correctamente: en Francia, el reconocimiento de personalidad jurídica a las sociedades mercantiles – incluidas las de personas – fue una necesidad derivada de la supresión por los revolucionarios de las corporaciones. Eso hizo – dice Fleischer agudamente – que «se concibiera la capacidad jurídica de una sociedad mercantil como una consecuencia de su autonomía patrimonial» mientras que en Alemania, el reconocimiento de «capacidad jurídica» precedía a la afirmación de que esa persona jurídica tenía autonomía patrimonial.

Y esto, a su vez, explica por qué el reconocimiento de capacidad jurídica se reservaba para las corporaciones, que la adquirían por el mero hecho de su constitución por concesión real o parlamentaria y, por tanto, con independencia de que hubiera existido o no una constitución ‘real’, esto es, con independencia de que se hubiera formado un patrimonio con las aportaciones de bienes o derechos de contenido económico por los socios. Desde el emperador Augusto hasta bien entrado el siglo XIX, las corporaciones requerían de un acto fundacional de carácter público. No es extraño que la doctrina patrimonial de la personalidad jurídica sólo pudiera ‘asomar’ cuando se reconoce capacidad a la autonomía privada para constituir corporaciones cuyo objeto era el ejercicio del comercio.

En Alemania, esta estrecha asociación entre la atribución de personalidad jurídica – autonomía patrimonial – y estructura corporativa se explica a la luz del análisis que hace Jan Schröder de la obra de Georg Baseler, el maestro de Gierke. En pocas palabras: de estructura corporativa de una organización se habla cuando el fin común que persiguen los miembros con su participación en la corporación se independiza de los miembros concretos que en cada momento la forman. Los miembros se vuelven fungibles porque la corporación no ‘actúa’ a través de ellos sino a través de sus órganos. Los individuos se convierten en ‘cargos’. Pues bien, la independencia del fin común respecto de los miembros de la corporación y la fungibilidad de éstos provoca, a su vez, la autonomía del patrimonio destinado al fin común. 

Lo que unifica los bienes y derechos destinados a la consecución del fin común es precisamente su destino. Y lo que ‘separa’ o ‘diferencia’ ese conjunto de bienes de los bienes que son propiedad de los miembros de la corporación es que los miembros no pueden ejercer, respecto de tales bienes, los derechos del propietario. Si es la corporación la que ejerce esos derechos, es inevitable que acabemos atribuyendo personalidad jurídica a la corporación y que digamos, con el artículo 38 CC que las “personas jurídicas pueden adquirir y poseer bienes de todas clases, así como contraer obligaciones y ejercitar acciones civiles o criminales”.

Este razonamiento permite cohonestar los diferentes ‘itinerarios’ europeo-continentales sobre la personalidad jurídica y la corporación. Pero advierte también de la necesidad de mantener conceptualmente separadas la persona jurídica – una cuestión ‘real’ – de la corporación – una cuestión ‘obligatoria’ -.

La persona jurídica, en esto tenía razón completa Savigny, es un patrimonio (por tanto, ‘separado’ de otros patrimonios) dotado de capacidad de obrar. La corporación es – junto con la sociedad – la estructura obligatorio-organizativa que permite dotar de capacidad de obrar a un patrimonio y hacerla ‘inmortal’, gracias a la sucesión perpetua, a la fungibilidad de sus miembros y su unificación en torno al fin común.

El Derecho de Sociedades y, en general, el Derecho de las Corporaciones no puede explicarse recurriendo sólo a la doctrina de la personalidad jurídica o a la doctrina de la corporación. Se necesitan ambas: porque hay personas jurídicas que no son corporaciones y hay corporaciones que carecen de personalidad jurídicaLa corporación ha de confrontarse con la sociedad. La persona jurídica, con la copropiedad.

¿Y Kelsen?

Lo que no parece necesitarse, a juzgar por el contenido del trabajo de Fleischer, es a Kelsen y a las doctrinas analíticas. Fleischer no hace referencia a ellas – apenas nombra a Hart – y se podría decir que acierta porque la aportación de las doctrinas analíticas a la resolución de los problemas jurídicos que plantean las corporaciones y las personas jurídicas no es significativo. Ni siquiera constituirían una buena explicación de la llamada doctrina del ‘levantamiento del velo’, que se podría explicar mejor como parte de las reglas de protección del crédito.

Pero quizá, este juicio sea demasiado severo. La contribución de las doctrinas analíticas podría encontrarse, precisamente, en poner en primer plano la distinción entre persona jurídica y corporación. Es prometedor analizar las corporaciones, dado su carácter obligatorio-organizativo, o sea, institucional, desde una perspectiva analítica que atienda a cómo afecta la aplicación de las reglas organizativas a los individuos que son miembros de esas corporaciones, los únicos sujetos de derecho en sentido estricto. Pero el valor de las doctrinas analíticas es menor en lo que se refiere a la personalidad jurídica, esto es, a la autonomía patrimonial.

Relevancia actual de la discusión

Fleischer no ha conseguido convencerme de que la discusión sobre la persona jurídica tenga escasa o nula relevancia práctica en la actualidad. Recoge citas de autores anglosajones que tienden a despreciar la capacidad de la dogmática jurídica para resolver adecuadamente problemas de aplicación de las normas.

Fleischer se concentra en tres asuntos: la responsabilidad penal de las personas jurídicas; la capacidad de las personas jurídicas para contraer ‘deudas’ extracontractuales (cometer torts) y la posibilidad de atribuir a las personas jurídicas derechos fundamentales.

Empezando por esta última cuestión, los derechos fundamentales de las personas jurídicas, aceptar la concepción patrimonial de la persona jurídica à la Savigny conduce a negar que tal cosa sea posible (como he defendido en esta entrada y más recientemente en este libro). Fleischer dice que el Tribunal Supremo alemán no ha argumentado convincentemente cómo podrían ser titulares de derechos fundamentales como el del honor o la intimidad. La defensa de la reputación de una sociedad anónima no necesita del reconocimiento del honor de las sociedades anónimas ni, dice Fleischer, de la posibilidad de reclamar daños morales. Y la defensa de la reputación del Real Madrid, por poner un ejemplo de una asociación, tampoco, salvo que esté en juego el honor de jugadores, directivos o miembros de la asociación. Hacer caso a Gierke y reconocer que hay «derechos fundamentales corporativos» suena innecesario para proteger a los ciudadanos frente a la injerencia de los poderes públicos en su vida personal y ¡social! (función política esencial del reconocimiento de los derechos fundamentales como Eingriffsabwehrrechte).

Distinguir entre personalidad jurídica y corporación ayuda: cuando la corporación actúe ‘por cuenta’ y en interés de sus miembros, podrán aplicarse las normas sobre protección de los derechos fundamentales. No estaremos hablando de derechos fundamentales de la persona jurídica sino de los derechos fundamentales de los miembros de una corporación. La libertad religiosa es el derecho fundamental más relevante en este punto ya que la corporación, como institución hace posible y potencia la libertad religiosa de cada uno de los miembros de la corporación. Pero no es imprescindible que se reconozca personalidad jurídica a la ‘confesión religiosa’ o al grupo de individuos que comulgan con las mismas creencias (en Inglaterra, los católicos se apañaron sin personas jurídicas utilizando el trust). Eso sí, que las iglesias tengan reconocida personalidad jurídica potencia el ejercicio colectivo de la libertad religiosa porque, como decía Savigny, «el patrimonio, por naturaleza, amplía la capacidad de un individuo, asegura y eleva la actividad libre de los individuos».

La cuestión de si las personas jurídicas pueden ser deudores ‘extracontractuales’ o ‘responder penalmente’ se resuelve perfectamente siguiendo, de nuevo, a Savigny cuando se trata de la personalidad jurídica. Porque ambas son, simplemente, cuestiones de responsabilidad. Y no responden patrimonialmente los individuos, es obvio. Responden los patrimonios. Si la persona jurídica es un patrimonio dotado de capacidad de obrar, habrá que imputar al patrimonio las deudas generadas por los individuos que actúan por cuenta y con efectos sobre ese patrimonio (los socios-administradores en el caso de personas jurídicas societarias y los individuos que ocupan los cargos en los órganos en el caso de las corporaciones). De nuevo, mantener analíticamente separadas las cuestiones relativas a la personalidad jurídica y las cuestiones relativas a la corporación, ayuda. 

Pero hay muchas otras cuestiones que una adecuada comprensión de la personalidad jurídica y su relación con la corporación – y la sociedad como contrato obligatorio – ayuda a resolver. Solo me referiré a algunas de ellas de las que me he ocupado en los últimos años aunque me bastaría con remitirme a la ingente obra de Karsten Schmidt, sin duda, el maestro germano que mejor ha aprovechado los estudios dogmáticos sobre la personalidad jurídica y las corporaciones para explicar el Derecho de Sociedades.

En semejante lista podría incluirse: la doctrina de la sociedad nula (Jesús Alfaro, La doctrina de la sociedad nula y la doctrina de la personalidad jurídica, Diálogos jurídicos, 2022, p 7 ss.) que es un problema relativo al patrimonio y no un problema relativo a la corporación, lo que explica que se aplique idéntica solución a las sociedades de personas externas y a las corporaciones; la disolución como terminación del contrato de sociedad, esto es, una cuestión que afecta a la sociedad-corporación pero en principio no a la personalidad jurídica ya que el patrimonio persiste hasta la liquidación (Jesús Alfaro, La disolución como terminación del contrato de sociedad: teoría y algunas consecuencias prácticas, Revista de Derecho de Sociedades, 61/2021); la reactivación como modificación estructural (Jesús Alfaro, La reactivación como modificación estructural: celebración de un nuevo contrato de sociedad y sucesión universal, Revista de derecho de sociedades, 62, 2021); la figura del administrador de hecho como caso de la doctrina general de las relaciones jurídicas ‘de hecho’ y, por tanto, referida, no a la personalidad jurídica sino a la corporación; la comprensión de la posibilidad misma de que un administrador sea una persona jurídica y el efecto transformador que eso provoca sobre el nombramiento y destitución de administradores y, por tanto, sobre la soberanía o autonomía de las corporaciones por no hablar del régimen jurídico de los administradores sociales cuando forman un órgano colegiado, del régimen de los acuerdos sociales y del de los estatutos sociales o la representación de las corporaciones y la vinculación del patrimonio personificado. Los mejores estudios sobre el conflicto de leyes y la nacionalidad de las sociedades – me refiero a los de Francisco Garcimartín – han aprovechado esta concepción de la persona jurídica. Pero es que, incluso en ámbitos como el Derecho de la competencia, una adecuada comprensión dogmática de la personalidad jurídica y la teoría de la corporación ayuda a entender correctamente y, por ejemplo, el concepto de ‘decisiones de asociaciones de empresas’ como espero demostrar próximamente. Se comprenderá, pues, que me sea difícil estar de acuerdo con las conclusiones de Fleischer que, a mi juicio, combate a un espantapájaros cuando dice que

«hay que abandonar la idea de… que las doctrinas expuestas son grandes teorías que pretendan explicarlo todo. Ni la doctrina de la ficción ni la de la realidad contienen el núcleo nomológico capaz de resolver la totalidad de los problemas jurídicos relacionados con la personalidad jurídica». 

Tiene razón en que estas limitaciones de las doctrinas examinadas no justifican que prescindamos absolutamente de ellas en el análisis del derecho de sociedades pero mi punto de vista es que no puede entenderse correctamente éste sin estas doctrinas – u otras que las sustituyan con ganancia – porque ninguna rama del Derecho puede explicarse sin una doctrina dogmática detrás que haga coherentes las soluciones y permita rellenar lagunas.

No creo que sea cierto que hace mucho que la

«equiparación entre personas jurídicas y personas físicas va más allá de la capacidad patrimonial, como pensaba originalmente Savigny» (porque) «estén abiertos a las personas jurídicas todos los ámbitos de la actuación jurídica». 

De nuevo, se mezcla la personalidad jurídica con la teoría de la corporación. Y, de nuevo, lo decisivo es si podemos explicar las instituciones jurídicas de forma coherente y ajustándonos a los valores de libertad, igualdad, autonomía de los individuos y promoción de la acción colectiva o, mejor, de la cooperación, no el hecho de que las corporaciones estén por todas partes y sean protagonistas de la vida social. Esto tiene poco que ver, a mi juicio, con la ‘capacidad relativa’ o ‘capacidad general’ de las personas jurídicas. La capacidad jurídica de las personas jurídicas – en cuanto patrimonios dotados de capacidad de obrar – es ‘todo lo general’ que le permite su naturaleza, como dice el artículo 19.3 de la Ley Fundamental de Bonn respecto a los derechos fundamentales de las personas jurídicas.


* Una versión anterior y más breve de este texto se publica en el volumen editado por Jorge Vieira con ocasión del décimo aniversario de la Revista LA LEY-Mercantil.

Imagen: Bergen Public Library en Unsplash